Un fantasma recorre y corroe por estos días Occidente: la hipocresía. No es que se trate de algo muy nuevo en esta parte del mundo y en esta etapa de la historia, pero a raíz de los ataque terroristas en París recibiremos intensas y altas dosis de hipocresía por estos días y, tal vez, sea bueno vacunarse un poco.
El mundo lamenta hoy la muerte de franceses con vehemencia. En Chile, decenas de compatriotas salieron a cantar la Marsellesa, centenares visitan la embajada gala, se dejan flores, inscripciones, condolencias y un muy moreno senador afirma que «todos somos franceses»; otro moreno ministro chileno dice que es un hecho «en lo personal muy doloroso».
Con apenas horas de diferencia otro ataque terrorista dejó medio centenar de muertos civiles, más de 200 niños y adultos heridos, pero nadie se lamenta. Es que claro, ocurrió en el Líbano, país de morenos. El mes pasado un hospital operado por Médicos sin Fronteras en Afganistán sufrió un ataque prolongado de la Fuerza Aérea de EE.UU: doce miembros de esta organización, además de 10 pacientes (tres niños entre ellos) muertos fue el saldo de ese ataque terrorista. Pero no hubo lamento mundial ni medial, apenas una promesa de Obama de que «se efectuará una investigación completa». Claro, sólo se trataba de afganos y afganas, todos morenos y morenas que no pueden acostumbrarse a vivir bajo las bombas de la «Alianza», encabezada por EE.UU. y huyen como refugiados a los países que los bombardean, en busca de seguridad. Antes, buques y aviones franceses bombardearon durante 3 semanas a Libia, el país más laico de África del Norte y aquel con el mayor Índice de Desarrollo Humano de su continente. 50 mil fueron los muertos esta vez, pero se trata apenas de 50 mil morenos. Morenos fueron también a quienes se les ocurrió casarse en diciembre de 2013 en Yemen y «por error» recibieron el fatídico regalo matrimonial de un dron estadounidense: 13 muertos el día de la boda. Justo un año después, diciembre de 2014, ocurre el mismo error, los morenos se casan esta vez en Afganistán, otro país moreno, el regalo teledirigido estadounidense es algo más generoso y se cobra 26 muertos, novios incluidos.
¿Por qué nadie deja flores en la embajada del Líbano? ¿Por qué ningún senador chileno dice «hoy todos somos afganos»? ¿Por qué a nuestro Ministro le duele en lo profundo Francia, pero ni pío sobre Yemen o Libia?
Es la globalización de la hipocresía con la cual, en nombre de valores universales como la Democracia y los Derechos Humanos, sólo se admite la universalización del dolor occidental. Los centenares de muertos blancos de Occidente duelen a la Humanidad, los millones de muertos morenos del resto del mundo son apenas una breve crónica, relatada objetivamente.
Hipocresía racista, colonial y capitalista con la que seremos bombardeados en estas semanas. Reaparece sin velos ese elemento racista que se remonta a la época colonial, en la que siempre hubo mucha preocupación por dejar bien claro que la muerte del colonizador (francés, por ejemplo) es mucho más importante que la del colonizado (árabe o haitiano, para el caso). Es la misma preocupación que tenían los españoles, quienes con ahínco querían demostrar racionalmente en la Junta de Valladolid, allá por 1550, que los de este lado del mundo no teníamos alma, pues ¿cómo va a tener alma un no-cristiano? Y además, ¿cómo va a valer lo mismo la vida de un blanco cristiano con alma que la de un moreno desalmado?
Y hoy somos testigos de cómo reaparece esa continuidad colonial que siempre ha necesitado y promovido que unos sean considerados naturalmente inferiores y otros superiores. Es lo que explica que los terribles asesinatos de aquellos – que además son claritos- duelan y sean considerados más importantes que los igualmente terribles asesinatos de «los otros», que no casualmente son morenos. Una continuidad histórica e ideológica del colonialismo que no sólo es económica, geopolítica y militar, además es mental y hace que a un chileno la muerte de un francés le duela más que la de un haitiano o un libio, reproduciéndose así en la periferia de Occidente la escala colonial del más y del menos importante. Se trata de lo que el famoso pensador peruano, Aníbal Quijano, denomina colonialismo epistémico, es decir, el colonialismo que nos habita en la cabeza y que es, por supuesto, eurocéntrico. Este eurocentrismo genera una clasificación social de la población mundial que si bien tiene raíces coloniales, sus efectos se han mostrado duraderos hasta la actualidad, tal como estamos presenciando, de hecho, hoy mismo, con una escala del dolor que ante hechos similares, provee lágrimas para unos, indiferencia para «los otros».
Y hablando de los ataques terroristas en París, sólo ayer le comentaba yo a un taxista negro en Medellín lo terrible que me parecía que unas vidas blancas valieran más que unas morenas. «Es cierto», me dijo, «¿pero por qué será que uno lo ve así?» se preguntó.
Difícil pregunta, más aún las respuestas. Son muchas y complejas las causas, el eurocentrismo es una de ellas. Otra tiene que ver con la acción de los medios. El 80% de las comunicaciones mundiales son controladas por seis corporaciones transnacionales, todas ellas lideradas por blancos hombres occidentales, admiradores y defensores del capitalismo. Son sus agendas, sus valores, su clasificación social y racial lo que a diario se transforman en información mediática planetaria y se postulan como valores universales. De este modo, es normal que un horrible ataque terrorista en Francia sea escándalo globalizado y dolor mundial, en tanto, otro espantoso ataque terrorista en el Líbano no más que una crónica informativa de un día de duración.
Pedro Santander