Las FARC-EP no podían obviar el anhelo de paz de su pueblo ante el impacto desgarrador de una guerra que dura más de 60 años. Ese anhelo ha tocado su corazón.
Con la fortaleza del no derrotado –ni siquiera después del derrumbe del socialismo real- las FARC hicieron bien en plantearse ese propósito, recurriendo a un nuevo diálogo de paz con un régimen en seria dificultades, erosionado por sus políticas neoliberales, el terrorismo de Estado y el engendro narco-paramilitar.
Pienso que lograron profundizar la agenda inicial, alcanzar una proyección política sin precedente, ampliar sus vínculos con la sociedad colombiana, y en la Mesa de Diálogos de la Habana, pudieron ‑a base de talento y firmeza- plasmar en el papel y en una parte de la conciencia colectiva un conjunto de acuerdos de gran valor programático para la democratización de Colombia y el abordaje de importantes problemas políticos-institucionales, económicos-sociales y culturales.
Basta repasar lo acordado en temas como el agrario, participación política, derechos democráticos, reivindicación de las minorías discriminadas, el drama de los/as desplazados/s, la cuestión ambiental, la problemática de las drogas, justicia transicional y la reparación a las víctimas… para entender el valor de ese magnífico esfuerzo.
La cuestión difícil de asimilar, altamente riesgosa, se relaciona con el “Acuerdo sobre el Cese al fuego y de Hostilidades” y la “dejación de armas”, que incluye su “entrega” a plazo fijo (180 días) a comisiones fiscalizadoras designadas por ONU y CELAC; lo que equivale a desarme total y unilateral del ejército popular más potente de Colombia y de nuestra América, a cambio de garantías de seguridad enmarcadas en un sistema hostil, con controles vulnerables.
El cese al fuego bilateral estuvo planteado desde el principio, no así el desarmarse unilateral de la insurgencia en el contexto de un régimen tutelado por EEUU, con siete bases militares y esencias represivas, violentas, neo-liberales… en un país donde un viraje hacia la democracia real, soberanía y justicia social lleva mucho más tiempo y pasa por un periodo de intensas luchas sociales y políticas.
El monopolio de las armas en manos de ese Estado encierra una gran peligrosidad para esa heroica insurgencia y el pueblo en lucha. Ni el imperialismo actual ni sus burguesías dependientes son fuerzas de paz, por lo que entiendo que en Colombia una paz digna exige no debilitar la capacidad disuasiva de las armas en poder del pueblo. ¡No las entreguen! Aun sea para fundirlas y erigir tres monumentos a la paz. Ojalá equivocarme.
26-06-2016