En el momento en que la violencia policial, bajo mando socialista, se desata, reproducimos una conferencia realizada durante en Niza el Día contra las violencias policiales, en febrero de 2011, por el Comité Vérité et Justice pour Hakim Ajimi. Pensamos que esta intervención continúa siendo de total actualidad.
El punto de partida de mi intervención es el título del libro de Sihem Souid, Omertà en la policía, pero dicho diferentemente: omertà en la polis. En efecto, polis, en griego antiguo significa la ciudad, la comunidad política, y si hay omertà en la policía, de la que habla Sihem Souid, ella es indisoluble de otra omertà que funciona en un espacio mucho más vasto que la institución policial: la omertà en la policía existe porque hay una omertà en la polis, es decir en la ciudad, en el conjunto de la colectividad política, en el mundo político. Hay una doble cuestión: la de los abusos, de los crímenes policiales y de su impunidad, Sihem Souid habla de todo esto en su libro, y de lo que habla Mathieu Rigouste de otra manera, una cuestión que atañe a la policía y a la justicia, pero que también atañe, más ampliamente, a la clase política, el mundo mediático, es decir: todo lo que constituye un espacio público, un lugar de debate y de deliberación en el cual ciertas cuestiones no existen.
¿Qué quiere decir omertà?
La palabra omertà tiene, en primer lugar, una ventaja: permite pensar en actos, acciones que pueden ser minoritarias si se considera desde un punto de vista estrictamente numérica (Sihem Souid habla que el 30% de los policías son racistas y/o violentos, lo que representa una gran minoría) pero dominante en el sentido en que no son denunciados, combatidos e impedidos de continuar sus actos violentos, y en consecuencia ellos dan el la
–o en todo caso forman parte de lo ordinario
del universo policial. Tengo ganas de decir: si una minoría del 30% o incluso del 10% de los agentes de policía pasa al acto, lanzan propósitos racistas o cometen abusos de poder, violencias ilegítimas, y los otros no se oponen, esto significa que cuando se juntan tres policías, o cinco, o diez, estamos seguros de que entre ellos se encuentra un racista o un violento que si pasa al acto los otros tres se callan…
Esto significa, grosso modo, que, incluso si es minoritario desde un punto de vista numérico, estos abusos tienen lugar regularmente en todas las comisarias. De la misma manera podemos decir que hay una omertà en la educación nacional, en donde trabajo, que hace que, incluso si se deja de lado la violencia sistémica de la institución, del determinismo social (lo que Pierre Bourdieu llama la repoducción
y la violencia simbólica
1), podemos ver que si planteamos que hay una minoría de un profesor sobre diez que es verdaderamente malvado, violento, que abusa de su estatuto y que jode
a los alumnos, y si tenemos en cuenta que cada alumno tiene cada año unos diez profesores, podemos llegar a la conclusión que todos los alumnos están expuestos a estos abusos y humillaciones2.
Es la misma estructura en los dos casos: una violencia sistémica, dominante, no cuestionada, que puede muy bien ser, al mismo tiempo, minoritaria y dominante, justamente porque no se la cuestiona. La diferencia entre la escuela y la policía es que el profesor puede joder, herir moralmente, eventualmente destrozar
académicamente a los alumnos (excluyéndolos, ya sea por llevar el velo o por cualquier otra cosa), pero no tiene un arma de fuego, de flashball, de taser (pistola eléctrica)… Ni de técnica de estrangulamiento. El profesor puede condenar un joven a una muerte escolar y social, o herirlo mortalmente escatológicamente, con palabras, notas, sanciones; la policía es más radical, tiene el poder de matar simplemente, físicamente, irreparablemente. Tomo como punto de partida que hay una omertà en la policía, pero también en la polis, en la ciudad, en los espacios más oficiales y dominantes de la vida democrática
, en los partidos, las organizaciones, las asociaciones, los grandes medios de comunicación, algunos periodistas concienzudos, pero se puede decir que globalmente existe un muro de silencio en relación a las violencias policiales. Un muro que los colectivos Verité et Justice (Verdad y justicia) consiguen regularmente fisurar pero que, en cuanto hay una fisura rápidamente se tapa –es una especie de combate sin fin. Como prueva, he aquí lo que Farida Belghoul escribía hace más de veinticinco años, durante la Segunda Marcha por la Igualdad:
Es muy fácil condenar lo que se ha convenido en llamar un crimen racista. Ese tipo de crimen, considerado en tanto que tal (lo que ya es raro) pone en escena, en la buena conciencia antirracista, a un hortera demente sin garantía de representación y una víctima que se ha comportado como un buen ciudadano durante toda su vida. Desde que un comerciante o un policía, sobre todo, es el autor del asesinato de un pequeño delincuente, asistimos a una dispersión total. Las condenas vehementes y morales dan paso a un silencio que transforma el aparato del Estado y el judicial, los grupos políticos y la opinión pública, como diría Brecht, en cómplices3.
Justamente lo que quiero es comprender cómo este muro de silencio continúa a existir, a pesar de todo lo que se ha hecho estos últimos veinticinco años para romperlo. ¿Cuáles son los obstáculos a los que nos enfrentamos cuando se quiere hacer emerger esta cuestión de la violencia policial, que es evidentemente una cuestión política muy importante –pero justamente una cuestión que no es evidente para todo el mundo, que no es fundamental para todo el mundo, que no es política para todo el mundo y que no es incluso una cuestión para todo el mundo. Podríamos reformular el problema de la siguiente manera: ¿qué es lo que hace que ciertas evidencias no lo sean, que no aparezcan como tales?
¿Qué es lo que hace que las conciencias morales y las inteligencias estén hasta ese punto adormiladas para que no se vea, para que no se sienta que el hecho de que un joven de 20 años como Hakim sea asesinado es un escándalo absoluto? ¿Cómo puede explicarse que esto no sea la noticia central en las noticias televisadas de la noche, sino simplemente cuatro líneas en la página de sucesos
?
¿Cómo se explica que esto no haga que la gente reaccione?
¿Y cómo se explica que no sea percibido como un escándalo absoluto el hecho de que sea un policía local quien le mate: el que debería salvar vidas lo que hace es acabar con esas vidas?
¿Quién habla, de qué y cómo?
Es a partir de estas preguntas que desarrollaré mi intervención, de esta extrañeza, de esta ingenuidad que yo asumo. Y justamente la palabra omertà aporta un principio de repuesta, puesto que tiene también el interés de poner la pregunta en términos de palabra y de silencio. Mi reflexión va, justamente, alrededor de la palabra: es alrededor de la circulación de la palabra, del discurso que se hace o que no se hace sobre la cuestión de la violencia policial, que se juega, según mi opinión, algo esencial. Como decía Georges Orwell es con las palabras como se llega a justificar lo injustificable
4. Más en concreto, a través de una cierta economía de la palabra: a través de las palabras y de los silencios es como se consigue que las consciencias y las inteligencias se duermen, hablando de cierta manera, hablando de ciertas cosas y callando otras, dejando que hablen unos y otros no.
Esto me lleva a precisar a partir de qué hablo. Soy profesor de filosofía y enseño a mis alumnos que tienen la edad y el origen de los que mueren en manos de la policía –lo que, gracias a dios, no ha llegado a ninguno de mis alumnos hasta ahora. Frecuento pues estos alumnos en una interacción que no está excepta de relaciones de poder, sino todo lo contrario, pero que permite a pesar de todo tomar conciencia de esta evidencia, que no lo es para todo el mundo: tenemos tratos con seres humanos singulares, que merecen absolutamente vivir, y no es a través de un proceso de deshumanización, un verdadero trabajo sobre la mente, que llegamos a una especie de indiferencia que sigue a los homicidios policiales.
No tengo ningún título de experto
en la cuestión de los abusos y de los homicidios policiales como pueden tener los actores sociales que viven estas situaciones desde el interior
(las víctimas y sus parientes y amigos por un lado y los policías por otro), o aquellos que investigan de cerca este problema. Yo intervengo más bien como ciudadano, militante, comprometido desde hace quince años contra las violencias, los crímenes y la impunidad policial, especialmente a través de un medio alternativo que co-dirijo con Sylvie Tissot, la web Les mots sont importants
(Las palabras son importantes), consagrada a la palabra, al debate público –una cuestión que me preocupa porque se trata de núcleos de poder, de producción y difusión de ideología, y porque de esta manera se debe actuar si queremos romper este muro de indiferencia y de insensibilidad que existe sobre los crímenes de la policía. A través de la publicación de libros o de textos en esta web, intentamos producir contra-información, contra-cultura, reflexión crítica, de manera a ampliar al máximo las fisuras de las que hablaba antes, recogiendo el trabajo de los colectivos Vérité Justice y planteando la cuestión del debate público, de su organización y del empleo de las palabras.
Es decir: las palabras son importantes, de manera general, pero particularmente sobre la violencia policial, lo que significa varias cosas: no solo que escoger las palabras es importante, sino que se plantea, además, la cuestión de cómo se habla, de qué se habla y quién habla.
La cuestión de ¿quién habla?
plantea de entrada otra cuestión: ¿
quién no habla?
. Es el primer problema a plantear: la distinción que se establece entre los que tienen derecho a la palabra, a los que escuchamos, los que tienen crédito, y los que no tienen la palabra –or ejemplo: los policías de un lado y del otro sus víctimas. Seguidamente, antes de saber si se habla bien o mal de un cierto problema, de un suceso, de una cuestión, en este caso en concreto, de un crimen policial, será necesario que se hable de él– de ahí mi segunda pregunta: de qué se habla?
, que tiene otra vertiente: de qué no se habla?
. Y finalmente, una vez de que se habla de algo, se pone la cuestión de saber cómo se habla: qué palabras se utilizan, y aquí también la elección supone una eliminación. Se emplea una palabra y no otra –y en realidad, hay términos extremadamente perversos que contaminan la reflexión, que adormecen las conciencias y que impiden pensar la realidad y la gravedad de estos acontecimientos.
Palabras y silencios
Como decía hace un momento, la cuestión ¿de qué se habla?
implica automáticamente una exclusión: no se puede hablar de todo al mismo tiempo, y en consecuencia escoger hablar de una cosa es también excluir todo lo demás, todo de lo que no se va a hablar. Cuando se escoge un sujeto de discusión
, cuando se hace una pregunta
, antes mismo de enunciar la respuesta, ya se afirma algo que no estaba necesariamente en la pregunta: se afirma que es una pregunta importante, seria, grave, preocupante
como dicen los periodistas. Es verdad para los políticos –es la cuestión de lo que llaman sus prioridades
y es verdad para los medios de comunicación– es la cuestión de las decisiones editoriales
, de la perspectiva
, lo que implica una jerarquización de la información
: ¿que es la noticia más importante en el telediario de la noche, que es lo que se deja para el final del telediario, en la sección de Breves
o Sucesos
, y qué es lo que simplemente se deja de lado, se elimina?
Podría volver a la fórmula de un filósofo, Gilles Deleuze, que definía el consensus de manera negativa: el consensus es un acuerdo en el seno de un grupo, pero no es forzosamente un acuerdo absoluto sobre todo lo que se discute ‑más bien un acuerdo sobre lo que no se discute, un acuerdo tácito del grupos para que ciertas cuestiones no se planteen5. Me parece que esta fórmula corresponde particularmente bien a lo que nos reúne hoy ‑y que resumo, una vez más, con la palabra omertà. Sobre la violencia y la impunidad policial, lo que no se dice, lo que no se plantea, lo que no se interroga, es decir: ese consensus o esta omertà es compartida por el mundo político y por el mundo mediático, que están estrechamente entrelazados, sobre todo en la cima. Si hay fisuras y personas que trabajan para ampliarlas (lo que es necesario, no hemos de pensar que no sirve para nada, ni mucho menos), la constatación general es que hay un muro de silencio.
De ahí la necesidad de hacer ruido, antes mismo que de apuntar a los objetivos como la justicia, la igualdad de trato, por definición difíciles a alcanzar puesto que estamos justamente en el centro de un sistema de dominación, o sea con armas desiguales. La cuestión del ruido o del silencio, del silencio mediático y del ruido mediático, es decisiva, es lo que yo llamo la cuestión cuantitativa (se habla mucho, un poco o nada, con palabras justas o no). Además, hay personas cuya profesión es calcular el ruido mediático, el de contar el número de noticias a la AFP [Agence France Press], el número de recortes de prensa, el tiempo en televisión y el tiempo en la radio consagrado a tal o cual suceso, a tal o cual problema, a tal o cual cuestión de sociedad
. Y cuando miramos este trabajo, nos damos cuenta que este ruido mediático modela las subjetividades, las conciencias, porque determina lo que habitualmente consideramos como problemático o no, digno de interés o no, importante o no, preocupante o no, grave o no.
Para decirlo concretamente, tenemos el ejemplo, de un lado, siempre o en todo caso frecuentemente, como primera noticia de las noticias en televisión o en la prensa, la foto del policía que ha muerto en el ejercicio de sus funciones, y cada vez más sistemáticamente la visita in situ del Presidente de la República, lo que da una razón
de más a los periodistas de hacer ruido sobre el acontecimiento
, y al lado opuesto tenemos el silencio o el casi-silencio, y en cualquier caso la ausencia de visita del Presidente o de cualquier otra personalidad política, por el obrero muerto en accidente de trabajo, a fortiori por el joven
muerto por la policía. El suceso, puesto que también lo es, no es tratado como tal: queda relegado en una breve reseña en la sección de Sucesos
, sin que se publique ninguna foto, e incluso, muy a menudo, sin que se mencione el nombre de la víctima.
Por lo tanto, para el suceso –y más allá del suceso, la persona muerta– tenga un inicio de existencia en el imaginario colectivo, en la subjetividad del tele-espectador lambda, es necesario, para empezar, que la persona tenga una identidad, un nombre y un rostro. Algunas veces esto pasa, pero es la excepción y no la regla, y esto supone justamente que los medios de comunicación alternativos tienen que hacer el ruido que no han hecho los medios de comunicación oficiales.
Estos medios de comunicación alternativos, son páginas web, radios locales, octavillas, manifestaciones, pero también son, y puede que en primer lugar, que se lamente o no, los disturbios. No es un elogio romántico de la insurrección, solamente una constatación: ¿de qué se acuerda la gente realmente? ¿Quién tiene, para la gran masa de los ciudadanos franceses, un nombre y un rostro?
Lo que plantea otra cuestión cuantitativa: ¿cuántos coches hay que quemar para que los humanos recuperen un nombre y un rostro, es decir, para que recuperen, en la colectividad nacional, la humanidad que les niega la pequeña música
de las noticias en la televisión y en las vitrinas de los quioscos de periódicos?
Lo que intento decir es que este trato mediático desigual construye las subjetividades y nos empuja insensiblemente, inconscientemente, de manera insidiosa, a considerar que hay ciertas vidas que valen menos que otras, y ciertas vidas que valen más que otras: se nos dice que la vida de un Hakim vale menos que una vida ordinaria, y la de un policía más que una vida ordinaria.
Una vida= una vida
La vida de un joven de las clases populares y –casi siempre– descendiente de la inmigración no blanca es devaluada por el silencio mediático o, cuando el silencio es perturbado por las rebeliones o por colectivos Vérité Justice [Verdad Justicia], por palabras oficiales que nos llaman al orden legitimando el homicidio y denigrando la víctima. Paralelamente, existe un trabajo ideológico que nos habitúa a pensar que ciertas vidas, especialmente de la policía, valen más que otras: nos dicen por ejemplo que la vida de un policía no debe ser echada a perder por la cárcel, incluso cuando a hecho una falta grave ‑mientras esos escrúpulos no existen para un simple ladrón. Pienso por ejemplo en las recientes declaraciones de Brice Hortefeux sobre el reciente suceso de Bobigny: unos policías realizan, colectivamente, un falso testimonio que puede enviar un inocente a la cárcel por 30 años, son descubiertos, juzgados y condenados a 6 y 12 meses de cárcel, y el ministro del Interior sale de su reserva para denunciar una pena desproporcionada
.
Todavía peor: el trato judicial de los sucesos de Villiers-le-Bel. En julio de 2010, se envió a cinco jóvenes a la cárcel, con penas de entre 5 y 15 años, sin ninguna prueba contra ellos, excepto testigos anónimos y remunerados, con enormes incoherencias en los testimonios
. ¿Qué es lo que ha permitido que sea aceptable este linchamiento judicial? El hecho de que se haya disparado a unos policías durante los disturbios de Villiers-le-Bel. Ningún policía ha muerto, pero esos disparos han sido suficientes para que el presidente Sarkozy decrete que había intención de matar
y para que declare inmediatamente. Pongan los medios que quieran, esto no debe quedar sin castigo
.
Y eso es lo que pasó, al pie de la letra: se han utilizado todos los medios necesarios para conseguirlo, era necesario encontrar culpables, poco importaba quienes. No voy a desarrollar ahora todo lo que el juicio ha tenido de escandaloso, pero lo poco que he dicho deja ya entrever que, cuando se dispara a la policía, todo vale para que no importa quien, o más bien para que no importe qué joven no blanco del barrio, sea condenado a largas penas de cárcel.
Un último ejemplo: las repetidas ofensivas de los parlamentarios de la derecha para restablecer la pena de muerte, que se expresan siempre para ser aplicada en los crímenes más graves, entre los cuales siempre se menciona, sistemáticamente, las muertes de niños y las muertes de policías. Dejo de lado la cuestión niños/adultos, pero entre los adultos, este lugar común de la derecha ultra nos dice claramente que la vida de un policía es más importante que la vida de un panadero, un mecánico, un maestro o de un parado. Esta jerarquización ha sido recogida por el presidente estos últimos meses, cuando ha expresado su voluntad de quitar la nacionalidad a algunos franceses naturalizados. Muchas personas han denunciado con toda la razón esta discriminación entre franceses de nacimiento y franceses de origen extranjero
, pero se ha prestado menos atención al hecho de que, en este caso incluso, los hechos de gravedad excepcional que justificaban este tratamiento excepcional eran, nuevamente, la muerte de algún policía –considerada implícitamente más graves que cualquier otro asesinato.
Otro ejemplo: la muerte de Mahamadou Maréga, muerto por la policía el 30 de octubre de 2010. En las pocas noticias que cubrieron
el suceso, Mahamadou Maréga no tenía identidad, no se mostraba su foto, no tenía nombre: era un maliense
, un sin papeles
, el maliense sin papeles
… En otros casos se decía la muerte de un joven
… Han sido necesarios varios días para frenar este proceso de deshumanación. Es este tipo de contra-trabajo que intentamos hacer en la web Les mots sont importants
: Dar una gran importancia a un suceso de esta índole, que es tratado como un no suceso por los medios de comunicación dominantes, y darle un sentido político cuando las fuerzas políticas que protestan lo tratan solamente como un simple accidente, minimizando su alcance político, o planteándolo como una cuestión puramente técnica sobre el uso del taser, cuando lo acontecido plantea otras cuestiones de fondo ‑volveré a esto en las conclusiones.
Siempre hay que presentar a la víctima con su identidad, su nombre, su rostro. Para Mahamadou Maréga, fue en la prensa maliense donde finalmente se pudo encontrar la información que se difundió rápidamente en las webs militantes. Los colectivos Vérité Justice son, evidentemente, los primeros que realizan este trabajo de visualizar una persona con su nombre, una foto, una existencia, de recordar que es una vida humana que ha sido suprimida. Veinte días después, puede que salga una noticia breve en Libération, en Le Monde, en AFP, porque una investigación se ha abierto. En el caso de Mahamadou Maréga continuaban hablando del maliense
: la víctima continuaba sin tener nombre, bastaba con mirar un poco en internet para encontralo –o bastaba con ponerse en contacto con el colectivo Vérité Justice que ya se había constituido.
Dar a conocer el rostro y el nombre me parece crucial, puesto que detrás se encuentra la cuestión fundamental de lo que vale una vida. Se ha resumido esto en la web Les mots sont importants
diciendo que una vida es igual a una vida. Es tan simple que esto: es una evidencia, pero al mismo tiempo es una falsa evidencia, una evidencia que no lo es porque el orden simbólico que nos construyen, las representaciones que nos impone, con esta jerarquización de la información, nos acostumbran a pensar que una vida no vale lo mismo que otra. Mogniss Abdallah realizó, hace diez años, una película muy importante sobre la muerte de Youssef Khaïf que murió a causa de una bala disparada por un policía cuando Youssef huía. El policía fue absuelto. Esta películo muestra la lucha que hubo en ese doble escándalo: el asesinato y la absolución. La película se titula ¿Qué vale la vida de Youssef?, haciendo referencia a una pancarta del MIB (Mouvement de l’immigration et des banlieux): resumiendo, siempre es la misma cuestión, las representaciones que se imponen en una sociedad, el precio que una clase dirigente da a una vida puede medirse de dos maneras: la pena que se pone al que ha tomado la vida, pero también la plaza que le dedican los medios de comunicación.
Resumiendo: la víctima es negada, deshumanizada y por eso la primera acción que se impone, por el bien de los familiares de la víctima y por los militantes que toman muy en serio la igualdad, el principio de una vida = una vida, es el de volver a dar esta dignidad, esta existencia que se niega triplemente ‑una primera vez cuando la persona es asesinada, una segunda cuando es asesinada socialmente, simbólicamente, por el sobreseimiento o en todo caso la complacencia de la justicia, y una tercera vez por esa indiferencia y por el silencio mediático.
La dimensión política
Lo que se niega también es la cuestión política que se plantea a cusa de esta muerte. Citaré a Pierre Bordieu que dice que el discurso tiene el poder de hacer existir, al menos en la mente, de lo que habla: más se habla de alguna cosa, más esta cosa existe, y menos se habla, menos existe6. Por ejemplo, a fuerza de oír hablar de un problema de la inmigración
, se acaba admitiendo como una evidencia que la inmigración en ella misma constituye un problema ‑es decir que no son los inmigrantes los que se enfrentan a problemas, como todo el mundo, e incluso más que el resto de la gente, sino al contrario que son los inmigrantes los que son un problema para los otros. Resumiendo: a fuerza de repetir unos discursos, se acaba por hacer existir en las mentes un problema de la inmigración
, un problema de la inseguridad
, un problema del velo
o un problema musulmán
, o, como pasó en los años 1930 – 1949, un problema judio
. Es así como, a fuerza de decirlo, a fuerza de hablar, los no-problemas se convierten en problemas y que, recíprocamente, los verdaderos problemas, como la violencia policial, pueden llegar a ser no-problemas a fuerza de no hablar.
Una encuesta que cito muy a menudo ilustra este fenómeno: en 2002, en un sondeo publicado en L’Humanité, se preguntaba a las personas de la encuesta de jerarquizar los problemas que les preocupaban más en ese momento. Entre diez proposiciones, salud, jubilación, educación y, claro está, inseguridad y otros, evidentemente sin grandes sorpresas, después de la repetición intensiva que se había sufrido durante meses, el problema citado como el número uno era el problema de la inseguridad. Pero lo que era interesante, es en la misma encuesta se planteaban las mismas preguntas, pero no desde un punto de vista general, sino sobre los problemas propios de las personas en su vida cotidiana: ¿usted, en su vida, cuáles son sus problemas?
y los resultados se invertían: la inseguridad en mi ciudad y en mi barrio
era la última de las preocupaciones de las personas que participaban en la encuesta, con solamente un 20% de personas no satisfechas y el 80% satisfechas. Igualmente, en una encuesta más reciente, el 66% de los encuestados de 15 – 25 años declaraban que los padres no tenían suficiente autoridad sobre sus hijos y, al mismo tiempo, cuando se les preguntaban por sus propios padres, el 89% estimaban que tenían suficiente autoridad sobre ellos, ni mucho ni poco. Esta imposición de una jerarquía entre lo que es problemático o no lo es y entre lo que es política (por ejemplo, la inseguridad
, la falta de autoridad parental
o incluso la última frase de Ségolène Royal o de Jean-François Copé, del hijo de Sarkozy o de la mujer de Strauss-Kahn) y lo que no es política (por ejemplo la acción de la policía, su violencia, sus crímenes y su impunidad) nos pone frente a otra tarea, tanto a los colectivos Vérité Justice como a sus seguidores y sus apoyos políticos o mediáticos: lo mismo que hay que rehumanizar a los humanos deshumanizados, hay que repolitizar una cuestión política despolitizada ‑volveré a este punto en las conclusiones.
La eufeminización del crimen
Me queda poco tiempo para evocar otras dos cuestiones: cómo se habla
y quién habla
. La cuestión de cómo se habla
nos lleva al colectivo Les mots sont importants
a denunciar ciertas expresiones particularmente bárbaras. Por ejemplo, después de la muerte de Karim Boudouda, muerto por la policía el verano pasado en Grenoble, la periodista Elisabeth Lévy declaró en RTL: Estamos en guerra y si uno de ellos muere, no derramaré ni una sola lágrima
.
Después hay palabras menos extremas, menos excepcionales, cuya violencia pasa desapercibida porque se han impuesto como un vocabulario normal
. Por ejemplo la palabra error
[bavure], que permite no decir que se trata de un crimen, de un homicidio, que tiende a hacer pasar de contrabando una cierta interpretación del suceso, que está lejos de ser indiscutible: la idea de que el error ha sido la mala suerte
, que no hay ninguna racionalidad política, que son simples accidentes. Pero, incluso si estos crímenes son raramente premeditados por el policía, podemos afirmar, en la mayoría de los casos, que en una situación en la que nada le obligaba, el policía ha escogido poner en peligro la vida de su víctima, y para la institución [la policía] estas muertes benefician de un consentimiento, en el sentido de que la repetición de hechos similares no puede producirse sin un acuerdo de la institución, que da a sus miembros un cierto margen, una cierta cantidad de errores
autorizados, asegurando de esta manera la impunidad.
Se reduce el crimen policial al estatuto de un suceso desgraciado, en el sentido literal de la palabra: la mala suerte, la fatalidad ‑y no un suceso contingente que no debería haber pasado, que podría no haber pasado, y que solo era necesario para un cierto orden social y político que no tiene nada de necesario. Calificar el suceso de error es a final de cuentas decir que podemos deplorarlo pero no rechazarlo, denunciarlo, combatirlo –como lo ha señalado la filósofa Hannah Arendt:
El furor no es de ninguna manera una reacción automática ante la miseria y el sufrimiento en tanto que tal. Nadie se enfurece ante una enfermedad incurable o un terremoto, ni ante condiciones sociales que parecen imposibles a modificar. Solamente en el caso en el que hay buenas razones de creer que estas condiciones podrían cambiarse y que no se cambian es cuando el furor estalla7.
Otro eufemismo: los golpes y las heridas, cuando son realizadas por la policía es un lugar público, se convierten en una intervención brutal
. Estamos en el núcleo de la misma lógica cuando se llama intervención brutal
a una paliza, al maltrato, entonces no debe extrañarnos que un homicidio no sea tratado como un homicidio sino como un accidente lamentable.
La difamación de las víctimas
Al mismo tiempo que estas palabras disimulan, minimizan, eufemizan la violencia policial, otras palabras diabolizan la víctima y especialmente su actitud en el momento de los hechos, de manera a poner el homicidio en una categoría que no es la que le corresponde: la de la legítima defensa. Al principio utilizan sin discernimiento, sin moderación, de manera totalmente abusiva, las palabras legítima defensa
. Seguidamente señalan, exagerando, la violencia
de la situación, el pánico
del policía, la agresividad
de la víctima, presentándola como furiosa
, o sus dimensiones
impresionantes (encontramos estas dos palabras furioso
, dimensiones
en las noticias sobre Mahamadou Maréga). Recuerdo que en 2001, durante el juicio Hiblot se inventó incluso un concepto para esto: no sé si fue la defensa o directamente el fiscal, pero se invocó en favor del policía la legítima defensa subjetiva
. Todos los testimonios y todos los expertos (autopsia, balística) confirmaron que el policía había disparado a un coche que huía, que estaba a una distancia de más de veinte metros y que tenía intención de alcanzar a Youssef Khaïf en la nuca, o sea que no se podía invocar la legítima defensa. De repente se sacan esa legítima defensa subjetiva
y lo más grave es que esa enormidad conceptual ha tenido una eficacia política e incluso jurídico: el policía fue absuelto.
Esta fórmula puede comprenderse de dos formas: hay legítima defensa primeramente en la mente del policía, que se sentía amenazado
, incluso si objetivamente no lo estaba, y seguidamente por toda la sociedad, cuyo espíritu está estatizado
, trabajado por una propaganda que le hace comprender que ciertas poblaciones son por ellas mismas amenazantes, independientemente de sus gestos y hechos reales ‑incluso cuando están huyendo y nos dan la espalda. Es aquí cuando la cuestión de la violencia policial y de su impunidad se muestra indisociable con la del racismo: una población decretada amenazante por naturaleza es una de las definiciones posibles del racismo.
Además de la reescritura de los hechos, hay una estrategia de descalificación más general y nebulosa que consiste en denigrar a la persona que es la víctima, especialmente con la ayuda del inevitable conocido de los servicios de la policía
. Existe una violencia increíble para las personas cercanas de la víctima: no se les da tiempo a realizar que un ser querido ha muerto puesto que rápidamente deben empezar a defender su memoria. Mientras que se está ocupado en defender su memoria, no se puede plantear la cuestión de fondo: la misión de la policía, lo que se espera de ella, lo que tiene derecho a hacer y lo que no tiene derecho a hacer. La víctima se convierte en culpable y sus allegados se ven obligados a convertirse en su abogado.
Eso es lo que pasó, por ejemplo, con Zyed et Bouna, muertos en Clichy-sous-Bois en un transformador eléctrico en donde se habían refugiado para huir de la policía que los perseguía. El ministro del Interior Sarkozy corrió a declarar que se preparaban a cometer un robo
. La acusación se reveló falsa, y eso es lo que pasa generalmente. Pero lo peor no es la mentira, ni el hecho de que se denigre a la víctima: lo peor es que además se tienden a justificar implícitamente los disparos mortales, la estrangulación o cualquier otra forma de atentar contra la vida de un joven por el hecho de tener alguna cosa a se reprochar
. Es una verdadera trampa: primeramente estamos obligados a rebelarnos contra la difamación para defender la memoria de los desaparecidos, pero de golpe se deja pasar una idea bárbara: la idea de que un delito de fuga, un robo o cualquier otro delito, incluso si se demuestra que es cierto, pueda justificar el ajusticiamiento fuera de la legítima defensa.
Legítima defensa
Youssef Khaït, cuando fue abatido por el policía Hiblot, estaba en un coche robado ‑lo que numerosos políticos y periodistas no se han privado de repetir sistemáticamente. De repente su madre planteó claramente el problema de fondo: Sí, había robado un coche, pero no debía morir por ello
. Nuevamente estamos ante una evidencia que no lo es, porque todo está hecho para que el problema no se plantee nunca en estos términos. Todo está hecho para habituarnos a justificar o a excusar el crimen policial por el delito de la víctima o en todo caso para habituarnos a no poner en cuestión el acto del policía: ¿por qué, por ejemplo, un periodista juzga necesario precisar que el joven asesinado había hecho algo reprensible y por qué no juzga más necesario precisar que el joven estaba huyendo, que daba la espalda al policía o que, en cualquier caso, no le amenazaba?
Todo está hecho para que la legítima defensa no sea planteada por la población, enmarcada por la institución y enseñada a los policías en la formación como una noción muy específica y limitada: la legítima defensa de sí mismo o de otra persona, que es la única violencia legítima, es el minimum de violencia necesaria para salvar la vida propia o la de otra persona, para desarmar a una persona armada, parar el brazo del marido que pega a su mujer, etc. Fuera de estas situaciones de amenaza o de violencia efectiva y más allá del mínimo necesario de contra-violencia necesaria para impedir o detener esta primera violencia, no hay defensa
ni legitimidad
.
En suma, entre las preguntas que todo el mundo decide no plantear, está esta cuestión, que es una cuestión política: ¿cuándo, en los centros de formación, se va a enseñar claramente a los policías, como principio fundamental, que hay que dejar huir a la persona que ha conseguido darse a la fuga, puesto que ya ha fracasado en su tentativa de cometer un crimen o un delito, más que intentar neutralizarlo
a cualquier precio, incluso al precio de su vida? Ya sea con un taser, un arma de fuego, un flashball, una llave de estrangulamiento
o cualquier otra práctica que ponga su vida en peligro, incluso la persecución…
Pienso, por ejemplo, en la muerte de Mohammed Berrichi en Dammarie-les-Lys, en donde se ha alcanzado el summum de lo absurdo. Mohammed Berrichi murió en mayo 2002 de una caída de moto, sin casco, como resultado de una larga persecución y evidentemente los policías no fueron inquietados. Sin embargo, fue la policía la que le empujó a acelerar y a ir en sentido contrario al perseguirlo con riesgo de su vida, pero igualmente con riesgo de la vida de los viandantes que habría podido arrollar. ¿Y por qué la policía se encarnizó tanto en esta persecución mortal? Porque no se paró cuando se le interpeló. ¿Y por qué se le interpeló? Porque iba sin casco. ¿Y por qué el casco es obligatorio? ¡Para proteger la vida humana en caso de accidente! Estamos en el núcleo de la terrible absurdidad del sistema policial.
La distribución de la palabra
Ya no me queda tiempo para desarrollar mi tercer punto: ¿quién habla? Pero desde otro punto de vista importante del problema: ¿quién tiene la palabra? ¿quién no la tiene? ¿Quién la tiene de oficio, quién tiene que luchar, organizarse, manifestar, o quemar coches para tenerla? ¿Quién beneficia de una confianza total, a priori, quién por el contrario choca ante una profunda desconfianza? Es necesario hablar de la sacro-santa fuente policial
que muchos periodistas han cogido la costumbre de ver como una verdad revelada. Es necesario hablar también del uso de la geometría variable de las comillas y del condicional en los medios de comunicación, según se cita la palabra de la policía o la de los familiares de la víctima.
El caso de los homicidios policiales plantea una dificultad particular: la víctima está muerta, por lo tanto no puede hablar. No se puede dejar de hacer lo que se hace, porque es de vital importancia para las otras víctimas de injusticia: empezar por darles la palabra, en primer lugar. Por ejemplo, es lo que hemos hecho en el caso de las chicas con velo8. Dejar oír su voz era necesario porque la primera injusticia contra ellas, la que permitía todas las demás, como siempre, era justamente que todo el mundo se había otorgado el derecho de hablar sobre ellas, sin dejarles a ellas mismas la oportunidad de hablar y de ser oídas. Y era posible hacerse eco de esta palabra porque, a pesar de todo lo que se había hecho para destruir
cualquier dignidad en ella, cualquier estima en sí, cualquier fuerza, cualquier capacidad de hablar, fueron numerosas las que resistieron, las que tenían cosas a decir, ganas de hacerlo, e incluso necesidad de decirlas. Se les había querido hacer desaparecer, pero ellas estaban vivas, y precisamente esto es lo que no es posible hacer cuando la víctima está físicamente muerta, cuando realmente le han quitado la vida.
Por lo tanto es otra economía de la palabra que debe inventarse, a partir primero de la familia, del círculo cercano, de los testigos de los hechos, y ampliando seguidamente, sin perderse
, con la palabra de los comités de apoyo, de los militantes, abogados y, todavía más, de los periodistas, sociólogos o políticos a los que se quiere sensibilizar
. Nada es simple, pero la importancia de encuentros, como el de hoy, es que se intenta poner a las familias, a los amigos y amigas, a los que los apoyan en el centro del dispositivo de la palabra y que contribuyan a que emerja otra palabra: una palabra difícil a hacer oír, una palabra que va contracorriente, pero una palabra que tiene en ella la verdad y la justicia.
Es decir, frente a todos estas sucias palabras de las que acabo de hablar, los Colectivos Vérité et Justice por
Hakim Ajimi, Lamine Dieng, Mahamadou Maréga, Umut Kiran, Hakim Djelassi, Abou Bakari Tandia, Reda Semmoudi, Zyed Benna et Bouna Traoré, Mouhsin et Larami Soumaré, Baba Traoré, Mickaël Cohen, Fethi Traoré, Yakou Sanogo, Louis Mendy y de todos las otras víctimas, oponer las palabras necesarias, cuatro palabras que a ellas solas ya dicen lo que es esencial: las palabras verdad, justicia, la importancia del colectivo y finalmente el nombre del muerto.
Pierre Tevanian
18 de mayo de 2016
Fuente: Les mots sont importants
[Traducido del francés por Boltxe Kolektiboa.]
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Pierre Bourdieu, Jean-Claude Passeron: La reproduction, Editions de Minuit, 1970.
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Pierre Merle: L’élève humilié. L’École: un espace de non-droit?, Presses Universitaires de France, 2005.
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Farida Belghoul:
Lettre ouverte aux gens convaincus
, en Convergence 84 pour l’égalité, La ruée vers l’égalité, 1985. -
George Orwell:
La politique et la langue anglaise
, dans Tels étaient nos plaisirs et autres essais, Éditions Ivrea, 2005. -
Gilles Deleuze:
Q comme Question
, dans L’abécédaire, Éditions Montparnasse, 1988. -
Pierre Bourdieu: Sur la télévision, Éditions Raisons d’agir, 1996.
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Hannah Arendt: Du mensonge à la violence, Éditions Calmann Lévy, 1972.
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Véase Marianne:
Marianne, ta tenue n’est pas laïque!
; Ismahane Chouder, Malika Latrèche, Cécilia Baeza:Inch Allah l’égalité!
; ou encore les trente-six Chroniques d’une voilée désabusée.