Por NICOLÁS LANTOS/Resumen Latinoamericano/14 de marzo de 2020 . — –
El peligro que trae el coronavirus no es personal, sino social y global. La amenaza es inminente y puede cambiar la historia y nuestra vida cotidiana.
COVID-19 es la cepa de la familia coronavirus que causó la pandemia. Sus síntomas son similares a los de una gripe, aunque concentrados en el sistema respiratorio, pero es un error compararlos como si fueran problemas parecidos. Su tasa de contagio y de mortalidad aún no están determinadas con precisión, pero en ambos casos es varias veces más alta que respecto a la gripe común. Además, contra la gripe común existen vacunas y retrovirales, mientras que la nueva enfermedad no tiene aún tratamiento ni se ha desarrollado un método de inmunización.
Sin embargo, la diferencia más importante entre una gripe habitual y una pandemia es que el mundo está preparado para lidiar con las primeras, y de hecho lo hace de manera continua y eficaz, cada año, en ambos hemisferios. No hay, en cambio, una fórmula efectiva para responder a una pandemia. Es un error pensar el coronavirus como una amenaza a nivel individual, como otras enfermedades severas. El peligro en este caso es que se termine afectando a todo el tejido social y económico, causando consecuencias no a nivel individual o local sino global.
Por un lado, una explosión en la cantidad de pacientes que requieren tratamiento médico con internación (un 20% del total de infectados, según las estimaciones de la OMS) ponen en crisis a los sistemas de salud de todo el mundo. En China construyeron hospitales para evitar la falta de camas. En Italia, colapsaron las clínicas. Literalmente, según el testimonio de un médico, cada día deben «elegir quién muere y quién no». Además de camas, puede haber faltante de respiradores y otros insumos necesarios para tratar a los enfermos. Europa y Estados Unidos siguen ese camino.
Además, hay escasez de recursos humanos. Los médicos y otros trabajadores de la salud trabajan bajo condiciones de estrés, sin descanso ni francos. Muchos de ellos, tarde o temprano, se contagian y deben dejar su puesto laboral durante al menos dos semanas, cargando aún más el esfuerzo sobre los que quedan. Todo esto compromete no sólo el tratamiento de los infectados con coronavirus sino del resto de los pacientes que requieren, cada día, el auxilio de la medicina. Todas las enfermedades se vuelven más peligrosas durante una pandemia.
Pero el colapso del sistema de salud es sólo una parte del problema. Las formas en las que nos puede afectar una pandemia son muchísimas. A nivel global, la economía va a hundirse. La xenofobia se volverá moneda corriente. En occidente, la democracia será puesta a prueba. A nivel local, cerrarán comercios, se perderán empleos, las chances para la Argentina de salir rápido de la recesión pasarán de pocas a exiguas. Nuestra vida cotidiana va a ser diferente en tantas dimensiones que nadie alcanza a dimensionarlo todavía. En el mejor de los casos, sólo por algunas semanas.
No habrá vuelos internacionales. No habrá espectáculos masivos. No habrá cines ni teatros. No habrá transporte público, o funcionará con un esquema de emergencias. Va a haber restricciones para trasladarse, para reunirse, para trabajar. Habrá ciudades, pueblos, barrios aislados. Controles sanitarios en la calle. El mundo entre paréntesis, por tiempo indeterminado. Y sin la certeza de que lo que vayamos a encontrar una vez que termine la amenaza, cuando podamos volver a recorrer nuestras calles, a nuestras rutinas, a practicar nuestras actividades favoritas, sea lo mismo que dejamos atrás.
No es futurología ni alarmismo. Ya está pasando en otras partes del mundo. En China el gobierno desplegó el operativo de control social más importante de la historia. Italia está en cuarentena absoluta. En los próximos días, cada vez más países tomarán más medidas más extremas. Todos apuntan en la misma dirección: el aislamiento. Hasta que la ciencia nos provea de otra solución, es la única medida que sirve para frenar la curva de contagio. Es cuestión de ganar tiempo y usar ese tiempo para prepararse y estar listo para lo que va a venir.
La Argentina, por características particulares, corre riesgos que en el primer mundo no cuentan. Un tercio de la población reside en villas y asentamientos, donde las condiciones para el aislamiento son precarias. La situación es aún más peligrosa en el sistema penitenciario, donde la superpoblación, en algunos casos, alcanza el cien por ciento. Si el virus ingresa en las cárceles, estaremos ante un potencial escenario de crisis humanitaria. En Italia ya se registraron motines y fugas en casi treinta establecimientos penales.
La economía del país tampoco está en las mejores condiciones para afrontar las consecuencias de la pandemia. La caída del comercio global vuelve más imperiosa una urgente reactivación del mercado interno como única salida posible de la recesión. La negociación de la deuda tuvo que barajarse y dar de nuevo. El salto a la calidad de los inversores globales complica el panorama. La posibilidad de un cisne negro dentro del cisne negro: imaginemos, por ejemplo, qué pasaría si el Presidente tuviera que guardar aislamiento y el tramo final del proceso de oferta a los bonistas tuviera que llevarlo adelante CFK.
Por otra parte, la temperatura está de nuestro lado. Quedó demostrado que el calor y el verano retrasan el contagio. Esto puede darnos una ventana de algunas semanas en las que la evolución será más lenta que en otras zonas del mundo. Pero luego llegará el invierno. Es necesario aprovechar la ventaja del clima mientras dure para poner la epidemia bajo control dentro de las fronteras del país y organizar un plan que utilice de la forma más eficiente posible los recursos con los que contamos cuando sean necesarios y no haya tiempo para planear nada.
Por ahora, el Gobierno viene siguiendo estrictamente el protocolo sugerido por la Organización Mundial de la Salud. En los próximos días veremos un aumento fuerte del número de casos y también se incrementarán las medidas para mitigar el alcance y los efectos del brote. Existen casos de países que lograron frenar la tasa de contagio: se trata, en general, de lugares donde el SARS y el H1N1 tuvieron un mayor impacto, por lo que la población y los gobiernos ya están prevenidos de los efectos desastrosos de una epidemia viral de alcance general.
Deberíamos mirar los ejemplos de Japón, Taiwan, Tailandia o Hong Kong, estudiarlos y tratar de imitar sus mejores prácticas. Con una eficiente campaña de comunicación y medidas de aislamiento efectivas se puede ralentizar la transmisión del virus de forma tal que podamos lidiar con él sin que de vuelta nuestras vidas ni deje secuelas personales, sociales, políticas y económicas que luego cueste décadas, fortunas y mucho sudor y lágrimas subsanar. Estamos ante un evento que cambia la historia y cuanto antes caigamos en la cuenta, más sencillo será estar a la altura de las circunstancias.
A lo mejor exagero: estos párrafos son pesimistas por naturaleza, estoy jugando al abogado del diablo contra el sentido común. El escenario puede ser mejor. Puede aparecer un tratamiento efectivo o puede declinar el contagio gracias a las medidas acertadas que se tomen. Hasta ahora, todas las pandemias en la era moderna se pudieron controlar antes de que causaran estragos. No siempre fue así. Hace 100 años, la gripe española llegó a un tercio de la población mundial, desde el Ártico a la Polinesia, matando a decenas de millones. Y en esa época no existía la aviación comercial.
Es necesario un compromiso pleno del sector público, el sector privado y la ciudadanía en colaboración plena para la prevención de esta pandemia. El gobierno debe comunicar más y mejor y no tener miedo de tomar las medidas necesarias, por impopulares que resulten. Las empresas deben cuidar a sus empleados, proveedores y clientes, aún si eso lesiona los márgenes de ganancia y cumplir las disposiciones oficiales. Los ciudadanos deben acatar las sugerencias e indicaciones del gobierno y entender que no se trata de cuidarse «uno» de la enfermedad sino que debemos cuidarnos todos entre todos.