Por Ernesto Eterno, Resumen Latinoamericano /Diario Contexto, 25 marzo 2020
La larga historia de las Fuerzas Armadas (FFAA) en el siglo XX está
precedida de múltiples intervenciones políticas, unas veces siguiendo el
capricho aventurero de caudillos mesiánicos y otras, en procura de
dirimir escenarios críticos de conflictividad social, colocándose por
encima de la autoridad pública y la Constitución Política del Estado.
Desde la segunda mitad del siglo XX la intervención militar mediante
golpes de Estado fue digitada desde Washington con el artero argumento
de frenar al comunismo, luchar contra el narcotráfico o enfrentar el
terrorismo, sucesivamente. En todos los casos el objetivo fue el mismo:
ejercer dominio militar, económico y financiero sobre vastas regiones de
nuestra América para retroalimentar el poder hegemónico imperial.
Más que recibir entrenamiento en técnicas de combate o estrategias
razonables para enfrentar guerras externas, los militares
latinoamericanos fueron cuidadosamente amaestrados para proteger bienes,
proyección e intereses de los usurpadores. El Comando Sur de los EEUU,
creado como una maquinaria tutelar para la región, convirtió a las FFAA
de gran parte de los países de América Latina y el Caribe en una bizarra
escuadrilla de políticos uniformados en condición de reserva
estratégica. Mientras se facilitaba el vaciamiento de la riqueza
nacional, se asaltaba las arcas estatales o se masacraba al pueblo sin
piedad, la milicia criolla preservaba a sangre y fuego el orden social y
económico impuesto con ayuda de la maquinaria tutelar. El producto de
esta ecuación dominante fue sin duda la galería de tiranos como los
Somoza (Nicaragua), Batista (Cuba), Duvalier (Haití), Pérez Jiménez
(Venezuela), Trujillo (República Dominicana), Rojas Pinilla (Colombia),
Stroessner (Paraguay) o Pinochet (Chile).
Bolivia no es la excepción. Generales “rosqueros” como Quintanilla o
Peñaranda o entreguistas como Barrientos o Banzer, abundan en la lista.
Fueron excepcionales los militares que tributaron su vida al servicio de
la Nación y en defensa de los intereses de las grandes mayorías. Por
extraño que resulte, todos ellos terminaron trágicamente sus días:
suicidaron a Busch (1937) que impulsó la nacionalización de la Standar
Oil Company y exigió que los barones del estaño pagaran impuestos
justos. Colgaron a Villarroel de un farol (1946) por atreverse a
terminar con el pongueaje y convertir a los indios en ciudadanos de
pleno derecho. Busch y Villarroel fueron la cimiente ideológica de la
Revolución Nacional. Los escuadrones de la “Triple A” asesinaron al
Gral. Juan José Torrez G., por encargo de la CIA, en Buenos Aires (1976)
por su defensa intransigente de los recursos naturales, por procurar la
soberanía y promover una doctrina de defensa nacional, libre de toda
tutela extranjera. Expulsar al Cuerpo de Paz y cerrar la base militar
gringa de “Guantanamito”, en la ciudad de El Alto, además de
nacionalizar la Mina Matilde y otras, fueron decisiones intolerables
para quienes se sienten dueños y señores de nuestras tierras. Al parecer
estas dolorosas muertes sirvieron para abonar la política del miedo y
el escarmiento en su afán de impedir que el nacionalismo militar se
vistiera de dignidad.
El último golpe de Estado de noviembre del 2019 en Bolivia,
protagonizado por las FFAA y policía, contra el presidente
constitucional Evo Morales, primero del siglo XXI y el primero contra el
Estado Plurinacional ha sido impulsado por el gobierno norteamericano.
La artera decisión militar, apoyada por Washington, tiene como objetivo
el desmantelamiento del Estado, la reversión de la política de
nacionalización y sus beneficios sociales, económicos e industriales, el
control estatal sobre los recursos naturales, principalmente el lito y
el quiebre de la postura anticapitalista, anticolonial y antiimperial
que el gobierno sostuvo durante largos 14 años, además de restablecer el
control externo sobre la fuerza pública.
Paradójicamente, ningún otro ejército de la región como el nuestro,
ha recibido durante más de 60 años continuos, tanto entrenamiento
militar por tan poco, pero con grandes resultados para beneficio de
terceros. De ahí que su condición de “aliado” de la potencia hegemónica
fue no solamente estéril sino nefasta para el país. Se formaron en una
pedagogía sangrienta cuyo catecismo puro consistió en alienarlas con el
objetivo de disparar, cuando fuera necesario, a obreros y campesinos
insumisos, sin sentimiento de culpa. Resulta no solo curioso sino cruel
que las FFAA de Bolivia se ofrezcan tan desarmadas materialmente para
proteger la frontera externa pero tan bizarras y serviles en su
formación ideológica y su contextura moral para proteger la frontera
interna. Tal vez esto explique su predisposición cultural al golpe de
Estado y su desprecio a la construcción soberana del Estado o a la
búsqueda de independencia económica o militar.
Convertir a las FFAA de Bolivia en un apéndice colonial del Comando
Sur ciertamente le ha resultado útil y barato a Washington pero
dolorosamente caro al país. En el marco de la fanfarria y el extravío
militar, “defender la patria” constituye hoy una broma de mal gusto y
una ofensa para quienes se han especializado en morir en manos de sus
hermanos que hacen el papel de verdugos a tiempo completo.
Los militares bolivianos durante décadas se convirtieron en árbitros
políticos armados hasta que tuvieron que replegarse a sus cuarteles
obligados por la fuerza de la masa. Para vergüenza del país y del mundo,
la última dictadura del siglo XX tuvo como protagonista al General Luis
García Mesa (1980−1981), cuya única facultad mental coherente consistía
en montar caballo mientras escuchaba los acordes de Talacocha,
amenizado por una banda de música tan ebria como desafinada. Convirtió
el gobierno en un régimen de narcotraficantes, otorgando a la actividad
ilícita la deshonra de transformar cuarteles en centros de producción de
cocaína y a una parte del personal en una cuadrilla de zepes
uniformados.
En democracia, algunos militares como García Mesa o Arce Gómez fueron
juzgados por crímenes de lesa humanidad, genocidio y corrupción dejando
al dictador Banzer Suarez (1971−1978) en el limbo de la impunidad. De
ahí en adelante solo quedaba un paso para hacerse presidente democrático
con ayuda de las CIA y sus tutores ideológicos del departamento de
Estado. Los gobiernos del libre mercado, sin ápice de culpa, entregaron
las nuevas generaciones de militares nuevamente a los brazos del Comando
Sur de los EEUU mientras ellos se entregaban resignados al FMI, al BM o
a las corporaciones financieras neocoloniales. Forjados en el credo de
la fracasada lucha contra las drogas, en medio de la vorágine de la
globalización, las FFAA se replegaron de las fronteras hacia los centros
urbanos para convertirse en una fuerza policial destinada a reprimir al
movimiento popular que cuestionaba las condiciones de hambre y miseria
provocados por el Consenso de Washington. Bajo los fundamentos
ampliamente conocidos del “enemigo interno”, volvieron a tomar las armas
contra el pueblo indefenso en una seguidilla de cercos represivos en
los valles, trópico y altiplano. Cercenados en su declarado “amor a la
Patria”, sin identidad nacional ni horizonte estratégico y con mandos
corruptos, envilecidos con los gastos reservados, fueron lanzados a
cometer la aberrante masacre en las jornadas de octubre negro del 2003
contra la población de El Alto, obedeciendo consignas antisubversivas y
antiterroristas para legitimar el baño de sangre.
El sistema de partidos políticos conservadores, cuyo deporte favorito
fue el saqueo de las arcas estatales mediante la rotación del poder, no
tuvo otra opción que usar las FFAA para frenar la rebelión plebeya cuyo
ascenso intentó ser contenida absurdamente con el fortalecimiento de
los propios partidos en declive, pero con ideas peregrinas y dinero de
USAID. Agotados en su legitimidad y en sus proyectos neoconservadores
fracasados, privatización a ultranza y capitalización, los pactos
partidarios estallaron en pedazos. En los estertores del modelo
neoliberal se apeló a Carlos Mesa, un paladín del discurso gris y la
renuncia recurrente, pero en último caso astuta, creyendo que se podía
prolongar la agonía del sistema.
Como un espejo de esa realidad política dramática, que exigía que se
colocara el último clavo en el ataúd neoliberal, las FFAA hicieron lo
suyo como no podía ser de otra manera. Finalmente, eran las hijas de una
patria intervenida desde afuera y sobreexplotada internamente,
adormecida y carente de sueños. Cumpliendo puntualmente su indecoroso
papel, para el que fueron entrenadas tanto tiempo, después de la masacre
de octubre del 2003, decidieron entregar 36 misiles chinos a los
Estados Unidos, en uno de los capítulos más ruines de la historia
militar del que se tenga memoria. Un grupo de generales y coroneles al
mando de sargentos norteamericanos, desmantelaron el único arsenal de
misiles tierra-aire que disponían las FFAA en sus inventarios de
material bélico.
Los norteamericanos, aprovecharon la profunda crisis política de la
breve gestión de Mesa (2003−2005) y Rodriguez Veltzé (2005) para elegir
al elenco de generales cleptómanos a quienes por solo unos centavos les
compraron el arsenal más sofisticado, donado por el gobierno chino. Este
es un episodio aberrante que consternó al país y que lastimó la
dignidad nacional, pero que extrañamente en las FFAA no han merecido una
valoración proporcional. Hace falta estudios antropológicos para tratar
de explicar la psicología de la capitulación militar boliviana en
circunstancias críticas: sin desmerecer Boquerón (1932) que fue un épica
surrealista, la rendición de regimientos íntegros a las fuerzas
paraguayas (1932−1935), la ocupación norteamericana de las FFAA
bolivianas durante la guerrilla del Ché (1967), la entrega de misiles al
Grupo militar (2005) o la sucesión de golpes de Estado dirigidos
externamente, forman parte de una misma trama, vinculada trágicamente a
una cultura colonial de capitulaciones y derrotas.
Ni los ejércitos más bastardos del siglo XIX fueron capaces de
cometer un crimen de esta naturaleza que hasta hoy no ha merecido el
castigo correspondiente. No conformes con esta aberrante traición a la
patria, presionaron a Carlos Mesa para que aprobara la ley de inmunidad
diplomática en favor de soldados norteamericanos, mas conocida como el
Artículo 98 de la Corte Penal Internacional. Un nuevo mando militar, en
su pretensión de violar normas del derecho internacional y de la propia
Constitución Política del Estado, gestionaron, por otros centavos de
dólar, una ley que pretendió convertir a los infantes de marina en
proxenetas, violadores y señores del estupro en suelo patrio.
Catorce años después y sin que cambiaran un milímetro sus nefastos
antecedentes, otro grupo de generales y coroneles nuevamente rindieron
sus armas a la presión política de la CIA y el Comando Sur, por un plato
de lentejas. En un escenario de crisis electoral, esta “raza
uniformada”, fue sobornada para prestar servicios al extranjero
sumándose a la conjura y al golpe de Estado del 10 de noviembre del
2019. Postrados a los pies de Luis Fernando Camacho, actual candidato
presidencial, y Fernando López, ministro de defensa, quienes los
llenaron de elogios y dólares, entregaron la Nación a una jauría
religiosa y enferma de odio que solo quería recuperar el poder perdido
de manos del pueblo boliviano. Después de exigir que el presidente
constitucional renunciara a su mandato y en menos de una semana, entre
el 15 y 22 de noviembre del 2019, el mismo alto mando militar que le
había jurado lealtad a la Constitución y al Presidente Morales en
agosto, condujo la sangrienta represión en noviembre.
A la cabeza del Comandante en Jefe de las FFAA y su Jefe de Estado
Mayor, los generales Williams Kalimán y Sergio Orellana y los
comandantes de fuerza, Jorge Mendieta (Ejército), Jorge Terceros (FAB) y
Palmiro Jarjuri (Armada), dispusieron que todas las FFAA, junto a la
policía golpista, salieran a las calles a vomitar sus armas de fuego
contra los cuerpos indefensos de la multitud en Sacaba, Huayllani y
Senkata. Por cierto, para consagrar su mandato sangriento apelaron a los
mismos argumentos que presidieron la masacre de octubre del 2003. En
pocas horas terminaron con la vida de 36 hombres y mujeres e hirieron a
más de 800 personas, amparados en el Decreto Supremo 4078 que les
otorgaba licencia para matar. No conformes con el genocidio, las
autoridades políticas declararon que los militares no dispararon ni un
solo cartucho y que las muertes se debían al fuego cruzado. La teoría de
las “hordas borrachas” que se matan a sí mismas no solo muestran el
racismo exacerbado de la casta golpista sino la reiteración de que los
“otros” no merecen vivir. La propia presidenta autonombrada, en un
arranque natural de sí misma, sostenía que los “salvajes” estaban
vetados para acceder nuevamente al poder. Negación de su cualidad
ciudadana, satanización de su condición indígena y deshumanización
fueron las premisas del discurso de odio usadas para escarmentar su
atrevimiento de haberlos sustituido en el poder.
Desde el 10 de noviembre del 2019 las FFAA forman parte de la columna
vertebral del régimen. Pontificados por el Departamento de Estado, al
día siguiente del golpe, convirtieron sus cuarteles en un campo de
batalla político y sus soldados en peones baratos y funcionales al
poder. Conscientes del peso gravitante que posee la fuerza represiva y
enfilados en la carrera electoral, que consideran de vida o muerte, el
gobierno autonombrado, en su afán de permanecer en el poder, optó por la
única vía posible: el método de la domesticación militar, impunidad de
por medio, prebendas y permisividad a la corrupción, pura y simple. Sin
embargo, nada de lo que ofrece el régimen parece ser suficiente para
mantener la fidelidad militar o para contener las grietas que empiezan a
pronunciarse en los patios interiores de las FFAA.
Blindaje insuficiente: los síntomas del cisma militar
Se suele decir que “no todo lo que brilla es oro” y ciertamente la
obediencia aparente de las FFAA está en duda a pesar de la seguridad con
la que el ministro de defensa se dirige a sus subalternos o el
comandante en jefe a sus generales. De hecho, algunos generales no
esconden su molestia contra el titular de su sector, que apenas llegó al
grado de capitán, pero que ahora, con actitudes de mariscal invicto,
impone sus galones nefastos allí donde se debiera convencer con respeto y
serenidad. La inconducta del ministro, además de patética, deja relucir
en grado preocupante su alto nivel de ignorancia sobre los asuntos de
Estado y la forma de tratarlos. Como en un concurso de celebridades
ofuscadas, los ministros de defensa y gobierno, compiten por mostrarse
mordaces, autoritarios y déspotas exhibiendo un arsenal de expresiones
propias de una taberna sombría. El descrédito militar, producto de las
masacres y la sobreexposición de las FFAA en las calles se incrementa
por el talante torpe y exaltado de la autoridad del sector de defensa
que crispa la moral institucional.
El malestar que genera López entre sus soldados no solo proviene de
su arrogancia y respaldo político ciego que recibe de la presidenta
autonombrada o del apoyo que diariamente recoge del Grupo Militar de los
EEUU, sino del manejo inmoral de recursos económicos con los que compró
a los mandos militares para sumarlos al golpe. Los militares consideran
que la máxima autoridad de su sector carece de las credenciales
necesarias para ejercer el papel de ministro de defensa dada su
parcialidad política, el uso de prebendas en favor del alto mando actual
y el manejo despótico con el que suele ejercer su función. López es
visto como un peligroso conspirador, oportunista y responsable de
subordinar las FFAA al ministro de gobierno, Arturo Murillo, en las
cruentas masacres de Sacaba y Senkata. Las consecuencias de esta
intervención militar están creando un clima de desconfianza interna que
estaría propiciando un profundo divorcio con la sociedad, pero al mismo
tiempo estaría promoviendo hábitos peligrosos para la propia unidad
corporativa como la delación, el oportunismo y la traición. Muchos
comandantes de unidades de mando intermedio temen ser denunciados por su
participación en las masacres y sometidos a la justicia ordinaria. Sin
embargo, lo que menos toleran los oficiales es el repudio popular que se
siente en las calles y cuya intensidad es igual o peor que la que
experimenta la policía cuando es abucheada con la despectiva frase de motines.
Resulta un verdadero contrasentido para el personal militar que la
condena social se descargue sobre sus hombros cuando en realidad quienes
propiciaron el golpe y condujeron al país a la ocupación masiva y
violenta de los espacios públicos fue precisamente la policía. Pero lo
que vale son los hechos.
La preocupación de la condena social recorre los cuarteles a medida
que observan la irradiación de la protesta social contra las unidades
policiales en las calles: abucheo persistente y creciente de la gente,
destrucción de infraestructura y vehículos, vecinos enfadados que lanzan
piedras o cánticos antipoliciales de la población cada vez que se
asoman a ejercer control callejero.
El temor militar no es infundado puesto que la profusión de imágenes y
videos muestran a soldados disparando sus armas de fuego contra la
población civil, tanquetas artilladas apoyando el desplazamiento de
unidades militares y vehículos transportando tropa fuertemente armada.
Para la población civil es inequívoca la responsabilidad militar de las
muertes así como para aquellas instituciones internacionales y
nacionales vinculadas a Derechos Humanos como la CIDH o la Defensoría
del Pueblo. Los testimonios recogidos en ambos escenarios no dejan lugar
a dudas acerca del nefasto papel que asumieron las FFAA. Por otra
parte, esta percepción se refuerza cada vez que los cuerpos armados
ocupan las calles. El asedio militar-policial callejero forma ya parte
del patrimonio del régimen que usa el monopolio de la fuerza como factor
disuasivo para enfrentar la protesta social.
Al parecer, el malestar social frente a las FFAA tendería a disminuir
cuando su empleo se produce en situaciones de emergencia como en el
caso de Defensa Civil frente a desastres naturales, en el apoyo a la
población civil en la lucha contra el dengue o cuando se pretende
ejercer control fronterizo para evitar la irradiación del coronavirus.
Sin embargo, los trabajos que ejecutan soldados o personal profesional
de las FFAA terminan siendo capitalizados políticamente por el
ministerio de defensa en su afán de exhibirse ante los medios de
comunicación como un capataz más que como una autoridad nacional que
representa a una institución armada.
La disconformidad militar tiene también su origen por la manera cómo
son tratados por las autoridades del sector de defensa respecto a los
beneficios que la Policía estaría recibiendo del régimen, a pesar de que
el nuevo orden político fuera definido protagónicamente por los
primeros. Creen que la policía, el competidor histórico de las FFAA,
accede a beneficios injustos y unilaterales y sienten que su papel en el
golpe no está siendo adecuadamente valorado ni compensado. Por el
contrario, admiten que estarían recibiendo un trato político injusto
además de sentirse vulnerables ante la amenaza de sufrir futuros
procesos penales. Con su reputación por los suelos, observan que las
concesiones y prebendas gestionadas por el régimen se inclina
preferentemente en favor de policías a la que acusan de ser “revoltosos”
y “sediciosos”, que además de romper el orden constitucional, colocaron
a las FFAA en el difícil trance de gestionar la violencia callejera en
condiciones ciertamente adversas.
El personal militar considera que mientras ellos cumplen tareas
sensibles, pero además ingratas, los policías obtienen dádivas políticas
sin merecimiento alguno a lo que se suma el propio maltrato que los
policías dispensan a los militares cuando operan conjuntamente. Por
ejemplo, asumen como una derrota simbólica vergonzosa su relevo de la
seguridad física presidencial. El mismo día del golpe de Estado y sin
consideración alguna, el personal militar que durante casi una década
había reemplazado a la policía en la cobertura de la seguridad del
Palacio de Gobierno y del presidente, fue prácticamente echada a la
calle por el cuerpo policial. Sin que mediara coordinación alguna para
el relevo del equipo militar y antes de que la presidenta llegara al
palacio de gobierno los policías ya había ocupado las instalaciones de
la Plaza Murillo. Conviene recordar que la policía fue relevada de esta
función por las FFAA debido a un motín que protagonizó por razones
salariales pero con evidente afán político.
Además de sentirse desterrados del Palacio de Gobierno y marginados
del pago de bonos, dotación de equipos y reconocimientos simbólicos, que
llegan en abundancia a las filas policiales, en las FFAA reina un
sentimiento de derrota moral. Más allá de los efectos sociales y
económicos que está provocando el cambio de gobierno, admiten que se
exponen como “chivos expiatorios” a la población y a la comunidad penal.
Muchos oficiales consideran que el golpe potenció el poder político de
la policía en desmedro de la privilegiada posición que gozaban durante
el gobierno de Morales. En suma, más allá de la desventajosa correlación
de fuerza política en relación a la policía, perciben que sus servicios
asumen un carácter netamente político con efectos perversos para su
propia imagen institucional.
La destitución sorpresiva del Comandante General del Ejército, Gral.
Iván Inchauste, ratifica esta percepción acerca de la
instrumentalización política que estarían sufriendo las FFAA, situación
que ha echado más sombras que luces, acentuando la incertidumbre dentro
de los cuarteles. ¿ Cómo entender el repentino cambio del Comandante del
Ejército sin explicación alguna? ¿Cuál la razón para que el general de
mayor peso político en las FFAA fuera relevado de la manera más
desconsiderada por el gobierno? ¿ La destitución de Inchauste acaso debe
leerse como un castigo ejemplar o una política de escarmiento contra
todo aquel oficial o sargento que discrepe con el régimen? ¿Esta
decisión responde a una política de persecución dentro de las filas
militares en proporción a la que se aplica contra la población civil?
Para el personal militar resulta desconcertante la destitución del
comandante del Ejército mucho más cuando éste general y su Estado Mayor
formaron parte medular de la estructura represiva que dirigió las
masacres en El Alto y Cochabamba. Sin embargo, es un secreto a voces que
su cambio habría obedecido a una sospechosa relación o comunicación
telefónica con el expresidente Evo Morales lo que dice relación de la
intolerancia del régimen frente a cualquier duda razonable en torno a la
fidelidad militar. Dicho de otro modo, dada la centralidad o
gravitación política que poseen las FFAA en circunstancias de equilibrio
inestable, el gobierno habría preferido asumir la fórmula autoritaria e
inequívoca de “ante la duda, fuego”. Más vale prevenir que lamentar,
habría dicho el ministro de defensa cuando fue consultado del cambio por
el secretario privado de la presidencia, Erick Foronda, agente de la
CIA.
Inchauste sería algo así como el chivo expiatorio de una política de
“tolerancia cero” a la infidencia o infidelidad política que provenga de
la jerarquía militar. Nada más peligroso que generales críticos o
desobedientes que cuestionen la política del régimen o que resistan las
órdenes en circunstancias críticas. Ni siquiera la “cuota de sangre” que
Inchauste produjo durante las masacres habría servido para evitar su
destitución. Esto mismo dice mucho en relación a los miedos que
circundan al régimen, pero al mismo tiempo expresan la política de
intimidación que se pretende introducir en las filas de las FFAA para
evitar fisuras internas que otro modo serían difíciles de controlar.
El gobierno reconoce que preservar la fidelidad de las FFAA es
determinante para mantenerse en el poder, o para decirlo de otro modo,
sin FFAA no hay posibilidad de preservar el poder logrado.
Consecuentemente, el grado de convicción sobre la centralidad militar no
ha hecho otra cosa que ratificar lo que el viejo régimen neoliberal
hizo en su tiempo y que ahora nuevamente se pone en juego: domesticar a
las FFAA por dos vías, prebendas de diversa naturaleza por un lado y por
otro, garantizar su impunidad en las circunstancias más adversas. Se
trata sin duda de un pacto de reciprocidad en la que por un lado las
FFAA garantizan la estabilidad política y controlan el desborde social y
por el otro el poder político garantiza la impunidad militar
liberándola de toda persecución judicial y de toda culpa, amén de las
canonjías que permitan contener su descontento.
Son ciertamente tiempos turbulentos de post-golpe, pero también de
una determinante campaña electoral y está claro que el régimen no puede
darse el lujo de dudar de su mayor y único sustento político armado,
incluso y a pesar de que cuentan con el favor de la policía a la que aún
queda por cumplir sus compromisos económicos y financieros.
Inmpunidad militar, o cuando matar está justificado
El golpe fue el escenario en el que el racismo contenido de las
clases medias dio rienda suelta a todas las formas imaginables de odio y
violencia que incluyó la violencia simbólica. Grupos de policías y los
mal llamados “pititas”, se encargaron de quemar whipalas y de perseguir e
insultar a mujeres de pollera lo que provocó la reacción natural de la
población en distintos puntos del país, especialmente en El Alto y
Sacaba. Frente a la reacción popular que amenazaba desbordarse el
régimen apeló a toda su potencia militar-policial para neutralizar la
protesta antiracista.
Un decreto mágico se encargó de coagular el miedo de las FFAA a la
hora de salir a las calles para contener a la plebe. Los militares
golpistas exigieron una norma que los protegiera jurídicamente frente a
posibles escenarios de enjuiciamiento como había sucedido con el alto
mando que dirigió la masacre de octubre del 2003. Para no repetir esa
misma historia, el régimen aprobó el Decreto Supremo 4078 liberando a
las FFAA de toda responsabilidad derivada de su empleo frente a las
protestas sociales antigolpistas. La normativa era categórica. El
artículo 3 establecía que “El personal de las Fuerzas Armadas que
participe en los operativos para el restablecimiento del orden interno y
estabilidad pública, estará exento de responsabilidad penal cuando,
en cumplimiento de sus funciones constitucionales, actué en legítima
defensa o estado de necesidad, en observancia a los principios de
legalidad, absoluta necesidad y proporcionalidad”.
Estaba claro que las masacres sucedieron sin que se cumpliera ninguna
de las tres condiciones del DS puesto que la decisión de escarmentar a
la plebe era fundamentalmente política pero además fue emitido casi el
mismo día en el que las FFAA dieron fin con la vida de 9 personas en el
municipio de Sacaba. La Comisión Interamericana de los Derechos Humanos
(CIDH), un órgano de la Organización de los Estados Americanos (OEA), lo
condenó categóricamente. “El grave decreto de Bolivia desconoce los
estándares internacionales de derechos humanos y por su estilo estimula
la represión violenta. Los alcances de este tipo de decretos
contravienen la obligación de los Estados de investigar, procesar,
juzgar y sancionar las violaciones de derechos humanos” señaló. De igual
manera, José Miguel Vivanco, Director de Human Rights Watch, pidió que
se retirara la norma por no ajustarse a los estándares internacionales y
porque en la práctica enviaba a las fuerzas militares el peligrosísimo
mensaje de que tienen carta blanca para cometer abusos.
Protegidos por la norma, las FFAA mostraron su rostro más encarnizado
alentados por el desprecio y el odio que procedía de las propias
autoridades políticas. Los resultados lacerantes señalan categóricamente
que el D.S. tuvo la finalidad de servir como punta de lanza de la
política de escarmiento como el propio ministro de gobierno lo había
señalado al gabinete cuando éste fue convocado para analizar las
consecuencias de las primeras bajas. De acuerdo a declaraciones de la
exministra de comunicación, Roxana Lizárraga, en una entrevista radial
con María Galindo, dirigente del movimiento feminista “Mujeres Creando”,
el ministro de gobierno Arturo Murillo había manifestado su molestia
por la convocatoria al gabinete de emergencia señalado categóricamente
que “no era necesaria esa convocatoria porque apenas se trataba de 5 muertos”.
Aunque no sabemos cuántas muertes son necesarias para convocar al
gabinete de emergencia en este régimen, lo cierto es que el desprecio
por la vida de los bolivianos continúa presidiendo la política represiva
y la militarización del país como estamos advirtiendo en este tiempo de
la pandemia del coronavirus.
A la impunidad militar se sumó una segunda medida que galvanizó el
ánimo represivo de las FFAA. Se aprobó el Decreto Supremo 4082 (15 de
noviembre, 2019) que autorizaba la asignación de 34,7 millones de
bolivianos del Tesoro General de la Nación (TGN) para el equipamiento de
las FFAA. De acuerdo a la norma, la autorización de los 34.796.098
bolivianos se enmarcaba en el requerimiento del Ministerio de Defensa
para la «asignación presupuestaria de recursos adicionales y la adquisición de equipamiento, destinado a las FFAA». Equipamiento o recursos adicionales
es un eufemismo con el que se pretende encubrir la adquisición de
material de guerra para librar las batallas que sean necesarias contra
el “enemigo interno” que el régimen ha identificado con tanta claridad,
así como el material antidisturbios que en realidad es un sofisma puesto
que el 99% de las FFAA emplea armas de guerra. Lo cierto que este
segundo requerimiento cumple los estándares exigidos por las FFAA para
potenciar su enfrentamiento contra los movimientos sociales que no están
dispuestos a prolongar la usurpación del poder, al mismo tiempo el
incremento de recursos económicos para las FFAA refleja la línea
represiva con la que el régimen pretende gobernar el país.
Como no hay casualidades en este mundo en el que la represión ocupa
el primer renglón de la gestión del régimen, el Ministerio de Economía
en coordinación el de Defensa no encontraron otra manera más elegante
que modificar el Manual del Sistema de Compras Estatales (SICOES) para
hacer adquisiciones de material bélico con el objetivo de evitar la
fiscalización y la transparencia del poder legislativo. El régimen
procedió a modificar la Resolución Ministerial incorporando la cláusula
de confidencialidad, vetando con ello la posibilidad de conocer las
especificidades del “equipamiento militar”, los costos, la procedencia,
el destino o la finalidad de la misma.
El Ministerio de Economía informó que la excepción de registro de
compras o adquisiciones en el SICOES de equipamiento para las FFAA y la
Policía fue regulada mediante Resolución Ministerial N° 569 del julio de
2015 firmada por el exministro Luis Arce Catacora y que la Resolución
043 del 7 de febrero de 2020 – firmada por José Luis Parada – “otorga
continuidad a la confidencialidad y reserva de información”.
El blindaje que se impuso a la información respecto a las compras o
adquisiciones militares por “razones de seguridad nacional” era otra de
las condiciones exigidas por las FFAA pero también por el Grupo Militar
de los EEUU, ambos, interesados en modernizar el arsenal militar para
incrementar la moral de la tropa y de esta manera restablecer el flujo
de adquisiciones en los mercados de material bélico de los EEUU. Los
últimos 14 años el ministerio de defensa no había comprado ni un alfiler
de los stocks de material bélico de la industria militar norteamericana
y su resentimiento llegó a las esferas políticas que también habrían
alimentado el flujo financiero golpista.
Por otra parte, el veto a la información restablece como en el pasado
neoliberal, la discrecionalidad en el uso del presupuesto de defensa y
de orden público para fines inconfesables como el de pagar “gastos
reservados” al personal jerárquico con el objeto de comprar su lealtad.
“Confidencialidad y reserva de información” son los neologismos o la
gramática astuta con la que el régimen procura encubrir no solo
adquisiciones bélicas, pago de bonos de lealtad sino también gastos
arbitrarios a frondosos equipos de inteligencia para la compra y venta
de información como en los tiempos de la dictadura militar o en el viejo
régimen neoliberal. La decisión, como señaló algún diputado, equivalía
también a restaurar aquella norma que el presidente Carlos Mesa había
usado para quemar toda la documentación de la administración pública que
respaldaba los cuantiosos gastos ilegítimos que se hacía para preservar
no solo la fidelidad militar sino la de toda la jerarquía de los
poderes públicos. Se trata sin duda no solo del marco normativo que
garantiza la impunidad del régimen y su aparato represivo sino también
la reposición de viejas mañas que el sistema requiere para mantener a
raya a la plebe.
Tolerancia a la corrupción: “Por el momento solo nos sirve la lealtad”
Nada es impune ante la fatalidad, habría dicho el Gral. Inchauste
luego de su relevo en el Estado Mayor del Ejército. Por cierto, se
refería a las poderosas razones por las cuales fue destituido. Afectado
por el agravio de su relevo le habría confesado a su personal de mayor
confianza que la verdadera razón de su cambio obedecía a tres motivos:
primero, su rechazo categórico a las maniobras ilícitas del Gral. Div.
Sergio Orellana, Comandante en Jefe de las FFAA en torno a la protección
del contrabando en la frontera con Chile, segundo, su rechazo al pago
de diezmos que pretendía cobrar el mismo Comandante en Jefe de las FFAA a
los comandantes de los Comandos Estratégicos Operativos (CEOS) y
tercero, su desaprobación ante la propuesta del ministro de defensa para
que se hiciera campaña política dentro de los cuarteles para favorecer a
la presidenta candidata.
La sospecha de su aparente vínculo con Evo Morales, según Inchauste,
habría servido como coartada perfecta para que el ministro de defensa,
Luis Fernando López y el Gral. Orellana, decidieran convencer a la
presidenta para su destitución. López en un arranque de franqueza le
habría mandado a decir a Inchauste que “por el momento solo le servía la
lealtad”, puesto que su rechazo a las decisiones discrecionales e
ilegales del Gral. Orellana prácticamente estarían atentando contra los
intereses políticos del régimen. En pocas palabras le decía que
Inchauste era un estorbo a los imperativos de la corrupción que debían
ser tolerados en favor de Orellana y su Estado Mayor puesto que solo
ellos garantizaban condiciones para que las FFAA mantuvieran una
fidelidad férrea al régimen.
Sobre el primer aspecto existirían evidencias tangibles acerca del
pacto de protección al contrabando que habría suscrito Orellana,
mediante su ayudante, el Capitán Borja, el Comandante del CEO regional,
Gral. Mena, el ex – Director de la Agencia Nacional de Hidrocarburos
(ANH), Luis Fernando Valverde y el propio Vice Ministro de Lucha contra
el contrabando, Gral. Div. Raúl Hurtado con grupos de importadores
ilegales cuyas pérdidas en los últimos años habrían sido cuantiosas.
Investigaciones del equipo de inteligencia del Ejército (G‑2) habían
detectado maniobras deliberadas de parte del Gral. Orellana y su equipo
informal para permitir el ingreso de centenares de vehículos por la
frontera. La estrategia era simple: consistía en desactivar el escudo de
seguridad territorial por un cierto tiempo para facilitar el ingreso
protegido del contrabando. En efecto, para operativizar la estrategia,
Orellana o el propio viceministro de lucha contra el contrabando
convocaban a reuniones de las unidades involucradas en algún punto de la
frontera a la que debía asistir el 100% del personal operativo,
entretanto, los contrabandistas provistos por la información de
inteligencia de la ANH, del Comanjefe y del propio CEO, aprovechaban la
actividad administrativa para una incursión masiva de vehículos por
distintos puntos estratégicos sin que sufrieran ni acoso ni persecución
militar.
Conocida la estrategia ilícita que se desarrollaba en la frontera
occidental por parte del G‑2 del Ejército, el Gral. Inchauste se había
convertido en un enemigo potencial para el funcionamiento de los planes
de Orellana y de su equipo de generales y coroneles cómplices. Además,
esa condición de enemistad se había multiplicado debido al rechazo
categórico de Inchauste a que los comandantes de los CEOS, que
mayoritariamente se encuentran bajo mando de coroneles o generales del
Ejército, sucumbieran a pagar un “diezmo” exigido por el Gral. Orellana.
El pretexto de la contribución ilegal era el de cubrir presuntos gastos
operativos y administrativos del Comando en Jefe de las FFAA que no los
cubría ni el Tesoro General ni el ministerio de defensa.
La lógica de Inchauste para rechazar la estrategia extorsiva que
había impuesto Orellana sostenía que si un comandante del CEO aceptaba
pagar el “diezmo”, implícitamente estaba obligado a que esa misma
práctica podía replicarse en la cadena de mando hacia las jerarquías
subalternas. Consecuentemente, la instalación de prácticas
administrativas ilegales o el predominio de economías informales en las
unidades militares llevarían a cometer un conjunto de arbitrariedades
que tarde o temprano serían denunciadas afectando la reputación del
Ejército. Además, el soldado sería en última instancia el factor de
ajuste del saqueo jerarquizado que establecía la estrategia impuesta.
En la ceremonia de su relevo, Inchauste elaboró un amplio relato
sobre su larga e impecable carrera militar esbozando una crítica sutil
sobre la injusta decisión de su relevo subrayando la imperiosa necesidad
de terminar con las “prácticas prebendales y la corrupción” dentro de
las FFAA admitiendo indirectamente que su cambio tenía relación con la
ilegal intervención de Orellana y la protección deliberada del ministro
de defensa Luis Fernando Lopez. Dos semanas después de su destitución se
produjeron cambios que confirmarían las razones de su alejamiento del
Ejército. El Director Nacional de la ANH, Gral. Luis Fernando Valverde,
cómplice de Orellana, fue obligado a presentar su renuncia que lo hizo a
regañadientes. Mediante una carta dirigida a la presidenta cuestionó
que la ANH se había convertido en la gestión pasada en una “agencia de
empleos” y que los nuevos funcionarios del sector hidrocarburos
pretendían mantener esa vieja práctica a la que se habría opuesto.
Convendrá recordar que Valverde logró la dirección nacional de ANH
como pago por su turbio desempeño durante el golpe de Estado. En su
condición de jefe de inteligencia (G‑2) del Comando en Jefe proveyó toda
la información y planes de seguridad de las FFAA a los golpistas de
Santa Cruz. Formó parte, junto a Kaliman, del elenco de generales
comprados por Camacho y operó a expensas de los servicios de
inteligencia de la CIA. Pese a la recomendación de Orellana y del
ministro de defensa para mantenerlo en el cargo, su destitución responde
también a las múltiples denuncias de extorsión a propietarios de
estaciones de servicio que incumplían normas de seguridad, encubrimiento
al contrabando de combustible en frontera y cobro ilegal por otorgación
de licencias de funcionamiento a las nuevas estaciones de servicio que
en el gobierno anterior habían sido rechazadas.
La estructura de corrupción en los niveles jerárquicos de Defensa y
FFAA se mantienen intactos entretanto sirven para preservar su fidelidad
política. Este es al parecer el caso del viceministro de lucha contra
el contrabando quien ascendió meteóricamente desde la Dirección General
de Fronteras al Viceministerio de Lucha contra el contrabando,
favorecido por su proverbial capacidad de delatar a sus camaradas
presuntamente vinculados con el gobierno de Evo Morales. En efecto, una
vez posesionado en el viceministerio procedió a cambiar a todo el
personal de oficiales más que como rotación, como castigo. En los
escasos meses de función ya ha sido acusado de hacer adquisiciones
directas para su viceministerio exigiendo coimas a proveedores,
modificando deliberadamente los términos de referencia de los contratos y
adquiriendo insumos y materiales con sobreprecio. Además de ello,
habría puesto a disposición vehículos, personal y tecnología para sumar
la capacidad de patrullaje urbano de las FFAA en desmedro de la
protección fronteriza, mandato primario que debiera dedicarse a cumplir.
La protección y complicidad con poderosas familias de contrabandistas
de las ciudades de Oruro y La Paz es un secreto a voces dentro del
Ejército como lo es la incursión de policías en estas lides con el
objetivo de restaurar su poder corporativo en frontera. Militares y
policías están librando una sorda y enconda lucha territorial en la
frontera con Chile en torno a las aparentes tareas en el control de
ilícitos. En realidad, de lo que se trata es que mientras los militares
tratan de preservar esta tarea como un campo de expansión funcional en
tiempos de paz, con los evidentes riesgos de corrupción, para la policía
recuperar el control institucional de la frontera se habría convertido
en un objetivo estratégico arrebatado por los militares en tiempos de
Evo Morales.
El incremento sustancial de compras del comercio boliviano en la zona
franca de Iquique y Arica en los últimos tres meses, así como la baja
dramática de recaudaciones de impuestos nacionales para el país
constituyen la punta del ovillo que muestra la complejidad de esta
gigantesca actividad informal y sus descomunales ganancias. No resulta
casual que la disputa entre militares y policías, intensificadas en
éstos últimos meses, tenga como campo minado la frontera occidental que
está poniendo en tensión el campo político del régimen autonombrado.
Resta saber si el régimen mantendrá su complaciente silencio frente a la
corrupción de las FFAA en la frontera para preservar su fidelidad o
cede poder a la policía en este territorio como parte del pago efectivo e
informal por su contribución al golpe.
Electoralizar cuarteles, corromper soldados: “Necesitamos votos militares para evitar que vuelva el tirano”
La campaña electoral exige votos y los cuarteles no están exentos de
constituirse en un botín nada despreciable. En particular, la geografía
fronteriza del país posee un potencial electoral en el que la presencia
militar es determinante para distribuir ánforas, controlar la votación
ciudadana, inducir indirectamente al voto como controlar la votación
dirigida o acordada del personal militar. Por ello, Inchauste no sólo se
convirtió en enemigo declarado de Orellana sino también del propio
ministro de defensa a quien le habría negado la posibilidad de que se
hiciera campaña electoral en los cuarteles, institutos y reparticiones
militares aprovechando su potencial electoral. Sumado el conjunto de
electores, el ministro de defensa calculó que las FFAA podrían aportar
con más de 100.000 votos en favor de su presidenta considerando los
25.000 votos provenientes del personal profesional, administrativo y
civil del sector de defensa, los 25.000 soldados, 20.000 premilitares,
los casi 10.000 estudiantes de la Escuela Militar de Ingeniería y el
entorno familiar del personal administrativo y profesional relacionado
con las FFAA.
Con una lógica farisea, el ministro de defensa comunicó a los
comandantes de cada fuerza el alcance de la estrategia electoral dentro
de los cuarteles señalando que se “necesitaban votos militares para que
no vuelva el tirano”. Los argumentos abundaban en favor de la propuesta
política del representante gubernamental: “si retornaba el tirano”, el
mando militar estaría condenado a sufrir procesos judiciales por el
“golpe militar” y particularmente por las masacres de Senkata, Huayllani
y Sacaba y por lo tanto, lo más “lógico” era que hicieran todo el
esfuerzo para llevar a cabo una prolija y vigorosa campaña electoral
interna. Para el efecto, instruyó que el Comando en Jefe de las FFAA y
todo su Estado Mayor viajaran a cada una de las guarniciones del país
para explicar los beneficios que traía consigo la “recuperación
democrática”, el “proceso de pacificación” y el futuro promisorio que le
esperaba a las FFAA a partir de la victoria de la presidenta candidata.
Consecuente con sus propios temores, el ministro de la presidencia
como el de defensa en reunión reservada con el alto mando militar
habrían señalado que una victoria electoral de la presidenta
autonombrada garantizaría la continuidad y estabilidad del alto mando en
los próximos años, además de recibir un conjunto de beneficios
familiares como becas al extranjero, cargos públicos de privilegio en el
cuerpo diplomático o importantes designaciones en la estructura
gubernamental.
Asimismo, insuflando una dosis de temor razonable y de búsqueda de
reconocimiento político entre los generales, López reiteró que contaba
con el vigoroso apoyo económico, tecnológico y militar del Comando Sur
para todas las necesidades y menesteres de las FFAA las mismas que
debían ser interpretadas como incentivos. Sin dejar de lado la promesa
de entrega de dos dotaciones de uniformes para el personal profesional
por año, además de equipo y vestuario militar, el ministro de defensa
recomendó que no olvidaran prometer a sus subalternos que volverían las
becas y los cursos tradicionales en fortines militares de los EEUU, que
había proscrito Evo Morales, que se multiplicarían los viajes al
exterior del personal a talleres o seminarios y que se abriría un
abanico de oportunidades para la capacitación y el entrenamiento fuera
del país como reconocimiento a las tareas de la “militarización del
orden público”. Como en los tiempos de la colonia, el mando militar
había recibido el encargo del virrey de turno para que se ofreciera
espejitos de colores a los indiecitos de uniforme a cambio de garantizar
la perpetuación del poder.
El miedo ronda los cuarteles como la persecución judicial asedia en las calles
Los mandos circunstanciales no encuentran un discurso coherente para
explicar la necesidad de alinearse al régimen y al mismo tiempo
enfrentan un vacío narrativo sobre su rol fundamental respecto al Estado
Plurinacional, más allá de las crisis políticas. Ciertamente, este
paréntesis golpista puso al desnudo las debilidades estructurales que el
gobierno anterior no supo resolver y por ello nuevamente la cuestión
militar emerge como un factor determinante para la gobernabilidad
democrática y por lo tanto para la estabilidad política de largo plazo.
Además de los temas que apuntan a cuestiones vinculadas a la
estatalidad, lo cierto es que la cotidianidad en los intramuros
cuartelarios está sometida a un clima de enorme incertidumbre,
inestabilidad y tensión jalonada por el cambio de gobierno, cambios en
el mando y las dinámicas sociales y políticas que afectan directa o
indirectamente a los uniformados. Lo que resulta atípico es que el
cuerpo militar no ha sido ajeno al clima generalizado de intimidación,
persecución y temor instalado en la sociedad. Lo que se vive de manera
intensa en torno a los movimientos sociales como sujetos reprimidos por
el régimen se vive también en las FFAA, con las características
particulares del cuerpo armado.
En primer lugar, se estarían produciendo actos de revanchismo entre
oficiales de una misma promoción así como de diferentes armas, en
procura de mejorar méritos en la compulsiva competencia intrajerárquica.
Se habría desatado una verdadera guerra de delación en busca del favor
político. En segundo lugar, cientos de oficiales que se encontraban
directa o indirectamente relacionados con el gobierno del MAS y con el
expresidente Evo Morales, como aquellos que formaban parte de la Unidad
de Seguridad Presidencial, cuerpo de edecanes o de las tripulaciones de
aviones y helicópteros, también estarían siendo víctimas de una
persecución implacable. En tercer lugar, muchos oficiales
deliberadamente acusados de “masistas” o simpatizantes del Proceso de
Cambio estarían sufriendo un asedio sistemático. Se estarían aplicando
injustamente cambios de destino a lugares inhóspitos y en condiciones
desfavorables tanto para su carrera profesional, estudios universitarios
así como para mantener la unidad familiar. En cuarto lugar, otro grupo
de oficiales afectados por el contexto político, serían aquellos que se
encontraban en las listas de ascensos y que habrían sufrido cambios
dramáticos al extremo de ser vetados en sus ascensos a coroneles o
generales.
Lo cierto es que tanto la Orden General de Destinos, mecanismo con la
que se distribuye el personal a las unidades militares de todo el país
de acuerdo a rotaciones temporales, como la Orden General de ascensos
que reconoce el mérito en la carrera militar, estarían siendo usados
como herramientas de ajuste político interno, algo que se había logrado
superar en la última década. Cientos de oficiales están sufriendo una
suerte castigo al ser destinados injustamente a lugares que no les
corresponde por su presunta simpatía política con el gobierno anterior.
Por otra parte, decenas de oficiales estarían siendo afectados por las
modificaciones caprichosas en la escala de méritos para los ascensos a
grados inmediatos superiores por la misma causa. El retorno a las viejas
prácticas de escarmiento y venganza por diferencias de apreciación o
simpatía política entre el personal militar respecto a los actores
políticos está provocando un clima de desconfianza generalizada que
tiende a quebrar el clima de convivencia en la corporación militar.
Las FFAA estarían experimentando una sensación de desafecto creciente
en su relación con la sociedad con la que se había cultivado el hábito
de cooperación horizontal, solidaridad y ayuda humanitaria que le habría
ayudado a mejorar sus estándares de legitimidad y prestigio
institucional. Las encuestas de confianza institucional en éstos últimos
14 años mostraban a las FFAA compitiendo en el rango superior con la
iglesia y medios de comunicación a contrapelo del sistema político,
poder judicial y policía que disputan lugares pocos honrosos en cuanto a
confianza social se refiere. El golpe de Estado habría precipitado su
reputación en las calles afectando la moral interna. Los militares
repudian que se los trate como a los policías y es éste precisamente un
asunto que está desatando una fuerte pugna interna en procura de
encontrar a los responsables de la complicidad golpista.
Delaciones internas, desmoralización por su empleo político, pugnas
entre armas y una agria disputa interjerárquica son las múltiples
expresiones que van minando aceleradamente la confianza en sí mismas y
en el poder político transitorio. Caben otros síntomas del malestar
militar pero conviene advertir que su sobreexposición callejera en el
control del coronavirus está profundizando su desacuerdo con las
autoridades del gobierno y sus mandos. Miles de soldados, sargentos y
oficiales están siendo movilizados en las capitales de departamento como
en las fronteras en condiciones ciertamente vulnerables al contagio de
la pandemia. Su despliegue diario sin ninguna protección razonable, sin
guantes o mascarillas, peor aún sin material antibacteriano o de
bioseguridad, los expone potencialmente a la enfermedad. El miedo no es
patrimonio de civiles, forma parte de la condición humana y por ello, el
riesgo que ese miedo escale en el clima de malestar militar acompañado
del contagio del personal militar puede precipitar finalmente alguna
peligrosa expresión de desobediencia. La inmunidad del régimen ya no
depende de los altos mandos militares, depende en esencia de la
condición de riesgo al que se enfrentan las FFAA en las calles y no es
propiamente la rebelión social, ni mucho menos.
Colofón
Sin duda, hace falta una mayor dedicación al análisis de la cuestión
militar en tiempos de golpismo y coronavirus, fenómenos que estos días
crispan el estado de ánimo de la sociedad. La solución a la pandemia
mundial saldrá seguramente de los centros de investigación científicos
más sofisticados que disponen los países capitalistas cuyo sistema
económico y social se encuentra en jaque. El capitalismo desbordado que
estamos viviendo depende hoy más que nunca de sus propias herramientas
científicas para sobrevivir en medio de la consternación y el miedo en
el que se debate la humanidad. De cualquier manera, ya sabemos que su
talón de Aquiles es más vulnerable de lo que se sospechaba. Al mismo
tiempo la humanidad ya no es la misma desde la expansión pandémica del
coronavirus. El miedo al contagio, el pánico que está promoviendo en la
población así como el aislamiento social son fenómenos cuyas fronteras
aun son difusas.
La solución al segundo problema que vive el país, golpismo y sustento
militar, será más bien el resultado de un largo proceso de
transformaciones culturales que deberán asumirse desde distintos campos
de batalla, en particular, desde el campo de las ideas en el que la
sociedad debiera superar la falta de una idea nacional en las FFAA para
contribuir a la construcción nacional. Las FFAA responden por sus
patologías históricas a un estado colonial y por lo mismo constituyen
una aberración institucional no solo para la democracia liberal sino
para un Estado de pleno derecho.
El Estado Plurinacional exige en lo inmediato unas FFAA
plurinacionales y por lo tanto un cuerpo armado al servicio de los
intereses de la comunidad que ha decidido vivir bajo las banderas del
respeto a sus múltiples identidades sociales, culturales, económicas e
identitarias sin las cuales ningún Estado que no sea fuerte hacia
adentro podrá sobrevivir a los nuevos fenómenos policéntricos de signo
global. La modernidad militar tiene el desafío inevitable de conquistar
primero su identidad como el factor clave de su propia unidad adherida a
la unidad mayor que es el pueblo mismo. Como señala Zavaleta a
propósito de la Nación, pertenecerse a sí mismo es ya un paso
fundamental en la batalla por ser. El mayor lastre para el ser nacional
de alguna manera proviene de la xenofilia militar, es decir, de su amor
entrañable por lo ajeno que siempre ha considerado superior.
Es imperioso derrotar a las FFAA en su núcleo colonial que tiene como
barco insignia su incapacidad de verse a sí misma plurinacional,
democrática y soberana. La milicia padece una enfermedad histórica
vinculada a un ethos profesional ajeno, extraño a sí mismo que es
urgente transformar para potenciar su identidad. Una de esas viejas
enfermedades que padece la milicia boliviana es precisamente su
enajenación como es la enajenación de sus clases dirigentes que han
extraviado el camino de la nación. Desenajenar a las FFAA es la tarea de
cualquier gobierno que se pretenda nacional, progresista y soberano.
Tan urgente es la derrota cultural del sujeto militar colonizado como
imperativa es la tarea de su nacionalización. Uno de los caminos que se
debe transitar para restablecer el espíritu nacional en las FFAA es
derrotar su colonialismo enajenante, su predisposición a la
domesticación extranjera y al servilismo a la clase dominante criolla
que la desprecia como desprecia a los indios que le sirven. Ninguna
fuerza armada que se considere nacional puede sostenerse ejerciendo
identidades inexistentes, doctrinas extranjeras, obediencias exógenas o
dependencias coloniales que no sea por la pura fuerza bruta, la
represión o el genocidio.
El virus colonial norteamericano es sin duda la mayor amenaza que
debemos despejar en el cuerpo militar boliviano y por ello mismo la
descolonización pasa por una lucha intransigente contra el imperialismo
que ha hecho de nuestras FFAA un eslabón golpista, antinacional y
espiritualmente condenado a ejercer una cultura antinacional para lo
interno y dotado de una cultura de capitulaciones sistemáticas frente al
extranjero.
Nacionalizar a las FFAA significa no solo devolverlas a la Nación
sino a las naciones de las cuales forma parte y sin las cuales es
imposible excluirse a menos que se pretenda convertir en un cuerpo
pretoriano sometido a los intereses de la clase a la cual ha servido
históricamente y sirve hoy con el entusiasmo relativamente quebrado.