Luz Marina López Espinosa /Resumen Latinoamericano /31 de marzo de 2020
“Toda la propaganda de guerra, todos los gritos, las mentiras y el odio, provienen invariablemente, de gente que no está luchando”. George Orwell
Sí. En pasado. Porque ese grito como un sortilegio de esperanza que conjurara los espíritus de la muerte merodeando el Acuerdo suscrito entre el gobierno de Colombia y la guerrilla de las FARC-EP “Que la paz no nos cueste la vida”, fue en vano. Y sí que nos costó. Ya son casi doscientas almas cuyos cuerpos descansaron en paz cuando eran sus vidas las que porfiaban en ello. Pero no en esa, la de festones negros y sepulcros tempranamente abiertos, sino en aquella, la del surco hospitalario, el hogar cálido y bullicioso y la palabra convocante y seductora.
Sí, tempranamente, como el de ese hijo de la paz, el pequeño Samuel David González de tan sólo siete meses, cuyos asesinos erraron los disparos mortales que habrían de ser para sus padres Carlos Enrique y Sandra a quienes apenas hirieron, dos excombatientes de las Farc de la etnia wayuú en proceso de reincorporación. Y que en todo estaban siendo fieles al juramento de dejar las armas y optar por la palabra fecunda, hecho también por ellos en los Llanos del Yarí en el corazón de la selva. Fue en la X Conferencia de las Farc un día de septiembre de 2016, cuando para pasmo de cientos de invitados nacionales e internacionales, con la solemnidad de una coral clásica, doscientos guerrilleros irrumpieron en formación marcial desde los cuatro puntos cardinales entonando el Himno a la Alegría bajo los sublimes acordes de la Novena Sinfonía. Era el toque de diana de la paz.
Y como Carlos Enrique y Sandra, de quienes jamás podrá decirse salieron bien librados del lance de los asesinos, igual Astrid Conde la primera exguerrillera caída en la capital de la república donde adelantaba su proceso estudiando y como defensora de derechos humanos. Con lo que los asesinos mostraban la ubicuidad del poder de su largo brazo: de Maicao en el norte a El Charco, Puerto Asís y San Vicente del Caguán en el sur, pasa por Corinto y Miranda, da un rodeo por El Tarra y Convención en el oriente, circunvala por Ituango y Tenerife en el centro, y no tiene recato en recalar en Bogotá. Y así la muchedumbre de sacrificados. Sin una explicación creíble ni dicha con convicción por el mismo Gobierno, sino al contrario, una que llena de inquietud y llama a preocupación. Esto, porque la del presidente Iván Duque es una narrativa sospechosamente idéntica a la de los gobernantes de entonces Virgilio Barco y César Gaviria, cuando el Estado desató la feroz campaña de exterminio de la Unión Patriótica, movimiento igual que la Farc de hoy, nacido de un acuerdo con esa entonces guerrilla: “Es el narcotráfico el que los está matando”. Y ya la historia sentenció la falsía del relato oficial. No. No era el narcotráfico. Era el Estado.
Y sí, hoy igual nos peguntamos: ¿por qué habría de ser el narcotráfico? Nuevamente el tiempo girando en redondo, Pablo Escobar y Rodríguez Gacha como hace treinta años, culpables galopando por los teletipos, las ondas hertzianas y las señales satelitales del periodismo oficial y oficialista. Oportuno comodín de la clase dominante para esconder sus felonías. Porque es claro, y sea este un “Yo Acuso” al Estado colombiano representado en el Gobierno Nacional, en nombre de las víctimas silenciadas: hay una mente que planifica y diseña los crímenes dándoles sistematicidad; tiene capacidad operativa y logística, cubre el territorio nacional y cuenta con el favor de la impunidad. Y ese alguien tan inmune y poderoso no puede ser el narcotráfico, al que además, tampoco le va interés en ello. Ese alguien es el Estado a quien sí le va, según nada disimuladas expresiones –“volver trizas el Acuerdo”, pregón del partido de gobierno-, y goza de ese poder.
Y es que al igual que en el exterminio de la Unión Patriótica, en unos pocos eventos, una disfunción en el obrar delictuoso, un fallo en el sistema operativo de los crímenes puso en evidencia a los autores y con ellos la mente ordenadora. Dos en particular: uno, el acto de ferocidad que constituyó el asesinato de Dimar Torres en Convención (N. de Santander), víctima de sórdida celada ideada y ejecutada por el coronel Jorge Armando Pérez Amézquita comandante de la “Fuerza de tarea Vulcano” asentada en ese lugar. Crimen sobre el que el ministro de Defensa, el comerciante Guillermo Botero, manifestó su total solidaridad con los asesinos, cuando ya las pruebas aportadas por la comunidad de la zona los habían delatado.
El otro suceso donde quedó el rastro de la mente criminal detrás de él, si se quiere más siniestro que el acabado de exponer, fue el de dos ex combatientes, Gerson Moisés Morales y Carlos Andrés Ricaurte cometido en Filandia (Quindío) apenas despuntando este 2020. Asesinato orgullosamente reivindicado por el director nacional de la policía como obra de sus hombres, para lo cual hizo una versión más perversa si fuera posible, de la atrocidad conocida como “falso positivo”. Y es que el jefe máximo del cuerpo armado tuvo la avilantez de elaborar un libreto de tan gentil apariencia, que confiando en su verdad y la probidad del emisor, el presidente del Partido Farc, Rodrigo Londoño Echeverry, le agradeció por haberle “salvado la vida”. Mas no hubo tal. Los dos excombatientes firmes en el proceso de reincorporación, el uno músico dedicado, el otro funcionario nada menos que de la estatal Unidad Nacional de Protección irónicamente a cargo de la seguridad de sus camaradas, fueron acribillados a sangre fría y estado de indefensión, en un retén policial. Y mostrados en medio de enorme alharaca mediática, como dados de baja en desarrollo de fiero combate, cuando se disponían a asesinar a Londoño Echeverry quien vacacionaba en un lugar cercano. Absolutamente nada de la versión policial concuerda ni con la realidad del supuesto atentado, ni con el “combate” que habrían ofrecido los antiguos insurgentes, a quienes se los exhibió bajo el infamante rótulo de sicarios.
Por eso, por la perfidia de la que siempre ha dado muestras el Estado ante la generosidad del adversario que acepta deponer las armas, es por lo que hay que subirle el tono a la dialéctica de la palabra, la denuncia y la organización. El Estado capitalista y de clases ha demostrado con creces que no hace concesión alguna a las clases subalternas, y cualquiera que considere le haya sido hecha por alguna fracción del bloque de poder – v. y gr. J. M. Santos y el Acuerdo de Paz‑, lo considera alta traición a su casta. Y la cobra, si es el caso, con sangre. Tal la somera explicación dialéctica de las históricas traiciones del Estado a los pactos de paz suscritos en cualquier tiempo. Porque hay además sed de venganza contra quienes osaron impugnar la legitimidad –a veces “divina”- del orden que ellos establecieron. Y además, siempre tratarán de revertir los odiosos, inaceptables beneficios que juzgan, se le hicieron al enemigo. Si se quisiera la prueba reina de ello, ¿no ha sido acaso los reclamantes de la tierra despojada y sus líderes el objetivo militar primero del sin eufemismos denominado “ejército anti restitución?
Por todo lo anterior, las de Samuel David, Astrid, David, Anderson, Albeiro, Holman, Rigoberto, Alexander, José Huber, Rulber, Gerson, Carlos Andrés y ciento ochenta más, son vidas que nos corresponde honrar. Y ante las que inclinamos nuestras banderas, no para arriarlas, sino para en su nombre y en el de la insoluta causa justiciera por la que murieron, izarlas muy en alto.
Alianza de Medios por la Paz
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