Resumen Latinoamericano, 23 de marzo de 2020
Limitar el crecimiento de la población humana al nivel de la reposición es perfectamente viable en un mundo ideal. En la práctica, para lograrlo sin aplicar medidas dictatoriales, se necesita mucha educación que a su vez depende de limitar la pobreza y mejorar la equidad y la infraestructura social.
La especie humana es muy resiliente. Es verdad, ¿pero hasta qué punto? ¿Puede la humanidad continuar enfrentando sus “enemigos” naturales apenas reaccionando casuísticamente, uno a la vez? ¿No sería mejor enfrentar el problema en su origen, es decir, atacar su causa profunda? En esta nota, que no dice nada que no se sepa desde hace muchas décadas, se revisan esas causas y se especula sobre el futuro si no se aborda el problema de fondo.
Sed fecundos y multiplicaos
Y los bendijo Dios y les dijo: “Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sojuzgadla; ejerced dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra”.
Multiplicarse y sobrevivir es una marca de fábrica de todas las especies. Sin ella no existirían. La capacidad de proliferar, es decir, el potencial reproductivo, es diferente para cada especie. El otro elemento igualmente característico de cada especie es su potencial de supervivencia, es decir, la habilidad de las especies para mantener sus individuos vivos. En la naturaleza, las especies que tienen un alto potencial reproductivo, como los conejos y los pulgones, tienen un bajo potencial de supervivencia y viceversa. Por ejemplo, los pumas se reproducen lentamente y en números reducidos, pero viven más tiempo y saben defenderse. Los osos de anteojos también se reproducen lentamente, pero son capaces de comer tanto vegetales como animales, lo que el puma no puede. El resultado del balance entre el potencial reproductivo y el de supervivencia determina el llamado potencial biótico de cada especie, sea animal o vegetal y también de los virus. Con su potencial biótico propio, las especies enfrentan lo que se conoce como la resistencia del medio, que es todo lo que facilita o dificulta su vida, incluyendo factores climáticos y la disponibilidad de abrigos; los enemigos naturales, incluidas las enfermedades; la abundancia o falta de alimentos, la competencia por espacio, agua y comida con otras especies y, claro, dentro de la misma especie. Ese sistema, en la naturaleza, funciona bastante bien. Constantemente se producen desequilibrios, pero siempre son neutralizados. Por ejemplo, los venados pueden proliferar mucho debido a un clima favorable que permite crecer mejor a las plantas de que se alimentan, pero eso va a permitir que los pumas aumenten su población pues tendrán más venados para comer y, en un ciclo siguiente todo habrá vuelto a la normalidad. Pero, obviamente, eso no es tan simple. Es apenas un capítulo esencial de la ecología, una ciencia enorme.
Lamentablemente, o felizmente (todo es relativo), el ser humano, que comparativamente tiene un potencial reproductivo natural discreto, vino dotado de otras virtudes que le brindan un enorme potencial de supervivencia, entre ellas su inteligencia privilegiada, que le permitieron, casi desde que su especie apareció, superar las limitaciones del medio y empujar su potencial biótico por encima de lo que lograron la mayoría de las demás especies. Cuando faltó comida inventó la agricultura, manipuló los genes de sus alimentos y nunca más le faltó algo para comer; cuando se enfermó inventó los chamanes y luego la medicina, médicos y hospitales y muchos más vivieron por más tiempo; para defenderse de otros animales, incluidos sus congéneres, inventó las armas y los ejércitos; para defenderse de sus competidores, como las plagas de sus cultivos, inventó los agrotóxicos; cuando faltó espacio en las cavernas inventaron cabañas, casas y hasta aprendió a vivir empilado, unos encima de otros en los edificios; cuando fue difícil conseguir leña inventó la electricidad y, por supuesto, inventó muchísimo más. Es decir, lo que limita el crecimiento de una población natural de plantas y animales, la resistencia del medio, nunca fue óbice para el crecimiento humano. Y ese es el problema.
En efecto, la extraordinaria capacidad intelectual, incluido la de conocerse muy bien a sí mismo, que ha hecho los humanos tan diferentes de las demás especies animales, no ha servido de contrapeso a su irracionalidad congénita de procrear, es decir, permitir y buscar, tanto inconsciente como conscientemente, el aumento insensato y constante del número de ejemplares de su especie. De allí su carácter monstruoso. Por un lado, es profundamente animal en cuanto a aumentar y defender sus números, inclusive con increíble crueldad, pero, por el otro, en lugar de usar su inteligencia y capacidad para mantener equilibrios, las usa para quebrantar todos los principios de la naturaleza, a los que ni el ser humano puede escapar por siempre.
Los “enemigos” naturales de la humanidad
Es preciso aclarar que en la naturaleza no hay “enemigos”. Un enemigo natural, como los humanos denominan a depredadores y parásitos, tiene como función esencial restablecer los equilibrios alterados o quebrados en la naturaleza. Sin ellos, pocas especies proliferarían, perjudicando a las demás. Eso es, precisamente, lo que hace el ser humano y, por eso, considera como enemigos (incluyendo competidores) a todas las demás especies, excepto las que les son útiles como las abejas o las vacas.
Pero, como visto, el principal enemigo “natural”, aunque su carácter natural sea dudoso, del ser humano son los demás seres humanos. O sea, es la competencia intraespecífica, entre humanos. Esta se manifiesta bien sea mediante matanzas, es decir, diezmando a la población o, mediante la competición, como en el caso de las guerras comerciales o de la injusticia en sus muchas formas. Las guerras mundiales y muchas otras, que fueron letales a millones de humanos en pocos años, son una expresión típica de parte de la humanidad como enemigo “natural” de otra parte. Pero debe tenerse presente que cada día son muertos miles de personas por guerras locales, revoluciones, asesinatos o, por ejemplo, accidentes de tránsito. Peor quizá, que la mortalidad directa mencionada es la menos visible competencia intraespecífica por espacio, alimentos y tantos otros bienes. Vale la pena recordar que la alta densidad de población está al origen de la falta de infraestructura, de la mala calidad de la salud pública y de la educación, de la inseguridad pública, de la inequidad y, por último, de la pobreza, que es su peor consecuencia.
Pero la alta densidad de la población humana que implica la lucha por pocos recursos, que además son acumulados por una casta social en desfavor de las demás, es asimismo la explicación para la falta de preparación de la sociedad para enfrentar la expansión del coronavirus que pegó a casi todos los países sin condiciones para controlarla. Y, claro, la propia acumulación humana que se expresa en casi todas las actividades sociales de la humanidad, es propicia para la propagación o contagio. Por eso, las autoridades determinan cuarentenas, estado de sitio y otras medidas de aislamiento social.
Evidentemente, el ser humano también tiene enemigos naturales que pueden ser competidores o parásitos, es decir, enemigos interespecíficos. Antes eran los animales feroces, las víboras malignas y otros demonios que se creía habitaban los bosques oscuros. Casi todos esos desaparecieron por acción humana. Pero aún hay un enorme número de especies de insectos, hongos y otros animales y plantas que compiten con los humanos por comida, formando plagas o pestes. Entre ellas hay insectos que trasmiten enfermedades y muchos microbios que las ocasionan. Lo cierto es que para las plagas y pestes agrícolas se inventaron toda clase de venenos y gracias a eso se les tiene más o menos controlados. Y para muchos microbios se inventaron las vacunas. Pero, los virus tienen características especiales.
Foto: SPDA /Spectabilis
Los eslabones entre dos mundos
Los virus son enemigos naturales del ser humano como de otros seres vivos. Pero no son plantas, animales ni hongos; quizá apenas sean eslabones entre el mundo mineral y el vivo, que tienen un elevadísimo potencial de multiplicación (técnicamente no se reproducen, solo se multiplican), lo que es su principal arma, y encontraron en la tan abundante y hacinada especie humana la oportunidad ideal para desarrollarse. Su potencial de supervivencia es bajo. No viven mucho fuera de las células de los seres vivos y son muy susceptibles a las temperaturas elevadas. Pero, en el caso del coronavirus, sobreviven lo suficiente como para propagarse entre humanos.
Como ya se ha mencionado, la causa principal de la pandemia actual es la alta densidad de la población humana (ya pasó de los 8 mil millones de personas) cuyos individuos y actividades desbordan sobre lo que queda de la naturaleza más o menos natural. En realidad, el impacto de la humanidad no ha dejado nada, absolutamente nada, sin su huella. Baste recordar lo que ocurre en los bosques tropicales o en los mares. Como es de público conocimiento, gran parte de la naturaleza ya ha muerto y lo que queda de ella está agonizando. Hay evidencia de que las nuevas enfermedades virósicas o de otra índole se originan precisamente en el punto de encuentro entre los espacios que aún son seminaturales y los que son antrópicos. La humanidad irrumpe en los ecosistemas naturales y los modifica drásticamente, degradándolos y, sin proponérselo, libera microbios de sus anfitriones naturales. De hecho, más del 70% de las enfermedades nuevas y emergentes que infectan a los humanos se originaron en animales. Los patógenos de esos animales, los que son cada vez más escasos por la caza y la destrucción de sus ecosistemas, en busca de nuevos hospederos, cruzan la frontera entre animales y humanos y se propagan rápidamente. Además, los animales silvestres que se ven obligados a vivir en hábitats degradados o antrópicos tienen alimentación impropia o insuficiente y salud debilitada, por lo tanto, son más propensos a ser afectados por los virus y, al ser consumidos o manipulados, infectar a los humanos.
Sin embargo, el futuro del coronavirus no pasará del momento en que se invente la vacuna que lo devolverá a su lugar en la naturaleza. El coronavirus será dominado, amansado y aprenderemos a convivir con él como con otros miles de microbios. El problema es que mientras la población humana continúe creciendo y expandiéndose sobre lo poco que queda del mundo natural, la oportunidad para otros compañeros del coronavirus estará siempre abierta. Es importante recordar que el cambio climático está derritiendo los polos y las regiones circumpolares, dejando al descubierto enormes extensiones de territorios repletos de microbios desconocidos que estuvieron debajo de metros y más metros de hielo permanente. Ahora están reviviendo. Así que en el futuro no solo hay que preocuparse de los microorganismos que salen de los bosques tropicales, sino muchos más y más desconocidos, es decir, agarrando a la humanidad aún menos preparada; saldrán del extremo norte del planeta, quizá también del sur, y de las profundidades de la tierra y del mar, sin mencionar los que se produzcan en laboratorios militares.
¿Qué hacer?
Como dicho, la especie humana es extremamente resiliente. No hay coronavirus capaz de exterminarla. Solo el propio ser humano ha estado cerca de tener éxito. Por ejemplo, con las dos guerras mundiales, con el armamento nuclear almacenado y, de modo más disimulado y progresivo, con la destrucción del entorno natural. Pero la mitad de los humanos que es más honesta y menos estúpida siempre ha conseguido sacar a todos del desastre anunciado. Y posiblemente eso continúe siendo así.
La forma más obvia y simple de evitar tragedias futuras no es reducir la población humana, es limitar su crecimiento. Eso no resolverá completamente los impactos del cambio climático, que ya está desencadenado sin remedio, pero al medio y especialmente al largo plazo, evitará algunas de sus peores consecuencias. Esta medida frenará, especialmente por medio de la reducción de la pobreza, el avance desenfrenado de la humanidad sobre lo poco de natural que queda en el planeta y permitirá aprovechar las maravillas tecnológicas que ya se conocen, por ejemplo, para alimentar la humanidad sin destruir el mundo natural, pero que no se implementan apenas en virtud del concepto actual de la economía y de las opciones políticas actuales.
Ese camino no es nada nuevo. El Club de Roma lo trazó hace casi 50 años, cuando publicó su informe “Los límites del crecimiento”. Algunos gobernantes procuraron aplicar parte de las medidas propuestas. China tuvo bastante éxito, pero otros como India y Perú fallaron lamentablemente. Pero hasta China se rindió finalmente a las prioridades de una visión suicida de la economía que requiere de consumir más para lo que se debe tener más gente, no importa si es pobre, para sobrevivir. Y las actitudes en contra de esas medidas continúan vivas y hasta más fuertes que antes, como lo revela los ataques tan violentos como irreflexivos contra las recientes declaraciones de la exdirectora del Fondo Monetario Internacional, que apenas recordaba las consecuencias económicas de la mayor longevidad de la población. Es decir, nada que no fuera un problema evidente.
Limitar el crecimiento de la población humana al nivel de la reposición es perfectamente viable en un mundo ideal. En la práctica, para lograrlo sin aplicar medidas dictatoriales, se necesita mucha educación que a su vez depende de limitar la pobreza y mejorar la equidad y la infraestructura social. En teoría, eso es lo que buscan todos los gobiernos. Pero eso, obviamente, requiere de hacer un alto en el camino, para reiniciar el proceso sobre bases completamente diferentes a las que actualmente dominan la humanidad. ¿Será esta pandemia el punto que desencadene el “reseteado”?
* Marc J. Dourojeanni es profesor emérito de la Universidad Nacional Agraria La Molina.
Fuente: SERVINDI