[*]
Por Lucila Pagliai, Grandes Alamedas, Marzo 2020
Breve introducción a los textos seleccionados
En una
carta de enero de 1928, dirigida a Samuel Glusberg, su editor en Buenos
Aires, Mariátegui da cuenta de los aspectos de su vida que considera
relevantes para la biografía de un autor:
“Le
remitiré algunos recortes sobre mi persona. Aunque soy un escritor muy
poco autobiográfico, le daré yo mismo algunos datos sumarios: nací en el
95. A los 14 años, entré de «alcanzarejones » a un periódico. Hasta
1919 trabajé en el diarismo, primero en La Prensa, luego en El Tiempo, finalmente en La Razón
diario que fundé con César Falcón, Humberto del Águila y otros
muchachos. En este último diario patrocinamos la reforma universitaria.
Desde 1918,
nauseado de política criolla –como diarista y durante algún tiempo
redactor político y parlamentario conocí por dentro los partidos y vi en
zapatillas a los estadistas– me orienté resueltamente hacia el
socialismo, rompiendo con mis primeros tanteos de literato inficionado
de decadentismos y bizantinismos finiseculares, en pleno apogeo
todavía. De fines de 1919 a mediados de 1923 viajé por Europa. Residí
más de dos años en Italia, donde desposé una mujer y algunas ideas.
Anduve por Francia, Alemania, Austria y otros países. Mi mujer y mi hijo
me impidieron llegar a Rusia. Desde Europa me concerté con algunos
peruanos para la acción socialista. Mis artículos de esa época señalan
las estaciones de mi orientación socialista. A mi vuelta al Perú, en
1923, en reportajes, conferencias en la Federación de Estudiantes y la
Universidad Popular, en artículos, expliqué la situación europea e
inicié mi trabajo de investigación de la realidad nacional, conforme al
método marxista. En 1924 estuve como ya le he contado a punto de perder
la vida. Perdí una pierna y quedé muy delicado. Habría seguramente
curado ya del todo, con una existencia reposada. Pero ni mi pobreza ni
mi inquietud intelectual me lo consienten. Desde hace seis meses, mejoro
poco a poco. No he publicado más libros que el que usted conoce. Tengo
listos dos y en proyectos otros. He ahí mi vida, en pocas palabras. No
creo que valga la pena hacerla notoria. Pero no puedo rehusarle los
datos que usted me pide. Me olvidaba: soy un autodidacto. Me matriculé
una vez en Letras en Lima, pero con el solo interés de seguir un curso
de latín de un agustino erudito. Y en Europa frecuenté algunos cursos
libremente, pero sin decidirme nunca a perder mi carácter
extra-universitario y tal vez hasta anti-universitario. En 1925 la
Federación de Estudiantes me propuso a la Universidad como catedrático
de la materia de mi competencia, pero la mala voluntad del Rector y,
secundariamente, mi estado de salud, frustraron esta iniciativa.”
José Carlos
Mariátegui nació en Moqueagua en 1895 y murió en Lima en 1930. Un
accidente temprano lo deja rengo después de varios años de convalecencia
e intensas lecturas. Luego de sus escritos iniciales, en gran medida
tributarios de la literatura al uso, asume el marxismo socialista, al
que ve como el único instrumento capaz de encarar una transformación
social innovadora, auscultando las peculiaridades de la realidad sin
violentarla para encajar en moldes prefijados.
Interactuante con ese compromiso de Mariátegui con un socialismo que hace propio, el gran aporte que atraviesa los 7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana (y gran parte del resto de su obra) es el problema del indio, visto como inescindible del problema de la tierra, de su distribución y posesión (los dos primeros Ensayos que abordan esa problemática se pueden leer en esta selección).
Dice Mariátegui:
“La
cuestión indígena arranca de nuestra economía. Tiene sus raíces en el
régimen de propiedad de la tierra. Cualquier intento de resolverla con
medidas de administración o policía, con métodos de enseñanza o con
obras de vialidad, constituye un trabajo superficial o adjetivo,
mientras subsista la feudalidad de los “gamonales”” (El Problema del
indio. Su nuevo planteamiento).
Mariátegui da a conocer los 7 Ensayos en números sucesivos de la revista Amauta
–que había fundado en Lima en 1926- , y hacia fines de 1928 los publica
reunidos en formato libro en otro proyecto de envergadura que comparte
con su hermano: la editorial Minerva, con su serie Biblioteca Amauta.
El compromiso político de Mariátegui
En Italia,
Mariátegui había sido un testigo entusiasta de las luchas obreras de la
posguerra, interesándose especialmente en las ideas que Antonio Gramsci y
Piero Gobetti desplegaban en el periódico L’Ordine Nuovo.
Si bien Mariátegui y Gramsci no llegaron a conocer sus escritos
respectivos, ambos se nutrieron y privilegiaron fuentes teóricas de una
misma tradición crítica, y tuvieron una posición militante sobre la
cultura como aspecto clave para un proceso de transformación social.
“Por temperamento y pasión –dice Héctor Alimonda- , Mariátegui llegó al
socialismo a partir de la crítica cultural, y la importancia de esa
dimensión lo acompañó toda su vida. Cuarenta por ciento de su obra
escrita está compuesta por comentarios sobre escritores y obras
literarias de su época. [Para Mariátegui] El socialismo, la forma social
del futuro, tiene raíces en la tradición americana, y es viable
justamente a partir de la identidad indígena, asentada en la experiencia
vital real de formas comunitarias de relaciones sociales, inclusive en
territorios urbanos.” (Ver “Estudio crítico introductorio”, en José
Carlos Mariátegui, La tarea americana. Buenos Aires, Prometeo Libros – CLACSO, 2010; hay edición digital).
En la época
de su vinculación con la Federación de Estudiantes, sin abandonar su
adhesión al socialismo, Mariátegui se había integrado a la Alianza
Popular Revolucionaria Americana (APRA) que lideraba Haya de la Torre:
un proyecto de liberación nacional de vocación latinoamericanista (con
referentes en la Reforma Universitaria argentina de 1918) motorizado por
la intelectualidad de vanguardia en alianza con los sectores populares.
Tiempo después, Haya propone la transformación del movimiento en
Partido, y Mariátegui se aleja del APRA: en septiembre de 1928, al
fundarse el Partido Socialista del Perú, ocupa el cargo de Secretario
General y al año siguiente, participa activamente en la constitución de
la Central General de los Trabajadores Peruanos (CGTP). El gobierno
reprime la iniciativa de la Central de Trabajadores, Amauta es clausurada y periodistas de la revista, incluido Mariátegui, son apresados junto a los dirigentes obreros.
La revista Amauta y su irradiación
Nuevamente en Lima después de los años europeos, Mariátegui había fundado la revista Amauta
(“educador del pueblo” en la cultura Inca: todo un símbolo y una
promesa de escritura). La aparición de esta revista constituye un hecho
de gran trascendencia política y cultural en todo el ámbito
latinoamericano, por la riqueza diversa de sus contenidos, su dar cabida
a formas innovadoras de las vanguardias nacionales e internacionales, y
la calidad y amplitud de voces de sus colaboradores: en sus páginas se
recorre un arco de contemporáneos que incluye desde Haya de la Torre y
otros escritores políticos de fuste, hasta una primera traducción de
Freud al castellano; obras de César Vallejo, Borges y Huidobro, Mariano
Azuela y José Eustasio Rivera, Miguel de Unamuno y Ortega y Gasset,
Waldo Frank, Máximo Gorki y León Trotsky, Marinetti y Louis Aragon,
entre muchos otros.
Mariátegui, él mismo un escritor manifiesto (como se lee en “Proceso a la literatura”, el último de sus 7 Ensayos) ejerce, además, en Amauta
la crítica de la producción literaria nacional vigente en su época,
apelando a los instrumentos que le proporciona el marxismo.
De su largo
ensayo sobre la Literatura peruana, se ha seleccionado para estas
Relecturas el apartado inicial “Testimonio de parte”, el final “Balance
provisorio”, y los que Mariátegui escribe sobre los poetas José Santos
Chocano y César Vallejo, siempre en la línea de encontrar una identidad
peruana genuina que abreve en las formas y entonaciones de la cultura
indígena (Vallejo), sin la impostación declamatoria que la exaltan sólo
en la superficie de la expresión (Chocano).
En su
momento, la obra de Mariátegui no tuvo la recepción positiva que años
después alcanzó en la literatura política latinoamericana: la
transformación del Partido Socialista en Partido Comunista Peruano tuvo
un papel decisivo en ese silenciamiento progresivo. En 1930, Mariátegui,
cada vez más distanciado de un alineamiento acrítico con el Comité
Central, fue expulsado de sus filas, y su proyecto político- cultural
calificando como producto de una “banda de literatos”. Sin embargo, a
partir de los acontecimientos en la década de 1960 y las que siguieron,
el pensamiento de Mariátegui ‑original e innovador- fue creciendo en
vigencia llegando a nuevos públicos, y su método de análisis
histórico-social propositivo, anclado en el conocimiento de la realidad,
se resignificó y actualizó.
En ese marco, la elección de algunos textos fundantes de Mariátegui en la sección Relecturas de este número de Grandes alamedas
se entronca con las luchas renovadas y crecientes de los pueblos
indígenas por sus derechos postergados, que en los últimos tiempos han
adquirido especial relevancia en varios países de América Latina.
La selección de 7 Ensayos sobre la realidad peruana que proponemos releer aquí incluye los siguientes textos:
- INDICE
- ADVERTENCIA
- EL PROBLEMA DEL INDIO. Su nuevo planteamiento. Sumaria Revisión histórica.
- EL PROBLEMA DE LA TIERRA. El problema agrario y el problema del indio. Proposiciones finales.
- EL PROCESO DE LA LITERATURA. Testimonio de parte. Chocano. César Vallejo. Balance provisorio.
José Carlos Mariátegui
7 Ensayos de Interpretación de la realidad peruana (*)
Editorial Minerva, Biblioteca Amauta, Lima 1928
(*) Selección de capítulos (resaltados en el INDICE con negrita).
FUENTES
* Digitales:
* En papel:
Fundación
Biblioteca Ayacucho, Colección Clásica n° 69, Caracas [1979] 2007, 3ª.
ed. con correcciones y adiciones de nuevos textos. Prólogo Aníbal
Quijano; Notas, Cronología y Bibliografía Elizabeth Garrels.
INDICE
ADVERTENCIA
ESQUEMA DE LA EVOLUCIÓN ECONÓMICA
- La economía colonial
- Las bases económicas de la República
- El período del guano y del salitre
- Carácter de nuestra economía actual
- Economía agraria y latifundismo feudal
Referencias
EL PROBLEMA DEL INDIO SU NUEVO PLANTEAMIENTO
Sumaria revisión histórica (*)
Referencias
EL PROBLEMA DE LA TIERRA
El problema agrario y el problema del indio
Colonialismo = feudalismo
La política del coloniaje: despoblación y esclavitud
El colonizador español
La “comunidad” bajo el coloniaje
La revolución de la Independencia y la propiedad agraria
Política agraria de la república
La gran propiedad y el poder político
La “comunidad” bajo la República
La “comunidad” y el latifundio
El régimen de trabajo. servidumbre y salariado
“Colonialismo” de nuestra agricultura costeña
Proposiciones finales
Referencias
EL PROCESO DE LA INSTRUCCIÓN PÚBLICA
- La herencia colonial y las influencias francesa y norteamericana.
- La reforma universitaria: ideología y reivindicaciones
- Política y enseñanza universitaria en la América Latina
- La universidad de Lima
- Reforma y reacción
- Ideologías en contraste
Referencias
EL FACTOR RELIGIOSO
- La religión del Tawantinsuyo
- La conquista católica
- La Independencia y la Iglesia
Referencias
REGIONALISMO Y CENTRALISMO
Ponencias básicas
Regionalismo y gamonalismo
La región en la República
Descentralización centralista
El nuevo regionalismo
El problema de la Capital
Referencias
EL PROCESO DE LA LITERATURA
- Testimonio de parte
- La literatura de la Colonia
- El colonialismo supérstite
- Ricardo Palma, Lima y la Colonia
- González Prada
- Melgar
- Abelardo Gamarra
- Chocano
- Riva Agüero y su influencia. la generación “futurista”
- “Colónida” y Valdelomar
- Nuestros “independientes”
- Eguren
- Alberto Hidalgo
- César Vallejo
- Alberto Guillén
- Magda Portal
- Las corrientes de hoy. El indigenismo
- Alcides Spelucín
- Balance provisorio
Referencias
(*) En ediciones posteriores, los editores incluyeron en este ensayo el artículo “Sobre el problema indígena. Sumaria revisión histórica”, publicado por Mariátegui en Labor (Año 1, N° 1, revista de las luchas populares que desde noviembre de 1928 acompañaba Amauta).
El texto está precedido por una Nota de Redacción en la que Mariátegui
indica que estos aportes “complementan en cierta forma el capítulo sobre
el problema del indio de Siete ensayos de interpretación la realidad peruana“. Con el título “The New Peru”, este artículo apareció también en la revista The Nation de Nueva York (Vol. 128, 16 enero de 1929).
“Ich will keinen Autor mehr lesen, dem man
anmerkt, er wollte ein Buch machen: sondern
nur jene, deren Gedanken unversehens
ein Buch wurden.” [*]
[* Friedrich Nietzsche, Der Wanderer und sein Schatten /El viajero y su sombra
(1879): «Ya no quiero leer a ningún autor en el que se advierta su
intención de hacer un libro, sino sólo a aquellos cuyos pensamientos se
conviertan espontáneamente en un libro». (Traducción de Mónica Scarano, en Sarmiento y Mariátegui: dos tradiciones intelectuales en diálogo: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/sarmiento-y-mariategui-dos-tradiciones-intelectuales-en-dialogos/html/1800cff1-c523-4ad0-90b1-89f40338fb49_4.html.)]
ADVERTENCIA
Reúno en este libro, organizados y anotados en siete ensayos, los escritos que he publicado en Mundial y Amauta sobre algunos aspectos sustantivos de la realidad peruana. Como La escena contemporánea,
no es éste, pues, un libro orgánico. Mejor así. Mi trabajo se
desenvuelve según el querer de Nietzsche, que no amaba al autor
contraído a la producción intencional, deliberada, de un libro, sino a
aquél cuyos pensamientos formaban un libro espontánea e
inadvertidamente. Muchos proyectos de libro visitan mi vigilia; pero sé
por anticipado que sólo realizaré los que un imperioso mandato vital me
ordene. Mi pensamiento y mi vida constituyen una sola cosa, un único
proceso. Y si algún mérito espero y reclamo que me sea reconocido es el
de ‑también conforme un principio de Nietzsche- meter toda mi sangre en
mis ideas.
Pensé
incluir en este volumen un ensayo sobre la evolución política e
ideológica del Perú. Mas, a medida que avanzo en él, siento la necesidad
de darle desarrollo y autonomía en un libro aparte. El número de
páginas de estos 7 ensayos
me parece ya excesivo, tanto que no me consiente completar algunos
trabajos como yo quisiera y debiera. Por otra parte, está bien que
aparezcan antes que mi nuevo estudio. De este modo, el público que me
lea se habrá familiarizado oportunamente con los materiales y las ideas
de mi especulación política e ideológica.
Volveré a
estos temas cuantas veces me lo indique el curso de mi investigación y
mi polémica. Tal vez hay en cada uno de estos ensayos el esquema, la
intención de un libro autónomo. Ninguno de estos ensayos está acabado:
no lo estarán mientras yo viva y piense y tenga algo que añadir a lo por
mí escrito, vivido y pensado.
Toda esta
labor no es sino una contribución a la crítica socialista de los
problemas y la historia del Perú. No faltan quienes me suponen un
europeizante, ajeno a los hechos y a las cuestiones de mi país. Que mi
obra se encargue de justificarme, contra esta barata e interesada
conjetura. He hecho en Europa mi mejor aprendizaje. Y creo que no hay
salvación para Indo-América sin la ciencia y el pensamiento europeos u
occidentales. Sarmiento que es todavía uno de los creadores de la
argentinidad, fue en su época un europeizante. No encontró mejor modo de
ser argentino.
Otra vez
repito que no soy un crítico imparcial y objetivo. Mis juicios se nutren
de mis ideales, de mis sentimientos, de mis pasiones. Tengo una
declarada y enérgica ambición: la de concurrir a la creación del
socialismo peruano.
Estoy lo
más lejos posible de la técnica profesoral y del espíritu universitario.
Es todo lo que debo advertir lealmente al lector a la entrada de mi
libro.
Lima 1928
EL PROBLEMA DEL INDIO
SU NUEVO PLANTEAMIENTO
Todas las
tesis sobre el problema indígena, que ignoran o eluden a éste como
problema económico-social, son otros tantos estériles ejercicios
teoréticos ‑y a veces sólo verbales‑, condenados a un absoluto
descrédito. No las salva a algunas su buena fe. Prácticamente, todas no
han servido sino para ocultar o desfigurar la realidad del problema. La
crítica socialista lo descubre y esclarece, porque busca sus causas en
la economía del país y no en su mecanismo administrativo, jurídico o
eclesiástico, ni en su dualidad o pluralidad de razas, ni en sus
condiciones culturales y morales. La cuestión indígena arranca de
nuestra economía. Tiene sus raíces en el régimen de propiedad de la
tierra. Cualquier intento de resolverla con medidas de administración o
policía, con métodos de enseñanza o con obras de vialidad, constituye un
trabajo superficial o adjetivo, mientras subsista la feudalidad de los
“gamonales” (1).
El
“gamonalismo” invalida inevitablemente toda ley u ordenanza de
protección indígena. El hacendado, el latifundista, es un señor feudal.
Contra su autoridad, sufragada por el ambiente y el hábito, es impotente
la ley escrita. El trabajo gratuito está prohibido por la ley y, sin
embargo, el trabajo gratuito, y aun el trabajo forzado, sobreviven en el
latifundio. El juez, el subprefecto, el comisario, el maestro, el
recaudador, están enfeudados a la gran propiedad. La ley no puede
prevalecer contra los gamonales. El funcionario que se obstinase en
imponerla, sería abandonado y sacrificado por el poder central, cerca
del cual son siempre omnipotentes las influencias del gamonalismo, que
actúan directamente o a través del parlamento, por una y otra vía con la
misma eficacia.
El nuevo examen del problema indígena, por esto, se preocupa mucho menos de los lineamientos
de una legislación tutelar que de las consecuencias del régimen de
propiedad agraria. El estudio del Dr. José A. Encinas (Contribución a
una legislación tutelar indígena) inicia en 1918 esta tendencia, que de
entonces a hoy no ha cesado de acentuarse (2). Pero, por el carácter
mismo de su trabajo, el Dr. Encinas no podía formular en él un programa
económico-social. Sus proposiciones, dirigidas a la tutela de la
propiedad indígena, tenían que limitarse a este objetivo jurídico.
Esbozando las bases del Home Stead
indígena, el Dr. Encinas recomienda la distribución de tierras del
Estado y de la Iglesia. No menciona absolutamente la expropiación de los
gamonales latifundistas. Pero su tesis se distingue por una reiterada
acusación de los efectos del latifundismo, que sale inapelablemente
condenado de esta requisitoria (3), que en cierto modo preludia la
actual crítica económico-social de la cuestión del indio.
Esta
crítica repudia y descalifica las diversas tesis que consideran la
cuestión con uno u otro de los siguientes criterios unilaterales y
exclusivos: administrativo, jurídico, étnico, moral, educacional,
eclesiástico.
La derrota
más antigua y evidente es, sin duda, la de los que reducen la protección
de los indígenas a un asunto de ordinaria administración. Desde los
tiempos de la legislación colonial española, las ordenanzas sabias y
prolijas, elaboradas después de concienzudas encuestas, se revelan
totalmente infructuosas. La fecundidad de la República, desde las
jornadas de la Independencia, en decretos, leyes y providencias
encaminadas a amparar a los indios contra la exacción y el abuso, no es
de las menos considerables. El gamonal de hoy, como el “encomendero” de
ayer, tiene sin embargo muy poco que temer de la teoría administrativa.
Sabe que la práctica es distinta.
El carácter
individualista de la legislación de la República ha favorecido,
incuestionablemente, la absorción de la propiedad indígena por el
latifundismo. La situación del indio, a este respecto, estaba
contemplada con mayor realismo por la legislación española. Pero la
reforma jurídica no tiene más valor práctico que la reforma
administrativa, frente a un feudalismo intacto en su estructura
económica. La apropiación de la mayor parte de la propiedad comunal e
individual indígena está ya cumplida. La experiencia de todos los países
que han salido de su evolución feudal, nos demuestra, por otra parte,
que sin la disolución del feudo no ha podido funcionar, en ninguna
parte, un derecho liberal.
La
suposición de que el problema indígena es un problema étnico, se nutre
del más envejecido repertorio de ideas imperialistas. El concepto de las
razas inferiores sirvió al Occidente blanco para su obra de expansión y
conquista. Esperar la emancipación indígena de un activo cruzamiento de
la raza aborigen con inmigrantes blancos es una ingenuidad
antisociológica, concebible sólo en la mente rudimentaria de un
importador de carneros merinos. Los pueblos asiáticos, a los cuales no
es inferior en un ápice el pueblo indio, han asimilado admirablemente la
cultura occidental, en lo que tiene de más dinámico y creador, sin
transfusiones de sangre europea. La degeneración del indio peruano es
una barata invención de los leguleyos de la mesa feudal.
La
tendencia a considerar el problema indígena como un problema moral,
encarna una concepción liberal, humanitaria, ochocentista, iluminista,
que en el orden político de Occidente anima y motiva las “ligas de los
Derechos del Hombre”. Las conferencias y sociedades antiesclavistas, que
en Europa han denunciado más o menos infructuosamente los crímenes de
los colonizadores, nacen de esta tendencia, que ha confiado siempre con
exceso en sus llamamientos al sentido moral de la civilización. González
Prada no se encontraba exento de su esperanza cuando escribía que la
“condición del indígena puede mejorar de dos maneras: o el corazón de
los opresores se conduele al extremo de reconocer el derecho de los
oprimidos, o el ánimo de los oprimidos adquiere la virilidad suficiente
para escarmentar a los opresores” (4). La Asociación Pro-Indígena
(1909−1917) representó, ante todo, la misma esperanza, aunque su
verdadera eficacia estuviera en los fines concretos e inmediatos de
defensa del indio que le asignaron sus directores, orientación que debe
mucho, seguramente, al idealismo práctico, característicamente sajón, de
Dora Mayer (5). El experimento está ampliamente cumplido, en el Perú y
en el mundo. La prédica humanitaria no ha detenido ni embarazado en
Europa el imperialismo ni ha bonificado sus métodos. La lucha contra el
imperialismo, no confía ya sino en la solidaridad y en la fuerza de los
movimientos de emancipación de las masas coloniales. Este concepto
preside en la Europa contemporánea
una acción antiimperialista, a la cual se adhieren espíritus liberales
como Albert Einstein y Romain Rolland, y que por tanto no puede ser
considerada de exclusivo carácter socialista.
En el
terreno de la razón y la moral, se situaba hace siglos, con mayor
energía, o al menos mayor autoridad, la acción religiosa. Esta cruzada
no obtuvo, sin embargo, sino leyes y providencias muy sabiamente
inspiradas. La suerte de los indios no varió sustancialmente. González
Prada, que como sabemos no consideraba estas cosas con criterio propia o
sectariamente socialista, busca la explicación de este fracaso en la
entraña económica de la cuestión: “No podía suceder de otro modo:
oficialmente se ordenaba la explotación del vencido y se pedía humanidad
y justicia a los ejecutores de la explotación; se pretendía que
humanamente se cometiera iniquidades o equitativamente se consumaran
injusticias. Para extirpar los abusos, habría sido necesario abolir los
repartimientos y las mitas, en dos palabras, cambiar todo el régimen
Colonial. Sin las faenas del indio americano se habrían vaciado las
arcas del tesoro español” (6). Más evidentes posibilidades de éxito que
la prédica liberal tenía, con todo, la prédica religiosa. Ésta apelaba
al exaltado y operante catolicismo español mientras aquélla intentaba
hacerse escuchar del exiguo y formal liberalismo criollo.
Pero hoy la
esperanza en una solución eclesiástica es indiscutiblemente la más
rezagada y antihistórica de todas. Quienes la representan no se
preocupan siquiera, como sus distantes -¡tan distantes!- maestros, de
obtener una nueva declaración de los derechos del indio, con adecuadas
autoridades y ordenanzas, sino de encargar al misionero la función de
mediar entre el indio y el gamonal (7). La obra que la Iglesia no pudo
realizar en un orden medioeval, cuando su capacidad espiritual e
intelectual podía medirse por frailes como el padre de Las Casas, ¿con
qué elementos contaría para prosperar ahora? Las misiones adventistas,
bajo este aspecto, han ganado la delantera al clero católico, cuyos
claustros convocan cada día menor suma de vocaciones de evangelización.
El concepto
de que el problema del indio es un problema de educación, no aparece
sufragado ni aun por un criterio estricta y autónomamente pedagógico. La
pedagogía tiene hoy más en cuenta que nunca los factores sociales y
económicos. El pedagogo moderno sabe perfectamente que la educación no
es una mera cuestión de escuela y métodos didácticos. El medio económico
social condiciona inexorablemente la labor del maestro. El gamonalismo
es fundamentalmente adverso a la educación del indio: su subsistencia
tiene en el mantenimiento de la ignorancia del indio el mismo interés
que en el cultivo de su alcoholismo (8). La escuela moderna ‑en el
supuesto de que, dentro de las circunstancias vigentes, fuera posible
multiplicarla en proporción a la población escolar campesina- es incompatible
con el latifundio feudal. La mecánica de la servidumbre, anularía
totalmente la acción de la escuela, si esta misma, por un milagro
inconcebible dentro de la realidad social, consiguiera conservar, en la
atmósfera del feudo, su pura misión pedagógica. La más eficiente y
grandiosa enseñanza normal no podría operar estos milagros. La escuela y
el maestro están irremisiblemente condenados a desnaturalizarse bajo la
presión del ambiente feudal, inconciliable con la más elemental
concepción progresista o evolucionista de las cosas. Cuando se comprende
a medias esta verdad, se descubre la fórmula salvadora en los internados
indígenas. Mas la insuficiencia clamorosa de esta fórmula se muestra en
toda su evidencia, apenas se reflexiona en el insignificante porcentaje
de la población escolar indígena que resulta posible alojar en estas
escuelas.
La solución
pedagógica, propugnada por muchos con perfecta buena fe, está ya hasta
oficialmente descartada. Los educacionistas son, repito, los que menos
pueden pensar en independizarla de la realidad económico-social. No
existe, pues, en la actualidad, sino como una sugestión vaga e informe,
de la que ningún cuerpo y ninguna doctrina se hace responsable.
El nuevo planteamiento consiste en buscar el problema indígena en el problema de la tierra.
SUMARIA REVISIÓN HISTÓRICA
La
población del Imperio Inkaico, conforme a cálculos prudentes, no era
menor de diez millones. Hay quienes la hacen subir a doce y aun a quince
millones. La Conquista fue, ante todo, una tremenda carnicería. Los
conquistadores españoles, por su escaso número, no podían imponer su
dominio sino aterrorizando a la población indígena, en la cual
produjeron una impresión supersticiosa las armas y los caballos de los
invasores, mirados como seres sobrenaturales. La organización política y
económica de la Colonia, que siguió a la Conquista, no puso término al
exterminio de la raza indígena. El Virreinato estableció un régimen de
brutal explotación. La codicia de los metales preciosos, orientó la
actividad económica española hacia la explotación de las minas que, bajo
los inkas, habían sido trabajadas en muy modesta escala, en razón de no
tener el oro y la plata sino aplicaciones ornamentales y de ignorar los
indios, que componían un pueblo esencialmente agrícola, el empleo del
hierro. Establecieron los españoles, para la explotación de las minas y
los “obrajes”, un sistema abrumador de trabajos forzados y gratuitos,
que diezmó la población aborigen. Esta no quedó así reducida sólo a un
estado de servidumbre ‑como habría acontecido si los españoles se
hubiesen limitado a la explotación de las tierras conservando el
carácter agrario del país- sino, en gran parte, a un estado de
esclavitud. No faltaron voces humanitarias y civilizadoras que asumieron
ante el Rey de España la defensa de los indios. EI padre de Las Casas
sobresalió eficazmente en esta defensa. Las Leyes de Indias se
inspiraron en propósitos de protección de los indios, reconociendo su
organización típica en “comunidades”. Pero, prácticamente, los indios
continuaron a merced de una feudalidad despiadada que destruyó la
sociedad y la economía inkaicas, sin sustituirlas con un orden capaz de
organizar progresivamente la producción. La tendencia de los españoles a
establecerse en la Costa ahuyentó de esta región a los aborígenes a tal
punto que se carecía de brazos para el trabajo. El Virreinato quiso
resolver este problema mediante la importación de esclavos negros, gente
que resultó adecuada al clima y las fatigas de los valles o llanos
cálidos de la Costa, e inaparente, en cambio, para el trabajo de las
minas, situadas en la Sierra fría. El esclavo negro reforzó la
dominación española que a pesar de la despoblación indígena, se habría
sentido de otro modo demográficamente demasiado débil frente al indio,
aunque sometido, hostil y enemigo. El negro fue dedicado al servicio
doméstico y a los oficios. El blanco se mezcló fácilmente con el negro,
produciendo este mestizaje uno de los tipos de población costeña con
características de mayor adhesión a lo español y mayor resistencia a lo
indígena.
La
Revolución de la Independencia no constituyó, como se sabe, un
movimiento indígena. La promovieron y usufructuaron los criollos y aun
los españoles de las colonias. Pero aprovechó el apoyo de la masa
indígena. Y, además, algunos indios ilustrados como Pumacahua, tuvieron
en su gestación parte importante. El programa liberal de la Revolución
comprendía lógicamente la redención del indio, consecuencia automática
de la aplicación de sus postulados igualitarios. Y, así, entre los
primeros actos de la República, se contaron varias leyes y decretos
favorables a los indios. Se ordenó el reparto de tierras, la abolición
de los trabajos gratuitos, etc.; pero no representando la revolución en
el Perú el advenimiento de una nueva clase dirigente, todas estas
disposiciones quedaron sólo escritas, faltas de gobernantes capaces de
actuarlas. La aristocracia latifundista de la Colonia, dueña del poder,
conservó intactos sus derechos feudales sobre la tierra y, por
consiguiente, sobre el indio. Todas las disposiciones aparentemente
enderezadas a protegerlo, no han podido nada contra la feudalidad
subsistente hasta hoy.
El Virreinato aparece menos culpable
que la República. Al Virreinato le corresponde, originalmente, toda la
responsabilidad de la miseria y la depresión de los indios. Pero, en ese
tiempo inquisitorial, una gran voz cristiana, la de fray Bartolomé de
Las Casas, defendió vibrantemente a los indios contra los métodos
brutales de los colonizadores. No ha habido en la República un defensor
tan eficaz y tan porfiado de la raza aborigen.
Mientras el Virreinato era un régimen
medioeval y extranjero, la República es formalmente un régimen peruano y
liberal. Tiene, por consiguiente, la República deberes que no tenía el
Virreinato. A la República le tocaba elevar la condición del indio. Y
contrariando este deber, la República ha pauperizado al indio, ha
agravado su depresión y ha exasperado su miseria. La República ha
significado para los indios la ascensión de una nueva clase dominante
que se ha apropiado sistemáticamente de sus tierras. En una raza de
costumbre y de alma agrarias, como la raza indígena, este despojo ha
constituido una causa de disolución material y moral. La tierra ha sido
siempre toda la alegría del indio. El indio ha desposado la tierra.
Siente que “la vida viene de la tierra” y vuelve a la tierra. Por ende,
el indio puede ser indiferente a todo, menos a la posesión de la tierra
que sus manos y su aliento labran y fecundan religiosamente. La
feudalidad criolla se ha comportado, a este respecto, más ávida y más
duramente que la feudalidad española. En general, en el encomendero
español había frecuentemente algunos hábitos nobles de señorío. El
encomendero criollo tiene todos los defectos del plebeyo y ninguna de
las virtudes del hidalgo. La servidumbre del indio, en suma, no ha
disminuido bajo la República. Todas las revueltas, todas las tempestades
del indio, han sido ahogadas en sangre. A las reivindicaciones
desesperadas del indio les ha sido dada siempre una respuesta marcial.
El silencio de la puna ha guardado luego el trágico secreto de estas
respuestas. La República ha restaurado, en fin, bajo el título de
conscripción vial, el régimen de las mitas.
La República, además, es responsable
de haber aletargado y debilitado las energías de la raza. La causa de la
redención del indio se convirtió bajo la República, en una especulación
demagógica de algunos caudillos. Los partidos criollos la inscribieron
en su programa. Disminuyeron así en los indios la voluntad de luchar por
sus reivindicaciones.
En la Sierra, la región habitada
principalmente por los indios, subsiste apenas modificada en sus
lineamientos, la más bárbara y omnipotente feudalidad. El dominio de la
tierra coloca en manos de los gamonales, la suerte de la raza indígena,
caída en un grado extremo de depresión y de ignorancia. Además de la
agricultura, trabajada muy primitivamente, la Sierra peruana presenta
otra actividad económica: la minería, casi totalmente en manos de dos
grandes empresas norteamericanas. En las minas rige el salariado; pero
la paga es ínfima, la defensa de la vida del obrero casi nula, la ley de
accidentes de trabajo burlada. El sistema del “enganche”, que por medio
de anticipos falaces esclaviza al obrero, coloca a los indios a merced
de estas empresas capitalistas. Es tanta la miseria a que los condena la
feudalidad agraria, que los indios encuentran preferible, con todo, la
suerte que les ofrecen las minas.
La propagación en el Perú de las ideas
socialistas ha traído como consecuencia un fuerte movimiento de
reivindicación indígena. La nueva generación peruana siente y sabe que
el progreso del Perú será ficticio, o por lo menos no será peruano,
mientras no constituya la obra y no signifique el bienestar de la masa
peruana que en sus cuatro quintas partes es indígena y campesina. Este
mismo movimiento se manifiesta en el arte y en la literatura nacionales
en los cuales se nota una creciente revalorización de las formas y
asuntos autóctonos, antes depreciados por el predominio de un espíritu y
una mentalidad coloniales españolas. La literatura indigenista parece
destinada a cumplir la misma función que la literatura “mujikista” en el
período prerrevolucionario ruso. Los propios indios empiezan a dar
señales de una nueva conciencia. Crece día a día la articulación entre
los diversos núcleos indígenas antes incomunicados por las enormes
distancias. Inició esta vinculación, la reunión periódica de congresos
indígenas, patrocinada por el Gobierno, pero como el carácter de sus
reivindicaciones se hizo pronto revolucionario, fue desnaturalizada
luego con la exclusión de los elementos avanzados y la leva de
representaciones apócrifas. La corriente indigenista presiona ya la
acción oficial. Por primera vez el Gobierno se ha visto obligado a
aceptar y proclamar puntos de vista indigenistas, dictando algunas
medidas que no tocan los intereses del gamonalismo y que resultan por
esto ineficaces. Por primera vez también
el problema indígena, escamoteado antes por la retórica de las clases
dirigentes, es planteado en sus términos sociales y económicos,
identificándosele ante todo con el problema de la tierra. Cada día se
impone, con más evidencia, la convicción de que este problema no puede
encontrar su solución en una fórmula humanitaria. No puede ser la
consecuencia de un movimiento filantrópico. Los patronatos de caciques y
de rábulas son una befa. Las ligas del tipo de la extinguida Asociación
Pro-Indígena son una voz que clama en el desierto. La Asociación
Pro-Indígena no llegó en su tiempo a convertirse en un movimiento. Su
acción se redujo gradualmente a la acción generosa, abnegada,
nobilísima, personal de Pedro S. Zulen y Dora Mayer. Como experimento,
el de la Asociación Pro-Indígena sirvió para contrastar, para medir, la
insensibilidad moral de una generación y de una época.
La solución del problema del indio
tiene que ser una solución social. Sus realizadores deben ser los
propios indios. Este concepto conduce a ver en la reunión de los
congresos indígenas un hecho histórico. Los congresos indígenas,
desvirtuados en los últimos años por el burocratismo, no representaban
todavía un programa; pero sus primeras reuniones señalaron una ruta
comunicando a los indios de las diversas regiones. A los indios les
falta vinculación nacional. Sus protestas han sido siempre regionales.
Esto ha contribuido, en gran parte, a su abatimiento.
Un pueblo de cuatro millones de
hombres, consciente de su número, no desespera nunca de su porvenir. Los
mismos cuatro millones de hombres, mientras no sean sino una masa
inorgánica, una muchedumbre dispersa, son incapaces de decidir su rumbo
histórico.
REFERENCIAS
- En el prólogo de Tempestad en los Andes
de Valcárcel, vehemente y beligerante evangelio indigenista, he
explicado así mi punto de vista: “La fe en el resurgimiento indígena no
proviene de un proceso de ‘occidentalización’ material de la tierra
quechua. No es la civilización, no es el alfabeto del blanco, lo que
levanta el alma del indio. Es el mito, es la idea de la revolución
socialista. La esperanza indígena es absolutamente revolucionaria. El
mismo mito, la misma idea, son agentes decisivos del despertar de otros
viejos pueblos, de otras viejas razas en colapso: hindúes, chinos, etc.
La historia universal tiende hoy como nunca a regirse por el mismo
cuadrante. ¿Por qué ha de ser el pueblo inkaico, que construyó el más
desarrollado y armónico sistema comunista, el único insensible a la
emoción mundial? La consanguinidad del movimiento indigenista con las
corrientes revolucionarias mundiales es demasiado evidente para que
precise documentarla. Yo he dicho ya que he llegado al entendimiento y a
la valorización justa de lo indígena por la vía del socialismo. El caso
de Valcárcel demuestra lo exacto de mi experiencia personal. Hombre de
diversa formación intelectual, influido por sus gustos tradicionalistas,
orientado por distinto género de sugestiones y estudios, Valcárcel
resuelve políticamente su indigenismo en socialismo. En este libro nos
dice, entre otras cosas, que ‘el proletariado indígena espera su Lenin’.
No sería diferente el lenguaje de un marxista.
La reivindicación indígena carece de
concreción histórica mientras se mantiene en un plano filosófico o
cultural. Para adquirirla ‑esto es para adquirir realidad, corporeidad-
necesita convertirse en reivindicación económica y política. El
socialismo nos ha enseñado a plantear el problema indígena en nuevos
términos. Hemos dejado de considerarlo abstractamente como problema
étnico o moral para reconocerlo concretamente como problema social,
económico y político. Y entonces lo hemos sentido, por primera vez,
esclarecido y demarcado. Los que no han roto todavía el cerco de su
educación liberal burguesa y, colocándose en una posición abstractista y
literaria, se entretienen en barajar los aspectos raciales del
problema, olvidan que la política y, por tanto la economía, lo dominan
fundamentalmente. Emplean un lenguaje seudoidealista para escamotear la
realidad disimulándola bajo sus atributos y consecuencias. Oponen a la
dialéctica revolucionaria un confuso galimatías crítico, conforme al
cual la solución del problema indígena no puede partir de una reforma o
hecho político porque a los efectos inmediatos de éste escaparía una
compleja multitud de costumbres y vicios que sólo pueden transformarse a
través de una evolución lenta y normal. La historia, afortunadamente,
resuelve todas las dudas y desvanece todos los equívocos.
La Conquista fue un hecho político.
Interrumpió bruscamente el proceso autónomo de la nación quechua, pero
no implicó una repentina sustitución de las leyes y costumbres de los
nativos por las de los conquistadores. Sin embargo, ese hecho político
abrió, en todos los órdenes de cosas, así espirituales como materiales,
un nuevo período. El cambio de régimen bastó para mudar desde sus
cimientos la vida del pueblo quechua. La Independencia fue otro hecho
político. Tampoco correspondió a una radical transformación de la
estructura económica y social del Perú; pero inauguró, no obstante, otro
período de nuestra historia, y si no mejoró prácticamente la condición
del indígena, por no haber tocado casi la infraestructura económica
colonial, cambió su situación jurídica, y franqueó el camino de su
emancipación política y social. Si la República no siguió este camino,
la responsabilidad de la omisión corresponde exclusivamente a la clase
que usufructuó la obra de los libertadores tan rica potencialmente en
valores y principios creadores. El problema indígena no admite ya la
mistificación a que perpetuamente lo ha sometido una turba de abogados y
literatos, consciente o inconscientemente mancomunados con los
intereses de la casta latifundista. La miseria moral y material de la
raza indígena aparece demasiado netamente como una simple consecuencia
del régimen económico y social que sobre ella pesa desde hace siglos.
Este régimen sucesor de la feudalidad
colonial, es el gamonalismo. Bajo su imperio, no se puede hablar
seriamente de redención del indio. El término ‘gamonalismo’ no designa
sólo una categoría social y económica: la de los latifundistas o grandes
propietarios agrarios. Designa todo un fenómeno. El gamonalismo no está
representado sólo por los gamonales propiamente dichos. Comprende una
larga jerarquía de funcionarios, intermediarios, agentes, parásitos,
etc. El indio alfabeto se transforma en un explotador de su propia raza
porque se pone al servicio del gamonalismo. El factor central del
fenómeno es la hegemonía de la gran propiedad semifeudal en la política y
el mecanismo del Estado. Por consiguiente, es sobre este factor sobre
el que se debe actuar si se quiere atacar en su raíz un mal del cual
algunos se empeñan en no contemplar sino las expresiones episódicas o
subsidiarias. Esa liquidación del gamonalismo, o de la feudalidad, podía
haber sido realizada por la República dentro de los principios
liberales y capitalistas. Pero por las razones que llevo ya señaladas
estos principios no han dirigido efectiva y plenamente nuestro proceso
histórico. Saboteados por la propia clase encargada de aplicarlos,
durante más de un siglo han sido impotentes para redimir al indio de una
servidumbre que constituía un hecho absolutamente solidario con el de
la feudalidad.
No es el caso de esperar que hoy, que
estos principios están en crisis en el mundo, adquieran repentinamente
en el Perú una insólita vitalidad creadora. El pensamiento
revolucionario, y aun el reformista, no puede ser ya liberal sino
socialista. El socialismo aparece en nuestra historia no por una razón
de azar, de imitación o de moda, como espíritus superficiales suponen,
sino como una fatalidad histórica. Y sucede que mientras, de un lado,
los que profesamos el socialismo propugnamos lógica y coherentemente la
reorganización del país sobre bases socialistas y ‑constatando que el
régimen económico y político que combatimos se ha convertido
gradualmente en una fuerza de colonización del país por los capitalismos
imperialistas extranjeros‑, proclamamos que este es un instante de
nuestra historia en que no es posible ser efectivamente nacionalista y
revolucionario sin ser socialista; de otro lado no existe en el Perú,
como no ha existido nunca, una burguesía progresista, con sentido
nacional, que se profese liberal y democrática y que inspire su política
en los postulados de su doctrina”.
- González Prada, que ya en uno de sus
primeros discursos de agitador intelectual había dicho que formaban el
verdadero Perú los millones de indios de los valles andinos, en el
capítulo “Nuestros indios” incluido en la última edición de Horas de Lucha,
tiene juicios que lo señalan como el precursor de una nueva conciencia
social: “Nada cambia más pronto ni más radicalmente la psicología del
hombre que la propiedad: al sacudir la esclavitud del vientre,
crece en cien palmos. Con sólo adquirir algo el individuo asciende
algunos peldaños en la escala social, porque las clases se reducen a
grupos clasificados por el monto de la riqueza. A la inversa del globo
aerostático, sube más el que más pesa. Al que diga: la escuela,
respóndasele: la escuela y el pan. La cuestión del indio, más que
pedagógica, es económica, es social”.
- “Sostener la condición económica del indio ‑escribe Encinas- es el mejor modo de elevar su
condición social. Su fuerza económica se encuentra en la tierra, allí
se encuentra toda su actividad. Retirarlo de la tierra es variar,
profunda y peligrosamente, ancestrales tendencias de la raza. No hay
como el trabajo de la tierra para mejorar sus condiciones económicas. En
ninguna otra parte, ni en ninguna otra forma puede encontrar mayor
fuente de riqueza como en la tierra” (Contribución a una legislación tutelar indígena, p. 39).
Encinas, en otra parte, dice: “Las instituciones jurídicas relativas a la propiedad tienen su origen
en las necesidades económicas. Nuestro Código Civil no está en armonía
con los principios económicos, porque es individualista en lo que se
refiere a la propiedad. La ilimitación del derecho de propiedad ha
creado el latifundio con detrimento de la propiedad indígena. La propiedad del suelo improductivo ha creado la enfeudación de la raza y su miseria” (p. 13).
- González Prada, Horas de Lucha, 2ª edición, “Nuestros indios”.
- Dora Mayer de Zulen resume así el carácter del experimento Pro-Indígena: “En fría concreción
de datos prácticos, la Asociación Pro-Indígena significa para los
historiadores lo que Mariátegui supone un experimento de rescate de la
atrasada y esclavizada Raza Indígena por medio de un cuerpo protector
extraño a ella, que gratuitamente y por vías legales ha procurado
servirle como abogado en sus reclamos ante los Poderes del Estado”.
Pero, como aparece en el mismo
interesante balance de la Pro-Indigena, Dora Mayer piensa que esta
asociación trabajó, sobre todo, por la formación de un sentido de
responsabilidad. “Dormida estaba ‑anota- a los cien años de la
emancipación republicana del Perú, la conciencia de los gobernantes, la
conciencia de los gamonales, la conciencia del clero, la conciencia del
público ilustrado y semiilustrado, respecto a sus obligaciones para con
la población que no sólo merecía un filantrópico rescate de vejámenes
inhumanos, sino a la cual el patriotismo peruano debía un resarcimiento
de honor nacional, porque la Raza Incaica había descendido a escarnio de
propios y extraños”. El mejor resultado de la Pro-Indígena resulta sin
embargo, según el leal testimonio de Dora Mayer, su influencia en el
despertar indígena. “Lo que era deseable que sucediera, estaba
sucediendo; que los indígenas mismos, saliendo de la tutela de las
clases ajenas concibieran los medios de su reivindicación”.
- Obra citada.
- “Sólo el misionero ‑escribe el señor José León y Bueno, uno de los líderes de la ‘Acción
Social de la Juventud’- puede redimir y
restituir al indio. Siendo el intermediario incansable entre el gamonal
y el colono, entre el latifundista y el comunero, evitando las
arbitrariedades del Gobernador que obedece sobre todo al interés
político del cacique criollo; explicando con sencillez la lección
objetiva de la naturaleza e interpretando la vida en su fatalidad y en su libertad; condenando el desborde sensual de las muchedumbres en las fiestas; segando la incontinencia en sus mismas fuentes y revelando a la raza su misión excelsa, puede devolver al Perú su unidad, su dignidad y su fuerza” (Boletín de la A. S. J., Mayo de 1928).
- Es demasiado sabido que la
producción ‑y también el contrabando- de aguardiente de caña, constituye
uno de los más lucrativos negocios de los hacendados de la Sierra. Aun
los de la Costa, explotan en cierta escala este filón. El
alcoholismo del peón y del colono resulta indispensable a la prosperidad
de nuestra gran propiedad agrícola.
EL PROBLEMA DE LA TIERRA
EL PROBLEMA AGRARIO Y EL PROBLEMA DEL INDIO
Quienes desde puntos de vista
socialistas estudiamos y definimos el problema del indio, empezamos por
declarar absolutamente superados los puntos de vista humanitarios o
filantrópicos, en que, como una prolongación de la apostólica batalla
del padre de Las Casas, se apoyaba la antigua campaña pro-indígena.
Nuestro primer esfuerzo tiende a
establecer su carácter de problema fundamentalmente económico.
Insurgimos primeramente, contra la tendencia instintiva ‑y defensiva-
del criollo o “misti”, a reducirlo a un problema exclusivamente
administrativo, pedagógico, étnico o moral, para escapar a toda costa
del plano de la economía. Por esto, el más absurdo de los reproches que
se nos pueden dirigir es el de lirismo o literaturismo. Colocando en
primer plano el problema económico-social, asumimos la actitud menos
lírica y menos literaria posible. No nos contentamos con reivindicar el
derecho del indio a la educación, a la
cultura, al progreso, al amor y al cielo. Comenzamos por reivindicar,
categóricamente, su derecho a la tierra. Esta reivindicación
perfectamente materialista, debería bastar para que no se nos
confundiese con los herederos o repetidores del verbo evangélico del
gran fraile español, a quien, de otra parte, tanto materialismo no nos
impide admirar y estimar fervorosamente.
Y este problema de la tierra ‑cuya
solidaridad con el problema del indio es demasiado evidente‑, tampoco
nos avenimos a atenuarlo o adelgazarlo oportunistamente. Todo lo
contrario. Por mi parte, yo trato de plantearlo en términos
absolutamente inequívocos y netos.
El problema agrario se presenta, ante
todo, como el problema de la liquidación de la feudalidad en el Perú.
Esta liquidación debía haber sido realizada ya por el régimen
demo-burgués formalmente establecido por la revolución de la
independencia. Pero en el Perú no hemos tenido en cien años de
república, una verdadera clase burguesa, una verdadera clase
capitalista. La antigua clase feudal – camuflada o disfrazada de
burguesía republicana- ha conservado sus posiciones. La política de
desamortización de la propiedad agraria iniciada por la revolución de la
Independencia ‑como una consecuencia lógica de su ideología‑, no
condujo al desenvolvimiento de la pequeña propiedad. La vieja clase
terrateniente no había perdido su
predominio. La supervivencia de un régimen de latifundistas produjo, en
la práctica, el mantenimiento del latifundio. Sabido es que la
desamortización atacó más bien a la comunidad. Y el hecho es que durante
un siglo de república, la gran propiedad agraria se ha reforzado y
engrandecido a despecho del liberalismo teórico de nuestra Constitución y
de las necesidades prácticas del desarrollo de nuestra economía
capitalista.
Las expresiones de la feudalidad
sobreviviente son dos: latifundio y servidumbre. Expresiones solidarias y
consustanciales, cuyo análisis nos conduce a la conclusión de que no se
puede liquidar la servidumbre, que pesa sobre la raza indígena, sin
liquidar el latifundio.
Planteado así el problema agrario del
Perú, no se presta a deformaciones equívocas. Aparece en toda su
magnitud de problema económico-social ‑y por tanto político- del dominio
de los hombres que actúan en este plano de hechos e ideas. Y resulta
vano todo empeño de convertirlo, por ejemplo, en un problema
técnico-agrícola del dominio de los agrónomos.
Nadie ignora que la solución liberal
de este problema sería, conforme a la ideología individualista, el
fraccionamiento de los latifundios para crear la pequeña propiedad. Es
tan desmesurado el desconocimiento, que se constata a cada paso, entre
nosotros, de los principios elementales del socialismo, que no será
nunca obvio ni ocioso insistir en que esta fórmula ‑fraccionamiento de
los latifundios en favor de la pequeña propiedad- no es utopista, ni
herética, ni revolucionaria, ni bolchevique, ni vanguardista, sino
ortodoxa, constitucional, democrática, capitalista y burguesa. Y que
tiene su origen en el ideario liberal en que se inspiran los Estatutos
constitucionales de todos los Estados demo-burgueses. Y que en los
países de la Europa Central y Oriental ‑donde la crisis bélica trajo por
tierra las últimas murallas de la feudalidad, con el consenso del
capitalismo de Occidente que desde entonces opone precisamente a Rusia
este bloque de países anti bolcheviques‑, en Checoslovaquia, Rumania,
Polonia, Bulgaria, etc., se ha sancionado leyes agrarias que limitan, en
principio, la propiedad de la tierra, al máximum de 500 hectáreas.
Congruentemente con mi posición
ideológica, yo pienso que la hora de ensayar en el Perú el método
liberal, la fórmula individualista, ha pasado ya. Dejando aparte las
razones doctrinales, considero fundamentalmente este factor
incontestable y concreto que da un carácter peculiar a nuestro problema
agrario: la supervivencia de la comunidad y de elementos de socialismo
práctico en la agricultura y la vida indígenas.
Pero quienes se mantienen dentro de la
doctrina demo-liberal ‑si buscan de veras una solución al problema del
indio, que redima a éste, ante todo, de su servidumbre‑, pueden dirigir
la mirada a la experiencia checa o rumana, dado que la mexicana, por su
inspiración y su proceso, les parece un ejemplo peligroso. Para ellos es
aún tiempo de propugnar la fórmula liberal. Si lo hicieran, lograrían,
al menos, que en el debate del problema agrario provocado por la nueva
generación, no estuviese del todo ausente el pensamiento liberal, que,
según la historia escrita, rige la vida del Perú desde la fundación de
la República.
PROPOSICIONES FINALES
A las proposiciones fundamentales,
expuestas ya en este estudio, sobre los aspectos presentes de la
cuestión agraria en el Perú, debo agregar las siguientes:
1º- El carácter de la propiedad
agraria en el Perú se presenta como una de las mayores trabas del propio
desarrollo del capitalismo nacional. Es muy elevado el porcentaje de
las tierras, explotadas por arrendatarios grandes o medios, que
pertenecen a terratenientes que jamás han manejado sus fundos. Estos
terratenientes, por completo extraños y ausentes de la agricultura y de
sus problemas, viven de su renta territorial sin dar ningún aporte de
trabajo ni de inteligencia a la actividad económica del país.
Corresponden a la categoría del aristócrata
o del rentista, consumidor improductivo. Por sus hereditarios derechos
de propiedad perciben un arrendamiento que se puede considerar como un
canon feudal. El agricultor arrendatario corresponde, en cambio, con más
o menos propiedad, al tipo de jefe de empresa capitalista. Dentro de un
verdadero sistema capitalista, la plusvalía obtenida por su empresa,
debería beneficiar a este industrial y al capital que financiase sus
trabajos. El dominio de la tierra por una clase de rentistas, impone a
la producción la pesada carga de sostener una renta que no está sujeta a
los eventuales descensos de los productos agrícolas.
El arrendamiento no encuentra,
generalmente, en este sistema, todos los estímulos indispensables para
efectuar los trabajos de perfecta valorización de las tierras y de sus
cultivos e instalaciones. El temor a un aumento de la locación, al
vencimiento de su escritura, lo induce a una gran parsimonia en las
inversiones. La ambición del agricultor arrendatario es, por supuesto,
convertirse en propietario; pero su propio empeño contribuye al
encarecimiento de la propiedad agraria en provecho de los latifundistas.
Las condiciones incipientes del crédito agrícola en el Perú impiden una
más intensa expropiación capitalista de la tierra para esta clase de
industriales.
La explotación capitalista e
industrialista de la tierra, que requiere para su libre y pleno
desenvolvimiento la eliminación de todo canon feudal, avanza por esto en
nuestro país con suma lentitud. Hay aquí un problema, evidente no sólo
para un criterio socialista sino, también, para un criterio capitalista.
Formulando un principio que integra el programa agrario de la burguesía
liberal francesa, Edouard Herriot afirma que “la tierra exige la
presencia real” (31). No está demás remarcar que a este respecto el
Occidente no aventaja por cierto al Oriente, puesto que la ley
mahometana establece, como lo observa Charles Gide, que “la tierra
pertenece al que la fecunda y vivifica”.
2º- El latifundismo subsistente en el
Perú se acusa, de otro lado, como la más grave barrera para la
inmigración blanca. La inmigración que podemos esperar es, por obvias
razones, de campesinos provenientes de Italia, de Europa Central y de
los Balcanes. La población urbana occidental emigra en mucha menor
escala y los obreros industriales saben, además, que tienen muy poco que
hacer en la América Latina. Y bien. El campesino europeo no viene a
América para trabajar como bracero, sino en los casos en que el alto
salario le consiente ahorrar largamente. Y éste no es el caso del Perú.
Ni el más miserable labrador de Polonia o de Rumania aceptaría el tenor
de vida de nuestros jornaleros de las haciendas de caña o algodón. Su
aspiración es devenir pequeño propietario. Para que nuestros campos
estén en grado de atraer esta inmigración es indispensable que puedan
brindarle tierras dotadas de viviendas, animales y herramientas y
comunicadas con ferrocarriles y mercados. Un funcionario o propagandista
del fascismo, que visitó el Perú hace aproximadamente tres años,
declaró en los diarios locales que nuestro régimen de gran propiedad era
incompatible con un programa de colonización e inmigración capaz de
atraer al campesino italiano.
3º- El enfeudamiento de la agricultura
de la costa a los intereses de los capitales y los mercados británicos y
americanos, se opone no sólo a que se organice y desarrolle de acuerdo
con las necesidades específicas de la economía nacional –esto es
asegurando primeramente el abastecimiento de la población- sino también a
que ensaye y adopte nuevos cultivos. La mayor empresa acometida en este
orden en los últimos años ‑la de las plantaciones de tabaco de Tumbes-
ha sido posible sólo por la intervención del Estado. Este hecho abona
mejor que ningún otro la tesis de que la política liberal del laisser faire,
que tan pobres frutos ha dado en el Perú, debe ser definitivamente
reemplazada por una política social de nacionalización de las grandes
fuentes de riqueza.
4º- La propiedad agraria de la costa,
no obstante los tiempos prósperos de que ha gozado, se muestra hasta
ahora incapaz de atender los problemas de la salubridad rural, en la
medida que el Estado exige y que es, desde luego, asaz modesta. Los
requerimientos de la Dirección de Salubridad Pública a los hacendados no
consiguen aún el cumplimiento de las disposiciones vigentes contra el
paludismo.
No se ha obtenido siquiera un mejoramiento general de las rancherías. Está probado que
la población rural de la costa arroja los más altos índices de
mortalidad y morbilidad del país. (Exceptúase naturalmente los de las
regiones excesivamente mórbidas de la selva). La estadística demográfica
del distrito rural de Pativilca acusaba hace tres años una mortalidad
superior a la natalidad. Las obras de irrigación, como lo observa el
ingeniero Sutton a propósito de la de Olmos, comportan posiblemente la
más radical solución del problema de las paludes o pantanos. Pero, sin
las obras de aprovechamiento de las aguas sobrantes del río Chancay
realizadas en Huacho por el señor Antonio Graña, a quien se debe también
un interesante plan de colonización, y sin las obras de aprovechamiento
de las aguas del subsuelo
practicadas en Chiclín y alguna otra negociación del Norte, la acción
del capital privado en la irrigación de la costa peruana resultaría
verdaderamente insignificante en los últimos años.
5º- En la sierra, el feudalismo
agrario sobreviviente se muestra del todo inepto como creador de riqueza
y de progreso. Excepción hecha de las negociaciones ganaderas que
exportan lana y alguna otra, en los valles y planicies serranos el
latifundio tiene una producción miserable. Los rendimientos del suelo
son ínfimos; los métodos de trabajo, primitivos. Un órgano de la prensa
local decía una vez que en la sierra peruana el gamonal aparece
relativamente tan pobre como el indio. Este argumento ‑que resulta
completamente nulo dentro de un criterio de relatividad- lejos de
justificar al gamonal, lo condena inapelablemente. Porque para la
economía moderna ‑entendida como ciencia objetiva y concreta- la única
justificación del capitalismo y de sus capitanes de industria y de
finanza está en su función de creadores de riqueza. En el plano
económico, el señor feudal o gamonal es el primer responsable del poco
valor de sus dominios. Ya hemos visto cómo este latifundista no se
preocupa de la productividad sino de la rentabilidad de la tierra. Ya
hemos visto también cómo, a pesar de ser sus tierras las mejores, sus
cifras de producción no son mayores que las obtenidas por el indio, con
su primitivo equipo de labranza, en sus magras tierras comunales. El
gamonal, como factor económico, está, pues, completamente descalificado.
6º- Como explicación de este fenómeno
se dice que la situación económica de la agricultura de la sierra
depende absolutamente de las vías de comunicación y transporte. Quienes
así razonan no entienden sin duda la diferencia orgánica, fundamental,
que existe entre una economía feudal o semifeudal y una economía
capitalista. No comprenden que el tipo patriarcal primitivo de
terrateniente feudal es sustancialmente distinto del tipo del moderno
jefe de empresa. De otro lado el gamonalismo y el latifundismo aparecen
también como un obstáculo hasta para la ejecución del propio programa
vial que el Estado sigue actualmente. Los abusos e intereses de los
gamonales se oponen totalmente a una recta aplicación de la ley de
conscripción vial. El indio la mira instintivamente como una arma del
gamonalismo. Dentro del régimen inkaico, el servicio vial debidamente
establecido sería un servicio público obligatorio, del todo compatible
con los principios del socialismo moderno; dentro del régimen colonial
de latifundio y servidumbre, el mismo servicio adquiere el carácter
odioso de una “mita”.
REFERENCIAS
- Luis E. Valcárcel, Del Ayllu al Imperio, p. 166.
- César Antonio Ugarte, Bosquejo de la Historia Económica del Perú, p. 9.
(…)
- Herriot, Créer.
EL PROCESO DE LA LITERATURA
- TESTIMONIO DE PARTE
La palabra proceso tiene en este caso
su acepción judicial. No escondo ningún propósito de participar en la
elaboración de la historia de la literatura peruana. Me propongo, sólo,
aportar mi testimonio a un juicio que considero abierto. Me parece que
en este proceso se ha oído hasta ahora, casi exclusivamente, testimonios
de defensa, y que es tiempo de que se oiga también testimonios de
acusación. Mi testimonio es convicta y confesamente un testimonio de
parte. Todo crítico, todo testigo, cumple consciente o
inconscientemente, una misión. Contra lo que baratamente pueda
sospecharse, mi voluntad es afirmativa, mi temperamento es de
constructor, y nada me es más antitético que el bohemio puramente
iconoclasta y disolvente; pero mi misión ante el pasado, parece ser la
de votar en contra. No me eximo de cumplirla, ni me excuso por su
parcialidad. Piero Gobetti, uno de los espíritus con quienes siento más
amorosa asonancia, escribe en uno de sus admirables ensayos: “El
verdadero realismo tiene el culto de las fuerzas que crean los
resultados, no la admiración de los resultados intelectualísticamente
contemplados a priori. El realista sabe que la historia es un
reformismo, pero también que el proceso reformístico, en vez de
reducirse a una diplomacia de iniciados, es producto de los individuos
en cuanto operen como revolucionarios, a través de netas afirmaciones de
contrastantes exigencias” (1).
Mi crítica renuncia a ser imparcial o
agnóstica, si la verdadera crítica puede serlo, cosa que no creo
absolutamente. Toda crítica obedece a preocupaciones de filósofo, de
político, o de moralista. Croce ha demostrado lúcidamente que la propia
crítica impresionista o hedonista de Jules Lemaître, que se suponía
exenta de todo sentido filosófico, no se sustraía más que la de Saint
Beuve, al pensamiento, a la filosofía de su tiempo (2).
El espíritu del hombre es indivisible;
y yo no me duelo de esta fatalidad, sino, por el contrario, la
reconozco como una necesidad de plenitud y coherencia. Declaro, sin
escrúpulo, que traigo a la exégesis literaria todas mis pasiones e ideas
políticas, aunque, dado el descrédito y degeneración de este vocablo en
el lenguaje corriente, debo agregar que la política en mí es filosofía y
religión.
Pero esto no quiere decir que
considere el fenómeno literario o artístico desde puntos de vista
extraestéticos, sino que mi concepción estética se unimisma, en la
intimidad de mi conciencia, con mis concepciones morales, políticas y
religiosas, y que, sin dejar de ser concepción estrictamente estética,
no puede operar independiente o diversamente.
Riva Agüero enjuició la literatura con
evidente criterio “civilista”. Su ensayo sobre “el carácter de la
literatura del Perú independiente” (3) está en todas sus partes,
inequívocamente transido no sólo de conceptos políticos sino aun de
sentimientos de casta. Es simultáneamente una pieza de historiografía
literaria y de reivindicación política. El espíritu de casta de los
encomenderos coloniales, inspira sus esenciales proposiciones críticas
que casi invariablemente se resuelven en españolismo, colonialismo,
aristocratismo. Riva Agüero no prescinde de sus preocupaciones políticas
y sociales, sino en la medida en que juzga la literatura con normas de
preceptista, de académico, de erudito; y entonces su prescindencia es
sólo aparente porque, sin duda, nunca se mueve más ordenadamente su
espíritu dentro de la órbita escolástica y conservadora. Ni disimula
demasiado Riva Agüero el fondo político de su crítica, al mezclar a sus
valoraciones literarias consideraciones antihistóricas respecto al
presunto error en que incurrieron los fundadores de la independencia
prefiriendo la república a la monarquía, y vehementes impugnaciones de
la tendencia a oponer a los oligárquicos partidos tradicionales,
partidos de principios, por el temor de que provoquen combates sectarios
y antagonismos sociales. Pero Riva Agüero no podía confesar
explícitamente la trama política de su exégesis: primero, porque sólo
posteriormente a los días de su obra, hemos aprendido a ahorrarnos
muchos disimulos evidentes e inútiles; segundo, porque condición de
predominio de su clase ‑la aristocracia “encomendera”-
era, precisamente, la adopción formal de los principios e instituciones
de otra clase ‑la burguesía liberal- y, aunque se sintiese íntimamente
monárquica, española y tradicionalista, esa aristocracia necesitaba
conciliar anfibológicamente su sentimiento reaccionario con la práctica
de una política republicana y capitalista y el respeto de una
constitución demo-burguesa.
Concluida la época de incontestada
autoridad “civilista” en la vida intelectual del Perú, la tabla de
valores establecida por Riva Agüero ha pasado a revisión con todas las
piezas filiares y anexa (4). Por mi parte, a su inconfesa parcialidad
“civilista” o colonialista enfrento mi explícita parcialidad
revolucionaria o socialista. No me atribuyo mesura ni equidad de
árbitro: declaro mi pasión y mi beligerancia de opositor. Los
arbitrajes, las conciliaciones se actúan en la historia, y a condición
de que las partes se combatan con copioso y extremo alegato.
VIII. CHOCANO
José Santos Chocano pertenece, a mi
juicio, al período colonial de nuestra literatura. Su poesía grandílocua
tiene todos sus orígenes en España. Una crítica verbalista la presenta
como una traducción del alma autóctona. Pero este es un concepto
artificioso, una ficción retórica. Su lógica, tan simplista como falsa,
razona así: Chocano es exuberante, luego es autóctono. Sobre este
principio, una crítica fundamentalmente incapaz de sentir lo autóctono,
ha asentado casi todo el dogma del americanismo y el tropicalismo
esenciales del poeta de Alma América.
Este dogma pudo ser incontestable en
un tiempo de absoluta autoridad del colonialismo. Ahora una generación
iconoclasta lo pasa incrédulamente por la criba de su análisis. La
primera cuestión que se plantea es ésta: ¿Lo autóctono es,
efectivamente, exuberante? Un crítico sagaz, extraño en este caso a todo
interés polémico, como Pedro Henríquez Ureña, examinando precisamente
el tema de la exuberancia en la literatura hispano-americana, observa
que esta literatura, en su mayor parte, no aparece por cierto como un
producto del trópico. Procede, más bien, de ciudades de clima templado y
hasta un poco otoñal. Muy aguda y certeramente apunta Henríquez Ureña:
“En América conservamos el respeto al énfasis mientras Europa nos lo
prescribió; aún hoy nos quedan tres o cuatro poetas vibrantes, como
decían los románticos. ¿No se atribuirá a influencia del trópico la que
es influencia de Víctor Hugo? ¿O de Byron, o de Espronceda o de
Quintana?” Para Henríquez
Ureña la teoría de la exuberancia
espontánea de la literatura americana es una teoría falsa. Esta
literatura es menos exuberante de lo que parece. Se toma por exuberancia
la verbosidad. Y “si abunda la palabrería es porque escasea la cultura,
la disciplina y no por peculiar exuberancia nuestra” (26). Los casos de
verbosidad no son imputables a la geografía ni al medio.
Para estudiar el caso de Chocano,
tenemos que empezar por localizarlo, ante todo, en el Perú. Y bien, en
el Perú lo autóctono es lo indígena, vale decir lo inkaico.
Y lo indígena, lo inkaico, es
fundamentalmente sobrio. El arte indio es la antítesis, la contradicción
del arte de Chocano. El indio esquematiza, estiliza las cosas con un
sintetismo y un primitivismo hieráticos.
Nadie pretende encontrar en la poesía
de Chocano la emoción de los Andes. La crítica que la proclama
autóctona, la imagina únicamente depositaria de la emoción de la
“montaña”, esto es de la floresta. Riva Agüero es uno de los que
suscriben este juicio. Pero los literatos que sin noción ninguna de la
“montaña”, se han apresurado a descubrirla o reconocerla íntegramente en
la ampulosa poesía de Chocano, no han hecho otra cosa que tomar al pie
de la letra una conjetura del poeta. No han hecho sino repetir a
Chocano, quien desde hace mucho tiempo se supone “el cantor de América
autóctona y salvaje”.
La “montaña” no es sólo exuberancia.
Es, sustancialmente, muchas otras cosas que no están en la poesía de
Chocano. Ante su espectáculo, ante sus paisajes, la actitud de Chocano
es la de un espectador elocuente. Nada más. Todas sus imágenes son las
de una fantasía exterior y extranjera. No se oye la voz de un hombre de
la floresta. Se oye, a lo más, la voz de un forastero imaginativo y
ardoroso que cree poseerla y expresarla.
Y esto es muy natural. La “montaña” no
existe casi sino como naturaleza, como paisaje, como escenario. No ha
producido todavía una estirpe, un pueblo, una civilización. Chocano, en
todo caso, no se ha nutrido de su savia. Por su sangre, por costa.
Procede de una familia española. Su formación espiritual e intelectual
se ha cumplido en Lima. Y su énfasis ‑este énfasis que, en último
análisis, resulta la única prueba de su autoctonismo y de su
americanismo artístico o estético- desciende totalmente de España.
Los antecedentes de la técnica y los
modelos de la elocuencia de Chocano están en la literatura española.
Todos reconocen en su manera la influencia de Quintana, en su espíritu
la de Espronceda. Chocano se reclama de Byron y de Hugo. Pero las
influencias más directas que se constatan en su arte son siempre las de
poetas de idioma español. Su egotismo romántico es el de Díaz Mirón, de
quien tiene también el acento arrogante y soberbio. Y el modernismo y el
decadentismo que llegan hasta las puertas de su romanticismo son los de
Rubén Darío.
Estos rasgos deciden y señalan
demasiado netamente, la verdadera filiación artística de Chocano quien, a
pesar de las sucesivas ondas de modernidad que han visitado su arte sin
modificarlo absolutamente en su esencia, ha conservado en su obra la
entonación y el temperamento de un supérstite del romanticismo español y
de su grandilocuencia. Su filiación espiritual coincide, por otra
parte, con su filiación artística. El “cantor de América autóctona y
salvaje” es de la estirpe de los conquistadores. Lo siente y lo dice él
mismo en su poesía, que si no carece de admiración literaria y retórica a
los inkas, desborda de amor a los héroes de la Conquista y a los
magnates del Virreinato.
* * *
Chocano no pertenece a la plutocracia
capitalina. Este hecho lo diferencia de los literatos específicamente
colonialistas. No consiente, por ejemplo, identificarlo con Riva Agüero.
En su espíritu se reconoce al descendiente de la Conquista más bien que
al descendiente del Virreinato (Y Conquista y Virreinato social y
económicamente constituyen dos fases de un mismo fenómeno, pero
espiritualmente no tienen idéntica categoría. La Conquista fue una
aventura heroica; el Virreinato fue una empresa burocrática. Los
conquistadores eran, como diría
Blaise Cendrars, de la fuerte raza de los aventureros; los virreyes y
los oidores eran blandos hidalgos y mediocres bachilleres).
Las primeras peripecias de la poesía de Chocano son de carácter romántico. No en balde el cantor de Iras Santas
se presenta como un discípulo de Espronceda. No en balde se siente en
él algo de romanticismo byroniano. La actitud de Chocano es, en su
juventud, una actitud de protesta. Esta protesta tiene a veces un acento
anárquico. Tiene otras veces un tinte de protesta social. Pero carece
de concreción.
Se agota en una delirante y bizarra
ofensiva verbal contra el gobierno militar de la época. No consigue ser
más que un gesto literario.
Chocano aparece luego, políticamente
enrolado en el pierolismo. Su revolucionarismo se conforma con la
revolución del 95 que liquida un régimen militar para restaurar, bajo la
gerencia provisoria de don Nicolás de Piérola, el régimen civilista.
Más tarde, Chocano se deja incorporar en la clientela intelectual de la
plutocracia. No se aleja de Piérola y su pseudo-democracia para
acercarse a González Prada sino para saludar en Javier Prado y Ugarteche
al pensador de su generación.
La trayectoria política de un literato
no es también su trayectoria artística. Pero sí es, casi siempre, su
trayectoria espiritual. La literatura, de otro lado, está como sabemos
íntimamente permeada de política, aun en los casos en que parece más
lejana y más extraña a su influencia. Y lo que queremos averiguar, por
el momento, no es estrictamente la categoría artística de Chocano sino
su filiación espiritual, su posición ideológica.
Una y otra no están nítidamente
expresadas por su poesía. Tenemos, por consiguiente, que buscarlas en su
prosa, la cual, además de haber sido más explícita que su poesía, no ha
sido esencialmente contradicha ni atenuada por ella.
La poesía de Chocano nos coloca,
primero, ante un caso de individualismo exasperado y egoísta, asaz
frecuente y casi característico en la falange romántica.
Este individualismo es todo el anarquismo de Chocano.
Y en los últimos años, el poeta, lo
reduce y lo limita. No renuncia absolutamente a su egotismo sensual;
pero sí renuncia a una buena parte de su individualismo filosófico. El
culto del Yo se ha asociado al culto de la Jerarquía. El poeta se llama
individualista, pero no se llama liberal. Su individualismo deviene un
“individualismo jerárquico”. Es un individualismo que no ama la
libertad. Que la desdeña casi. En cambio, la jerarquía que respeta no es
la jerarquía eterna que crea el Espíritu; es la jerarquía precaria que
imponen, en la mudable perspectiva de lo presente, la fuerza, la
tradición y el dinero.
Del mismo modo doma el poeta los
primitivos arranques de su espíritu. Su arte, en su plenitud, acusa ‑por
su exaltado aunque retórico amor a la Naturaleza- un panteísmo un poco
pagano. Y este panteísmo ‑que producía un poco de animismo en sus
imágenes‑, es en él la sola nota que refleja a una “América autóctona y
salvaje” (El indio es panteísta, animista, materialista). Chocano, sin
embargo, lo ha abandonado tácitamente. La adhesión al principio de la
jerarquía lo ha reconducido a la Iglesia Romana. Roma es,
ideológicamente, la ciudadela histórica de la reacción. Los que
peregrinan por sus colinas y sus basílicas en busca del evangelio
cristiano regresan desilusionados; pero los que se contentan con
encontrar, en su lugar, el fascismo y la Iglesia ‑la autoridad y la
jerarquía en el sentido romano‑, arriban a su meta y hallan su verdad.
De estos últimos peregrinos es el poeta de Alma América. Él, que nunca ha sido cristiano, se confiesa finalmente católico.
Romántico fatigado, hereje converso,
se refugia en el sólido aprisco de la tradición y del orden, de donde
creyó un día partir para siempre a la conquista del futuro.
XIV. CÉSAR VALLEJO
El primer libro de César Vallejo, Los Heraldos Negros,
es el orto de una nueva poesía en el Perú. No exagera, por fraterna
exaltación, Antenor Orrego, cuando afirma que “a partir de este
sembrador se inicia una nueva época de la libertad, de la autonomía
poética, de la vernácula articulación verbal” (33).
Vallejo es el poeta de una estirpe, de
una raza. En Valleio se encuentra, por primera vez en nuestra
literatura, sentimiento indígena virginalmente expresado. Melgar ‑signo
larvado, frustrado- en sus yaravíes es aún un prisionero de la técnica
clásica, un gregario de la retórica española. Vallejo, en cambio, logra
en su poesía un estilo nuevo. El sentimiento indígena tiene en sus
versos una modulación propia. Su canto es íntegramente suyo. Al poeta no
le basta traer un mensaje nuevo. Necesita traer una técnica y un
lenguaje nuevos también. Su arte no tolera el equívoco y artificial
dualismo de la esencia y la forma. “La derogación del viejo andamiaje
retórico ‑remarca certeramente Orrego- no era un capricho o
arbitrariedad del poeta, era una necesidad vital. Cuando se comienza a
comprender la obra de Vallejo, se comienza a comprender también la
necesidad de una técnica renovada y distinta”
(34). El sentimiento indígena es en Melgar algo que se vislumbra sólo
en el fondo de sus versos; en Vallejo es algo que se ve aflorar
plenamente al verso mismo cambiando su estructura. En Melgar no es sino
el acento; en Vallejo es el verbo. En Melgar, en fin, no es sino queja
erótica; en Vallejo es empresa metafísica. Vallejo es un creador
absoluto. Los Heraldos Negros
podía haber sido su obra única. No por eso Vallejo habría dejado de
inaugurar en el proceso de nuestra literatura una nueva época. En estos
versos del pórtico de Los Heraldos Negros principia acaso la poesía peruana (Peruana, en el sentido de indígena).
Hay golpes en la vida, tan fuertes Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma Yo no sé!
Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.
Y el hombre…Pobre… pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes…Yo no sé!
Clasificado dentro de la literatura mundial, este libro, Los Heraldos Negros,
pertenece parcialmente, por su título verbigracia, al ciclo simbolista.
Pero el simbolismo es de todos los tiempos. El simbolismo, de otro
lado, se presta mejor que ningún otro estilo a la interpretación del
espíritu indígena. El indio, por animista y por bucólico, tiende a
expresarse en símbolos e imágenes antropomórficas o campesinas. Vallejo
además no es sino en parte simbolista. Se encuentra en su poesía ‑sobre
todo de la primera manera- elementos de simbolismo, tal como se
encuentra elementos de expresionismo, de dadaísmo y de suprarrealismo.
El valor sustantivo de Vallejo es el de creador. Su técnica está en
continua elaboración. El procedimiento, en su arte, corresponde a un
estado de ánimo.
Cuando Vallejo en sus comienzos toma en préstamo, por ejemplo, su método a Herrera y Reissig, lo adapta a su personal lirismo.
Mas lo fundamental, lo característico
en su arte es la nota india. Hay en Vallejo un americanismo genuino y
esencial; no un americanismo descriptivo o localista.
Vallejo no recurre al folclore. La
palabra quechua, el giro vernáculo no se injertan artificiosamente en su
lenguaje; son en él producto espontáneo, célula propia, elemento
orgánico. Se podría decir que Vallejo no elige sus vocablos. Su
autoctonismo no es deliberado. Vallejo no se hunde en la tradición, no
se interna en la historia, para extraer de su oscuro substratum perdidas
emociones. Su poesía y su lenguaje emanan de su carne y su ánima. Su
mensaje está en él. El sentimiento indígena obra en su arte quizá sin
que él lo sepa ni lo quiera.
Uno de los rasgos más netos y claros
del indigenismo de Vallejo me parece su frecuente actitud de nostalgia.
Valcárcel, a quien debemos tal vez la más cabal interpretación del alma
autóctona, dice que la tristeza del indio no es sino nostalgia.
Y bien, Vallejo es acendradamente nostálgico. Tiene la ternura de la evocación.
Pero la evocación en Vallejo es
siempre subjetiva. No se debe confundir su nostalgia concebida con tanta
pureza lírica con la nostalgia literaria de los pasadistas. Vallejo es
nostalgioso, pero no meramente retrospectivo. No añora el Imperio como
el pasadismo perricholesco añora el Virreinato. Su nostalgia es una
protesta sentimental o una protesta metafísica. Nostalgia de exilio;
nostalgia de ausencia.
Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita
de junco y capulí;
ahora que me asfixia Bizancio y que dormita
la sangre como flojo cognac dentro de mí.
(“Idilio Muerto”, Los Heraldos Negros)
Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa,
donde nos haces una falta sin fondo!
Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá
nos acariciaba: “Pero hijos…”
(“A mi hermano Miguel”, Los Heraldos Negros)
He almorzado solo ahora, y no he tenido
madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua,
ni padre que en el facundo ofertorio
de los choclos, pregunte para su tardanza
de imagen, por los broches mayores del sonido.
(XXVIII, Trilce)
Se acabó el extraño, con quien, tarde
la noche, regresabas parla y parla.
Ya no habrá quien me aguarde,
dispuesto mi lugar, bueno lo malo.
Se acabó la calurosa tarde;
tu gran bahía y tu clamor; la charla
con tu madre acabada
que nos brindaba un té lleno de tarde
(XXXIV, Trilce)
Otras veces Vallejo presiente o predice la nostalgia que vendrá:
Ausente! La mañana en que a la playa
del mar de sombra y del callado imperio,
como un pájaro lúgubre me vaya,
será el blanco panteón tu cautiverio.
(“Ausente”, Los Heraldos Negros)
Verano, ya me voy. Y me dan pena
las manitas sumisas de tus tardes.
Llegas devotamente; llegas viejo;
y ya no encontrarás en mi alma a nadie.
(“Verano”, Los Heraldos Negros)
Vallejo interpreta a la raza en un
instante en que todas sus nostalgias, punzadas por un dolor de tres
siglos, se exacerban. Pero ‑y en esto se identifica también un rasgo del
alma india‑, sus recuerdos están llenos de esa dulzura de maíz tierno
que Vallejo gusta melancólicamente cuando nos habla del “facundo
ofertorio de los choclos”.
Vallejo tiene en su poesía el
pesimismo del indio. Su hesitación, su pregunta, su inquietud, se
resuelven escépticamente en un “¡para qué!” En este pesimismo se
encuentra siempre un fondo de piedad humana. No hay en él nada de
satánico ni de morboso. Es el pesimismo de un ánima que sufre y expía
“la pena de los hombres” como dice Pierre Hamp. Carece este pesimismo de
todo origen literario. No traduce una romántica desesperanza de
adolescente turbado por la voz de Leopardi o de Schopenhauer. Resume la
experiencia filosófica, condensa la actitud espiritual de una raza, de
un pueblo. No se le busque parentesco ni afinidad con el nihilismo o el
escepticismo intelectualista de Occidente. El pesimismo de Vallejo, como
el pesimismo del indio, no es un concepto sino un sentimiento. Tiene
una vaga trama de fatalismo oriental que lo aproxima, más bien, al
pesimismo cristiano y místico de los eslavos. Pero no se confunde nunca
con esa neurastenia angustiada que conduce al suicidio a los lunáticos
personajes de Andreiev y Arzibachev. Se podría decir que así como no es
un concepto, tampoco es una neurosis.
Este pesimismo se presenta lleno de
ternura y caridad. Y es que no lo engendra un egocentrismo, un
narcisismo, desencantados y exasperados, como en casi todos los casos
del ciclo romántico. Vallejo siente todo el dolor humano. Su pena no es
personal. Su alma “está triste hasta la muerte” de la tristeza de todos
los hombres. Y de la tristeza de Dios. Porque para el poeta no sólo
existe la pena de los hombres.
En estos versos nos habla de la pena de Dios:
Siento a Dios que camina tan en mí,
con la tarde y con el mar.
Con él nos vamos juntos. Anochece.
Con él anochecemos, Orfandad…
Pero yo siento a Dios. Y hasta parece
que él me dicta no sé qué buen color.
Como un hospitalario, es bueno y triste;
mustia un dulce desdén de enamorado:
debe dolerle mucho el corazón.
Oh, Dios mío, recién a ti me llego,
hoy que amo tanto en esta tarde; hoy
que en la falsa balanza de unos senos,
mido y lloro una frágil Creación.
Y tú, cuál llorarás tú, enamorado
de tanto enorme seno girador
Yo te consagro Dios, porque amas tanto;
porque jamás sonríes; porque siempre
debe dolerte mucho el corazón.
Otros versos de Vallejo niegan esta
intuición de la divinidad. En “Los Dados Eternos” el poeta se dirige a
Dios con amargura rencorosa. “Tú que estuviste siempre bien, no sientes
nada de tu creación”. Pero el verdadero sentimiento del poeta, hecho
siempre de piedad y de amor, no es éste. Cuando su lirismo, exento de
toda coerción racionalista, fluye libre y generosamente, se expresa en
versos como éstos, los primeros que hace diez años me revelaron el genio
de Vallejo:
El suertero que grita “La de a mil”,
contiene no sé qué fondo de Dios.
Pasan todos los labios. El hastío
despunta en una arruga su yanó.
Pasa el suertero que atesora, acaso
nominal, como Dios,
entre panes tantálicos, humana
impotencia de amor.
Yo le miro al andrajo. Y él pudiera
darnos el corazón;
pero la suerte aquella que en sus manos
aporta, pregonando en alta voz,
como un pájaro cruel, irá a parar
adonde no lo sabe ni lo quiere
este bohemio Dios.
Y digo en este viernes tibio que anda
a cuestas bajo el sol:
¡por qué se habrá vestido de suertero
la voluntad de Dios!
“El poeta ‑escribe Orrego- habla
individualmente, particulariza el lenguaje, pero piensa, siente y ama
universalmente”. Este gran lírico, este gran subjetivo, se comporta como
un intérprete del universo, de la humanidad. Nada recuerda en su poesía
la queja egolátrica y narcisista del romanticismo. El romanticismo del
siglo XIX fue esencialmente individualista; el romanticismo del
novecientos es, encambio, espontánea y lógicamente socialista,
unanimista. Vallejo, desde este punto de vista, no sólo pertenece a su
raza, pertenece también a su siglo, a su evo (35).
Es tanta su piedad humana que a veces
se siente responsable de una parte del dolor de los hombres. Y entonces
se acusa a sí mismo. Lo asalta el temor, la congoja de estar también él,
robando a los demás:
Todos mis huesos son ajenos;
yo tal vez los robé!
Yo vine a darme lo que acaso estuvo
asignado para otro;
y pienso que, si no hubiera nacido,
otro pobre tomara este café!
Yo soy un mal ladrón… A dónde iré!
Y en esta hora fría, en que la tierra
trasciende a polvo humano y es tan triste,
quisiera yo tocar todas las puertas,
y suplicar a no sé quién, perdón,
y hacerle pedacitos de pan fresco
aquí, en el horno de mi corazón …!
La poesía de Los Heraldos Negros es así siempre. El alma de Vallejo se da entera al sufrimiento de los pobres.
Arriero, vas fabulosamente vidriado de sudor.
La Hacienda Menocucho
cobra mil sinsabores diarios por la vida.
Este arte señala el nacimiento de una
nueva sensibilidad. Es un arte nuevo, un arte rebelde, que rompe con la
tradición cortesana de una literatura de bufones y lacayos. Este
lenguaje es el de un poeta y un hombre. El gran poeta de Los Heraldos Negros y de Trilce
‑ese gran poeta que ha pasado ignorado y desconocido por las calles de
Lima tan propicias y rendidas a los laureles de los juglares de feria-
se presenta, en su arte, como un precursor del nuevo espíritu, de la
nueva conciencia.
Vallejo, en su poesía, es siempre un
alma ávida de infinito, sedienta de verdad. La creación en él es, al
mismo tiempo, inefablemente dolorosa y exultante. Este artista no aspira
sino a expresarse pura e inocentemente. Se despoja, por eso, de todo
ornamento retórico, se desviste de toda vanidad literaria. Llega a la
más austera, a la más humilde, a la más orgullosa sencillez en la forma.
Es un místico de la pobreza que se descalza para que sus pies conozcan
desnudos la dureza y la crueldad de su camino. He aquí lo que escribe a
Antenor Orrego después de haber publicado Trilce:
“El libro ha nacido en el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo
toda la responsabilidad de su estética. Hoy, y más que nunca quizás,
siento gravitar sobre mí, una hasta ahora desconocida obligación
sacratísima, de hombre y de artista: ¡la de ser libre! Si no he de ser
hoy libre, no lo seré jamás. Siento que gana
el arco de mi frente su más imperativa fuerza de heroicidad. Me doy en
la forma más libre que puedo y ésta es mi mayor cosecha artística. ¡Dios
sabe hasta dónde es cierta y verdadera mi libertad! ¡Dios sabe cuánto
he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en
libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado,
colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para que
mi pobre ánima viva!” Este es inconfundiblemente el acento de un
verdadero creador, de un auténtico artista. La confesión de su
sufrimiento es la mejor prueba de su grandeza.
XIX. BALANCE PROVISORIO
No he tenido en esta sumarísima
revisión de valores signos el propósito de hacer historia ni crónica. No
he tenido siquiera el propósito de hacer crítica, dentro del concepto
que limita la crítica al campo de la técnica literaria. Me he propuesto
esbozar los lineamientos o los rasgos esenciales de nuestra literatura.
He realizado un ensayo de interpretación de su espíritu; no de revisión
de sus valores ni de sus episodios. Mi trabajo pretende ser una teoría o
una tesis y no un análisis.
Esto explicará la prescindencia
deliberada de algunas obras que, con incontestable derecho a ser citadas
y tratadas en la crónica y en la crítica de nuestra literatura, carecen
de significación esencial en su proceso mismo. Esta significación, en
todas las literaturas, la dan dos cosas: el extraordinario valor
intrínseco de la obra o el valor histórico de su influencia. El artista
perdura realmente, en el espíritu de una literatura, o por su obra o por
su descendencia. De otro modo, perdura sólo en sus bibliotecas y en su
cronología. Y entonces puede tener mucho interés para la especulación de
eruditos y bibliógrafos; pero no tiene casi ningún interés para una
interpretación del sentido profundo de una literatura.
El estudio de la última generación,
que constituye un fenómeno en pleno movimiento, en actual desarrollo, no
puede aún ser efectuado con este mismo carácter de balance (43).
Precisamente en nombre del revisionismo de los nuevos se instaura el
proceso de la literatura nacional. En este proceso como es lógico, se
juzga el pasado; no se juzga el presente. Sólo sobre el pasado puede
decir ya esta generación su última palabra. Los nuevos, que pertenecen
más al porvenir que al presente, son en este proceso jueces, fiscales,
abogados, testigos. Todo, menos acusados. Sería prematuro y precario,
por otra parte, un cuadro de valores que pretendiese fijar lo que existe
en potencia o en crecimiento.
La nueva generación señala ante todo
la decadencia definitiva del “colonialismo”. El prestigio espiritual y
sentimental del Virreinato, celosa e interesadamente cultivado por sus
herederos y su clientela, tramonta para siempre con esta generación.
Este fenómeno literario e ideológico se presenta, naturalmente, como una
faz de un fenómeno mucho más vasto. La generación de Riva Agüero
realizó, en la política y en la literatura, la última tentativa por
salvar la Colonia. Mas, como es demasiado evidente, el llamado
“futurismo”, que no fue sino un neocivilismo, está liquidado política y
literariamente, por la fuga, la abdicación y la dispersión de sus
corifeos.
En la historia de nuestra literatura,
la Colonia termina ahora. El Perú, hasta esta generación, no se había
aún independizado de la Metrópoli. Algunos escritores, habían sembrado
ya los gérmenes de otras influencias. González Prada, hace cuarenta
años, desde la tribuna del Ateneo, invitando a la juventud intelectual
de entonces a la revuelta contra España, se definió como el precursor de
un período de influencias cosmopolitas. En este siglo el modernismo
ruben-dariano nos aportó, atenuado y contrastado por el colonialismo de
la generación “futurista”, algunos elementos de renovación estilística
que afrancesaron un poco el tono de nuestra literatura. Y, luego, la
insurrección “colónida” amotinó contra el academicismo español ‑solemne
pero precariamente restaurado en Lima con la instalación de una Academia
correspondiente‑, a la generación de 1915, la primera que escuchó de veras
la ya vieja admonición de González Prada. Pero todavía duraba lo
fundamental del colonialismo: el prestigio intelectual y sentimental del
Virreinato. Había decaído la antigua forma; pero no había decaído
igualmente el antiguo espíritu.
Hoy la ruptura es sustancial. El
“indigenismo”, como hemos visto, está extirpando, poco a poco, desde sus
raíces, al “colonialismo”. Y este impulso no procede exclusivamente de
la sierra. Valdelomar, Falcón, criollos, costeños, se cuentan –no
discutamos el acierto de sus tentativas‑, entre los que primero han
vuelto sus ojos a la raza. Nos vienen, de fuera, al mismo tiempo,
variadas influencias internacionales. Nuestra literatura ha entrado en
su período de cosmopolitismo. En Lima, este cosmopolitismo se traduce,
en la imitación entre otras cosas de no pocos corrosivos decadentismos
occidentales y en la adopción de anárquicas modas finiseculares. Pero,
bajo este flujo precario, un nuevo sentimiento, una nueva revelación se
anuncian. Por los caminos universales, ecuménicos, que tanto se nos reprocha, nos vamos acercando cada vez más a nosotros mismos.
REFERENCIAS
- Piero Gobetti, Opera Critica, parte prima,
p. 88. Gobetti insiste en varios pasajes de su obra en esta idea,
totalmente concorde con el dialecticismo marxista, que en modo absoluto excluye
esas síntesis a priori tan fácilmente acariciadas por el oportunismo
mental de los intelectuales. Trazando el perfil de Domenico Giuliotti,
compañero de Papini en la aventura intelectual del Dizionario dell’uomo salvatico,
escribe Gobetti: “A los individuos tocan las posiciones netas; la
conciliación, la transacción es obra de la historia tan sólo; es un
resultado” (Obra citada, p. 82). Y en el mismo libro, al final de unos
apuntes sobre la concepción griega de la vida, afirma: “El nuevo
criterio de la verdad es un trabajo en armonía con la responsabilidad de
cada uno. Estamos en el reino de la lucha (lucha de los hombres contra
los hombres, de las clases contra las clases, de los Estados contra los
Estados) porque solamente a través de la lucha se tiemplan fecundamente
las capacidades y cada uno, defendiendo con intransigencia su puesto,
colabora al proceso vital”. - Benedetto Croce, Nuovi Saggi di Estetica, ensayo sobre la crítica literaria como filosofía 205
a 207. El mismo volumen, descalificando con su lógica inexorable las
tendencias esteticistas e historicistas en la historiografía artística,
ha evidenciado que “la verdadera crítica de arte es ciertamente crítica
estética, pero no porque desdeñe la filosofía como la crítica
pseudoestética, sino porque obra como filosofía o concepción del arte; y
es crítica histórica, pero no porque se atenga a lo extrínseco del arte
como la crítica pseudohistórica, sino porque, después de haberse
valido de los datos históricos para la reproducción fantástica (y hasta
aquí no es todavía historia), obtenida ya la reproducción fantástica se
hace historia, determinando qué cosa es aquel hecho que ha reproducido
en su fantasía, esto es caracterizando el hecho merced al concepto y
estableciendo cuál es propiamente el hecho acontecido. De modo que las
dos tendencias que están en contraste en las direcciones inferiores de
la crítica, en la crítica coinciden; y ‘crítica histórica del arte’ y
‘crítica estética’ son lo mismo”.
- Aunque es un trabajo de su juventud, o precisamente por serlo, el Carácter de la Literatura del Perú Independiente
traduce viva y sinceramente el espíritu y el sentimiento de su autor.
Los posteriores trabajos de crítica literaria de Riva Agüero, no
rectifican fundamentalmente esta tesis. El Elogio del Inca Garcilaso por
la exaltación del genial criollo y de sus Comentarios Reales
podría haber sido el preludio de una nueva actitud. Pero en realidad,
ni una fuerte curiosidad de erudito por la historia inkaica, ni una
fervorosa tentativa de interpretación del paisaje serrano, han
disminuido en el espíritu de Riva Agüero la fidelidad a la Colonia. La
estada en España ha agitado, en la medida que todos saben, su fondo
conservador y virreinal. En un libro escrito en España, El Perú Histórico y Artístico. Influencia y Descendencia de los Montañeses en él
(Santander, 1921), manifiesta una consideración acentuada de la
sociedad inkaica; pero en esto no hay que ver sino prudencia y
ponderación de estudioso, en cuyos juicios pesa la opinión de Garcilaso y
de los cronistas más objetivos y cultos. Riva Agüero constata que:
“Cuando la Conquista, el régimen social del Perú entusiasmó a
observadores tan escrupulosos como Cieza de León y a hombres tan doctos
como el Licenciado Polo de Ondegardo, el Oidor Santillán, el jesuita
autor de la Relación Anónima
y el P. José de Acosta. Y, ¿quién sabe si en las veleidades
socializantes y de reglamentación agraria del ilustre Mariana y de Pedro
de Valencia (el discípulo de Arias Montano) no influiría, a más de la
tradición platónica, el dato contemporáneo de la organización incaica,
que tanto impresionó a cuantos la estudiaron?” No se exime Riva Agüero
de rectificaciones como la de su primitiva apreciación de Ollantay, reconociendo haber “exagerado mucho la inspiración castellana de la actual versión en una nota del ensayo sobre el Carácter de la Literatura del Perú Independiente y que, en vista de estudios últimos, si Ollantay,
sigue apareciendo como obra de un refundidor de la Colonia, “hay que
admitir que el plan, los procedimientos poéticos, todos los cantares y
muchos trozos son de tradición incaica, apenas levemente alterados por
el redactor”. Ninguna de estas leales comprobaciones de estudioso, anula
empero el propósito ni el criterio de la obra, cuyo tono general es el
de un recrudecido españolismo que, como homenaje a la metrópoli, tiende a
reivindicar el españolismo “arraigado” del Perú. - Discuto y critico preferentemente la
tesis de Riva Agüero porque la estimo la más representativa y dominante,
y el hecho de que a sus valoraciones se ciñan estudios posteriores,
deseosos de imparcialidad crítica y ajenos a sus motivos políticos, me
parece una razón más para reconocerle un carácter central y un poder
fecundador. Luis Alberto Sánchez, en el primer volumen de La Literatura Peruana, admite que García Calderón en Del Romanticismo al Modernismo,
dedicado a Riva Agüero, glosa, en verdad el libro de éste; y aunque
años más tarde se documentara mejor para escribir su síntesis de La Literatura Peruana, no aumenta muchos datos a los ya apuntados por su amigo y compañero, el autor de La Historia en el Perú, ni adopta una orientación nueva, ni acude a la fuente popular indispensable. - Francesco de Sanctis, Teoria e Storia della Letteratura, vol. 1, p. 186. Ya que he citado los Nuovi Saggi di Estetica
de Croce, no debo dejar de recordar que, reprobando las preocupaciones
excesivamente nacionalista y modernista, respectivamente, de las
historias literarias de Adolfo Bartels y Ricardo Mauricio Meyer,
Croce sostiene: “que no es verdad que los poetas y los otros artistas
sean expresión de la conciencia nacional, de la raza, de la estirpe, de
la clase, o de cualquier otra cosa símil”. La reacción de Croce contra
el desorbitado nacionalismo de la historiografía literaria del siglo
diecinueve, al cual sin embargo escapan obras como la de George Brandes,
espécimen extraordinario de buen europeo, es extremada y excesiva como
toda reacción; pero responde, en el universalismo vigilante y generoso
de Croce, a la necesidad de resistir a las exageraciones de la imitación
de los imperiales modelos germanos. - Véase en Amauta Nos. 12 y 14 las noticias y comentarios de Gabriel Collazos y José Gabriel
Cosio sobre la comedia quechua de Inocencio Mamani, a cuya gestación no
es probablemente extraño el ascendiente fecundador de Gamaliel Churata.
(…)
- Antenor Orrego, Panoramas, ensayo sobre César Vallejo.
- Orrego, ob. citada.
- Jorge Basadre juzga que en Trilce, Vallejo emplea una nueva técnica, pero que sus motivos
continúan siendo románticos. Pero la más alquitarada “nueva poesía”, en
la medida en que extrema su subjetivismo, también es romántica, como
observo a propósito de Hidalgo. En Vallejo, hay ciertamente mucho de
viejo romanticismo y decadentismo hasta Trilce, pero el mérito de su
poesía se valora por los grados en que supera y trasciende esos
residuos. Además, convendría entenderse previamente sobre el término
romanticismo.
(…)
- Reconozco, además, la ausencia en
este ensayo de algunos contemporáneos mayores, cuya obra debe aún ser
estimada más o menos susceptible de evolución o continuación. Mi
estudio, lo repito, no está concluido.
Ilustración Portada: Carlín