Por Juan Pablo Cárdenas S. | Resumen Latinoamerican, 23 de abril 2020
Diecisiete años bajo una dictadura y
otros treinta viviendo bajo la Constitución autoritaria y muchas normas
derivadas de un régimen muy poco democrático y libertario han inducido a
muchos chilenos a obedecer sin remilgos lo dispuesto por las
autoridades. En América Latina se nos destaca como uno de los pueblos
más disciplinados quizás por la forma en la que aquí se obedece casi sin
chistar todo lo que se les ordena. Los gobernantes se creen con fuero
para hacer realmente lo que se les antoje, a pesar de resultar elegidos
por un sistema electoral altamente cuestionado y con la cada vez más
mínima participación ciudadana. Incluso se creen facultados para
contrariar abiertamente lo prometido por ellos mismos a los ciudadanos.
Antes que Piñera, el presidente
Ricardo Lagos incluso anotó el derecho que le asistía incumplir sus
promesas y compromisos políticos si el bien del país así lo requería,
tal como ahora conmina a la oposición a obedecer irrestrictamente al
actual mandatario. Por cierto, siempre para estos y otros tantos
políticos lo que le conviene a los chilenos es lo que ellos discurren.
De allí que sean muchas más las coincidencias que las diferencias lo que
caracteriza a todos los sucesores de Pinochet. En este tiempo, podría
decirse que los disensos más bien se han producido al interior del
oficialismo respecto de cómo encarar la pandemia. La que se autodenomina
oposición ha sido condescendiente con todo lo que las autoridades
políticas y sanitarias disponen.
Felizmente, antes de la crisis
sanitaria, se contaron por millones los chilenos que despertaron en un
verdadero Estallido Social, firmemente dispuestos a desafiar a las
autoridades y demandar, incluso, el desalojo de los moradores de La
Moneda y el Poder Legislativo. El sentido común, sin embargo, nos llevó a
todos a suspender las acuciantes y crecientes demandas de justicia y
democracia, lo que le permitió al Gobierno y a los parlamentarios
salvarse de ser arrollados por la desobediencia civil y la protesta,
aunque en la promesa de reactivarnos para cumplir con el Plebiscito
pendiente que pondrá fin a la Carta Magna e inaugurará una verdadera
asamblea constituyente. Y con ello la implementación de medidas urgentes
para mitigar las profundas desigualdades, frenar la corrupción e ir
demoliendo todas las leyes e instituciones que han abusado
sistemáticamente de la población. Especialmente las que tienen que ver
con la previsión social, la salud y el crédito, donde la colusión, el
enriquecimiento ilícito y el cohecho se hicieron habituales.
Extralimitados en sus funciones, un
esmirriado Piñera, sus ministros y la podredumbre general de nuestros
legisladores han vuelto a levantar cabeza y se reinstalaron en los
grandes medios de comunicación bajo la excusa del Coronavirus. Desde
donde nos interpelan y nos exigen de un cuanto hay. Exhibiendo sus
continuas querellas, evidenciando su ignorancia y oportunismo, tratando
de encantar a la prensa más ignorante y servil, como darse el lujo de
asumir su displicencia y desprecio por todo lo que el mundo y nuestros
vecinos hacen para enfrentar la catástrofe sanitaria. Personajes ya
desaparecidos de la arena política se han convertido en panelistas y
opinólogos majaderamente recurrentes de los canales de televisión,
suponiendo que al cese de la pandemia van a recuperar credibilidad y
posibilidades de recuperar sus cargos públicos.
Los chilenos están a la deriva y
hasta mendigantes de los bonos que las autoridades se obligan a repartir
para retenerlos el mayor tiempo posible en sus casas. Así sea en las
poblaciones hacinadas de pobres donde el contagio del actual virus, el
hambre y otras enfermedades pueden ser más incontrolables y elevarse
exponencialmente. Incluso dentro de los hogares de ancianos donde la
asistencia ha sido cada vez más precaria con la idea defendida por la
propia prensa de que a la tercera edad no vale la pena otorgarle tantos
recursos. Lo cual ha llevado a algunos a renunciar a sus cuidados
sanitarios en favor de las nuevas generaciones. Esto es, de los que
pueden servir mejor a la economía con su mano de obra. Tal como lo
concibió en su momento el fascismo.
Da la impresión que más que “aplanar” la curva de infectados, lo que se busca actualmente es aplanar el descontento social.
Como es su costumbre, las autoridades
chilenas arman mesas de diálogo y consejos asesores a los que muy poco
toman en cuenta, cuando los ministros y el propio Jefe de Estado adoptan
decisiones sin consultar a los trabajadores públicos, el magisterio, el
Colegio Médico, los alcaldes, universidades y tantos especialistas e
instancias sociales mucho más competentes que ellos, los que ofician de
profesionales de la política. Ha sido patético en estos meses el
desencuentro de La Moneda con los propios ediles, los gremios y los
sindicatos, mientras los empresarios y los banqueros no tienen obstáculo
alguno para golpear las mesas de los poderes del Estado y requerirles
millonarios fondos para seguir lucrando en tiempos de crisis. Al grado
que la poderosa cadena de Farmacias Ahumada, en su histórica
desfachatez, anuncia suprimir el pago de los arriendos de sus
establecimientos afectados por la disminución de sus clientes y ventas,
como dicen. A todas luces algo completamente absurdo cuando todos
podemos comprobar cómo el temor a la pandemia y al invierno que se
avecina golpean las puertas de los consorcios y laboratorios del rubro.
El miedo bien explotado por los
medios de comunicación, el pavor a perder sus empleos, la necesidad de
cubrir sus demandas esenciales ha tenido paralogizado a los chilenos, lo
que se expresa en las enormes y peligrosas filas para recibir el bono
de cesantía, acceder a los bancos para renegociar sus deudas y contraer
otras. Después de que el Gobierno le ha depositado ingentes recursos y
otorgado el aval del Estado a las instituciones financieras a fin de que
puedan darle continuidad al negocio de la usura. Práctica que se ha
convertido en el motor del capitalismo salvaje.
Pero como ha ocurrido en toda la
historia, el miedo y el engaño no son eternos y los pueblos aprenden a
liberarse de sus terrores y exigir sus derechos conculcados. Y, por
supuesto, lo hace rebelándose, desobedeciendo las instrucciones de sus
abusadores, actitud que siempre ha sido legitimada por los más
auténticos referentes morales y religiosos. Así como en el pasado se
alentó la desobediencia civil contra las dictaduras, el colonialismo y
se consideró legítimo el derecho a no enrolarse en las FFAA y las
guerras, además del derecho a irrumpir en los espacios públicos para
reclamar justicia e interrumpir con huelgas y otras acciones lo que hoy
llaman normalidad. Es decir, aquel “estado de derecho” que más sirve a
mantener la impunidad de las autoridades, que proteger los derechos de
la población..
De nuevo, la protesta empieza
lentamente a encender a las poblaciones más pobres y ya llegó hasta la
Plaza de la Dignidad un primer piquete de manifestantes. Imaginamos que
ahora los trabajadores van a demostrarse renuentes a volver al trabajo
donde todavía persista el riesgo a contraer el coronavirus. Lo propio
debiera suceder con los estudiantes y profesores, las pymes y el
comercio, si se antepone a la salud del pueblo el crecimiento de la
economía. Especialmente cuando ella discrimina, condena a los
trabajadores y pensionados y persigue, sobre todas las cosas, garantizar
las utilidades de los grandes empresarios. Como ha estado sucediendo
con los escandalosos dividendos que se han repartido en estos días
algunos directorios, los abultados sueldos que mantienen los miembros
del gobierno y del Parlamento. Y los aviones, barcos, tanques,
estipendios y los pertrechos militares que se les destinan a la llamada
Defensa Nacional.
Por último, lo bueno de todo esto es
que pese a los bonos y dádivas gubernamentales, el país sabe que las
autoridades no han tocado todavía un peso de los multimillonarios fondos
a resguardo en el extranjero. Es decir, nada de esos 20 mil millones de
dólares que algunos calculan que se ha acumulado. Por lo que después de
la pandemia a nadie se le vaya a ocurrir excusarse en que somos un país
pobre, que no puede repartir con justicia su riqueza. Con lo que
desobedecer y exigir justicia retributiva estarán a la orden del día.