Por Jun Fujita Hirose, Resumen Latinoamericano*, 18 abril 2020.-
El 7 de abril, Shinzo Abe, el primer ministro japonés, declaró un “estado de emergencia”, que da a las autoridades locales de Tokio y de otras seis prefecturas centrales del país los poderes legales para tomar medidas restrictivas para detener la propagación del coronavirus. Sin embargo este “estado de emergencia” japonés es formalmente muy distinto de las medidas aplicadas en otros países con semejantes denominaciones. La medida japonesa permite a las autoridades locales hacer sólo “peticiones” a la población (ciudadanos, empresas, instituciones) sin dotarse de poder coactivo que sancione o penalice a quienes no las respeten. Se trata del ejercicio más simple del “poder” tal como fue definido por Michel Foucault: “acción sobre otras acciones”, “conducta de las conductas”.
¿Por qué el gobierno japonés se contenta con esta forma de conducta pura? ¿Porque se trata de una de las poblaciones más disciplinadas del mundo? ¿Porque los japoneses son “buenos sujetos”? No. Después del 7 de abril, en las regiones puestas bajo el estado de emergencia, si bien es cierto que todas las instituciones educativas y culturales fueron cerradas y que muchas empresas implementaron el teletrabajo con sus empleados, la gran mayoría de tiendas y restaurantes permanecen, al contrario, siempre abiertas, y mucha gente sigue saliendo a la calle en familia o con amigos, sin “distanciamiento social”. Los japoneses no son sujetos tan obedientes, y ciertamente lo sabe perfectamente el gobierno japonés.
Si así es, ¿por qué el gobierno de Shinzo Abe eligió una medida en que se transparenta la máxima foucaultiana: “el poder se ejerce únicamente sobre los sujetos libres y sólo en la medida en que son libres”? ¿Por qué no tomó una medida más fuerte? Porque le costaría mucho. En un contexto democrático como el del Japón actual, un gobierno no podría tomar una medida coactiva sin indemnizar a quienes sufren daños económicos causados por ella. Tal contrapartida es la que el gobierno japonés no quiere pagar en absoluto. Es cierto que el estado de emergencia japonés se acompaña de un paquete de medidas económicas (valorado en 911.000 millones de euros, equivalente al 20 % del PIB japonés), sin embargo estas medidas no tienen carácter indemnizatorio sino de “agradecimiento” a quienes acceden a las “peticiones”: “Te pido que te quedes en tu casa.” –“De acuerdo.” –“Muy amable. Te doy esto en señal de agradecimiento.” El estado de emergencia japonés no es contractual sino puramente incitativo, y un cálculo elemental le da cuenta al gobierno de Abe de que un contrato social sería mucho más costoso que una simple sugerencia.
El gobierno japonés sabe que su medida no podrá frenar la propagación del virus. Quizá sea uno de los raros gobiernos que siguen contando con la “inmunidad de rebaño” en este momento actual (a mediados de abril). Pero sabe también que el número de muertos necesarios para llegar a la inmunidad colectiva bajo un sistema hospitalario neoliberal como el japonés actual podría suscitar en la población una indignación bastante grande. Esta indignación popular, ¿no constituiría un coste político indeseable para el Partido liberal democrático en el poder en coalición con el Komeito? No. Le aportaría al contrario un beneficio enorme si se la pudiere dirigir hacia la actual Constitución japonesa. En la declaración del 7 de abril, Abe insitió en el hecho de que el “estado de emergencia” japonés no es un “lockdown” (toque de queda) y que no lo puede ser bajo la Constitución actual del país. Es decir que es la Constitución la que haría caer a muchas personas bajo la epidemia del Covid-19, impidiendo al gobierno tomar las medidas necesarias para proteger a la población. La promulgación de una nueva Constitución “propiamente japonesa” es el anhelo supremo de Shinzo Abe y de su banda fascista del PLD, quienes tienen odio a la Constitución de 1946 “impuesta por los izquierdistas norteamericanos de la época [i.e. los new-dealers]”.
De hecho, desde la llegada al poder en 2013, el gobierno de Abe tenía en su agenda una reforma constitucional (del artículo 9, que prohibe al Estado japonés dotarse de fuezas armadas) como el primer paso hacia su norte. Según su cálculo inicial, la celebración de las olimpiadas en Tokio en julio y agosto de 2020 debería anunciar a la sociedad internacional la aurora de una “nueva era” de la nación japonesa, que habría retomado su Constitución en su propia mano y habría vencido a la bestia nuclear de Fukushima al mismo tiempo: ¡Gloria a Shinzo Abe, el mayor líder del Japón de la postguerra! Y es por eso por lo que Tokyo 2020 es tan querido por el primer ministro y su gobierno, y que su batalla contra el coronavirus durante los primeros dos meses (de enero a marzo) consistió en subestimar adrede su efecto en el territorio japonés para representar éste como zona milagrosamente corona free, sanitariamente siempre lista para acoger el evento mundial.
El 24 de marzo, bajo la presión externa, el gobierno japonés se decidió a aplazar las olimpiadas por un año, aceptando la situación real de la pandemia en el país. Esto lo obligó a cambiar su cálculo: el pospuesto Tokyo 2020 se celebrará ahora como evento “testimonial de la victoria de la humanidad sobre el nuevo coronavirus”, además de la doble victoria de la nación japonesa sobre su Constitución “izquierdizada” y la radioactividad, y el propio Abe ya no será sólo el mayor líder de la nación japonesa sino el de toda la humanidad. Y es según este nuevo cálculo según el que el gobierno japonés declaró el estado de emergencia el 7 de abril.
La fecha del 24 de marzo es particularmente importante en la medida en que marca un giro epistemológico y estratégico radical en el cálculo del gobierno japonés con respecto al coronavirus. Como todas las máquinas de guerra, esta máquina de guerra viral “es exterior al aparato de Estado” (Deleuze y Guattari), y se mueve identificándose con los movimientos de desterritorialización absoluta de la Tierra. Y esta exterioridad apareció primero como una pura amenaza para el gobierno de Abe, que desarrollaría durante los primeros dos meses una política óptica, ilusionista, consistente en encubrir al máximo su efecto físico en el interior del Japón. De ahí se formó en el lado opuesto una alianza clandestina de la población con el virus contra el gobierno y su operación denegatoria. Pero, a partir del 24 de marzo, es el propio gobierno el que se puso a apropiarse de esta máquina de guerra viral para llevar a cabo una guerra física y metafísica contra la población. La que fue declarada el 7 de abril, de hecho, no es sino esta guerra civil para imponer a la población japonesa una Constitución fascista, una exposición permanente a la radioactividad y una megafiesta destructiva del capital.
¿Cómo se puede combatir contra este gobierno nocivo? La oportunidad coyuntural reside en la “exterioridad” fundamental de la máquina de guerra viral actualmente presente. Tenemos que aliarnos siempre más estrechamente con los movimientos virales que no dejan de desbordar todas las instrumentalizaciones por parte del aparato de Estado. Es en nuestro devenir-virus en el que el corona deviene en virus político, revolucionario. Si tal doble devenir fue capaz de hacer aplazar Tokyo 2020, ciertamente será capaz también de empujarlo a su anulación definitiva y de derribar el gobierno fascista neoliberal de Shinzo Abe.
Tokio, 13 de abril de 2020.
*Fuente: Lobo Suelto