Por Atilio A. Boron, Resumen Latinoamericano, 22 abril 2020
Vladimir Illich Ulianov nació en un día como hoy, de 1870, en Simbirsk, Rusia. Fue el fundador del Partido Comunista Ruso (Bolchevique), el líder indiscutido de la primera insurrección obrero-campesina triunfante a escala nacional en la historia de la humanidad: la Revolución de Octubre en Rusia (que llevó a su término lo que la heroica Comuna de París no pudo hacer) y arquitecto y constructor del Estado Soviético. Como si lo anterior no bastase fue también un notable intelectual, autor de numerosos y medulares escritos sobre temas tan variados como filosofía, teoría económica, ciencia política, sociología y relaciones internacionales.[1] “Práctico de la teoría y teórico de la práctica” según la brillante definición que de él propusiera György Lukács, Lenin introdujo tres aportaciones decisivas a la renovación de una teoría viviente, el marxismo, que siempre la entendió como una “guía para la acción” y no como un dogma o un conjunto esclerotizado de preceptos abstractos. Gracias a Lenin los cimientos teóricos establecidos por Karl Marx y Friedrich Engels se enriquecieron con una teoría del imperialismo que arrojaba luz sobre los desarrollos más recientes del capitalismo en la primera década del siglo veinte; con una concepción acerca de la estrategia y táctica de la conquista del poder o, dicho en otros términos, con una renovada teoría de la revolución basada en la alianza “obrero-campesina” y el papel de los intelectuales; y con sus distintas teorizaciones sobre el partido político y sus tareas en distintos momentos de la lucha social. Una herencia teórica extraordinaria, como brota de la precedente enumeración.
En este breve recordatorio del nacimiento de un personaje excepcional como el que nos ocupa quisiera llamar la atención sobre una de esas tres aportaciones: la cuestión del partido. En efecto, preocupa la nociva persistencia de un lugar común ‑y profundamente erróneo- consistente en hablar de “la teoría” del partido en Lenin como si éste hubiera forjado una, absolutamente imperturbable ante los cambios y los desafíos del proceso histórico. Como lo hemos demostrado en nuestro estudio introductorio en una nueva edición del ¿Qué Hacer? Lenin modificó su concepción del partido en correspondencia con las variaciones en las condiciones que caracterizaban los distintos momentos del desarrollo de la lucha revolucionaria en Rusia.[2] Es una obviedad subrayar que su sensibilidad histórica y teórica era incompatible con cualquier dogmatismo, lo que hizo que tomara rápidamente nota de las enseñanzas que dejara la revolución de 1905 y el marginal papel que en ella jugara la organización política a la que pertenecía, el Partido Obrero Social Demócrata de Rusia. Su reflexión autocrítica se volcó en el prólogo a un frustrado libro –iba a llamarse En Doce Años – que recopilaría los libros y artículos que escribiera entre 1895 y 1907. Pese a la módica liberalización que el zarismo había consentido luego del ensayo revolucionario de 1905 y la derrota que las tropas del zar habían sufrido en la guerra ruso-japonesa, lo cierto es que aquellos materiales fueron confiscados por la censura y nunca vieron la luz pública. No obstante, el prólogo quedó a salvo y deja importantes claves para comprender la evolución del pensamiento de Lenin.[3] En esa reflexión de 1907 Lenin explica que el modelo de partido propuesto en el ¿Qué Hacer? se explicaba por las durísimas condiciones impuestas por la lucha clandestina contra el zarismo y su impresionante aparato represivo. Ahora bien, una vez triunfante la Revolución de 1905 Lenin modifica su concepción del partido ‑que sigue siendo revolucionario pero que ya no debe actuar en la clandestinidad- y se acerca a una postura en cierto sentido similar a la de la socialdemocracia alemana (recordar que Lenin recién repudia la teorización de Karl Kautsky en 1909) que, en ese momento, era el “partido guía” de la Segunda Internacional. Dado que el partido no es una entelequia que sobrevuela las contingencias y los azares de la historia el cambio en la correlación de fuerzas entre el zarismo y las fuerzas sociales de la revolución, amén de las mutaciones operadas en el marco institucional en el que se daba la lucha política- modificaron profundamente la visión de Lenin sobre el carácter del partido, su estructura organizativa, sus tácticas y su actividad organizativa en las nuevas circunstancias históricas. La lucha por la revolución, sobre la cual Lenin jamás hizo ninguna concesión, debía apelar a un nuevo formato partidario. Y lo hizo.
No obstante, el triunfo de la revolución en Febrero de 1917 precipitó la gestación de una tercera teorización en donde la centralidad del partido en la vanguardia del proceso revolucionario fue desplazada por el arrollador protagonismo de los soviets. Con su proverbial sagacidad Lenin advirtió esta mutación, una suerte de revolución copernicana en la esfera de la política, antes que ningún otro dirigente del partido Bolchevique y la dejó impresa para la historia en su asombrosa (y para muchos camaradas, escandalosa) consigna de “¡Todo el poder a los Soviets!” Esto significó, en los hechos, una extraordinaria revalorización del poderío insurreccional de estas inéditas formaciones políticas y un cierto –y transitorio- relegamiento del partido en la “fase más caliente” de la conquista del poder, antes y poco después del triunfo de Octubre. Como veremos más abajo de ninguna manera podría argüirse que Lenin había devaluado definitivamente la importancia del partido. Pero fino observador como era no podía dejar de corroborar su transitorio eclipse en el horno incandescente de la revolución, donde la arrolladora potencia plebeya de los soviets y su condición de actores imprescindibles a la hora de lograr el triunfo definitivo de la revolución eran incuestionables. La historia se encargó de demostrar que aquella sorprendente consigna, tan discutida en su tiempo por sus propios camaradas bolcheviques, a la larga demostró ser acertada pues en el complejísimo tránsito entre la revolución democrático-burguesa de Febrero y la consumación de la revolución socialista de Octubre, el protagonismo excluyente recayó sobre los soviets y no sobre el partido. Lenin fue uno de los muy pocos que supo comprender este cambio y, también, en darse cuenta que este desplazamiento estaba lejos de ser definitivo y que más pronto que tarde el partido volvería a ocupar un lugar de preponderancia en las luchas políticas. Cosa que efectivamente ocurrió.
En efecto, la estabilización del poder soviético y los enormes desafíos de la construcción del socialismo ‑en un país devastado por la Primera Guerra Mundial y por la guerra civil declarada por la aristocracia terrateniente, los capitalistas y sus aliados en los gobiernos europeos- dio lugar al nacimiento de una nueva teorización sobre el partido, la cuarta. En esta nueva concepción el partido revolucionario es redefinido (y permítaseme abusar de un didáctico anacronismo) “en clave gramsciana”; es decir, el partido como el gran organizador de la dirección intelectual y moral de la revolución, como educador y concientizador de las masas y especialmente de la juventud; como el forjador de una nueva conciencia civilizatoria e instrumento imprescindible para asegurar la perdurabilidad del triunfo revolucionario. Los últimos escritos de su vida, ya consolidada la victoria de las masas obreras y campesinas rusas, marcan precisamente ese retorno del partido al centro de la escena política, resaltando su centralidad estratégica ante la inmensa tarea de dar comienzo a la construcción de la nueva sociedad comunista y de una nueva estatalidad revolucionaria que, inspirada en las enseñanzas de la Comuna de París, no debía ser remedo del estado capitalista. Y eso no sólo en el plano nacional: la creación de la Internacional Comunista en 1919 proyectó sobre el escenario mundial el papel del partido en momentos en que parecía que el capitalismo se enfrentaba a un callejón sin salida y que el triunfo de la revolución proletaria mundial parecía inminente.
Concluyo esta breve reflexión diciendo que la habitual caracterización del revolucionario ruso como un atento lector y discípulo de Marx no le hace justicia a la inmensidad de su legado. Como constructor del primer estado obrero mundial, uno de cuyos más perdurables logros civilizatorios fue su decisiva contribución a la derrota del nazismo, y como refinado pensador que aportó valiosos y necesarios desarrollos al corpus teórico del marxismo la obra de Lenin alcanza una estatura teórica que no pasó desapercibida para un atento observador de la derecha. Hablamos, claro está, de Samuel P. Huntington, quien en uno de sus más importantes libros sentencia que “Lenin no fue el discípulo de Marx; más bien, éste fue el precursor de aquél. Lenin convirtió al marxismo en una teoría política,”[4] Tesis que sin duda debe ser tomada con pinzas y abre numerosas e inquietantes preguntas, pero que contiene algunos elementos de verdad que no pueden ser simplemente desdeñados. Y hoy, cuando se cumplen 150 años del nacimiento de Lenin, el desafío que nos propone la heterodoxa tesis del estadounidense es una buena ocasión para invitar a la militancia anticapitalista a retomar el estudio de la vasta producción teórica del fundador de la Unión Soviética.