por Norberto Bacher, Resumen Latinoamericano,18 mayo 2020
El pasado domingo 3 Venezuela
volvió a ser noticia para las grandes cadenas mediáticas que
modelan la opinión pública. Acababa de frustrarse un nuevo intento
de ataque militar contra el gobierno de Maduro. Esta vez
protagonizado por un grupo paramilitar de la derecha, armado y
entrenado en la vecina Colombia, que intentó establecer una suerte
de cabecera insurreccional desembarcando en las playas de La Guaira,
cercanas a Caracas.
Llamativamente, desde la eclosión
de la pandemia viral, las ciudades venezolanas habían desaparecido
de las pantallas televisivas. Mostraban los cadáveres abandonados en
las calles de Guayaquil o los camiones frigoríficos transformados en
morgues sustitutas en Nueva York. El inocultable horror igualó
circunstancialmente al capitalismo arrodillado con el capitalismo
dominante. Con un cinismo, que además se cree ingenioso, los
comentaristas de esa prensa canalla contarían después que “el
virus es democrático” porque nadie está a salvo.
Tampoco se mostraron imágenes de la
extendida frontera colombo- venezolana, ni siquiera la del puente
que las une en Cúcuta, por donde están regresando a su país miles
de migrantes venezolanos desencantados, que hace poco las cruzaron en
sentido inverso, buscando en las economías de libre mercado de los
países vecinos la estabilidad económica que ya no puede
garantizarles el estatismo de la denostada “dictadura” chavista.
Debe recordarse que hace apenas
quince meses atrás, mediante la cobertura de esas cadenas
internacionales, la atención pública mundial se focalizó en ese
mismo puente, como parte de una mega operación montada por el
imperialismo yanqui. Supuestamente se iniciaba “una ruta” que
debía culminar ese mismo año con el derrumbe del gobierno de
Maduro, reelecto en mayo de 2018 y desconocido por la bancada
derechista de la Asamblea Nacional, que unos días antes había
avalado la autoproclamación de uno de sus miembros menos relevantes
para sustituir al líder bolivariano en la presidencia de la
República.
Hoy nadie se acuerda de aquella
provocación que se pretendió presentar con tintes épicos y de
cruzada libertadora. El ignoto diputado derechista que la encabezó
es un cadáver político y la bancada opositora, que se sumó a esos
planes, está fracturada.
Sólo queda en pie la larga obsesión
y obstinación del imperialismo yanqui, asumida con mayor agresividad
por el gobierno de Trump, para liquidar a la Revolución Bolivariana.
Entre aquella operación iniciada en febrero de 2019 y el reciente
intento invasivo hay un claro nexo estratégico de derrocamiento del
gobierno de Maduro y aplastamiento del proceso bolivariano, que tiene
varios brazos ejecutores, pero una dirección de mando única,
política, militar y logística, en Washington.
Sus planificadores se han
convencido, a través de los fracasos de este tiempo, que para lograr
este objetivo final no les alcanza con entusiasmar por unas semanas a
la base social antichavista con las falsas promesas de un mal
comediante, actuando de “presidente virtual”, sin territorio ni
mando. Comprobaron que tampoco es tan sencillo soliviantar contra el
gobierno a las bases populares del chavismo, civiles o militares, a
pesar de las serias dificultades cotidianas que atraviesa la
población.
Por eso en los últimos años
acentuaron el cerco mediante las sanciones económicas, el secuestro
de bienes que el Estado venezolano tiene en el exterior y – lo
más grave – la reciente opción por una acción bélica
desembozada, como lo muestra el desplazamiento, hace pocas semanas,
hacia aguas caribeñas de una poderosa flota, con el pretexto de
combatir a un “narcoestado”,
a lo que se suma el episodio de días pasados.
VIRUS Y ESTADO
Sin distingo de geografías el virus
es una nueva amenaza. Su potencial infectivo, su mecanismo expansivo
y el grado de letalidad es el mismo en cualquier lugar. Sin recursos
medicamentosos para neutralizarlo o combatirlo la terapéutica casi
excluyente se reduce al “remedio social” del confinamiento
individual o de familias.
Un “remedio” que, justamente por
ser social, no todas los países están en igual capacidad y
disposición de aplicar. Porque depende tanto de las decisiones que
se adoptan en la cúpula de la sociedad, desde el Estado, como de la
capacidad de respuesta cultural y organizativa que existe en sus
bases, en todo el entramado social.
En esta crisis sanitaria mundial se
han visto todo un arco de políticas gubernamentales en cuanto a la
imposición del confinamiento social. Decisiones, que en gran medida,
estuvieron supeditadas a la mayor o menor subordinación de cada
gobierno a las presiones de los grupos económicos, que bajo ninguna
circunstancia son proclives a podar sus ganancias.
En las estadísticas de contagios y
letalidad del virus están las huellas de esas decisiones políticas.
Para desencanto y disgusto de muchos “analistas especializados”
de las cadenas mediáticas, las que muestra Venezuela en esta
emergencia la ubican muy por debajo de las que están a la cabeza en
la región y a años luz de los datos catastróficos de las grandes
economías capitalistas. Un resultado que, además, sería imposible
de lograr en una sociedad azotada por una “crisis humanitaria”,
como interesadamente se difundió en los últimos años, con la clara
intención de justificar los sucesivos intentos de derrocamiento del
gobierno.
Sin embargo las cifras no explican
las causas. Es precisamente en los dos niveles señalados, el del
Estado y el de la organización social, donde deben buscarse las
ventajas que muestra la Venezuela bolivariana para enfrentar la
pandemia, a pesar del casi constante asedio imperialista en estos
veinte años. Por necesidad de enfrentar a un enemigo visible y
previsible, ahora está en mejores condiciones para contener la
amenaza inesperada e imprevisible.
Las ventajas acumuladas son notorias
en ambos planos. La mayor autonomía frente a los intereses del
capital está en los orígenes del proceso bolivariano, porque no
nació patrocinado por ninguna de sus fracciones, aunque en un
principio se propuso la imposible tarea de humanizarlo. Por tanto el
gobierno no tuvo ninguna vacilación para imponer la cuarentena,
anticipándose a la detección del virus en su territorio, cuando se
comprobó que la propagación en los países vecinos era exponencial.
Una decisión política cuyo costo es la parálisis económica y el
aumento de las tensiones sociales que se generan cuando los intereses
generales – el “bien
común” social, en este
caso el de la salud – tienen prioridad sobre los múltiples
intereses particulares y sectoriales, que se ven afectados.
Obviamente el primero con el que colisiona es con el “del mercado”,
es decir el del capital en todas sus expresiones, porque afectan sus
ganancias. Una confrontación que no espanta al chavismo ni es nueva
en su historia.
También forma parte de esa
historia del chavismo el impulso a la organización social, que se
acrecentó por la necesidad de contrarrestar el daño causado por
una “guerra económica”, no buscada ni deseada y ahora son
instrumentos eficientes para amortiguar las dificultades generadas
por la cuarentena. Entre los mismos debe resaltarse el desarrollo de
una amplia trama de organizaciones de las bases populares, que en
estos años azarosos se afianzaron en la tarea central de
distribución de alimentos subsidiados, los Comités Locales de
Abastecimiento y Producción (CLAP), vinculados directamente al
aparato estatal; aquellas que reflejan distintos niveles de
auto-organización social, tanto para las tareas comunitarias como
para la producción, como los Consejos comunales y las Comunas y
también las organización política de las bases del PSUV, más
vinculadas a la movilización popular, con amplia cobertura
territorial, por municipio y por parroquia, además de un sinnúmero
de “colectivos”, que expresan la pluralidad de vertientes que
sostienen al proceso bolivariano. En anteriores ocasiones la acción
conjunta de estas organizaciones de base con el sistema sanitario no
tradicional creado por la Revolución, Barrio Adentro, obtuvo muy
buenos resultados. Puede esperarse que en esta situación se logre
igual eficacia.
La expansión viral también deja
entre sus víctimas al mito neoliberal – levantado como una verdad
revelada e incuestionable – que la supuesta ineficiencia de los
Estados justifica achicar sus esferas de acción al mínimo, entre
ellas las de salud. El mal desempeño mostrado en la actual
emergencia por los Estados que aplicaron a rajatabla esas políticas
abrió, para disgusto de la derecha más reaccionaria, un debate
amplio sobre el tema.
Pero reducir el debate a “más o
menos Estado”, o sea hacia que sectores se redistribuye el
presupuesto fiscal y en qué monto, es esquivarle al problema
central: el tipo de Estado que necesita la sociedad y a que intereses
responde.
Para los socialistas la respuesta es
precisa. Si se pretende un Estado que responda al interés general y
promueva el “bien común”
de la sociedad, es decir para todos, no sólo para los sectores con
capacidad dineraria, no puede ser un Estado supeditado a garantizar
las ganancias del capital, para redistribuirlas, mejor o peor. Para
concretar ese “bien
común” necesariamente
habrá que transitar de las actuales sociedades de la desigualdad
creciente a una de igualdad social, que sólo es concebible y
realizable en una sociedad sin clases explotadoras. Ambos aspectos
son inseparables e imprescindibles.
Chávez lo decía así:”
para acabar con la pobreza hay que darle Poder a los pobres”.
EL PRETEXTO IMPERIALISTA
La convivencia entre el proceso
bolivariano y los intereses del imperialismo yanqui en el país y en
la región nunca fue apacible. Por el contrario, la hostilidad de los
distintos gobiernos de EE.UU. se manifestó por acciones que van
desde innumerables actos de intromisión en la política interna
venezolana hasta el abierto apoyo a golpes fracasados. Con Maduro en
la presidencia, desde 2013, el imperialismo se trazó como ruta para
su derrocamiento impulsar la guerra civil, para lo cual cuenta con el
auxilio interno del sector fascista de la derecha. Para ese fin viene
ensayando diversos atajos, terrorismo, revueltas callejeras,
sublevaciones militares, asesinatos, etc. Aunque novedoso por su
forma operativa, el reciente intento es uno más en ese camino y hay
firmes razones para pensar que tampoco será el último
Se asiste a una escalada agresiva en
la cual el imperialismo está urgido en apurar el paso. Es necesario
entender las variadas motivaciones que confluyen en esta decisión.
Si en el frustrado golpe de 2002 la mano imperialista movió a sus
peones de turno por el riesgo de perder el control secular que tuvo
sobre el petróleo caribeño, esa no es la preocupación actual de
las cúpulas de EE.UU. Ahora lograron el autoabastecimiento petrolero
y puede acumularlo, aunque las reservas que bordean al Orinoco
siempre son un bien codiciable para sus multinacionales.
La urgencia imperialista pasa ahora
por consolidar su predominio político y económico en el continente,
descontando que el militar nadie puede disputárselo. Una urgencia
que se acrecienta por dos razones. La primera es la amenazante sombra
del rebrote de una crisis económica global, más grave que la de
2008 – nunca resuelta, aunque mitigada por breves lapsos de
recuperación – lo cual tensa en extremo la disputa
intercapitalista global que, bajo la forma de una “guerra
comercial”, mantiene con la ascendente China y también con Rusia,
una renovada potencia militar. En esa confrontación América Latina
es sólo una parte de un teatro de operaciones más extenso, pero es
la parte que los yanquis consideran su intocable retaguardia.
Además, el reverdecer de la crisis
también encuentra a la economía de EE.UU. – la más grande del
mundo – en peores condiciones estructurales que la de su oponente
oriental, y sin duda quedará más averiada por la gestión
irracional de su gobierno para enfrentar la pandemia, tanto en lo
social como en lo económico.
La segunda razón es que las
gobiernos derechistas de la región, que funcionan como fuerza
operativa de los intereses estratégicos imperialistas, vienen
sufriendo notorios reveses en el último año, tanto a causa de los
desastres económicos y sociales que producen, por caso los de Macri
y Bolsonaro, como por la reaparición de significativas
movilizaciones populares, entre las que resalta la explosión inédita
de la juventud chilena – que agrietó los cimientos del Estado
pinochetista democráticamente maquillado – y en menor medida, las
que también conmovieron a Ecuador y Colombia.
Esta situación se refleja en el
agrupamiento regional de esos gobiernos reaccionarios, el “Grupo de
Lima”, que hoy está disminuido, desgastado y con casi ninguna
credibilidad pública fuera de sus fronteras. Por lo tanto
difícilmente pueda servirle al imperialismo para el objetivo central
que le asignó en su creación: sumarse a una eventual operación
militar destinada a “restablecer la democracia venezolana”, para
darle a la misma cobertura de legalidad internacional y una fachada
de apoyo en la región.
La tercera razón es golpear cuando
la población venezolana padece más los rigores de una economía
deteriorada porque, a sus debilidades estructurales internas nunca
superadas, se sumó en los últimos años el enorme daño causado por
el cerco imperialista y el reciente derrumbe del mercado petrolero.
ASEDIO Y ASALTO
El objetivo final de todo
cercamiento político o militar es lograr la rendición del enemigo o
su destrucción. Como con la Revolución Bolivariana nunca lograron
lo primero, avanzan hacia la segunda opción. Un proceso
revolucionario de masas, que además se constituyó en un promotor
ideológico y un articulador organizativo de la unidad caribeña y
latinoamericana, es algo corrosivo e intragable para los intereses
imperialistas, en cualquier tiempo y bajo cualquier administración,
sea demócrata o republicana.
Por eso el ex presidente Obama, ya
de retirada, firmó en marzo de 2015 un decreto declarando a
Venezuela “una amenaza
inusual y extraordinaria”
para los intereses de EE.UU.
Con la herencia de esa seudo
legalidad el gobierno de Trump intenta justificar internacionalmente
todos los actos de piratería, saqueos y agresiones humanitarias
cometidos por su gobierno contra el pueblo y la Nación venezolana.
En esta innoble cruzada no está sólo. En su gran mayoría los
gobiernos del capitalismo occidental fueron cómplices necesarios
para que la agresiva escalada yanqui haya sido eficaz.
Miles de millones de dólares
pertenecientes al Estado venezolano han sido directamente
secuestrados en el exterior. Para dar una idea: se secuestró una
importante reserva de oro físico depositada en el Banco de
Inglaterra; se bloquearon cuentas que posee el Estado venezolano en
42 bancos de 17 países europeos, por un monto global que se
aproxima a los 5000 millones de dólares; se necesitó inventar a un
títere como “presidente sustituto” no electo – cuya
incidencia interna es nula, salvo convocar a marchas opositoras cada
vez menores – para darle una apariencia de legalidad al arrebato al
control del gobierno legítimo de Maduro sobre el complejo petrolero
venezolano en territorio estadounidense, CITGO, valuado en 7000
millones de dólares y la planta petroquímica de Monómeros,
radicada en Colombia. El último despojo públicamente registrado fue
uno de 342 millones de dólares, depositados en el City Bank, que se
los apropió la Reserva Federal de EE.UU.
Estas acciones se inscriben dentro
de la estrategia mayor ya señalada: preparar la guerra civil. Su
primer acto preparatorio es provocar una crisis social insostenible a
través del desabastecimiento, no sólo mediante el señalado despojo
de bienes estatales legítimos, desfinanciando al Estado, sino
también con una serie de otras medidas, que constituyen una real
guerra a la economía venezolana y pasan por impedir los intercambios
comerciales habituales de cualquier nación, bloqueando fondos para
el pago a los proveedores y sancionando a esas empresas, ataques
monetarios, y un largo etc
Como a pesar de la imposición de
sanciones cada vez más agresivas no se produjo el esperado caos
social ni la implosión del gobierno de Maduro, pero si un
empeoramiento de las condiciones de vida que afecta a toda la
población, sin distingos de adhesiones políticas, el gobierno de
Trump decidió, a fines de marzo, dar una señal clara que avanza sin
rodeos hacia una directa intervención armada en Venezuela.
El pasado 11 de marzo el almirante Craig Faller, jefe del Comando
Sur, en una audiencia en la Cámara de Representantes, dijo textualmente
que «Habrá un aumento de la presencia militar de Estados Unidos en
el hemisferio más adelante este año; esto incluirá un mayor despliegue
de barcos, aviones y fuerzas de seguridad para contrarrestar una serie
de amenazas». Pocos días después el gobierno yanqui le puso precio a
la captura de toda la dirección bolivariana declarándolos
“narcoterroristas” porque el camino hacia la intervención directa
necesita un pretexto que lo justifique internacionalmente.
Inmediatamente se desplegó una flota en el mar Caribe, cerca de las
costas venezolanas – con la supuesta finalidad de contrarrestar el
tráfico de drogas – que incluyen a poderososdestructores
misilísticos, un arma ofensiva innecesaria para detener un carguero o
una lancha con droga, pero imprescindible para apuntarle a Caracas.
Entre esas amenazantes movimientos
realizados el último tiempo desde la Casa Blanca y el reciente
intento de un grupo comando para establecer una cabecera militar en
la zona del principal aeropuerto del país, con la declarada
finalidad – entre otras – de ocuparlo, hay una conexión
indiscutible. Aunque para disimularlo el gobierno de Trump dejó la
acción en manos de un enjambre de ex marines mercenarios, militares
desertores derechistas y narcos reclutados por la DEA. Lo cual,
adicionalmente, muestra que en estos tiempos los yanquis tienen
mayores dificultades que en décadas atrás para encontrar socios
internacionales que lo acompañen en sus aventuras bélicas.
Una vez más la agresión
imperialista se estrelló contra la voluntad patriótica de
resistencia del chavismo, cuyos componentes más notorios son un
depurado sistema de contrainteligencia y la proclamada unidad
cívico-militar, que no se circunscribe a la comunión ideológico-
política en el bolivarianismo, porque tiene una forma organizativa
concreta en la articulación
del ejército regular tecnificado con la amplia fuerza miliciana,
cuya necesidad y eficiencia se demostró en los acontecimientos
recientes.
El presidente Maduro se refirió
días pasados a la concepción que sustenta esta organización
defensiva, evocando la antigua concepción revolucionaria de
la “guerra de todo el pueblo”. No puede caber duda que esa fue la
concepción que orientó a Chávez cuando decidió la creación de
esas milicias, tras desbaratar sucesivos intentos golpistas. De allí
su insistencia en que “nuestra
Revolución es pacífica pero no desarmada”.
Una enseñanza para los pueblos latinoamericanos que deciden
transitar caminos de independencia y enfrentar al capitalismo
dominante.
CERCAMIENTO
Contenida temporalmente la amenaza
de la pandemia y conjurado, por ahora, el riesgo externo de invasión,
otra sombra amenazante socava la estabilidad política y la
convivencia social del pueblo: el deterioro de la economía, que se
mantiene en forma irreductible desde hace tiempo. Una crisis que se
alimenta desde varias vertientes, que se entrecruzan en la actual
coyuntura y potencian la vulnerabilidad del proceso bolivariano.
Una es la ya descrita imposición de
las ilegales e inhumanas sanciones desde Washington, que en el corto
plazo no puede esperarse que se reviertan, aunque Trump sea derrotado
en las próximas elecciones. No está en la genética imperialista un
retroceso estratégico si no se ve forzado a ello, sea por
conmociones internas – como las que vivió durante su agresión a
Vietnam – o un giro sustancial en las relaciones de fuerza
internacionales, en primer lugar las de nuestro continente. No se
avizora ninguna de ambas situaciones, aunque la inestabilidad mundial
puede trastocar cualquier previsión.
Otra causal de los desequilibrios
económicos es el histórico cordón umbilical que ata la economía
venezolana al mercado petrolero internacional. No sólo por la
reciente e inusual caída de los precios sino también por los serios
problemas internos que atraviesa la estatal PDVSA.
El derrumbe de los precios es un
marcador indiscutible de la desaceleración en la economía
capitalista, acentuada y al borde de la recesión generalizada por la
pandemia. Como en tantos otros rubros, el mundo capitalista está
enfermo de sobreproducción, en este caso petrolera y como ocurre con
todas las llamadas “commodities”, el petróleo es a la vez un
instrumento para enriquecer a los especuladores financieros mediante
las “ventas a futuro”, que no tienen nada que ver con los
volúmenes reales de producción. Una mixtura dañina, que se agravó
por la guerra de precios a la baja para desplazar a sus competidores
entre los grandes jugadores, la empresa estatal saudí y las
petroleras rusas. El sorprendente derrumbe, más allá de lo esperado
por los contrincantes, del cual nadie saldría indemne, obligó a un
forzado armisticio a través de la llamada OPEP plus (OPEP ++), que
juntó a sus integrantes permanentes – Venezuela entre ellos –
con otros grandes productores que no la integran, para acordar un
recorte mundial de la producción cercana a los 10 millones de
barril/día desde el 1º de este mes. Esa disminución permitió en
estos días una leve recuperación de los precios, pero muy por
debajo de años anteriores, y todo indica que en ese nivel oscilarán
en un futuro próximo. Toda la industria petrolera mundial deberá
readecuarse a esos precios y como ocurre en las crisis capitalistas,
muchos no saldrán ilesos, porque sus costos de producción no serán
rentables.
Esta compleja situación encuentra
además a PDVSA intentando remontar una caída de sus volúmenes de
producción de los últimos años, mediante una reestructuración
interna. Declinación que se debe en buena parte a una desinversión
forzada por los ataques imperialistas del último período a sus
finanzas y el bloqueo a insumos indispensables para su
funcionamiento. Esta situación es la que motiva el actual faltante
de gasolina (nafta), que paraliza buena parte del transporte del
país, porque en los últimos años esa perversa combinación de
desinversión en el sector de refinerías y el bloqueo a la
importación de insumos químicos básicos para ese complejo proceso,
afectaron seriamente la producción de los derivados del petróleo.
Pero el retroceso de la petrolera
venezolana no se debe únicamente a esa presión externa
imperialista. Una buena cuota de responsabilidad radica en el fracaso
de anteriores planes de producción irrealizables y los desmanejos
internos de castas burocráticas o corruptas, que se beneficiaron
rapiñando de las inversiones hechas para financiar esos planes
fantasiosos. El hecho es que la producción global de Venezuela
retrocedió de poco más de 3 millones de barriles/día a menos de 1
millón de la actualidad, a pesar de los esfuerzos de gran parte de
sus trabajadores, que intentaron paliar las carencias mediante su
inventiva y sacrificios, resignando incluso beneficios propios.
Recientemente Maduro le fijó a la
nueva directiva de PDVSA la meta de alcanzar los 2 millones
barriles/día, que es un desafío en relación a la situación
interna que atraviesa la industria y a la necesidad actual de
inversión, pero a la vez es modesta en relación al potencial de
reservas explotables.
Esta perspectiva de reactivación
limitada de la principal industria del país, acentuada por el
encogimiento del mercado petrolero mundial, resalta más la urgencia
para superar la fragilidad crónica del aparato productivo del país.
Una pesada carga que recibió el gobierno de Chávez y que éste
comenzó a revertir, pero sigue siendo una tarea inconclusa del
proceso bolivariano.
Este es su flanco más vulnerable,
una amenaza no neutralizada y el cerco mayor que debe derribarse
para su supervivencia.
Las condiciones actuales para
remontar esta situación son distintas y más desventajosas que las
que le tocaron enfrentar a Chávez. En primer lugar porque se frenó
la fase ascendente de la década pasada del proceso revolucionario y
del movimiento de masas en general, en toda la región. Esa eclosión
popular le permitió a Chávez rescatar la renta petrolera de las
manos imperialistas, que se la habían apropiada durante cien años –
a través de sus personeros locales –, y utilizarla como palanca
financiera para sus dos grandes objetivos: erradicar la pobreza y
avanzar hacia una estructura productiva eficiente, sustentable e
independiente política y tecnológicamente del imperialismo. Ahora
se vive lo opuesto, una ofensiva del capital y el imperialismo –
con sus altibajos – contra los pueblos. En segundo lugar, tampoco
volverá a ser la renta petrolera – por las causas señaladas –
la fuente de recursos para la inversión productiva no petrolera.
Aquel primer impulso revolucionario
dejó como saldo una estructura económica híbrida. Por un lado un
sector estatizado que creció, especialmente en ramas estratégicas
para construir un país soberano – telecomunicaciones, siderurgia,
aluminio, minería, energética – y también en otras ramas, para
garantizar su continuidad ante las amenazas empresariales de
abandonarlas, como forma de boicot al gobierno. Pese a su mayor
incidencia, este sector estatizado no cumplió con la expectativa de
ser un amplificador productivo y la fuerza impulsora del socialismo.
Del otro lado, el sector empresarial privado, que en ciertos rubros
creció más y se concentró, persiste con las mismas prácticas
predatorias del capitalismo rentista, subsidiándose de recursos del
Estado y saqueando a los consumidores con precios usurarios. El
sector más reciente de la economía comunal, que es significativo
como experiencia política de autoorganización popular, por sus
bajos volúmenes productivos todavía no incide en el producto global
Las falencias del sector estatizado
son aprovechadas como plataforma propagandística por la oposición,
que si llegase a gobernar desataría una oleada de privatizaciones,
en nombre de la eficiencia. El daño mayor es que ese discurso
comienza a confundir conciencias entre los sectores populares. Este
riesgo acentúa más la urgencia de producir en el sector estatal de
la economía los cambios necesarios para que cumplan con aquella
finalidad originaria y a la vez que se evidencie que es un arma
eficiente e imprescindible para enfrentar la crisis actual.
La direccionalidad que se propone
para transformar las empresas estatales muestra tendencias
contrapuestas en el campo del chavismo. Por un lado, para
gestionarlas se promueven alianzas con el sector empresarial
productivo – algunas avanzan incluso a propuestas de tercerizar
ciertas áreas – y por el otro se reclama e impulsa en ellas el
protagonismo de sus trabajadores a través de la ampliación de la
experiencia de los Consejos Productivos de Trabajadores (CPT). Una
experiencia que está en línea con la recordada visión que Chávez
expuso al nacionalizar SIDOR, en mayo de 2008, para que sean los
propios trabajadores quienes la gestionen, en beneficio del pueblo.
Proceso que nunca pudo consolidarse – por las contradicciones
propias de una compleja transición – pero tampoco se esfumó del
ideario bolivariano ni de la conciencia de una parte de su
militancia. Ahora, bajo la imposición de la coyuntura, parece que ha
recibido un reimpulso desde la máxima dirección del Estado.
La dificultad de la primera
alternativa no radica en los acuerdos que el Estado de transición,
acosado por el cercamiento imperialista, necesita establecer con
sectores capitalistas para encontrar soluciones específicas a
problemas concretos de la producción y el abastecimiento de la
población. El riesgo comienza cuando se pretende transformar las
alianzas para medidas circunstanciales en un paradigma teórico, en
un modelo a seguir para el desarrollo de una nueva economía. Sin
duda que en esta perspectiva, que busca una alternativa a la crisis a
través del “socialismo de mercado”, hay una influencia
determinante de la experiencia China, tanto por su relampagueante
ascenso en la geopolítica mundial como por su papel en el apoyo y
defensa de los gobiernos bolivarianos. Pero en los procesos
revolucionarios el pensamiento por analogía no ayuda y muchas veces
es una trampa. Ya lo vivieron quienes en su momento para salir del
capitalismo quisieron repetir el camino soviético. Aquellos que
ponen su mirada en el gigante asiático olvidan que, antes de
proyectarse como potencia, por allí pasó un proceso revolucionario
que barrió con las viejas clases explotadoras, lo cual ahora le
permite al Estado chino tener un poder punitivo suficiente como para
subordinar a sus objetivos a la nueva clase capitalista. Situación
diametralmente opuesta a la del presente venezolano, donde las viejas
clases explotadoras – con nombres de familias y personajes bien
conocidos por el pueblo – no sólo conspiran junto al imperialismo
sino que incumplen los acuerdos con el gobierno y entorpecen cada una
de sus medidas.
En las actuales condiciones de
necesidad social los inversionistas, productivos o no, insertarán en
su pliego de condiciones al Estado menores restricciones para ponerle
un límite a su afán de lucro. Además, yerran quienes establecen
una suerte de raya fronteriza intransitable entre “el capital
productivo y el capital especulativo”. Esa línea divisoria no
existe para aquellos capitales con volúmenes significativos como
para apalancar un proceso de desarrollo, porque suelen ser sólo los
distintos tentáculos de un mismo pulpo, que bien pueden construir
una represa como provocar una crisis cambiaria especulando con bonos
de los fondos de inversión. Los otros capitalistas, menores, suelen
ser productivos sólo si consiguen la sombra protectora de los
subsidios estatales. Al menos eso enseña la experiencia
nuestramericana.
ALGO MÁS QUE RESISTENCIA
Como se dijo, la recuperación
productiva del importante sector estatizado es vital para resistir el
cerco imperialista. Si la recuperación se logra en base al papel
protagónico de sus trabajadores, mediante la gestión directa y
democrática de esas empresas, se abriría una perspectiva
trascendente, que va más allá de la resistencia que exige esta
coyuntura. Es el puente por el cual se podría transitar de la
actual situación de extrema defensiva a la de una futura ofensiva.
Una ofensiva cuya prioridad consiste
en desarrollar “la
capacidad de maniatarle las manos a la burguesía”,
como le planteaba Lenin a los trabajadores de su país – poco antes
de su muerte – refiriéndose a la aguda conflictividad que
caracteriza a las economías en transición. Una parte del pueblo
trabajador viene desarrollando con sus actividades productivas esa
lucha desde las comunas, rurales y urbanas, muchas veces en medio de
las trabas burocráticas que surgen desde el seno del mismo Estado.
Los trabajadores de las grandes
empresas estatales enfrentan nuevamente ese desafío de su
auto-organización conciente en función de que realmente se
transformen en una “propiedad social”, interviniendo desde la
planificación de lo que se produce, como se produce, para quien se
produce, es decir en todo el proceso integral del trabajo, dentro de
un plan general. Para ganar esta batalla no sólo deberán seguir
resistiendo al imperialismo, sino derribar los múltiples cercos
interiores que se nutren de la cultura capitalista, entre ellos los
de la burocracia estatal, que frustró intentos anteriores.
En contra de las opiniones de muchos
agoreros, el pueblo venezolano ha demostrado en estos años de
barbarie imperialista que desarrolló una notable capacidad de
resistencia. Por algo pasó por esas tierras un vendaval llamado
Chávez, que empujó a millones al compromiso político y sembró
conciencia revolucionaria en una extendida vanguardia que no está
dispuesta la claudicación.
Una rama de la moderna psicología
para describir el proceso que trasciende la resistencia a los más
rudos traumas y permite una suerte de renacer introdujo un término:
la resilencia. El proceso bolivariano está en esa búsqueda.
Pero no es sólo su tarea. Los
cercos imperialistas no sólo se rompen desde adentro. También
necesitan que se los ataque desde afuera. Eso corresponde a la
izquierda latinoamericana que todavía piensa que las revoluciones
son imprescindibles y tiene voluntad de combate. Como enseñó el
Che: el socialismo será latinoamericano o no será.