Resumen Latinoamericano, 19 mayo 2020
Era un hombre ilustrado en todos los sentidos. Sus primeras lecciones
sobre qué es ser un patriota se las dio su padre, un oficial que
renunció a su rango en protesta contra la dominación francesa. Y aunque
modesta, la familia le proporcionó los medios para sus estudios. Fue
maestro. Sus tempranas inquietudes políticas lo llevaron a Saigón, donde
ingresó en la escuela de obreros marítimos.
Estos pasos le
permitieron viajar a bordo de un buque francés como cocinero. Estuvo en
Marsella, Londres, París. Y en la Ciudad Luz se unió al Partido
Comunista Francés, del que bebió las doctrinas de Marx y Engels.
Espoleado su espíritu con esos saberes regresó a la patria, de la que al
poco tiempo debió exiliarse, por su pensamiento radical. Partió hacia
Hong Kong, donde fundó, en 1930, el Partido Comunista Indochino.
Se le conoce proverbial paciencia, la misma desplegada para tejer, paso a
paso, la estrategia de liberación nacional: en 1935 asistió al VII
Congreso de la Komintern, en Moscú; en 1938 conoció a Mao Zedong, y lo
acompañó en su mítica campaña de Yenan, en China. Por esas tierras lo
sorprende la Segunda Guerra Mundial, seguida atentamente por los
evidentes dotes de analista.
Su enfoque dialéctico, histórico, le
permitió comprender que la conflagración, vista desde las condiciones
particulares de Asia, y emanadas de un escenario más grande, podía ser
la partera de la emancipación nacional. Contrario al fascismo y amigo de
los soviéticos, Ho Chi Minh, no obstante, percibió que la derrota
francesa ante Alemania, en 1940, significaba un debilitamiento para el
colonialismo galo, ante lo cual decide regresar clandestinamente.
Una vez allí, en 1941 funda la Liga por la Independencia de Vietnam o
VietMinh. A los integrantes de esta fuerza popular los exhortaba al
combate con la siguiente arenga: “Quien tenga un fusil, que use el
fusil. Quien tenga una espada, que use la espada. Y si no tiene espada,
que use azadones o palos”.
Los pueblos de la región opusieron una
fuerte resistencia contra el fascismo japonés, no así la alta burguesía
y los círculos de poder, y cuando Tokio fue vencido, a partir del
heroísmo del Ejército popular chino, ya las condiciones subjetivas en
Vietnam estaban creadas para la independencia. En mucho contribuyó el
ingenio aglutinador del Tío Ho. Por eso el 19 de agosto de 1945, en
Hanoi, fue factible declarar la soberanía y la construcción del
socialismo.
Como era de esperar, y grosso modo, Francia se negó a
aceptar el nuevo escenario creado, pero como la fuerza del líder era
tan grande solo pudo retener Vietnam del Sur, dando lugar a la conocida
guerra de Indochina (1946−1954). Se pensaron inexpugnables, e incluso
creyeron que desde esa posición podían minar la revolución vietnamita.
Vinieron años de estoica firmeza, hasta que la batalla de Dien Bien Phu
los obligó a firmar los Acuerdos de Ginebra.
Con este tratado Ho Chi Minh (seudónimo que significa “El que ilumina”) buscaba ganar tiempo, seguro de que una vez preguntado al pueblo del sur si deseaba unirse a sus hermanos del norte, la respuesta sería afirmativa, aspiración frustrada por las apetencias estadounidenses. Y ya sabemos cómo acaba esa historia. La luz del Tío Ho les consagró la victoria definitiva.