Por Ernesto «Che» Guevara, Resumen Latinoamericano,14 junio 2020
El verdadero revolucionario tiene que fomentar el amor a los pueblos y a las causas mas sagradas
Es común escuchar de boca de los
voceros capitalistas, como un argumento en la lucha ideológica contra el
socialismo, la afirmación de que este sistema social o el periodo de
construcción del socialismo al que estamos nosotros abocados, se
caracteriza por la abolición del individuo en aras del Estado. No
pretenderé refutar esta afirmación sobre una base meramente teórica,
sino establecer los hechos tal cual se viven en Cuba y agregar
comentarios de índole general. Primero esbozaré a grandes rasgos la
historia de nuestra lucha revolucionaria antes y después de la toma del
poder.
Como es sabido, la fecha precisa en que se iniciaron las acciones
revolucionarias que culminaron el primero de enero de 1959, fue el 26 de
julio de 1953. Un grupo de hombres dirigidos por Fidel Castro atacó la
madrugada de ese día el cuartel Moncada, en la provincia de Oriente. El
ataque fue un fracaso, el fracaso se transformó en desastre y los
sobrevivientes fueron a parar a la cárcel, para reiniciar, luego de ser
amnistiados, la lucha revolucionaria.
Durante este proceso, en el cual solamente existían gérmenes de
socialismo, el hombre era un factor fundamental. En él se confiaba,
individualizado, específico, con nombre y apellido, y de su capacidad de
acción dependía el triunfo o el fracaso del hecho encomendado.
En otras oportunidades de nuestra historia se repitió el hecho de la
entrega total a la causa revolucionaria. Durante la Crisis de Octubre o
en los días del ciclón Flora, vimos actos de valor y sacrificio
excepcionales realizados por todo un pueblo. Encontrar la fórmula para
perpetuar en la vida cotidiana esa actitud heroica, es una de nuestras
tareas fundamentales desde el punto de vista ideológico.
En enero de 1959 se estableció el gobierno revolucionario con la
participación en él de varios miembros de la burguesía entreguista. La
presencia del Ejército Rebelde constituía la garantía de poder, como
factor fundamental de fuerza.
Aparecía en la historia de la Revolución Cubana, ahora con caracteres
nítidos, un personaje que se repetirá sistemáticamente: la masa. Este
ente multifacético no es, como se pretende, la suma de elementos de la
misma categoría, que actúa como un manso rebaño. Es verdad que sigue sin
vacilar a sus dirigentes, fundamentalmente a Fidel Castro, pero el
grado en que él ha ganado esa confianza responde precisamente a la
interpretación cabal de los deseos del pueblo, de sus aspiraciones, y a
la lucha sincera por el cumplimiento de las promesas hechas.
Maestro en ello es Fidel, cuyo particular modo de integración con el
pueblo solo puede apreciarse viéndolo actuar. En las grandes
concentraciones públicas se observa algo así como el diálogo de dos
diapasones cuyas vibraciones provocan otras nuevas en el interlocutor.
Fidel y la masa comienzan a vibrar en un diálogo de intensidad creciente
hasta alcanzar el clímax en un final abrupto, coronado por nuestro
grito de lucha y victoria.
Lo difícil de entender, para quien no viva la experiencia de la
Revolución, es esa estrecha unidad dialéctica existente entre el
individuo y la masa, donde ambos se interrelacionan y, a su vez, la
masa, como conjunto de individuos, se interrelaciona con los dirigentes.
En el capitalismo se pueden ver algunos fenómenos de este tipo cuando aparecen políticos capaces de lograr la movilización popular, pero si no se trata de un auténtico movimiento social, en cuyo caso no es plenamente lícito hablar de capitalismo, el movimiento vivirá lo que la vida de quien lo impulse o hasta el fin de las ilusiones populares, impuesto por el rigor de la sociedad capitalista. En esta, el hombre está dirigido por un frío ordenamiento que, habitualmente, escapa al dominio de la comprensión. El ejemplar humano, enajenado, tiene un invisible cordón umbilical que le liga a la sociedad en su conjunto: la ley del valor. Ella actúa en todos los aspectos de la vida, va modelando su camino y su destino.
Intentaré, ahora, definir al individuo, actor de ese extraño y
apasionante drama que es la construcción del socialismo, en su doble
existencia de ser único y miembro de la comunidad.
Creo que lo más sencillo es reconocer su cualidad de no hecho, de
producto no acabado. Las taras del pasado se trasladan al presente en la
conciencia individual y hay que hacer un trabajo continuo para
erradicarlas.
En estos países no se ha producido todavía una educación completa
para el trabajo social y la riqueza dista de estar al alcance de las
masas mediante el simple proceso de apropiación. El subdesarrollo por un
lado y la habitual fuga de capitales hacia países «civilizados» por
otro, hacen imposible un cambio rápido y sin sacrificios.
Resta un gran tramo a recorrer en la construcción de la base
económica y la tentación de seguir los caminos trillados del interés
material, como palanca impulsora de un desarrollo acelerado, es muy
grande.
Se corre el peligro de que los árboles impidan ver el bosque.
Persiguiendo la quimera de realizar el socialismo con la ayuda de las
armas melladas que nos legara el capitalismo (la mercancía como célula
económica, la rentabilidad, el interés material individual como palanca,
etcétera), se puede llegar a un callejón sin salida. Y se arriba allí
tras de recorrer una larga distancia en la que los caminos se
entrecruzan muchas veces y donde es difícil percibir el momento en que
se equivocó la ruta. Entre tanto, la base económica adaptada ha hecho su
trabajo de zapa sobre el desarrollo de la conciencia. Para construir el
comunismo, simultáneamente con la base material hay que hacer al hombre
nuevo.
De allí que sea tan importante elegir correctamente el instrumento de
movilización de las masas. Este instrumento debe ser de índole moral,
fundamentalmente, sin olvidar una correcta utilización del estímulo
material, sobre todo de naturaleza social.
En este periodo de construcción del socialismo podemos ver el hombre
nuevo que va naciendo. Su imagen no está todavía acabada; no podría
estarlo nunca ya que el proceso marcha paralelo al desarrollo de formas
económicas nuevas. Descontando aquellos cuya falta de educación los hace
tender al camino solitario, a la autosatisfacción de sus ambiciones,
los hay que aun dentro de este nuevo panorama de marcha conjunta, tienen
tendencia a caminar aislados de la masa que acompañan. Lo importante es
que los hombres van adquiriendo cada día más conciencia de la necesidad
de su incorporación a la sociedad y, al mismo tiempo, de su importancia
como motores de la misma.
El socialismo es joven y tiene errores.Los revolucionarios carecemos,
muchas veces, de los conocimientos y la audacia intelectual necesarias
para encarar la tarea del desarrollo de un hombre nuevo por métodos
distintos a los convencionales y los métodos convencionales sufren de la
influencia de la sociedad que los creó.
Falta el desarrollo de un mecanismo ideológico cultural que permita
la investigación y desbroce la mala hierba, tan fácilmente multiplicable
en el terreno abonado de la subvención estatal.
Nuestra tarea consiste en impedir que la generación actual, dislocada
por sus conflictos, se pervierta y pervierta a las nuevas. No debemos
crear asalariados dóciles al pensamiento oficial ni «becarios» que vivan
al amparo del presupuesto, ejerciendo una libertad entre comillas. Ya
vendrán los revolucionarios que entonen el canto del hombre nuevo con la
auténtica voz del pueblo.
En nuestra sociedad, juegan un papel la juventud y el Partido.
Particularmente importante es la primera, por ser la arcilla maleable
con que se puede construir al hombre nuevo sin ninguna de las taras
anteriores. Ella recibe un trato acorde con nuestras ambiciones. Su
educación es cada vez más completa y no olvidamos su integración al
trabajo desde los primeros instantes.
Nuestros becarios hacen trabajo físico en sus vacaciones o
simultáneamente con el estudio. El trabajo es un premio en ciertos
casos, un instrumento de educación, en otros, jamás un castigo.
El revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de
amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta
cualidad. Nuestros revolucionarios de vanguardia tienen que idealizar
ese amor a los pueblos, a las causas más sagradas y hacerlo único,
indivisible. No pueden descender con su pequeña dosis de cariño
cotidiano hacia los lugares donde el hombre común lo ejercita.
Hay que tener una gran dosis de humanidad, una gran dosis de sentido
de la justicia y de la verdad para no caer en extremos dogmáticos, en
escolasticismos fríos, en aislamiento de las masas. Todos los días hay
que luchar porque ese amor a la humanidad viviente se transforme en
hechos concretos, en actos que sirvan de ejemplo, de movilización.
Nosotros, socialistas, somos más libres porque somos más plenos;
somos más plenos por ser más libres. El esqueleto de nuestra libertad
completa está formado, falta la sustancia proteica y el ropaje; los
crearemos. Nuestra libertad y su sostén cotidiano tienen color de sangre
y están henchidos de sacrificio.
Haremos el hombre del sigloXXI: nosotros mismos. Nos forjaremos en la
acción cotidiana, creando un hombre nuevo con una nueva técnica. La
arcilla fundamental de nuestra obra es la juventud, en ella depositamos
nuestra esperanza y la preparamos para tomar de nuestras manos la
bandera.
(Fragmentos de la carta «El Socialismo y el hombre en
Cuba», enviada a Carlos Quijano, editor del semanario uruguayo Marcha, y
publicada el 12 de marzo de 1965).