Por Joel Whitney, Resumen Latinoamericano, 9 de junio de 2020.
Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos
Foto: Arundhati Roy en 2010. jeanbaptisteparis /flickr
Arundhati Roy suele irritar a los medios de comunicación y a las élites políticas de India como nadie más en el subcontinente, quizá porque ningún otro escritor, en India o en otro lugar del mundo, escribe hoy en día como Roy con una prosa penetrante y bella en defensa de las personas condenadas de la tierra.
El tiempo en la política india se puede marcar según el tiempo que ha pasado desde que Arundhati Roy enfadó al gobierno. Su meticulosa disección desde hace dos décadas del nada sostenible desarrollo de India, de su nacionalismo islamofóbico hindú y su violencia de castas, y también de la búsqueda por parte de Estados Unidos del imperio global ha demostrado ser correcta y sombríamente profética.
Cuando el pasado mes de diciembre se aprobó la ley india que restringe la ciudadanía de las personas musulmanas los lectores de los ensayos de Roy tenían un marco que abarca dos décadas atrás en el que situar este acontecimiento. A mediados del invierno se golpeaba y linchaba a las personas musulmanas en las calles de la capital. Era impactante, aunque no era la primera vez que ocurría, y los lectores de sus ensayos recordaron sus advertencias acerca de los asesinatos masivos en Gujarat en 2002, una crisis anterior que ella califica explícitamente de genocidio contemporáneo.
Roy es conocida por dos novelas musicales y hermosamente complejas. El ministerio de la felicidad suprema estuvo seleccionada para el Booker Prize en 2017 y su primera novela, El dios de las pequeñas cosas, había ganado ese premio veinte años antes. El verano pasado se recopilaron sus ensayos en un volumen de más de ochocientas páginas publicado por Haymarket Books con el título de My Seditious Heart [Mi corazón sedicioso]. Los tres libros de Roy, que ya está cerca los 59 años, suponen un importante logro literario.
El título de esta recopilación de ensayos alude a la capacidad de Roy de irritar a los fiscales del Estado y a sus aliados en los medios de comunicación. Desde que se publicó su primera novela los primeros son propensos a encajarle imputaciones y los segundos a instalarse fuera de su casa y arengarla por lo que ellos consideran su traición “antinacional”. Mientras trabajaba en su segunda novela sintió la necesidad de huir del subcontinente. El ministerio de la felicidad suprema es magistral e intrincado. El humor musical que aparece en sus novelas también engalana sus ensayos, así que su desdén por las políticas deshumanizadoras y paternalistas de India y Estados Unidos se ve amplificado por un profundo amor al lenguaje, una ironía cómplice y una rotunda demostración de solidaridad con la clase trabajadora, de afecto por los animales salvajes y de amor por el mundo natural.
Sus preocupaciones guían a los lectores a través de la violencia de los proyectos de grandes presas, del hecho de que India se haya unido alegremente a las potencias nucleares del mundo y de sus políticas atroces en Cachemira. Un koan constante es la preocupación acerca de lo mal que se pueden poner las cosas antes de que los liberales del país cuestionen lo suficiente el relato de la moderna India como una superpotencia. “Dada la historia de la India moderna, creo que teníamos que pasar por esta fase”, declaró en una entrevista el pasado otoño acerca del mandato del primer ministro de extrema derecha de India Narendra Modi. “Solo espero que no paguemos un precio demasiado alto mientras salimos de ella”.
El comienzo de la imaginación
Arundhati Roy empezó a escribir ensayo hace dos décadas, tras irrumpir en la escena internacional gracias a la ficción. En aquel momento India estaba logrando importancia internacional. “Para mí, personalmente, fue un momento de extraño desasosiego. Mientras asistía al gran drama, mi propia fortuna parecía haber sido tocada por la magia”, escribe.
Con el éxito de su primera novela, El dios de las pequeñas cosas, “yo era una de las primeras personas elegidas para personificar a la India segura de sí misma, nueva y favorable al mercado que finalmente ocupaba un lugar en la mesa de honor. En cierto modo era halagador, pero también muy inquietante. Se vendían millones de ejemplares de mi libro mientras yo veía cómo se empujaba a la gente a la miseria. Mi cuenta bancaria estaba pujante. Semejante cantidad de dinero me aturde. ¿Qué significaba ser escritora en tiempos como aquellos”.
Utilizó su nueva “plataforma” para criticar a la nueva India, por ejemplo, el hecho de que el país desarrolle armas nucleares. Veía una amenaza en la creencia generalizada de considerar las armas nucleares un avance, una modernización. Para ella esta amenaza de aniquilar todo en respuesta a disputas territoriales temporales (generalmente con Pakistán, sobre Cachemira) equivalía a “El fin de la imaginación”, como se titulaba su primer ensayo, en cierto modo porque no hay “nada nuevo u original que decir acerca de las armas nucleares. Nada es más humillante para un escritor de ficción que reiterar una cuestión que a lo largo de los años ya han abordado otras personas en otras partes del mundo”. El movimiento contra la energía y las armas nucleares había nacido simultáneamente con la llegada de estos dos hitos; como Roy, contenía elementos de los movimientos mundiales por la paz y de los países no alineados.
Los argumentos contra esos avances funestos eran bien conocidos, aparecen en libros como Hiroshima de John Hersey, de 1946, que muestra los efectos devastadores de la decisión del presidente Harry S. Truman de lanzar bombas atómicas sobre personas civiles de Japón, y la cantidad de víctimas que provocaron las bombas entre enfermeros, médicos, oficinistas y profesores. Otros libros sobre este tema son Voces desde Chernobyl, de 1997, de la autora belorrusa y futura Premio Nobel Svetlana Alexievich, y la obra del científico Carl Sagan sobre el “invierno nuclear”, que es importante para Roy.
Inspirándose en los modelos del invierno nuclear de la década de 1980, Roy presenta una imagen detallada de lo que había caído exactamente en manos de India. Si se utilizan las armas nucleares,
“[…] nuestras ciudades y bosques, nuestros campos y pueblos arderán durante días. El aire se volverá fuego. El viento propagará las llamas. Cuando haya ardido todo lo que puede arder y se apaguen los fuegos, se levantará el humo y apagará el sol. La tierra se verá envuelta en sombras. No habrá día, solo una noche interminable. Las temperaturas caerán muy por debajo de cero y empezará el invierno nuclear”.
A veces le parecía que el triunfalismo nuclear de India tenía un componente sexual. Un político del partido derecha, Shiv Sena, afirmó después de las pruebas nucleares que los indios “ya no son eunucos”. “Al leer los periódicos”, escribe Roy, “a veces costaba saber si la gente [que pregonaba a bombo y platillo las pruebas] se refería a la viagra”.
Pero Roy argumenta que cuando se trata de fantasías triunfales “el problema es que tener una bomba nuclear hace que ideas como esas parezcan factibles. Crea ideas como esas”:
“Si protestar en contra de poseer una bomba nuclear implantada en mi cerebro es antihindú y antinacional, entonces me escindo. Por la presente me declaro una república independiente y móvil. Soy ciudadana de la tierra. No poseo territorio. No tengo bandera. Soy una mujer, pero no tengo nada contra los eunucos. Mi política es sencilla. Estoy dispuesta a firmar cualquier tratado de no proliferación nuclear o de prohibición de pruebas nucleares. Las personas inmigrantes son bienvenidas. Puedes ayudarme a diseñar nuestra bandera.
Mi mundo ha muerto. Y escribo para llorar su defunción”.
Antitecnócrata
Roy es igual de implacable e imaginativa cuando pasa a hablar de las presas hidroeléctricas de India. “El instinto me llevó a dejar de lado a Joyce y Nabokov”, empieza, “a posponer la lectura del enorme libro de Don DeLillo y sustituirlo por informes sobre drenaje e irrigación, con diarios, libros y documentales sobre las presas, por qué se construyen y qué hacen”. Si se examina concienzudamente lo que las presas hacen, es decepcionante en lo referente a los beneficios y catastrófico en lo referente a su coste.
Las presas llegan a ser cuestiones de vida o muerte (y, sobre todo, esto último) para las personas activistas (la mayoría de casta baja, marginadas o indígenas) que se oponen a ellas en sus lugares de origen. Lo que preocupa específicamente a Roy no es sólo que se les prive del derecho de representación, lo que ya es bastante malo, sino que después de hacer cuentas descubre que las presas en las que India deposita tantas esperanzas simplemente no funcionarán.
En el primer mundo las presas se “están desmantelando y haciendo saltar en pedazos”, señala Roy. Sin embargo, cuando en 1999 se publicó su primer ensayo sobre ellas India tenía “3.600 presas calificadas de grandes presas, de las cuales 3.300 se construyeron tras la independencia. Se están construyendo otras mil. Una quinta parte de nuestra población (200 millones de personas) no tiene agua potable y dos tercios (600 millones) carece de instalaciones sanitarias básicas”. Las presas, escribe, son
“[…] una forma descarada de quitar el agua, la tierra y el riego a las personas pobres para dársela a las ricas [. . .] Desde el punto de vista ecológico también han caído en desgracia. Destrozan la tierra. Provocan inundaciones, anegan las tierras, las salinizan, propagan enfermedades. Cada vez hay más pruebas de que las grandes presas están relacionadas con los terremotos. [. . .] Por todo ello la industria de construcción de presas en el primer mundo tiene problemas y se queda sin trabajo, de modo que en nombre de la ayuda al desarrollo se exporta al tercer mundo junto con sus otros desechos, como las armas viejas, los portaaviones obsoletos y los pesticidas prohibidos”.
Escribe acerca de lo irónica que es la tardía adicción de India a las presas: “Por una parte, el gobierno indio, cada gobierno indio, clama con un tono de superioridad moral contra el primer mundo y, por otra, en realidad paga para recibir su basura envuelta en papel de regalo”. Pero más allá de esta duplicidad, un problema aún mayor es que “el gobierno [indio] no ha encargado una evaluación posterior al proyecto de una sola de sus 3.600 presas para valorar si se logró o no lo que se había propuesto”. En el oeste de India, cerca de Navagam, Gujarat, los proyectos de la presa de Sardar Sarovar “acabarán consumiendo más electricidad que la que producen”.
Roy se propone averiguar a cuántas personas se ha expulsado, o serán expulsadas, de sus casas para poder hacer estas presas. Tras encontrar una cifra conservadora publicada por el Instituto Indio de la Administración Pública, Roy calcula que las presas indias han desplazado a 33 millones de personas. Sin embargo, un secretario de la Comisión de Planificación opinaban que era más bien 50 millones la cantidad de personas desplazadas por todos los proyectos de desarrollo, presas y otros proyectos. Dado que muchas de estas personas desplazadas son adivasis, es decir, las personas originarias de India, “las personas más pobres de India están subvencionando el estilo de vida de las más ricas”.
El situación se aclara aún más: de hecho, las inversiones de India en estos proyectos de desarrollo van unidas a la corrupción en el mundo rico: “La ‘ayuda al desarrollo’ se canaliza de vuelta a los países de los que procede”, escribe, “disfrazada como los costes de equipamiento o como las tarifas o salarios de los asesores del personal de las propias agencias”. Por ejemplo, la presa Pergau en Malasia, que se alentó por medio de un préstamo de 234 millones de libras, sacó a la luz las segundas intenciones de sus benefactores cuando “se supo que se había ofrecido ese préstamo para ‘animar’ a Malasia a firmar un contrato por valor de 1.300 millones de libras para comprar armas británicas”.
Otra presa en el río Narmada, la de Bargi, “costó diez veces más de lo presupuestado e inundó tes veces más tierra de lo que habían dicho los ingenieros”. Al mismo tiempo, riega la misma cantidad de tierra que la que sumergió y solo el 5 % de los que los planificadores dijeron que iba a regar”. Como ha ocurrido en el caso de proyectos de desarrollo en Estados Unidos y Canadá (como el proyecto de oleoducto en Standing Rock), los manifestantes en India entraron en zonas restringidas para ellos. “La Sección 144, que prohíbe la concentración de grupos de más de cinco personas, restringía el acceso” al emplazamiento de la presa y a las zonas adyacentes, que ya estaban bajo la Ley de Secretos Oficiales de India, una reliquia de los británicos.
En la obra de Roy se retrata de forma conmovedora a las personas desplazadas de India, por ejemplo, en una escena de una familia expulsada de una zona inundada cuya indemnización por los bienes confiscados nunca se materializó. “En Vadaj, un centro de reasentamiento que visité cerca de Baroda, el hombre que hablaba conmigo mecía en los brazos a su bebé enfermo, en torno a cuyos párpados dormidos revoloteaban grandes cantidades de moscas”, escribe. Roy deja constancia al mismo tiempo de la pobreza del hombre y su naturaleza condicional, y el ojo y el oído de la escritora demuestran lo drásticamente que se han reducido la supervivencia y la dignidad del hombre:
“Los niños se arremolinaron a nuestro alrededor, con cuidado de no quemarse la piel desnuda con las abrasadoras paredes de hojalata del barracón al que llaman casa. La mente del hombre estaba muy lejos de los problemas de su bebé enfermo. Me estaba enumerando los frutos que solía recoger en el bosque. Contó cuarenta y ocho tipos. Me dijo que no creía que sus hijos o hijas pudieran permitirse volver a comer ninguna fruta, a menos que la robaran. Le pregunté qué le ocurría al bebé. Me dijo que sería mejor para él morirse que vivir así. Pregunté qué opinaba de ello la madre del bebé. Ella no contestó, solo se quedó con vista clavada”.
Para refutar el dogma de que la tecnología, la desregulación y la privatización (la “teoría de la modernización” durante la Guerra Fría) salvarán a India Roy investiga la cantidad de ciudadanos a los que se les ha privado de sus derechos y los apoya frente a lo que se ha prometido, que le parece insuficiente. Los proyectos no proporcionan los kilovatios por hora o no reembolsan lo que se había prometido a las personas expulsadas de sus casas sumergidas. Capta lo que significa para las familias el hecho de que no se les pague, las imágenes de las personas sacrificadas a la India próspera: “Despojaron de sus tierras a doce familias que tenían pequeñas propiedades cerca de la presa”, escribe. “Me contaron que cuando se opusieron les echaron cemento en las cañerías, les arrasaron las cosechas con buldóceres y la policía ocupó las tierras por la fuerza”. Multipliquen esta escena por 50 millones.
Roy ensalza la moribunda ciudadanía de las víctimas y sus moribundos sueños de ciudadanía, y marca estos momentos con aforismos que condenan lo que se le depara a un no ciudadano, a una no persona: “Reasentar a 200.000 personas para proporcionar (o hacer que se proporciona) agua potable a 40 millones significa un error en la escala de operaciones”, escribe. “Es matemáticas fascistas”.
Privatización y Occidente
Más allá de estos cambiantes papeles, la obra de Roy está repleta de momentos de contraste entre lo que ocurre en los libros de contabilidad bancarios de la élite, en las autocomplacientes conferencias de prensa y en la mesa de las personas pobres. Por ejemplo, en una definición de la privatización económica aparece uno de esos autorretratos rudimentarios: “Como escritora, una se pasa toda la vida viajando al corazón del lenguaje, tratando de minimizar, si no de eliminar, la distancia entre el lenguaje y el pensamiento”. Pero para los Estados y las corporaciones “el lenguaje solo sirve para ocultar sus intenciones”. Esto es aún más cierto a medida que el primer mundo y las multinacionales siembran el caos privatizador en el mundo en desarrollo.
Las primeras obras de Roy se apoyaron sobre los hombros de los movimientos ecologistas y ella se opone a la consigna de la naturaleza como una mercancía. La privatización, reflexiona, “es la transferencia de los activos productivos públicos desde el Estado a las empresas privadas. Entre los activos productivos se incluyen los recursos naturales”.
“La tierra, los bosques, el agua, el aire. Son bienes que el Estado mantiene en fideicomiso para las personas a las que representa. En un país como India el 70 % de la población vive en zonas rurales. Eso supone 700 millones de personas. Sus vidas dependen directamente del acceso a los recursos naturales. Arrebatárselo y venderlo como acciones a empresas privadas es un proceso de desposesión brutal a una escala sin parangón en la historia”.
La lógica empieza con burócratas que confiesan su falta de eficacia, un malestar, y la razón de privatizar derivará naturalmente de esa confesión. “Descubrimos que la solución a ese malestar no es mejorar nuestras habilidades para gestiona la casa ni tratar de minimizar nuestras pérdidas ni obligar al Estado a asumir más sus responsabilidades, sino permitirle abdicar totalmente de sus responsabilidades y privatizar el sector de la energía. Entonces se producirá la magia. La viabilidad económica y la eficacia del estilo de vida suizo empezarán a funcionar como un reloj”.
Un ejemplo local de ello es el escándalo de Enron. En 1993 el gobierno del estado de Maharashtra, gobernado por el Congreso Nacional de India, firmó un acuerdo para crear una central eléctrica de 695 megavatios. Este acuerdo no le iba a ir bien a este partido:
“Los partidos de la oposición, el partido nacionalista hindú, el Bharatiya Janata Party (BJP, por sus siglas en inglés, Partido Popular Indio) y el Shiv Sena, organizaron un clamor de protestas swadeshi (nacionalistas) e iniciaron procesos judiciales contra Enron y el gobierno del estado [de Maharashtra]. Los acusaron de malversación y corrupción al más alto nivel. Un año después, cuando se anunciaron las elecciones generales, fue el único tema de la campaña electoral de la alianza BJP-Shiv Sena”.
Cuando ganó la alianza electoral sus miembros denunciaron que el acuerdo era un “un saqueo por medio de la liberalización”. Hay que tener en cuenta que los liberales del Partido del Congreso Nacional de India (el antiguo partido de Mahatma Gandhi y Jawaharlal Nehru) permitieron a la coalición de derecha llegar al poder, primero a escala regional y luego nacional, gracias a estas acciones que se presentaban de forma convincente como lucha contra la corrupción. El líder de la oposición que mantuvo su promesa y abandonó el proyecto “acusó más o menos directamente al gobierno del Partido del Congreso de haber aceptado un soborno de 13 millones de dólares de Enron”.
Enron, por su parte, difícilmente podía negarlo y no hizo “ningún secreto del hecho de que, para asegurar el acuerdo, había pagado millones de dólares para ‘educar’ a los políticos y burócratas involucrados en el acuerdo”. Por haber denunciado esta corrupción liberal se denunció reiteradamente a Roy, se la acusó “de sedición, de ser antinacional, de ser una espía y, lo que es más ridículo, de recibir ‘dinero extranjero’”. Así es como el Partido del Congreso elude aparentemente la culpa, mientras que su bien resarcida salida del poder, en este estado y en otros lugares, contribuyó a marcar el inicio de un reino de terror fascista contra las personas musulmanes de India. Los fascistas consiguieron bastante bien presentar a los liberales como corruptos, lo que allanó el camino para que los primeros tomaran el poder.
El genocidio de India contra las personas musulmanas
En medio de estos acontecimientos un director de cine holandés preguntó a Arundhati Roy qué podía enseñar India al mundo. La escritora le ofreció una lección irónica al guiar a director de cine por los campos de adiestramiento fascista de India, “una Rashtriya Swayamsevak Sangh (1) en la que […] personas corrientes andan en pantalones cortos de color caqui y aprenden que acumular armas nucleares, el fanatismo religioso, la misoginia, la homofobia, quemar libros y el odio declarado son las formas de recuperar la dignidad perdida de una nación”. Este es uno de los temas recurrentes de la obra de Arundhati Roy, ayudar a las y los indios y al mundo a ver la infraestructura fascista de India y advertir contra su heraldo más campechano, el primer ministro Narendra Modi.
Roy suele recordar al lector que el líder de la RSS durante la Segunda Guerra Mundial, un hombre llamado M. S. Golwalkar, admiraba abiertamente a Adolf Hitler y a Benito Mussolini. Políticos tanto del Partido Congreso Nacional Indio como del partido de Modi, el Bharatiya Janata Party (BJP), son miembros de esta organización fraternal formada por personas voluntarias que cuenta con millones de miembros en todo el país. Su trabajo se inclina hacia el fascismo por medio del nacionalismo. Roy informa en su ensayo de “Listening to Grasshoppers” [Escuchar a los saltamontes] de lo que se juegan las personas musulmanas de India:
“En el estado de Gujarat se produjo un genocidio contra la comunidad musulmana en 2002. Utilizo a propósito el término genocidio […]. Empezó como un castigo colectivo por un crimen no resuelto (quemar un vagón de tren en el que murieron abrasados cincuenta y tres peregrinos hindúes). En una cuidadosamente planificada orgía de supuesta represalia fueron asesinadas dos mil personas musulmanas a plena luz del día por escuadrones de asesinos armados, organizados por las milicias fascistas y respaldados por el gobierno de Gujarat y el gobierno central del momento. Las mujeres musulmanas fueron violadas en grupo y quemadas vivas. Las tiendas musulmanas, los negocios musulmanes y los santuarios y mezquitas musulmanes fueron destruidos sistemáticamente. Fueron asesinadas dos mil personas y más de cien mil fueron expulsadas de sus hogares”.
Cuando Roy nombra a uno de los autores clave, el “timonel” descarado de este genocidio, Modi, que actualmente desempeña su segundo mandato como primer ministro, el alcance de su razonamiento moral y comparativo es amplio y minucioso. Sí, el genocidio de Gujarat en 2002 fue pequeño en comparación con otras masacres globales. Fue pequeño comparado incluso con una atrocidad fomentada por el Partido del Congreso que mató a tres mil personas de religión sij tras el asesinato de la primera ministra de India Indira Gandhi. Con todo, no se puede ignorar el genocidio de Gujarat, en primer lugar porque se utilizó para ganar gran cantidad de elecciones. “Modi se había convertido en un héroe popular, al que el Bharatiya Janata Party (BJP) llamó para hacer campaña en su nombre en otros estados de India”, escribe Roy. En segundo lugar porque “forma parte de una visión más amplia, más elaborada y sistemática”. Las “matemáticas fascistas” de India han evolucionada para lograr beneficios electorales. Estas matemáticas se sustentan en un odio que “debe considerar a sus víctimas personas subhumanas, parásitos cuya erradicación sería un servicio a la sociedad”, pero que se utiliza inteligentemente como arma para ganar elecciones.
Cierto tipo de genocidas no se molesta en negarlo e incluso se jacta de sus asesinatos. Es lo que ocurrió en el Estados Unidos colonial donde el puritano inglés John Mason contaba lo siguiente acerca de una masacre de personas pequot y que Roy cita: “Aquellos
que escaparon del fuego fueron asesinados con la espada, algunos cortados en pedazos”. Y lo mismo ocurre hoy en día con uno de los “artífices” del genocidio de Gujarat que declaró a una revista india: “No perdonamos ni una sola tienda musulmana, lo incendiamos todo, les prendimos fuego y los matamos”.
India representa una gran base económica y por eso se la cortejada en vez de castigarla por semejantes atrocidades. Donald Trump está alineado políticamente con Modi y lo trata con deferencia, e incluso apareció en un mitin multitudinario celebrado en Texas en otoño para recibir a Modi. Pero lo mismo hizo Barack Obama, que normalizó estas matemáticas fascistas por medio de la amistad estratégica que cultivó con Modi, algo así como respaldar la política de Trump en el exterior antes de que dicha política aterrizara en Estados Unidos. Para estas dos figuras la importancia de India en la zona invalidó la necesidad de condenar la barbarie de Modi. También los medios de comunicación indios se dedican a las matemáticas fascistas, como se ve en los altos índices de aprobación de Modi incluso después de que “desmonetizara” la moneda india, lo que provocó una caída en picado financiera.
Cuando India modificó su legislación en diciembre para quitar la ciudadanía a millones de personas musulmanas, muchas personas protestaron. La reacción que provocó fueron los peores pogromos contra personas musulmanas desde hacía décadas. En febrero en el noreste de Delhi las repetidas oleadas de atacantes persiguieron a las personas musulmanas de los barrios mixtos, golpearon, despedazaron y dispararon hasta matarlas a más de cincuenta, les cortaron los genitales y les prendieron fuego.
Cuando Roy detalla estas atrocidades tampoco quiere que los lectores estadounidenses olvidemos las brutalidades cometidas en nuestro nombre. Se pregunta al meditar sobre el genocidio:
“¿Y la muerte de un millón de personas iraquíes bajo el régimen de sanciones, antes de la invasión estadounidense de 2003, fue un genocidio (como lo denominó el Coordinador Humanitario de la ONU para Irak, Dennis Halliday) o fue algo “que valió la pena”, como afirmó Madeleine Albright, la embajadora de Estados Unidos ante la ONU? Depende de si las normas las dicta Bill Clinton o una madre iraquí que perdió a su hijo.”
Lo importante en este ensayo de Roy sobre los asesinatos genocidas de Modi es que los lectores estadounidenses no podemos sentirnos libres de culpa, ni psicológica ni moralmente, mientras leemos acerca de un tipo diferente de atrocidad en el subcontinente.
El escarabajo de la madera en el corazón de Roy
Gracias a la introducción a una edición de 2003 de Por razones de Estado de Noam Chomsky aprendemos de la propia Roy por qué ella es tan indispensable. “Al ser una niña crecida en el estado de Kerala, en el sur de India, donde en 1959, el año en que nací, llegó al poder el primer gobierno comunista elegido democráticamente del mundo, me preocupaba muchísimo ser una “amarilla””, empieza.
“Kerala estaba solo a unos pocos miles de millas del oeste de Vietnam. Teníamos junglas y ríos y campos de arroz y también comunistas. Seguía imaginando que mi madre, mi hermano y yo misma éramos expulsados de la selva por una granada, o acribillados, como los “amarillos” en las películas, por un estadounidense de brazos musculosos que comía chicle y con una música muy alta de fondo. En mis sueños yo era la niña quemada de la famosa fotografía tomada en la carretera de Trang Bang. [. . . ] Como alguien que creció en la cúspide de la propaganda tanto estadounidense como soviética (que más o menos se neutralizaban la una a la otra), cuando leí por primera vez a Noam Chomsky pensé que su cúmulo de pruebas era, ¿cómo decirlo?, demencial. Incluso una cuarta parte de las pruebas que él había reunido habría bastado para convencerme. Solía preguntarme por qué Chomsky tenía que trabajar tanto. Pero ahora comprendo que la magnitud e intensidad de su trabajo es un barómetro de la intensidad, alcance e implacabilidad de la maquinaria de propaganda a la que se enfrenta. Es como el escarabajo de la madera que vive dentro de la tercera balda de mi estantería. Día y noche oigo sus mandíbulas crujiendo a través de la madera, desmenuzándola hasta convertirla en polvo fino. Es como si no estuviera de acuerdo con la literatura y quisiera destruir la propia estructura en la que se apoya. Lo llamo Chompsky (2)”.
“Capa a capa”, escribe Roy, “Chomsky desmonta el proceso de toma de decisiones de los altos cargos del gobierno estadounidense para desvelar el centro mismo del despiadado corazón de la maquinaria de guerra estadounidense, totalmente aislada de las realidades de la guerra, cegada por la ideología y dispuesta a aniquilar a millones de seres humanos, civiles, soldados, mujeres, niños, pueblos, ciudades enteras y ecosistemas enteros con unos métodos de brutalidad afinados científicamente”.
Roy capta qué tiene Chomsky que nos infunde ánimo. Eso explica lo indispensable que también es Roy. Los primeros ensayos de la escritora ofrecen una furiosa curiosidad que domina las herramientas de los tecnócratas: ella lo denomina convertirse en una “oficinista”. Comprueba cifras e informes, entrevista a las víctimas. El estilo de sus primeros ensayos es emocionante, Roy escribe como una refutadora con ráfagas de bravuconería y anotaciones cómicas.
Pero en los siguientes ensayos del libro la encontramos transformada en una sensata aunque todavía irreverente detective de la historia que trata de descifrar el preciso momento en que se hechizó a India (con el nacionalismo, con la violencia estatal), como ocurre en su ensayo sobre B. R. Ambedkar.
El médico y el santo
Al inicio de su ensayo más ambicioso, sobre el problema de las castas hindúes, Roy relata la espantosa violación y asesinato de Surekha Bhotmange. Para mostrar lo invisible que es este problema Roy compara cómo trataron los medios de comunicación el caso de Bhotmange, una intocable o dalit, ocurrido en India en 2006 con cómo trataron el de Malala Yousafzai, una chica paquistaní, ocurrido en 2012. Después de que se impidiera a Yousafzai estudiar en Pakistán y lo lograra en otra parte desafiando a los talibán locales, como es sabido recibió un tiro en la cabeza, sobrevivió de milagro y se convirtió en un símbolo mundial de la educación de las mujeres por medio de la consigna “Yo soy Malala”, una consigna que supuestamente desafiaba los regímenes conservadores, pero que se vendió en el contexto de la llamada guerra contra el terrorismo de Estados Unidos y sus medios de comunicación y ONG que la acompañaron.
Roy es ecuánime a la hora de describir a la propia Malala, que es una persona noble. Pero sus sentimientos respecto a que se utilice a Malala en una campaña de propaganda a favor de la guerra se reducen a una sola frase: “Los ataques con drones estadounidense en Paquistán continúan con su misión feminista de ‘eliminar’ a los misóginos terroristas islamistas”.
Esto contrasta con Bhotmange, una mujer dalit de cuarenta años en India. Como tenía más estudios que su marido, era la cabeza de familia de facto. Sus hijos también habían estudiado. Como su ídolo intelectual, Bhimrao Ramji Ambedkar, que fue una de las luces fundadoras de India, abandonó el hinduismo con sus personas intocables por el budismo carente de castas. Pero fue perseguida y oprimida por tratar de mejorar su parcela de terreno de labranza que lindaba con las granjas de personas hindúes que supuestamente eran de mejor cuna. Tras atacar a uno de los parientes de Bhotmange, sus vecinos boicotearon arbitrariamente sus intentos de llevar la electricidad, mejorar las infraestructuras de su granja o regar sus cosechas. Cuando Bhotmange se defendió y pidió que se detuviera a quienes habían agredido a su pariente, una escuadra de vigilancia formada por setenta vecinos llegó en tractores, violaron y asesinaron a ella y a su hija después de mutilar y asesinar a sus hijos. Dejaron en una zanja a estos cuatro miembros de la familia, a todos excepto al marido que había ido corriendo a llamar a la policía. No es de extrañar que, como les ocurre a muchas personas dalit, no se hiciera justicia por lo que habían padecido Bhotmange, sus hijos y su marido.
“Surekha Bhotmange y sus hijos vivían en una democracia favorable al mercado”, escribe Roy, “de modo que la ONU no hizo peticiones tipo ‘Yo soy Surekha’ al gobierno de India ni hubo ningún decreto o mensaje de indignación por parte de jefes de Estado, lo cual también está bien, porque no queremos que nos caigan encima bombas de fragmentación sólo porque tenemos castas”. Roy cita la descripción que Ambedkar hizo (“con un valor que a los intelectuales indios de hoy en día en India les cuesta reunir”) del hinduismo como “una verdadera cámara de los horrores”.
Aunque la historia de Bhotmange es espantosa, no era excepcional. Roy cita los datos de la Oficina Nacional de Registros Criminales, según los cuales “cada dieciséis minutos una persona que no es dalit comete un crimen contra una dalit”, y añade:
“Cada día más de cuatro mujeres intocables son violadas por personas tocables y cada semana trece personas dalit son asesinadas y seis secuestradas. Solo en 2012, el año de la violación en grupo y el asesinato en Delhi, fueron violadas 1.574 mujeres dalit (la regla general es que solo se informe del 10 % de las violaciones o de otros delitos contra las personas dalit) y fueron asesinadas 651 personas dalit. Solo se refiere a las violaciones y asesinatos, no al hecho de que se las despoje de la ropa y haga desfilar desnudas ni a obligarlas a comer mierda (literalmente), a los robos de tierra, a los boicots sociales, a la restricción de acceso al agua potable”.
Esa es la razón por la que Roy recuperó un discurso de Ambedkar que nunca pronunció y que se titula “The Annihilation of Caste” [La aniquilación de la casta]. Cuando lo descubrió lo encontró reconfortante. El discurso, que explica las castas indias a la vez que presenta un camino alternativo que la Constitución podría haber asegurado mejor, trata sobre la brecha existente entre “lo que se enseña a creer a la mayoría de los indios y la realidad que experimentamos cada día de nuestras vidas”. A continuación se expone la tesis de Roy de 120 páginas acerca de la batalla entre el médico que era lo suficientemente sabio para oponerse a las castas y que contribuyó a redactar la Constitución india, y el más conocido santo que luchó contra él para preservar las castas, Mohandas K. [Mahatma] Gandhi. Después se pregunta por qué las campañas internacionales de denuncia excluyen las castas indias, los casos como el de Surekha y su familia, a pesar de que dichas campañas se centran en “otras abominaciones contemporáneas, como el apartheid, el racismo, el sexismo, el imperialismo económico y el fundamentalismo religioso”.
Mientras se construía la India independiente Ambedkar luchó por una igualdad que era incompatible con el estratificado sistema de las castas hindúes que defendía Gandhi. Pero tras un largo apartado dedicado al debate entre ambos hombres, la escritora se pregunta qué ocurre hoy en día, “¿se pueden aniquilar las castas?”:
“No, a menos que demostremos el valor de reorganizar las estrellas de nuestro firmamento. No, a menos que aquellos que se llaman a sí mismos revolucionarios fomenten una crítica radical del brahmanismo. No, a menos que aquellos que entienden el brahmanismo afilen su crítica al capitalismo.
Y, por supuesto, no, a menos que leamos a Babasaheb Ambedkar, si no en nuestras aulas, entonces fuera de ellas. Hasta entonces seguiremos siendo lo que él denominó “hombres (y mujeres) enfermos” de Hindustán, que parece que no quieren sanar”.
De hecho, ¿acaso la casta no es otro tipo de matemáticas fascistas? ¿Y acaso cada tipo de violencia india (contra las personas musulmanas, las adivasi y las dalits, por no mencionar sus ríos, elementos y bosques, no refuerza la otra?
No obstante, las personas desventuradas de India no son sólo víctimas. En el relato que Roy hace desde hace varias décadas también han asumido su propia defensa, incluida una tristemente célebre resistencia armada maoísta. La escritora analiza esta respuesta en su largo ensayo “Caminando con los camaradas” (3). Por un lado, escribe,
“[…] hay una sólida fuerza paramilitar armada con el dinero, la potencia de fuego, los medios y la hubris de una superpotencia emergente. Por otro, [están] los aldeanos ordinarios armados con armas tradicionales, respaldados por una fuerza de combate guerrillera maoísta magníficamente organizada y enormemente motivada que tiene una extraordinaria y violenta historia de rebelión armada”.
En otro ensayo Roy también explica la violencia de estas personas oprimidas a las que rellenaron sus cañerías de agua con hormigón, cuyos pueblos estaban siendo vaciados de habitantes en una operación conocida como Operación Caza Verde. “Una vez más, hoy la insurrección se ha extendido a través de los ricos en minerales bosques de Chhattisgarh, Jharkhand, Orissa y Bengala Occidental, patria de millones de personas de las tribus de India, una tierra de ensueño para el mundo corporativo”.
Se continúa aniquilando esta rebelión en el bosque y después renace en otro lugar. ¿Sabe Roy que la lucha armada es violenta? Sí, por supuesto. ¿Lo aprueba? No, lo contextualiza. Escribe que al Estado y sus adeptos les viene bien ver cada nuevo levantamiento de forma ahistórica. Presentarlo en un marco de Guerra Fría de maoístas (léase, comunistas) frente a progreso. Olvidar que la Constitución trató injustamente a las personas de las tribus de India, lo mismo que a sus dalit, una Constitución cuya ratificación ella describe como “un día trágico para las personas de las tribus” que se convirtieron en “ocupas en su propia tierra”, a las que se negó los frutos, los alimentos y los recursos de sus propios bosques, se criminalizó todo su modo de vida, especialmente cuando estaba por medio la extracción de recursos o un proyecto de construcción de una presa.
“La inmensa mayoría de las decenas de millones de personas desplazadas internas […], refugiadas del ‘progreso’ de India, son personas de las tribus”, escribe. La primera de estas rebeliones se produjo en Naxal, de modo que naxalita se convirtió en sinónimo de ser maoísta, aunque de forma anacrónica; “Al Estado le conviene olvidar que las personas de las tribus del centro de India tienen una historia de resistencia que precede en siglos a Mao”.
Cuando Roy empezó a investigar para preparar este ensayo se suponía que su contacto tenía que llevar plátanos en la mano y una revista para que ella pudiera reconocerlo. No tenía ninguna de las dos cosas, le dijo que no pudo encontrar la revista. ¿Y los plátanos? “Me los comí”. Los humaniza como algo más que solo una lucha armada por su tierra, muestra cómo bailan, festejan, luchan y duermen en los bosques bajo las estrellas.
Roy escribe que aunque la no violencia es preferible no puede funcionar si los medios de comunicación no hablan de las dificultades en las que te encuentras. Como miembro de los medios de comunicación ella viaja allí para solucionarlo. Mientras tanto, ellos se defienden a sí mismos.
Roy hace la misma tarea humanizadora en el conflicto de Cachemira al contextualizar los errores que India ha cometido ahí en otro ensayo repleto de historia y de crítica, que también muestra a las “personae non gratae” del Estado ocupante cosechando y comiendo manzanas, y disfrutando de lo que les queda de vida en sus cada vez más escasos momentos de paz durante otra crisis creada por la propia India.
El crítico y la críticas de la obra de Roy
Por supuesto, los intelectuales liberales consideran intolerables las críticas que Roy hace del Estado y sus retratos de las personas disidentes. Samanth Subramanian empieza su reseña en New Yorker de My Seditious Heart recordando a sus lectores una y otra vez simplemente lo enfadada que está Roy. Aunque el crítico elogia su escena de las manzanas en Cachemira, reduce la crítica de la escritora del proyecto neoliberal a “una ira desinhibida” y se pregunta la típica perogrullada anti-Cuarto Estado que se suele esgrimir contra las personas de izquierda: “En todo caso, ¿qué solución ofrece ella?”.
Una frase típica en la reseña de Subramani al describir las críticas de Roy empieza de la siguiente manera: “Roy arremete contra” o “hace trizas”. Subramani la acusa de falta de coherencia en su actitud hacia la no violencia y de adoptar “una perspectiva más suave” cuando aborda la violencia cometida por el movimiento maoísta “naxalita” de India. Pero aunque el crítico considera que Roy caracteriza con ternura hipócrita la violencia de izquierda, lo que ella realmente escribió es que la “brusca retórica” de su fundador, Charu Majumdar, “fetichiza la violencia, la sangre y el martirio, y a menudo emplea un lenguaje tan burdo que es casi genocida”. ¿Parece esto tierno y nostálgico?
Subramanian continúa burlándose de Roy por aceptar el dinero de premios literarios financiados por diferentes ONG, mientras condena a otras ONG “sin sopesar para nosotros, sobre el papel, el trabajo que puede haber hecho la organización sin fines de lucro”. Sin embargo, lo que ella escribió realmente era que “las ONG corporativas o a las que dotan de fondos las fundaciones son la forma que tienen las finanzas mundiales de comprar a los movimientos de resistencia, literalmente como los accionistas compran las acciones en las empresas y después tratan de controlarlas desde dentro”. Al funcionar como “puestos de escucha” alejan a los artistas, activistas y directores de cine de la confrontación radical y “los encaminan al multiculturalismo, la igualdad de género y el desarrollo comunitario”, esto es, unas vendas sobre las heridas que deja la privatización. Por último, Roy añade que le molesta que “el hecho de que la idea de justicia se haya convertido en la industria de los derechos humanos haya sido un golpe conceptual en el que las ONG y las fundaciones han desempeñado un papel fundamental”.
Es típico de un periodista con una cierta inclinación liberal rellenar sus artículos con tergiversaciones acerca de escritores de izquierda. Pero la obra de Roy me parece un acto de amor crítico por mucho que algunas personas consideren que la ira descalifica la obra de Roy (los editores de Subramanian suavizan la interpretación errónea del crítico en su artículo“The Prescient Anger of Arundhati Roy” [La clarividente ira de Arundhati Roy]). La escritora trata de salvar vidas, tal como uno haría en una pandemia. Intenta que las cifras de las personas que sufren sean menos abstractas, incluso más pequeñas:
“Como escritora, escritora de ficción, me he preguntado a menudo si el intento de ser siempre precisa, de tratar de ser rigurosa con los hechos, reduce de alguna manera la escala épica de lo que ocurre realmente [. . .] Me preocupa estar permitiéndome a mí misma presionarme para ofrecer una precisión prosaica y que se ciñe a los hechos, cuando quizá lo que necesitamos sea un aullido salvaje o el poder transformador y la precisión real de la poesía. Algo relacionado con la naturaleza de la gobernanza y la subyugación en India, una naturaleza ingeniosa, brahmánica, intrincada, burocrática, ceñida a los archivos y al “se debe solicitar por los canales adecuados” parece haberme convertido en una oficinista. Mi única excusa es decir que se requieren unas herramientas extrañas para descubrir el laberinto de subterfugios e hipocresía que envuelve la crueldad y la violencia fría y calculada de la nueva superpotencia favorita del mundo”.
En otras palabras, una pregunta originaria guía la preocupación de Roy acerca de a dónde le ha llevado su obsesivo corazón: ¿sobre qué puede informar ella o qué puede decir que haga que quienes está en el poder dejen de hacer trampas con las matemáticas y de asesinar, para lograr que los auxiliares de quienes están en el poder y en los medios de comunicación dejen de encubrir los primeros pasos? ¿De cuántas maneras se debe rehacer a sí misma para hacerlo?
La escritora artera
Roy contó en Nueva York una anécdota divertida y elocuente acerca de la confusión moral de algunos de sus críticos. Una vez se le acercó un hombre cuando la reconoció. Aunque ella intentó desentenderse porque sabía lo que se avecinaba, acabó admitiendo quién era. El hombre le dejó claro que no estaba en absoluto de acuerdo con ella debido a todas sus críticas a India, aunque no le pudo decir inmediatamente con qué no estaba de acuerdo y murmuró algo acerca de Cachemira. Entonces le vino la palabra a la boca: ella era “artera”, lo que sorprendió a Roy. Vagamente replicó al hombre que se equivocaba, que sus críticas de la violencia de Estado de India en lugares como Gujarat y Cahemira eran rotundas y claras, lo contrario de arteras. Finalmente, Roy se dio cuenta de que el hombre no sabía lo que significaba esa palabra y se lo dijo. El hombre volvió sobre la palabra con la esperanza de que su significado pudiera estirarse hasta condensar su crítica visceral de la falta de patriotismo de Roy. “Pero no importa”, zanjó el hombre, “¿por qué preocuparse por el vocabulario? Venga, hágase un selfie conmigo”. “Eso ahora es artero”, replicó ella.
Cuando Arundhati Roy argumentó en un discurso de 2010 que históricamente Cachemira no formaba parte de India, el ala femenina del fascista BJP, al que le pareció intolerable esta opinión, acampó frente a su casa para exigirle que se retractara de esas palabras o “se marchara de India”. Incluso se dice que la derecha india se dedicó a enviar el PDF de su novela El ministerio de la felicidad suprema de 2017, al parecer para negarle sus derechos de autor al ofrecer un ejemplar gratis a quienes pudieran verse tentados a comprar el libro.
Como soy una persona no india de un país al que le encanta denunciar la “censura” en otros países mientras se la permite a su propia manera en el suyo, no debería exagerar acerca de la persecución que sufre Roy. Aunque algunos de sus oponentes en India y otras partes han distorsionado profundamente la obra de esta escritora, así es como funcionan los progresistas. Ella tiene más lectores en todo el mundo, de sus novelas y ensayos, que la mayoría de los escritores.
Así que el hecho de que la editorial de Chicago Haymarket Books haya recopilado sus ensayos ofrece a los lectores una oportunidad de familiarizarse con la multitud de luchas en las que se ha involucrado Roy a lo largo de veinticinco años y que conforman sus novelas. La Roy ensayista encarna la impiedad legalista aunque humana de un abogado de oficio, el ingenio y manejo del lenguaje de un poeta, de un camarada que no da por buena ninguna injusticia.
Notas de la traductora:
(1)La Rastriya Swayamsevak Sangh (RSS) es una organización paramilitar india de derecha y nacionalista hindú conformada por voluntarios. Se considera que es la organización que dio origen al partido gobernante en India, el Partido Popular Indio.
(2) Juego de palabras intraducible; “chomp”, en inglés, significa “mascar”.
(3) Véase la traducción al castellano de Carolina Sandoval, https://desinformemonos.org/wp-content/uploads/2009/08/Caminandoconloscamaradas.pdf
Joel Whitney es el autor Finks: How the CIA Tricked the World’s Best Writers. Sus artículos se publican en Newsweek, Poetry Magazine, New York Times, New Republic y otros medios.
Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y Rebelión como fuente de la traducción.
Rebelión.