Estados Unidos. El racismo norteamericano es un diamante puro

Esta­dos Uni­dos. El racis­mo nor­te­ame­ri­cano es un dia­man­te puro

Por Ser­gio Kier­nan, Resu­men lati­no­ame­ri­cano, 31 mayo 2020.-

Por qué el poli­cía de Min­nea­po­lis pudo matar de un modo tan casual, tan frío.

Les dicen Karen, un nom­bre que indi­ca cier­ta edad y que, en el con­tex­to nor­te­ame­ri­cano, avi­sa que es blan­ca. La Karen más famo­sa de estos días es una mujer que el lunes pasea­ba el perro por Cen­tral Park sin correa, como es obli­ga­to­rio. Un negro que anda­ba por ahí con bino­cu­la­res le pidió que le pusie­ra la correa. La Karen no dudó, le dijo que de nin­gu­na mane­ra, sacó el celu­lar y lla­mó a la poli­cía. El negro, mien­tras, la fil­ma­ba. Como si fue­ra un artis­ta, la mujer agre­gó la línea fatal: «les voy a decir que un negro me está ame­na­zan­do». Resul­tó que el hom­bre, Chris­tian Cooper, era poli­tó­lo­go gra­dua­do en Har­vard, esta­ba impe­ca­ble­men­te ves­ti­do y se expli­có con faci­li­dad a los agen­tes, sim­ple­men­te mos­tran­do el video de la dis­cu­sión. La mujer no fue arres­ta­da pero le toma­ron los datos y pue­de ser acu­sa­da por fal­sa denun­cia. El video se hizo viral y para el mar­tes la echa­ban de su pues­to en una financiera.

Las Karen son la nue­va ver­sión del vie­jo per­so­na­je que
siem­pre ve a los negros, marro­nes y ama­ri­llos como peli­gro­sos. En otros
esta­dos estas seño­ras has­ta abren fue­go con­tra los peli­gro­sos, o llaman
al mari­do para que ven­ga con el AR-15 auto­má­ti­co. Las Karen son señoras
que ade­más se creen que pue­den lla­mar a la poli­cía para que les haga
ganar cual­quier dis­cu­sión. Es que las Karen saben algo, saben que son
blan­cas y que en Esta­dos Uni­dos los blan­cos tie­nen razón. Lo raro del
inci­den­te en Cen­tral Park es que por una vez, le salió mal.

Esta
Karen sin armas y urba­na reci­bió crí­ti­cas y bur­las, y has­ta tuvo que
devol­ver el perro a la socie­dad pro­tec­to­ra de ani­ma­les, por­que se está
yen­do de Nue­va York. En infi­ni­tos pro­gra­mas de radio y tele­vi­sión la
ana­li­za­ron sin parar, has­ta que ali­via­dos de tener algo de que hablar
que no fue­ra el coro­na­vi­rus. Se habló de racis­mo, de la alti­vez de la
cla­se media, de tan­tas cosas. Has­ta que apa­re­ció el video en el que, ese
mis­mo lunes, un poli­cía de Min­nea­po­lis mata­ba casi sin que­rer, casi sin
notar lo que hacía, al tam­bién negro Geor­ge Floyd. Esta­dos Unidos
empe­zó a arder.

Las pro­tes­tas vio­len­tas son una vie­ja tradición
nor­te­ame­ri­ca­na y cada ciu­dad del país está mar­ca­da por el recuer­do de
vas­tos incen­dios furio­sos. Detroit y Newark ardie­ron por la muer­te de
Mar­tin Luther King, arran­can­do el perío­do moderno de este tipo de
pro­tes­ta en 1967. Por algo el lúci­do James Bald­win titu­ló uno de sus
ensa­yos más duros «La pró­xi­ma vez, el fue­go». Bald­win sabía, su libro es
de 1963. Y tam­bién sabía que el racis­mo, el anti­ne­gro en par­ti­cu­lar, es
el dia­man­te inal­te­ra­ble que pare­ce estar en el cen­tro de la identidad
nor­te­ame­ri­ca­na. Se pue­de ser racis­ta, se pue­de ser anti­rra­cis­ta, se
pue­de estar har­to del tema, pero no se pue­de ser indiferente.

Es
una de las pri­me­ras lec­cio­nes al inmi­gran­te, que de acuer­do a su color
tie­ne que apren­der su lugar. Los afri­ca­nos miran con des­con­cier­to la
situa­ción en que se encuen­tran al pasar la esta­tua de al liber­tad: de
gol­pe son de segun­da, cues­tio­na­bles, peli­gro­sos, mal vis­tos o
invi­si­bles. El blan­co tie­ne que apren­der que es blan­co, lo que parece
una ton­te­ra pero impli­ca tan­to que uno reci­be el resen­ti­mien­to de
algu­nos como el poder de ser una Karen, si que­rés. Te lo demuestran
has­ta en el aero­puer­to, don­de uno ve filas inmó­vi­les de morenos,
asiá­ti­cos y cen­tro­ame­ri­ca­nos que son revi­sa­dos con lupa, mien­tras los
blan­cos de cla­se media pasan con un par de pre­gun­tas for­ma­les. Si se
tra­ta de más que unas vaca­cio­nes, el men­sa­je es cla­ro: adap­ta­te, tomá tu
lugar.

Esta enfer­me­dad nor­te­ame­ri­ca­na, como la lla­ma­ron más de
uno, ganó un valor nota­ble por su via­bi­li­dad polí­ti­ca. En cual­quier país
que no sea per­fec­ta­men­te homo­gé­neo el racis­mo es cosa de todos los
días. Es lo que hace que nues­tras poli­cías con­si­de­ren correc­to y
fun­cio­nal levan­tar a los ven­de­do­res ambu­lan­tes con cual­quier gra­do de
vio­len­cia ya que son afri­ca­nos o moro­chos de por acá. Y es lo que hace
que tan­tos resuel­van la menor dis­cu­sión con un «negro de mier­da», que
exis­ta la cate­go­ría onto­ló­gi­ca de «negra­da» ‑un sinó­ni­mo es «cosa de
ville­ros»- y que vio­lar chi­cas pobres se lla­me «chi­ni­tear». El racismo
es muy con­cre­to y se basa en memo­rias reales, que en Esta­dos Uni­dos unos
fue­ron escla­vos de los otros, y que aquí unos caye­ron bajo el Remington
y otros metie­ron bala.

La dife­ren­cia es que en Esta­dos Unidos
alguien jun­tó en 1910 un millón de afi­lia­dos para una organización
fla­man­te lla­ma­da El Impe­rio Invi­si­ble de los Caba­lle­ros del Ku Klux
Klan, dedi­ca­da exclu­si­va­men­te a poner a los negros en «su lugar». ¿Qué
lugar? El que tenían antes de la gue­rra civil, de escla­vos, de propiedad
mue­ble, de no-gen­te. En 1787, los fla­man­tí­si­mos Esta­dos Unidos
con­vi­nie­ron a nivel legal que un negro, libre o escla­vo, equi­va­lía a
«tres quin­tas par­tes de un hom­bre» a fines del pri­mer cen­so, en 1790. A
los negros esto no les iba ni venía, a menos que alguien les con­ta­ra que
en el tex­to de la ley se decía que «aun­que degra­da­dos en su esta­ción de
vida, son huma­nos». Este segun­do Klan ‑el pri­me­ro fue una guerrilla
sure­ña- ter­mi­nó sien­do una for­mi­da­ble fuer­za polí­ti­ca en el sur y el
oes­te, ator­ni­llan­do racis­tas pro­ba­dos en gobier­nos, legis­la­tu­ras y
jefa­tu­ras de poli­cía. Lo que des­cu­brie­ron era que el racis­mo era una
herra­mien­ta electoral.

Polí­ti­ca, pre­jui­cio, iden­ti­dad se entre­la­zan y crean algo
per­du­ra­ble, difí­cil de cam­biar. Algo que, y esto es lo que da miedo,
resul­ta natu­ral, habi­tual. Lo más tene­bro­so del video que mues­tra cómo
el ofi­cial de poli­cía blan­co Derek Chau­vin mató al sos­pe­cho­so negro
Geor­ge Floyd es la fal­ta de toda pasión. Floyd se deja espo­sar, resiste
pasi­va­men­te, no empu­ja, no se eno­ja, sim­ple­men­te se deja caer al suelo
para que no lo metan en el patru­lle­ro. Lo redu­cen, lo tiran al piso boca
aba­jo, Chau­vin le pone la rodi­lla en el cue­llo y lo igno­ra. Floyd avisa
que se asfi­xia, rue­ga que lo libe­ren, lla­ma a su mamá. Chau­vin ni lo
regis­tra, está en otra, no se eno­ja, no le pega, no le gri­ta. Todo es
ruti­na y para cuan­do se dan cuen­ta que se murió Chau­vin está tan
ins­ta­la­do que no levan­ta la rodi­lla por tres minu­tos más. Sus colegas
le tie­nen que avi­sar que el dete­ni­do está muer­to para que levan­te la
pierna.

Esta bana­li­dad en el mal es para­li­zan­te. Chau­vin fue
inme­dia­ta­men­te des­pe­di­do y lo acu­sa­ron penal­men­te de homi­ci­dio en tercer
gra­do. Es una des­crip­ción meri­dia­na de lo que pasó, una muer­te sin
pre­me­di­ta­ción, con negli­gen­cia, con des­ca­so. Que es exac­tamn­te como se
tra­ta a alguien que no es del todo un ser humano, que es tres quintas
par­tes de un ser humano, alguien a quien cues­ta tomar­se en serio como un
par. Chau­vin, naci­do y cria­do en Esta­dos Uni­dos, apren­dió bien las
lec­cio­nes que se le ense­ñan a todos los inmigrantes.

A todo esto,
Min­ne­so­ta es un esta­do pro­gre, demó­cra­ta, y el inten­den­te de Minneapolis
es insos­pe­cha­ble de ser un racis­ta. De hecho, la dere­cha que al
prin­ci­pio se que­dó calla­da por la frial­dad inde­fen­di­ble del video, ya lo
está acu­san­do de inci­tar la vio­len­cia en las calles por su rigor con
los poli­cías invo­lu­cra­dos. Esto del racis­mo es mucho más duro que una
sim­ple cues­tión de repu­bli­ca­nos y demócratas.

Itu­rria /​Fuen­te

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