Por Fédéric Thomas, Resumen Latinoamericano, 22 de junio de 2020
Haití, el país más vulnerable del continente americano, se ve afectado por el covid-19 mientras que la población sufre ciclones, una pobreza generalizada y un gobierno gangrenado por la corrupción y totalmente desacreditado. Las últimas palabras de Georges Floyd se han convertido en un grito de alerta en las redes sociales: “Ayiti paka respire”, es decir, “Haití no puede respirar”.
En los últimos días Haití ha superado varias pruebas simbólicas: la del 1 de junio, fecha en que empieza la estación de ciclones, una estación que, al contrario de la del año pasado, se anuncia particularmente dura y agotadora; la del cambio de cien gourdes (la moneda nacional) por un dólar estadounidense (hace cinco años hacían falta dos veces menos) y la de los 3.000 casos confirmados de personas infectadas de covid-19, aunque sin lugar a dudas la cantidad real es mucho mayor.
Haití fue uno de los últimos países de América Latina a los que afectó el coronavirus, pero aunque el virus apareció tarde, llega en el peor momento para el país más vulnerable del continente. La pobreza afecta a casi el 60 % de la población, el 40 % de las y los haitianos está en una situación de inseguridad alimentaria y aproximadamente 2,5 millones de personas, es decir, más del 20 % de la población del país, vive en la capital, Port-au-Prince, un caos urbanístico en el que predominan los barrios de chabolas.
Carencia de todo
La situación sanitaria es reveladora del estado en el que se encuentra el país. Hay una cama de hospital por cada 1.502 habitantes, un médico por 3.353 habitantes y en total 124 camas de UCI. Y las instituciones sanitarias, la mayoría privadas, carecen de todo: equipamiento, material de protección, medicamentos, acceso al agua y a la electricidad, etc. En 2004 el presupuesto sanitario ascendía al 16,6 % de los gastos públicos y era superior a la tendencia regional, pero en 2017 – 2018 descendió drásticamente al 4,3 %,lo que supone un gasto de 13 dólares por persona, es decir, 26 veces menos que la media regional.
Al mismo tiempo prácticamente se ha doblado la parte de la financiación exterior de los gastos sanitarios totales, de modo que se ha operado una transferencia de una política pública a una privatización por medio de las ONG. Y esta transferencia, lejos de ser un accidente, es la consecuencia de una distribución de los papeles y los lugares dentro de una configuración neoliberal entre el Estado haitiano, la “comunidad” internacional y las ONG.
El neoliberalismo y el autoritarismo han empeorado el empobrecimiento
Según el índice de Desarrollo Humano (IDH), que combina la esperanza de vida, el nivel de instrucción y el Producto Interior Bruto (PIB) por habitante, Haití ocupa el puesto 169 de una lista de 189 países, situado entre Sudán y Afganistán. Si se ajusta el IDH a las desigualdades retrocede diez lugares. En realidad, el IDH actual de Haití es inferior al de 2007 (el más alto que ha tenido el país) y este descenso sintetiza el deterioro de las condiciones de vida del pueblo haitiano.
Desde la década de 1970 la población aumenta y se empobrece de generación en generación, los recursos naturales se agotan y la economía se “descapitaliza”, como se dice en Haití. La combinación de los choques neoliberales y de las materializaciones autoritarias bajo la presión (si no la imposición) internacional han acelerado y empeorado este empobrecimiento. Desde el derrocamiento de la dictadura en 1986 al mantenimiento a duras penas del actual presidente, Jovenel Moïse, pasando por los trece años (2004−2017) de la misión de los Cascos Azules (MINUSTAH) no hay un solo acontecimiento político importante en Haití que no haya tenido que ser objeto de un acuerdo con las instituciones internacionales y las grandes potencias, con Estados Unidos a la cabeza. Y esto continúa en las últimas semanas con el préstamo de 111 millones de dólares del Fondo Monetario Internacional (FMI) y con el apoyo al calendario electoral presentado por el presidente haitiano por parte de la Organización de los Estados Americanos, que cada vez actúa más como una simple caja de resonancia de Washington.
Una oleada inédita de movilizaciones frente a la corrupción, la liberalización y la privatización
Pero la degradación de las condiciones de vida se precipitó desde 2011 con el ascenso al poder de Joseph Martelly y después de su delfín, Jovenel Moïse, en febrero de 2017. Con la inflación y la devaluación de la gourde el precio de los alimentos aumentó un 20 %. La corrupción, que es endémica, ha adquirido unas proporciones desmesuradas, ha aumentado la liberalización (el famoso eslogan “Haiti is open for business” [Haití está abierto a los negocios]), se ha acelerado la privatización de la función pública y la inseguridad se ha disparado. El cuadro sería muy sombrío si no lo iluminara la luz de una oleada inédita de grandes movilizaciones que sacudieron al país en 2018 y 2019.
El gobierno de Jovenel Moïse, que está gangrenado por la corrupción y el autoritarismo, ha logrado alzar casi unánimemente al país contra él. Al movimiento anticorrupción de la juventud urbana precarizada, los “Petrochallengers”, alentada por las luchas feministas, se han unido la masa de personas trabajadoras pobres y lo que queda de una clase media, a menudo intelectual, asustada por la decadencia del Estado. Con todo, aun siendo muy potente y original, esta oleada de protestas se chocó contra una doble roca inquebrantable: la oligarquía haitiana y Estados Unidos. Hasta el momento su interdependencia ha impedido toda alternativa.
Imposibilidad de confinarse
Es demasiado pronto para hacerse una idea de la magnitud que acabará alcanzando la pandemia en Haití, pero el temor está justificado: la promiscuidad dentro de las viviendas, el escaso acceso al agua, el predominio del sector informal, la violencia contra las mujeres, etc, hacen que el confinamiento sea muy contraproducente e incluso imposible. Las instituciones sanitarias harán lo que puedan teniendo en cuenta sus medios…irrisorios. Lo que quizá sea más grave es que la falta total de legitimidad del gobierno fomenta que la población niegue la pandemia. Como afirmaba el escritor Lyonnel Trouillot en una tribuna reciente: “[…] la epidemia nos cae encima en un contexto en el que el pueblo no tiene ninguna confianza en el menor enunciado del poder político. No se puede sancionar a la población por su sordera. Jovenel Moïse y el PHTK [el partido del presidente y de su predecesor] han hecho todo lo posible para llevarlo a este nivel cero de confianza”.
En vista de las declaraciones contradictorias, de la falta de transparencia y de las promesas rotas resulta difícil desentrañar los efectos del anuncio de medidas concretas contra el covid-19. A ello se añade la desconfianza: las mismas instituciones que señalan los informes del Tribunal de Cuentas sobre la corrupción se encargan, sin control alguno, de gestionar los fondos de emergencia. El establecimiento de medidas autoritarias con el pretexto de la lucha contra el coronavirus y la batalla respecto a la fecha de las próximas elecciones (2021 0 2022) tienden a demostrar que el gobierno actúa frente a la pandemia como siempre ha hecho: en función de sus intereses.
“Ayiti paka respire”
Pero sea cual sea el balance de la pandemia, su impacto será especialmente duro para Haití. El país pagará no solo las consecuencias de décadas de políticas neoliberales, sino también su dependencia de Estados Unidos, duramente afectado por el covid-19, una dependencia que es directa (una tercera parte de las importaciones y el 83 % de las exportaciones haitianas provienen o se destinan a Estados Unidos) y también es indirecta: la principal fuente de ingresos de Haití reside en el las remesas de dinero enviadas por las y los haitianos que residen en el extranjero, en su mayoría en Estadios Unidos. Estas remesas suponen el 30 % del PIB. El impacto de la reducción de estas remesas será tanto más negativo cuanto que sirven en primer lugar para satisfacer necesidades básicas.
Las últimas palabras de Georges Floyd, asesinado por la policía en Mineapolis, “I can’t breath”, que ha retomado el movimiento Black Lives Matter, se han convertido en un grito de alerta en las redes sociales: “Ayiti paka respire” [Haití no puede respirar]. El país se ahoga bajo el peso de la oligarquía y de Estados Unidos, y de la impunidad que encubren: no ha habido ningún juicio y, menos aún sanciones, por los casos de corrupción y las masacres que se multiplican desde hace dos años.
“La solución solo puede venir de la lucha”
Las organizaciones feministas, sociales y los Petrochallengers están en todos los frentes: sensibilizar e informar a la población sobre los riesgos del covid-19, distribuir mascarillas y jabón, luchar contra las otras pandemias de la corrupción y la violencia de género, sobre todo para que se investiguen las acusaciones de violación contra el presidente de la Asociación de Fútbol de Haití. Las y los haitianos saben por experiencia que la solución solo puede venir de su autoorganización, de alianzas con la mayoría de la población, de la creación de un espacio público. Y de la lucha. Vuelta a la casilla de “cambio”.
Las y los haitianos están cansados, no solo de tener que enfrentarse al covid-19 además de a la crisis económica, la inse guridad y la corrupción, sino también de la combinación de (sin)razón del statu quo y de lo internacional, y esta política de fatalidad que va dejando su ristra de desastres. Más que de deshacerse de la pandemia, se trata de deshacerse de la mirada colonial, de las desigualdades y de la dependencia que convierten cada avatar climático, cada enfermedad y cada fluctuación de los precios del mercado en una catástrofe en Haití. Y de recuperar el aliento.
Fuentes: Rebelión
Foto: Graffiti de Moïse Jerry Rosembert en Port-au-Prince