Por Dom Phillips. Resumen Latinoamericano, 3 de agosto de 2020.
Jason Silva tenía 24 años cuando cogió el coronavirus en la amazónica ciudad brasileña de Altamira. Jugaba al fútbol,practicaba artes marciales, estudiaba educación física en una universidad local y participaba activamente en un grupo que organizaba protestas ante el daño ambiental y social causado por las represas hidroeléctricas de la región, como la tristemente célebre de Belo Monte.
Según el presidente de extrema derecha de Brasil, Jair Bolsonaro, un populista negador de la pandemia que ataca las medidas de aislamiento y que descartó la enfermedad por no ser más que una “pequeña gripe”, la edad y el estado físico de Silva deberían haberlo protegido del virus. Bolsonaro, de 65 años, afirmó que su propia constitución atlética iba a protegerle de la covid-19. Después de revelar que había contraído la enfermedad el 7 de julio, alegó que los jóvenes no debían tener motivos para temerla.
Sin embargo, Silva se puso cada vez más enfermo. Trató de ir al hospital, pero solo pudo ingresar después de cuatro visitas a un centro de salud local y gracias a una campaña en redes sociales de amigos y familiares. Pocos días después de llegar al hospital, el 6 de julio, Silva murió.
“Siempre recordaré lo increíble, inteligente, alegre y amable que era”, dijo su novia Victória Paes, una estudiante que trabajó con Silva entregando comidas. “Desprendía una energía positiva que contagiaba a cualquiera que se le acercara”.
Con 2.098 millones de casos confirmados y 79.488 muertes hasta el 20 de julio, la catástrofe de la covid-19 en Brasil es la segunda peor del mundo, después de Estados Unidos.
La muerte de Silva es parte de la última y preocupante oleada de víctimas de la pandemia de coronavirus en Brasil. Después de devastar las principales ciudades, el virus se está extendiendo al extenso interior de Brasil. Brasileños como Silva están muriendo en pueblos remotos cuyos sistemas de salud no pueden manejar tal carga de casos. Y los médicos y especialistas sanitarios dicen que el desprecio hacia la pandemia por parte de Bolsonaro ha confundido a los brasileños, ha erosionado los aislamientos y ha ayudado a propagar la covid-19.
“Cuando no se informa de manera científica y técnica, se confunde a las personas menos formadas y una pandemia que necesita una respuesta técnica se transforma en una lucha política”, dijo Julio Croda, profesor de medicina que hasta marzo dirigió el Departamento de Enfermedades Transmisibles e Inmunización del Ministerio de Sanidad de Brasil. “Es muy perjudicial para todos”.
En Brasil, aquellos estados que fueron golpeados fuertemente por el coronavirus cuando comenzó a extenderse por todo el país están experimentando que los óbitos van disminuyendo, por lo que están reduciendo las medidas de aislamiento y abriendo parques, restaurantes y gimnasios. Sin embargo, en el interior del país las muertes están aumentando.
La ciudad de Dourados tenía 3.729 casos el 20 de julio, casi una cuarta parte de todas las infecciones de su estado interior de Mato Grosso do Sul. Andyane Tetila, especialista en enfermedades infecciosas que trabaja en su servicio de sanidad estatal, dijo que los hospitales no podrán pronto manejar esa sobrecarga.
La postura de Bolsonaro “no ayuda en nada”, dijo. “Al contrario, nos crea un gran problema”.
El interior de Brasil es especialmente vulnerable al coronavirus. En febrero, según el instituto de investigación del gobierno Fiocruz, el 90% de los municipios brasileños no tenían camas de cuidados intensivos y el 59% no tenía respiradores. En Altamira, dos hospitales atienden a nueve municipios a su alrededor; la ciudad tiene ahora 28 camas de cuidados intensivos para 340.000 personas, pero solo tenía 18 cuando murió Silva.
A medida que América Latina se iba convirtiendo en un foco de la covid-19, la vecina de Brasil, Argentina, cerró sus fronteras. Aunque Argentina tiene una cuarta parte de los 212 millones de habitantes de Brasil, solo soporta el 6% de sus casos. Bolsonaro, por otro lado, argumentó que las medidas de aislamiento causarían daños económicos y desempleo y se puso a luchar contra de ellas.
“Los efectos colaterales de las medidas para combatir el coronavirus no pueden ser peores que la enfermedad real”, dijo durante un discurso televisivo en marzo. Sin mascarilla, se mezcló repetidamente con multitudes de partidarios de extrema derecha, incluso montando a caballo entre ellos. Al preguntársele por la gran cantidad de víctimas en Brasil, dijo: “¿Y qué?”
Bolsonaro es popular en ciudades amazónicas como Altamira, donde el 63% de los electores votaron por él en las elecciones de 2018. El mes pasado, los dueños de los negocios de allí se manifestaron contra los cierres.
“La postura del presidente está haciendo que gran parte de la población no practique aquí el aislamiento social”, dijo Renan Granato, médico en Altamira. “Tiene muchos seguidores en la zona”.
Jason Silva estaba horrorizado, dijo su novia, por la cantidad de personas en la ciudad sin mascarillas (por ejemplo, en supermercados abarrotados), así como por la negación pandémica del presidente.
A medida que aumentaban los casos de coronavirus, Silva y sus compañeros activistas del movimiento de los afectados por las represas, una red nacional que se ocupa de los efectos ambientales y sociales negativos de las represas hidroeléctricas e industriales, distribuyeron alimentos entre los brasileños más pobres que habían perdido el trabajo o los ingresos durante la pandemia. El coronavirus golpeó de forma muy dura especialmente a los brasileños más pobres que viven en comunidades densamente pobladas, aunque han surgido redes locales y nacionales para ayudarles.
En medio de su trabajo de ayuda mutua, Silva lavaba su ropa cada vez que llegaba a casa y procuraba aislarse tanto como podía.
Se sintió enfermo por vez primera el 16 de junio. Cuando ingresó en el hospital municipal, tenía más de 39º de fiebre y una exploración mostró que tenía afectado del 25 al 30% de su pulmón y 87% de nivel de saturación de oxígeno en sangre, dijo Paes. Dos días después, Silva fue transferido a un hospital estatal administrado por el gobierno, el único en la región con camas de cuidados intensivos.
“Siempre hay cola para poder entrar en ambos hospitales”, dijo Granato, el médico de Altamira que se formó como cirujano pero que trabaja ahora en cuidados intensivos. “Las camas en salas y cuidados intensivos están a su máxima capacidad”.
El 19 de junio se terminó la construcción de un hospital de campaña en Altamira que tendrá 60 camas, incluidas 10 para cuidados intensivos, pero no se inauguró hasta el 17 de julio.
“El municipio de Altamira se enfrenta en la actualidad a grandes problemas respecto a las camas de cuidados intensivos”, dijo un portavoz del gobierno de la ciudad en un correo electrónico el 10 de julio. Añadió que la obligación legal de la ciudad era respecto a la “atención básica” y que Silva recibió oxígeno en el hospital municipal mientras esperaba una cama de cuidados intensivos. “El municipio lamenta profundamente la pérdida de otra vida”, dijo.
Brasil tuvo una ventaja sobre la pandemia: el hecho de que se informara en febrero de sus primeros casos de covid-19. En marzo, estados como Río de Janeiro y São Paulo cerraron escuelas y tiendas e introdujeron medidas de aislamiento impulsadas por el ministro de Salud, el Dr. Luiz Henrique Mandetta.
En marzo, Bolsonaro declaró que en Brasil iban a morir de coronavirus menos de 800 personas. Sin embargo, su Ministerio de Salud hizo circular una proyección de seis cifras de muertos si no se hacía nada, dijo Croda, profesor y exfuncionario del ministerio.
Las advertencias oficiales se diluyeron. A mediados de marzo, el Ministerio de Salud publicó un boletín. Poco después se modificó y ahora puede leerse “recomendación excluida para revisión técnica”. La revisión nunca llegó: hasta hace días, la web del ministerio todavía decía que estaba “actualizando la orientación sobre el aislamiento y el distanciamiento social” y ha eliminado recientemente la frase, sin proporcionar guía alguna.
En marzo, cuando el verano brasileño comenzó a agotarse, Bolsonaro emitió un decreto que le otorga poderes para decidir qué puede y qué no puede permanecer abierto. La Corte Suprema de Brasil lo anuló y decidió que los estados y las ciudades podían tomar sus propias decisiones y que Bolsonaro no tenía poder para “ejercer una política pública genocida”, como expresó un juez.
Una portavoz del Ministerio de Salud sugirió a The Intercept que el gobierno federal seguía ahora un enfoque más regional. “Hay que tomar las decisiones de acuerdo con las necesidades de cada región”, dijo la portavoz en un correo electrónico. Agregó que el Ministerio de Salud había financiado 9.200 camas de cuidados intensivos y contratado a más de 6.000 profesionales sanitarios.
Mandetta, el ministro de Salud, ofreció informes diarios detallados que contaron con el aplauso de los expertos en salud pública. Sin embargo, antes de que finalizara marzo intervendría el gobierno de Bolsonaro creando un “gabinete de crisis” y colocando a su jefe de gabinete, el general retirado del ejército Walter Souza Braga Netto, para dirigir las políticas públicas sobre la pandemia.
“El Ministerio de Salud ya no era quién dirigía las actuaciones respecto a la covid”, dijo Croda. El cambio le hizo abandonar su puesto. En abril, Mandetta fue despedido y la estrategia brasileña para la covid-19 empezó a desmoronarse.
El sucesor de Mandetta fue Nelson Teich, un oncólogo que dimitió un mes después al negarse a apoyar la insistencia de Bolsonaro en vender el tratamiento con cloroquina e hidroxicloroquina ‑un medicamento promovido por el aliado de Bolsonaro, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump‑, que no se ha demostrado que ayude a los pacientes de covid-19. En mayo Brasil recomendaba esos medicamentos incluso para casos leves. El 7 de julio, después de dar positivo, Bolsonaro apareció en un video con una píldora en la mano y declaró: “Yo confío en la hidroxicloroquina, ¿y usted?”
El Ministerio de Salud dijo que había distribuido 4,4 millones de píldoras de cloroquina, la mayoría de ellas producidas por el ejército. Mientras tanto, la Administración de Alimentos y Medicamentos de EE. UU. ha revocado la autorización de emergencia para ambos medicamentos debido a sus “riesgos conocidos y potenciales”, algunos de los cuales pueden ser fatales.
“Se centran en el tratamiento sin realizar pruebas científicas”, dijo Croda. «El Ministerio no está haciendo nada desde el punto de vista técnico”.
La sensación de que el gobierno de Bolsonaro va a la deriva quedó confirmada para muchos en mayo, cuando por orden de un juez de la Corte Suprema se publicó el video de una reunión ministerial llena de improperios
La pandemia apenas se mencionaba. El ministro de Derechos Humanos, Damares Alves, alegaba que los pueblos indígenas de la Amazonía estaban siendo infectados deliberadamente con la covid-19 para perjudicar al presidente: una afirmación inaudita que otros participantes despreciaron. Bolsonaro parecía más preocupado por el futuro de su propio gobierno. “Todavía no sabemos… hacia dónde se dirige nuestra barca”, dijo citando el virus. “Podría ir de cabeza hacia un iceberg”.
Brasil todavía está sin ministro de Salud. El ministro interino, el general Eduardo Pazuello, es uno más de la serie de oficiales militares que están ahora en el ministerio, pero no tiene experiencia en sanidad. “Lo más aterrador es la cantidad de oficiales militares que están metiendo allí. Los técnicos de carrera fueron apartados para nombrar a un coronel, un capitán y un sargento”, dijo Mandetta al periódico O Globo en comentarios publicados el 15 de julio. “Es absurdo”.
(El ministerio “tiene un equipo técnico de empleados calificados que mantienen la normalidad de sus actividades”, dijo el portavoz).
Las estadísticas de la covid-19 en Brasil también han sido objeto de escrutinio debido a la falta de informes generalizados. Brasil realizó 2,1 millones de pruebas de anticuerpos ‑945.000 de ellas en laboratorios privados‑, según el Ministerio de Salud, y 2,6 millones de pruebas “rápidas” menos precisas, menos de la décima parte de lo que Teich había prometido comprar. Estados Unidos, por el contrario, ha realizado casi 50 millones de pruebas, según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades. En junio, el Ministerio de Salud de Brasil dejó incluso de publicar el número total de muertes y casos, hasta que un juez de la Corte Suprema intervino y ordenó que se reanudaran los informes.
Jesem Orellana, epidemiólogo de Fiocruz, dijo que cree que las muertes totales en Brasil podrían ser ya de 90.000 a 100.000, porque muchas víctimas son enterradas sin hacerles pruebas, aunque mueran en un hospital. Él y otros cuatro investigadores calcularon un exceso de 22.000 muertes en solo cuatro ciudades: Río de Janeiro, São Paulo, Manaos y Fortaleza, del 23 de febrero al 13 de junio, en comparación con los promedios de 2015 a 2019 para los mismos períodos.
En la ciudad amazónica de Manaos, donde se encuentra Orellana, los saturados hospitales rechazaron a personas enfermas y las víctimas fueron enterradas en fosas comunes cuando los casos alcanzaron su punto máximo en abril. Las muertes en el hogar en Manaos y en hospitales externos aumentaron en un 363% del 9 de febrero al 10 de mayo en comparación con 2019, dijo, un aumento impulsado por la covid-19. El exceso de muertes en la zona por otras causas se produjo porque las personas no podían o tenían demasiado miedo de ir a los sobrecargados hospitales.
“Esto muestra el tamaño del colapso”, dijo Orellana.
El servicio de salud pública de Brasil, llamado SUS, sirve al 70% de la población que no tiene cobertura sanitaria. En 2016, bajo la presidenta Dilma Rousseff, Brasil fue muy alabado por su gestión de una epidemia de zika que causó en los recién nacidos miles de casos de microcefalia. El epidemiólogo de la Fiocruz en Brasilia, Cláudio Maierovitch, fue uno de los funcionarios del Ministerio de Salud a cargo de aquella respuesta. Él cree que con Bolsonaro, el gobierno de Brasil ha fracasado. “No hay un plan nacional”, dijo. “Es una omisión flagrante del gobierno”.
En algunas zonas de Brasil, la sociedad civil, las empresas privadas y las ONG se han volcado para llenar ese vacío construyendo hospitales de campaña y comprando respiradores y equipos de protección.
Cuando los casos de covid-19 aumentaron en mayo, la aislada ciudad amazónica de Tefé improvisó sus propias camas de “cuidados semiintensivos” con respiradores. Médicos sin Fronteras ayudó a capacitar al personal de atención primaria para que pudiera atender a los pacientes gravemente enfermos en la ciudad. La región alcanzó las 81 muertes al 19 de julio.
«Las ciudades y los estados tuvieron que actuar por sí mismos», dijo Laura Crivellari, doctora en Tefé. “Nos sentimos muy solos”.
Hasta el 19 de julio Altamira había informado de 2.708 casos y 75 muertes. “Los casos están aumentando”, dijo Granato.
La muerte de Jason Silva mostró el esfuerzo de las comunidades locales que necesitan valerse por sí mismas en una batalla cuesta arriba. Su trabajo de ayuda mutua en medio de una crisis de recursos no pasó desapercibido para la comunidad: Silva fue muy llorado en Altamira.
“Nunca olvidaré cómo le encantaba ayudar a la gente”, dijo Victória Paes. “Fue un gran ejemplo”.
(Dom Phillips nació en el Reino Unido pero en 2007 se trasladó a Río de Janeiro, Brasil, desde donde escribe para The Guardian y ocasionalmente para el Financial Times. Ha trabajado anteriormente para el Washington Post, el New York Times, Bloomberg, The Observer, The Independent, Daily Beast, etc.)
Fuente: The Intercept /Rebelión