Por Boaventura de Sousa Santos. Resumen Latinoamericano, 16 de agosto de 2020.
Brasil se encuentra en una encrucijada existencial de una dimensión difícil de imaginar. Es uno de los países con uno de los mayores desastres humanitarios causados por la pandemia. Brasil tiene alrededor del 2,8 por ciento de la población mundial, pero tiene el 13,9 de las muertes por COVID-19. Es el país que experimentó dos ataques graves contra la democracia y la primacía del derecho en poco tiempo: el golpe jurídico-político contra la presidenta Dilma Rousseff en 2016, y la grotesca manipulación judicialpolítica que condujo a la condena sin pruebas del expresidente Lula da Silva en 2018, hasta hoy el presidente más popular de la historia de Brasil.
Es el país gobernado por un presidente, Jair Bolsonaro (foto), quien ganó las elecciones después de que su rival fuera neutralizado ilegalmente y, no obstante, con la ayuda de una abrumadora avalancha de noticias falsas. Es el país gobernado por un presidente no sólo claramente incompetente para ocupar el cargo, sino también pro-fascista (defensor de la dictadura militar que gobernó el país entre 1964 y 1985, de la tortura de opositores democráticos, y que viene a poner bajo vigilancia a los defensores de los derechos humanos por supuestas actividades…antifascistas); es también cómplice activo del genocidio en curso en Brasil contra la población indígena y contra la población en general.
Es el único gobernante en el mundo que sigue negando la gravedad de la situación de la pandemia y se niega a declarar el luto nacional por la muerte de tantos miles de brasileños. Un gobernante que anuncia un producto sin prueba científica de su eficacia, la cloroquina, producida por un empresario bolsonarista, de quien el gobierno adquirió suficientes existencias para abastecer al país durante 18 años a un precio seis veces superior al precio por el que compró el mismo medicamento el año pasado. Es el país donde los medios de comunicación principales han mostrado a lo largo de los años un total desprecio por las reglas de la convivencia democrática.
Es el país donde Estados Unidos ha sido capaz de infiltrarse en el sistema judicial de la manera más fácil y eficaz para alinear la política exterior del país con los intereses estadounidenses en el continente y destruir el tejido económico del país en algunas áreas que compiten con las empresas estadounidenses (construcción, aeronáutica y combustibles fósiles).
Finalmente, es el país donde, a pesar de todo esto y en el aparente funcionamiento normal de las instituciones democráticas, la popularidad del presidente, que ha disminuido considerablemente en los primeros meses de la pandemia, vuelve a crecer y lo posiciona para un segundo mandato a partir de 2022. Teniendo en cuenta esto, la única salida posible para Brasil es, a más tardar en 2022, poder poner fin democráticamente a la pesadilla infernal del bolsonarismo. Aunque se han hecho muchos daños irreversibles, la salida consistirá en que los brasileños y las brasileñas sientan política y psíquicamente que se han despertado de una pesadilla, que están vivos a pesar de los seres queridos perdidos, que nace un nuevo día y que un nuevo comienzo vuelve a ser posible.
¿Cuáles son las condiciones para esto?
En primer lugar, el presidente y su clan deben ser investigados seriamente y, por todo lo que se sabe, si lo son, se concluirá que hay suficientes pruebas para ser acusados, juzgados y encarcelados. Además, a nivel internacional, ya se han presentado varias denuncias ante la Corte Penal Internacional de La Haya contra el presidente Bolsonaro por la forma en que dirigió el país durante la pandemia, por crímenes de lesa humanidad y, en el caso de pueblos indígenas, por genocidio, el más grave de estos crímenes.
En segundo lugar, los arquitectos de la grave degradación de la democracia en los últimos años, los jueces y fiscales del Ministerio Público que llevaron a cabo las «investigaciones» de Curitiba, cometieron tantos y tales pisoteos que no sólo deberían ser retirados de la función judicial que deshonraron, sino que deben ser juzgados, respetando todas las garantías procesales, las mismas que negaron a las víctimas de su manipulación macabra. En particular Sergio Moro, el candidato estadounidense para las elecciones presidenciales de 2022, debería ser definitivamente eliminado de la vida política.
¿Cómo fue posible que un juez federal mediocre de primera instancia asumiera la jurisdicción nacional y aprovechara el poder para violar las jerarquías más elementales del sistema judicial?
Que nadie sienta lástima por él, porque los Estados Unidos encontrarán la manera de compensarle por los servicios prestados, en particular con una posición internacional.
En tercer lugar, el expresidente Lula da Silva debe recuperar plenamente sus derechos políticos frente a la diabólica trampa judicial-política de la que fue víctima y cuyos rasgos más grotescos comienzan a ser conocidos.
En cuarto lugar, las fuerzas políticas de izquierda deben estar convencidas de que se enfrentan a una situación política excepcional que exige un comportamiento excepcional y que discutir en este momento si el PSB (partido socialista brasileño) o el PDT (partido obrero democrático) son o no de izquierda, o evitar articulaciones con un amplio abanico de fuerzas democráticas de cara a las próximas luchas electorales son actos de suicidio político que el país se encargará de recordarles en los próximos años.
En quinto lugar, los movimientos sociales y las organizaciones de la sociedad civil tienen que despertar de la inquietante somnolencia que les infundió la vida relativamente fácil que tuvieron durante la administración de Lula da Silva.
El país del Foro Social Mundial es hoy un bochorno para todos los demócratas y activistas del mundo que vieron en Brasil, a principios de la década del año 2000, el país líder de una nueva era de movilizaciones sociales incisivas y pacíficas guiadas por la idea inaugural de que «otro mundo es posible».
Estas son las principales condiciones. Los tres primeros están en manos del poder judicial brasileño. Hay indicios de que los tribunales superiores se han dado cuenta de que el futuro de la democracia depende en gran medida de ellos. Han cometido muchos errores en el pasado reciente, han sido negligentes, si no cómplices, ante violaciones flagrantes de la garantía procesal que es la razón de ser del sistema judicial en una democracia. Pero hay señales de que serán la primera institución en despertar de la pesadilla bolsonarista, y ahora no hay razón para dudar de que estarán a la altura de la carga histórica.
Ciertamente se han dado cuenta de que serán las próximas víctimas, si la ilegalidad sigue estando en libertad e impune. No deben dejarse intimidar por grupos extremistas o por el gabinete del odio. Tienen algunos buenos ejemplos en el continente de que los tribunales a veces saben cómo asumir la responsabilidad de ellos en un momento histórico dado.
Después de todo, ¿quién podría haber imaginado que el político más poderoso de Colombia, Álvaro Uribe, senador, expresidente del país, responsable impune de muchos delitos y de la destrucción de los acuerdos de paz con la guerrilla, sería detenido bajo arresto domiciliario para no entorpecer la justicia que lo juzgará por decisión unánime de la Corte Suprema de Justicia?
Traducción: Bryan Vargas Reyes
* Fuente: Página 12