Inter­na­cio­nal. A 80 años del ase­si­na­to de León Trotsky: dere­cho al opti­mis­mo revolucionario

Por Eduar­do Cas­ti­lla, Resu­men Lati­no­ame­ri­cano, 20 de agos­to de 2020.

Dos cuer­pos exhaus­tos. Dos hom­bres acos­ta­dos, uno al lado del otro. Fati­ga­dos has­ta lo impo­si­ble, inten­tan­do la impo­si­ble tarea de dor­mir. La noche más lar­ga y más tenaz. Hablan a media voz, como que­rien­do no asus­tar a la His­to­ria, que cami­na a su lado, que reco­rre los mis­mos pasi­llos, que des­bor­da los muros de aquel pala­cio zaris­ta, corre por las calles hela­das de Petro­gra­do y, dis­cu­rrien­do sobre las aguas del Neva, se derra­ma sobre toda Euro­pa. La revo­lu­ción no es un sue­ño eterno.

“Es un cua­dro mara­vi­llo­so ver a los obre­ros arma­dos de fusil jun­to a los sol­da­dos, calen­tán­do­se al calor de las hogueras”.

El que habla es el mayor de los dos. El hom­bre que creó el par­ti­do más revo­lu­cio­na­rio de la his­to­ria. El hom­bre de la infa­ti­ga­ble volun­tad, de la más abso­lu­ta entrega.

“Per­sis­ten­te, per­se­ve­ran­te, inde­pen­dien­te de todas las con­ven­cio­nes, indi­fe­ren­te hacia las for­ma­li­da­des; ésta era la carac­te­rís­ti­ca esen­cial de Lenin como jefe”, escri­bi­rá ‑algu­nos años más tar­de- el más joven. Una “ten­sión obs­ti­na­da hacia el obje­ti­vo”, resumirá.

“¿Y el Pala­cio de Invierno? ¿No está toma­do aún? ¿Supon­go que no pasa­rá nada?”.

Dos hom­bres acos­ta­dos en el piso, pla­ni­fi­can­do un nue­vo mun­do. Reha­cien­do el cur­so de la his­to­ria. Abrien­do el camino de la emancipación.

Lo sabe el gri­to cam­pe­sino que, vis­tien­do el gris uni­for­me del sol­da­do, vie­ne des­de el fon­do de la vida recla­man­do tie­rra. Lo sabe el tos­co obre­ro, ape­nas capaz de leer, que des­de las barria­das mugrien­tas, recla­ma pan y libertad.

El Pala­cio de Invierno cae. Cae un peda­zo del vie­jo mun­do. Y un tro­zo del nue­vo se empie­za a armar. Con tro­ci­tos de pared, con caras oscu­ras, con hom­bres silen­cio­sos que ape­nas saben hablar, con muje­res que ya lo han hecho, mar­can­do a fue­go aque­llos meses. ¿O alguien olvi­da que fue­ron ellas las que pusie­ron la rue­da en movi­mien­to? La memo­ria no per­mi­te el olvi­do. Por más que los acon­te­ci­mien­tos corran más rápi­do que las palabras.

“Se nos decía que la insu­rrec­ción aho­ga­ría a la revo­lu­ción en torren­tes de sangre…No sabe­mos que haya habi­do una sola víc­ti­ma”. La revo­lu­ción más gran­dio­sa de todos los tiem­pos hace su entra­da con paso cal­mo. Mira de arri­ba aba­jo a sus detrac­to­res. Los nin­gu­nea. La mue­ca pue­de ofen­der. Pero al fin y al cabo, qué importa.

Todo es irreal, menos la revo­lu­ción.


Junio de 1996. Impo­si­ble recor­dar el día y la hora. Sí el ambien­te. La luz, esca­sa. La direc­ción: Arti­gas 329. ¿Depar­ta­men­to? El pri­me­ro, el últi­mo. Poco impor­ta. El sótano que care­ce de ilu­mi­na­ción, sal­vo por una peque­ña ven­ta­na que da a un agu­je­ro. Barrio de Alber­di. La his­to­ria cuel­ga sobre nues­tras cabezas.

“Creo que el vie­jo Freud, que era muy pers­pi­caz, habría dado un buen tirón de ore­jas a esta cla­se de psicoanalistas”.

Nun­ca había leí­do a Freud. No lo lee­ré des­de enton­ces. Sí al hom­bre que me habla de él. Muchas veces en los siguien­tes 24 años. Esta noche ‑esta madru­ga­da- es una de ellas.

Trotsky habla des­de el exi­lio. Des­de la sole­dad. Des­de la noche negra sta­li­nis­ta. Des­de la bar­ba­rie de la Segun­da Gue­rra Mun­dial. El artícu­lo está fecha­do el 18 de octu­bre de 1939. La car­ni­ce­ría más gran­de que el mun­do cono­ce­rá tie­ne ape­nas 50 días de vida, si se atien­de estric­ta­men­te al calendario.

Leo y releo. No entien­do. No pue­do enten­der. Tam­po­co sé cuan­do lo enten­dí, ni cuán­to tiem­po des­pués. Aquel hom­bre, sumi­do en su frá­gil exi­lio mexi­cano, recla­ma el “dere­cho al opti­mis­mo revo­lu­cio­na­rio”. En un mun­do que ve des­ple­gar­se el poten­te y reac­cio­na­rio poder de la blitz­krieg, aquel ucra­niano reclui­do en Lati­noa­mé­ri­ca, exi­ge recha­zar el pesimismo.

Pro­po­ne mirar la reali­dad de fren­te, denun­ciar­la por trai­cio­nes, enga­ños y decep­cio­nes, pero con­ver­tir­la en alia­da. En una masa a ser mol­dea­da, cuan­do las cir­cuns­tan­cias lo per­mi­tan, para vol­ver a hacer Historia.

Para vol­ver a tirar­se en el piso, entre man­tas y almoha­das oca­sio­na­les, dis­fru­tan­do del sabor de cam­biar el mundo.


“La razón está de su lado, lo repi­to, pero la pren­da de la vic­to­ria de su cau­sa es la intran­si­gen­cia más abso­lu­ta, la rec­ti­tud más seve­ra, el más com­ple­to repu­dio de todo com­pro­mi­so, que son las con­di­cio­nes en que resi­dió siem­pre el secre­to de los triun­fos de Ilich. Esto se lo qui­se decir a usted en muchas oca­sio­nes, pero solo aho­ra, como des­pe­di­da, me atre­vo a decirlo”.

Noviem­bre de 1927. Adolf Jof­fe ago­ni­za. Su ago­nía y muer­te es un acto polí­ti­co. Su vida se apa­ga en un ins­tan­te. Su obra y su acción per­sis­ten por déca­das. Lo lee­mos, tam­bién esta madru­ga­da, 93 años más tarde.

Trotsky es el des­ti­na­ta­rio de aque­llas líneas. De aquel lla­ma­do urgen­te y nece­sa­rio. De aquel pedi­do de intran­si­gen­cia. Relee­mos, bus­ca­mos algu­na pis­ta. Inten­ta­mos saber que pasó por aque­lla cabe­za que pen­sa­ba a mil (¿o un millón?) revo­lu­cio­nes por minuto.

Impo­si­ble no sen­tir el dis­pa­ro en la sien pro­pia. Impo­si­ble no pen­sar el impac­to de aque­llas cru­das pala­bras. Un des­ti­na­ta­rio ungi­do con una misión supre­ma: no aflo­jar. No ceder. No desis­tir. No renun­ciar al opti­mis­mo revolucionario.


Agos­to. 1996. Un perro enor­me ladra des­de el mar­gen izquier­do de la calle. Subimos, en ajus­ta­da colum­na, por la calle Itu­zain­gó. Tran­si­ta­mos una Nue­va Cór­do­ba bas­tan­te menos soji­za­da que la actual. La Poli­cía de Mes­tre nos ame­na­za, imper­tur­ba­ble y vio­len­ta. Allá arri­ba nos espe­ra la Casa de las Tejas.

El país tiem­bla. Yo tiem­blo con él. Mar­cho mi pri­me­ra mar­cha mili­tan­te. Can­to mis pri­me­ras can­cio­nes de lucha. No entien­do nada. Ten­go en el cuer­po, ape­nas, las 150 pági­nas de En defen­sa del mar­xis­mo. Soy la nada.

Car­go, sin embar­go, un poten­te opti­mis­mo revo­lu­cio­na­rio. Lo lle­vo en la mochi­la, como diría un gran com­pa­ñe­ro. Un peda­ci­to del des­tino de la huma­ni­dad. Una par­tí­cu­la. Un grano de sal o de arena.

Un cuar­to de siglo des­pués luci­mos, orgu­llo­sos y feli­ces esa car­ga. Segui­mos pelean­do por nues­tro dere­cho a ese opti­mis­mo revo­lu­cio­na­rio que nos fue lega­do. Un lega­do que, al decir de otro gran cere­bro mar­xis­ta, nos impo­ne la tarea de la redención.

Fuen­te: La izquier­da diario

Itu­rria /​Fuen­te

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