Resumen Latinoamericano, 29 de septiembre de 2020.
El 29 de setiembre de 1976, mueren emboscados por la infantería, un tanque y un helicóptero todos los integrantes del Secretariado Nacional montonero: Alberto «Tito» Molina, María Victoria «Vicky» Walsh, Ismael «Turco» Salame, José Carlos «Tucu» Coronel, Eduardo Beltrán. Resisten durante varias horas y logran romper el cerco extendiendose los combates a los alrededores. A los pocos días de ocurrido y estando aún la casa semidestruida bajo custodia militar, un grupo de milicianos pintó en el frente de la casa aún humeante del combate: «Aquí murieron cinco héroes montoneros».
Fue un hecho de gran trascendencia que inclusive ocupó páginas enteras de los principales diarios del país.
Los detalles de lo acontecido surgen del texto de la carta que Rodolfo Walsh, padre de Victoria ‑Vicki- envió a sus amigos. Y si bien el relato se centra en ella, en el mismo se puede apreciar el rol jugado por el resto de sus compañeros. Todos ellos eran militantes Montoneros, estaban efectuando una reunión de su organización y se asumieron como tales desde el primer momento en que se entabló el combate y todos murieron en las diversas alternativas del mismo.
CARTA A MIS AMIGOS
RODOLFO WALSH
Hoy se cumplen tres meses de la muerte de mi hija María Victoria, después de un combate con las fuerzas del Ejército. Sé que la mayoría de aquellos que la conocieron la lloraron. Otros, que han sido mis amigos o me han conocido de lejos, hubieran querido hacerme llegar una voz de consuelo. Me dirijo a ellos para agradecerles, pero también para explicarles cómo murió Vicky y por qué murió.
El comunicado del Ejército que publicaron los diarios no difiere demasiado, en esta oportunidad, de los hechos. Efectivamente, Vicky era Oficial 2º de la Organización Montoneros, responsable de la prensa sindical, y su nombre de guerra era Hilda. Efectivamente estaba reunida ese día con cuatro miembros de la Secretaría Política que combatieron y murieron con ella.
La forma en que ingresó a Montoneros no la conozco en detalle. A la edad de 22 años, edad de su probable ingreso, se distinguía por sus decisiones firmes y claras. Por esta época comenzó a trabajar en el diario La Opinión y en un tiempo muy breve se convirtió en periodista. El periodismo en sí no le interesaba. Sus compañeros la eligieron delegada sindical. Como tal debió enfrentar en un conflicto difícil al director del diario, Jacobo Timerman, a quien despreciaba profundamente. El conflicto se perdió y cuando Timerman empezó a denunciar como guerrilleros a sus propios periodistas, ella pidió licencia y no volvió más.
Fue a militar a una villa miseria. Era su primer contacto con la pobreza extrema en cuyo nombre combatía. Salió de esa experiencia convertida a un ascetismo que impresionaba. Su primer marido, Emiliano Costa, fue detenido a principios de 1975 y no lo vio más. La hija de ambos nació poco después. El último año de mi hija fue muy duro. El sentido del deber la llevó a relegar toda gratificación individual, a empeñarse mucho más allá de sus fuerzas físicas. Como tantos muchachos que repentinamente se volvieron adultos, anduvo a los saltos, huyendo de casa en casa. No se quejaba, sólo su sonrisa se volvía un poco más desvaída. En las últimas semanas varios de sus compañeros fueron muertos; no pudo detenerse a llorarlos. La embargaba una terrible urgencia por crear medios de comunicación en el frente sindical, que era su responsabilidad. Nos veíamos una vez por semana; cada quince días. Eran entrevistas cortas, caminando por la calle, quizás diez minutos en el banco de una plaza. Hacíamos planes para vivir juntos, para tener una casa donde hablar, recordar, estar juntos en silencio. Presentíamos, sin embargo, que eso no iba a ocurrir, que uno de esos fugaces encuentros iba a ser el último, y nos despedíamos simulando valor, consolándonos de la anticipada pérdida.
Mi hija estaba dispuesta a no entregarse con vida. Era una decisión madurada, razonada. Conocía, por infinidad de testimonios el trato que dispensan militares y marinos a quienes tienen la desgracia de caer prisioneros; el despellejamiento en vida, la mutilación demiembros, la tortura sin límites en el tiempo ni en el método, que procura al mismo tiempo la degradación moral y la delación. Sabía perfectamente que en una guerra de esas características, el pecado no era hablar, sino caer. Llevaba siempre encima una pastilla de cianuro ‑la misma con que se mató nuestro amigo Paco Urondo- con la que tantos otros han pbtenido una última victoria sobre la barbarie.
El 28 de septiembre, cuando entró en la casa de la calle Corro, cumplía 26 años. Llevaba en brazos a su hija porque a último momento no encontró con quien dejarla. Se acostó con ella, en camisón. Usaba unos absurdos camisones blancos que siempre le quedaban grandes.
A las 7 del 29 la despertaron los altavoces del Ejército, los primeros tiros. Siguiendo el plan de defensa acordado, subió a la terraza con el Secretario Político Molina, mientras Coronel, Salame y Beltrán respondían al fuego desde la planta baja. He visto la escena con sus ojos: la terraza sobre las casas bajas, el cielo amaneciendo, y el cerco. El cerco de 150 hombres, los FAP emplazados, el tanque. Me ha llegado el testimonio de uno de esos hombres, un conscripto.
«El combate duró más de una hora y media. Un hombre y una muchacha tiraban desde arriba. Nos llamó la atención la muchcha, porque cada vez que tiraba una ráfaga y nosotros nos zambullíamos, ella se reía».
He tratado de entender esa risa. La metralleta era una Halcón y mi hija nunca había tirado con ella aunque conociera su manejo por las clases de instrucción. Las cosas nuevas, sorprendentes, siempre la hicieron reir. Sin duda era nuevo y sorprendente para ella que ante una simple pulsación del dedo brotara una ráfaga y que ante esa ráfaga 150 hombres se zambulleran sobre los adoquines, empezando por el coronel Roualdes, jefe del operativo.
A los camiones y el tanque se sumó un helicóptero que giraba alrededor de la terraza, contenido por el fuego. «De pronto ‑dice el soldado- hubo un silencio. La muchacha dejó la metralleta, se asomó depie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenía el pelo corto y estaba en camisón. Empezó a hablarnos en voz alta pero muy tranquila. No recuerdo todo lo que dijo. Pero recuerdo la última frase; en realidad, no me deja dormir».
‘Ustedes no nos matan ‑dijo‑, nosotros elegimos morir.’ Entonces ella y el hombre se llevaron una pistola a la sien y se mataron frente a nosotros».
Abajo ya no había resistencia. El coronel abrió la puerta y tiró una granada. Después entraron los oficiales. Encontraron una nena de algo más de un año, sentadita en una cama, y cinco cadáveres.
En el tiempo transcurrido he reflexionado sobre esa muerte. Me he preguntado si mi hija, si todos los que mueren como ella, tenían otro camino. La respuesta brota desde lo más profundo de mi corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicky pudo elegir otros caminos queeran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta, hermosa vida. No vivió para ella, vivió para otros, y esos otros son millones.
Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy quien renace en ella.
Esto es lo que quería decir a mis amigos y lo que desearía que ellos trasmitieran a otros por los medios que su bondad les dicte.
28 de diciembre de 1976