Por Júlia Martí, Resumen Latinoamericano, 29 de septiembre de 2020.
Hablamos sobre ecofeminismo, de sus propuestas y prácticas políticas, con dos activistas ecofeministas que nos comparten sus reflexiones desde Buenos Aires y Madrid. Maristella Svampa es profesora en la Universidad Nacional de La Plata, su investigación se centra en temáticas socioecológicas, el neoextractivismo y las alternativas; es impulsora del Pacto Ecosocial del Sur. Y Marta Pascual es profesora, forma parte de Ecologistas en Acción y del grupo Feministas por el Clima, que tiene como objetivo teñir de feminismo las movilizaciones por la justicia climática.
Júlia Martí: Antes de empezar, ¿podéis resumir de forma breve qué es para vosotras el ecofeminismo?
Marta Pascual: El ecofeminismo o los ecofeminismos son el encuentro de prácticas y de lecturas del mundo que se enfrentan a una forma de hacer que violenta los cuerpos, violenta las personas y violenta la tierra. Y plantean, frente a esta forma de hacer violenta, otra forma de entendernos como especie, como seres humanos, como habitantes de la tierra. Una mirada que no es desde arriba sino de igual a igual con los ecosistemas, no es una mirada hacia adentro como individuo autónomo sino que es una mirada hacia la comunidad. De ahí los dos ejes de la interdependencia y la ecodependencia. Esta forma de leernos supone desmontar todo el sistema político económico cultural en el que vivimos, un sistema brutal, capitalista, genocida, colonial, heteropatriarcal, etc.
Maristella Svampa: Es importante subrayar la complejidad de los ecofeminismos. El ecofeminismo es una corriente de pensamiento, pero de otro lado, también es una fuerza social articulada en expresiones diversas. Una suerte de movimiento social que aparece ilustrado por una pluralidad de voces y sujetas. Y en tanto corriente de pensamiento y movimiento social, lo que tiene en común es que pone de manifiesto la afinidad que hay entre la opresión de las mujeres y la opresión sobre la naturaleza, que están conectadas en un esquema binario de dominación. Y, desde ahí, hay tres ideas centrales que aparecen formuladas en términos más conceptuales y teóricos, y al mismo tiempo en las luchas.
Una es la necesidad de desmontar el paradigma dualista que es esencial en la cultura moderna, que opone el hombre a la mujer, la sociedad a la naturaleza, pero también occidente a no occidente, lo público a lo privado, inclusive el norte al sur, civilización o barbarie. Son todos paradigmas binarios que se fundan no solo en la idea de dominación, sino en la devaluación del otro que es considerado como diferente. Entonces, es necesario desmontar el paradigma dualista y proponer un paradigma relacional en el que la interdependencia –leída en la relación sociedad-naturaleza como ecodependencia– sea el eje fundamental para poder avanzar en la sostenibilidad de la vida.
Un segundo elemento es la noción del cuidado, el paradigma del cuidado aparece como central ante la amenaza de extinción de nuestra especie y del planeta en sí mismo. Y, en tercer lugar, el ecofeminismo subraya el rol de las mujeres en la defensa de la vida, de la supervivencia, de la salud, de los territorios. Sobre todo enfatiza la idea de que nuestros mismos cuerpos son naturaleza y desconfía de la ciencia y la tecnología, que se empeñan en ocultar los impactos que el paradigma dominante tiene sobre los territorios y los cuerpos de las mujeres. Esto es lo que ilustra Vandana Shiva en su visión sobre el ecofeminismo de la supervivencia, que en América Latina ha tomado otros nombres, feminismos populares, feminismos comunitarios…
J. M.: Pregunta obligada sobre la pandemia: ¿qué cambios (para bien o para mal) creéis que puede traer la crisis generada por la Covid?
M. S.: Hay tres cuestiones fundamentales que debemos visibilizar en la agenda. La primera es la acentuación de las desigualdades, que muestra cómo los impactos de la pandemia son diferenciales según el tipo de sociedad y los sectores sociales. En segundo lugar está la asociación estrecha que hay entre crisis sanitaria y crisis socioecológica, vinculada a la deforestación, la destrucción de ecosistemas o la expansión de las granjas de cría animales a gran escala. Y, en tercer lugar, está la cuestión del rol del Estado: por un lado estamos frente a un leviatán sanitario ilustrado por el Estado de excepción que tiene diferentes variantes (desde el control digital hasta el control territorial), pero, por otro lado, también aparece de nuevo el Estado social, que es rescatado hasta por aquellos organismos multilaterales más conservadores o neoliberales.
Es en este marco en el que debemos intervenir en la disputa de sentidos por construir una sociedad diferente. Sin duda, la pandemia abrió, con todo lo terrible que trae, una oportunidad para instalar los grandes debates sociales, desde la desigualdad hasta las causas sociosanitarias y ecológicas, hasta si es necesario repensar el Estado como punto de partida para la construcción de lo común. Seguramente esta disputa será muy desigual porque las tendencias indican una suerte de retorno a la normalidad, con más precariedad, con más extractivismo, con más colapso socioecológico. Pero es necesario dar esta disputa para avanzar en una agenda que apunte a una sociedad de la resiliencia, más solidaria, donde justicia social, justicia ambiental, justicia de género y justicia étnica estén articuladas.
M. P.: Estoy muy de acuerdo con el análisis que hace Maristella y creo que no podemos dejar de mirar a toda la crisis de la Covid como un espacio no tanto de esperanza sino como el atisbo de grietas por las que se nos abren caminos nuevos y, por otro lado, como un espacio de miedo e intensificación de dolor humano. Los dos lados se colocan delante. Lo que hemos vivido en nuestro contexto ha tenido un impacto muy fuerte: en Madrid, realidades como la vejez confinada en residencias y las muertes en soledad nos han impactado profundamente a muchas personas y nos ha hecho preguntarnos sobre qué es lo esencial en la vida. Esto da un poco de esperanza porque nos hace recuperar una cierta consciencia en un mundo desarrollista y trivializador. También ha ocurrido aquí que unas redes vecinales frágiles o inexistentes se han fortalecido o han aparecido en un medio, en la ciudad, en el que millones de personas no saben ni el nombre de sus vecinas y vecinos. Para mí eso es una grieta de esperanza.
Otro tema clave ha sido el término de trabajos esenciales. Desde la economía feminista se lleva décadas repitiendo la idea de que tenemos que preguntarnos cuáles son las actividades necesarias y cuáles son innecesarias o destructivas. Y de pronto, casi que los telediarios hacían la pregunta, y se visibilizó, también, la fuerte feminización y racialización de estos trabajos. Apareció, asimismo, una idea mucho más valorada de lo público, muy importante en un momento de embestida de la extrema derecha.
Esto como elementos esperanzadores. Pero, ¿dónde está la parte oscura? Creo que el riesgo está en volver a las mentiras de antes. Es decir, a la mentira del tecnoentusiasmo –lo resolveremos todo – , la mentira del Green New Deal –vamos a crear una sociedad verde y seguir creciendo – , y todo esto en unas condiciones, como decía antes Maristella, de agudización de las desigualdades, de estas periferias abandonadas que van a estar absolutamente dejadas a su suerte. Para mí, el gran miedo ahora mismo es el proceso de deshumanización de los seres humanos. Creo que toda la derecha está preparando una campaña para que volvamos a la idea de la trinchera, del gueto, de yo y los míos, para que estas fronteras que ya se han cerrado a nivel estatal se vayan cercando cada vez más hasta llegar a mi pueblo, mi barrio, mi familia, mi casa. Ahí tenemos la lucha central; y creo que los ecofeminismos tenemos grandes herramientas para hacerlo, porque precisamente los cuidados y la comunidad son dos banderas centrales.
J. M.: Esta pandemia llega después de un ciclo de auge de las movilizaciones feministas y ecologistas. ¿Consideráis que los movimientos sociales están preparados para responder a la ofensiva?
M. P.: Ante una situación de desbordamiento generada por el confinamiento, se empieza a buscar formas creativas de denuncia, de encuentro y de confrontación, pero creo que no ha habido tiempo de constituirse. El movimiento feminista, y también el ecologista, se han centrado en generar espacios de apoyo mutuo para sostener la alimentación, la vivienda, el apoyo emocional… Ahora mismo la fuerza está en la calle y en la defensa de la vida cotidiana, de la supervivencia misma de las personas. Estamos en el espacio de emergencia, que es donde toca estar ahora mismo, aunque no hay que olvidar que hay que retomar estos espacios más estructurales de pensamiento y de lucha general.
M. S.: En América Latina aparecen feminismos antipatriarcales, con una agenda más urbana, y feminismos populares, con una agenda más ligada a las luchas contra el extractivismo o el cuidado del territorio. En Argentina, por ejemplo, el movimiento Ni Una Menos colocó grandes temas en la agenda pública y consiguió interpelar a la sociedad acerca del cuestionamiento del mandato de masculinidad, la violencia de género y los feminicidios. Los feminismos populares, por su parte, se vienen extendiendo en las luchas contra la megaminería, contra el fracking, contra la expansión de la frontera petrolera y los agrotóxicos, y, desde una perspectiva más espiritualista, colocan en el centro la figura de la mujer cuidadora y articulan nociones centrales como la de mujer-territorio-naturaleza, por lo que están mucho más en sintonía con lo que promueve el ecofeminismo.
Que no haya conexiones entre un feminismo más antipatriarcal y estos feminismos populares, para mí es un problema. Sobre todo al calor de esta crisis, porque esto implica también parcializar las agendas a la hora de debatir en el espacio público. En el contexto actual es probable que los gobiernos busquen una reactivación de la economía a través de más extractivismo y que sectores del feminismo no emerjan como voces críticas es preocupante. Desde mi perspectiva, es necesario que los feminismos en América Latina se nutran más del ecofeminismo, que incorporen más la figura del cuidado como un valor universalizable para construir una sociedad resiliente, democrática y solidaria.
J. M.: Aprovechando que habéis hablado del paradigma del cuidado, quería pediros que profundicéis un poco más, especialmente en el debate sobre el peligro de esencializar los cuidados o acabar reforzando los roles de género.
M. S.: Yo no estoy tan de acuerdo en la división tan tajante que se hace entre ecofeminismos culturalistas y ecofeminismos esencialistas, porque creo que efectivamente cuando hablamos del cuidado y del rol de la mujer y su esencialización en el modelo patriarcal estamos hablando de un constructo histórico cultural. Pero también considero que hay diferentes expresiones del ecofeminismo y que no podemos considerar que uno sea más liberador que otro. En América Latina encontramos diferentes expresiones, desde feminismos comunitarios más tradicionales hasta feminismos comunitaristas críticos que ven, como dicen en la Asamblea Feminista de Bolivia, un entronque colonial entre ambos modelos. Pero todas ellas colocan el rol central de las mujeres en las luchas territoriales, en la defensa del cuerpo de la mujer que es agredido ante el avance del capitalismo, y la defensa de la naturaleza. Y en esta línea yo encuentro que hay relaciones de afinidad entre los ecofeminismos, los feminismos populares y la economía feminista, porque todas ellas tienen en común la defensa de un paradigma relacional y por ende la recusación de un paradigma dualista binario, y la necesidad de apuntar al sostenimiento de la vida que está amenazada por el avance de la lógica del capital.
M. P.: Cuando hablamos de poner la vida –o las vidas– en el centro, estamos hablando no solo del cuidado directo de los cuerpos, que desde luego es necesario, sino también de los sistemas organizativos comunitarios institucionales y económicos que permiten que este cuidado se dé. No queremos esta simplificación de pensar que cuidar es amamantar o limpiar la casa. Ahora se habla más del enfoque de la sostenibilidad de la vida, y ahí sí incorporamos el cuidado de todos los procesos materiales y emocionales que son necesarios para que la vida exista en condiciones de dignidad para todo el mundo. Esta ampliación del concepto nos quita el riesgo de esencialismo simplificador que desde luego aquí en Occidente ha hecho que se nos mirara con desconfianza a los ecofeminismos y que está lejos de ser nuestra mirada. En último término, nuestro horizonte es una humanidad diversa, ecorresponsable y que se enfrente al concepto de género (esta construcción social que ha sido la excusa de un montón de jerarquías).
Y en este último aspecto del que hablaba Maristella sobre las agendas, para mí el reto es no entenderlas como agendas contrapuestas, sino agendas que pueden coexistir y que en momentos dados pueden encontrar sinergias. Para mí esta sinergia entre diferentes feminismos está en la lucha contra la violencia del sujeto hegemónico, que igual te arrasa una montaña que te da una paliza, que dicta una ley para que no puedas abortar. Esta simplificación del enemigo común es quizás la que nos une, pero es verdad que a veces los mismos feminismos se contraponen, como si estuvieran diciendo cosas que les invalidaran uno a otro. Creo que es un error estratégico fuerte y a veces un error interesado.
J. M.: Cada vez se habla más de la necesidad de impulsar transiciones ecofeministas. ¿Cuáles serían para vosotras las políticas o iniciativas que consiguen aunar feminismo y ecologismo?
M. P.: Necesitamos defender un suelo social de mínimos, de acceso a la alimentación, vivienda, energía, educación, cuidados, participación social, acceso a la comunidad…, pero también hay que marcar con claridad cuál es el techo ecológico de consumos. El problema está en cómo mantenernos entre este techo ecológico y el suelo social, y para ello habría que añadirle una serie de políticas de máximos, porque evidentemente en un planeta limitado y para que haya unos mínimos accesibles a toda la población, tiene que haber unos máximos que aseguren el reparto. Dentro de este marco podemos preguntarnos cómo hacer la transición y qué políticas energéticas, de transporte, de urbanismo y de cuidados –un tema casi desaparecido en la agenda poscovid– vamos a impulsar. La economía feminista hace varias preguntas claves para responder a esto: qué necesitamos, qué hay que producir para esto que necesitamos, qué trabajos hay que hacer y cómo los repartimos y organizamos. Estas son las preguntas ejes para ir recorriendo todas las áreas, y todo esto dentro del marco de los límites planetarios que es el que ha estado históricamente olvidado.
M. S.: En los últimos tiempos, desde América Latina hemos estado trabajando con Enrique Viale, Alberto Acosta, Esperanza Martínez, Tatiana Roa, Edgardo Lander, Arturo Escobar, entre otros, en una propuesta de pacto ecológico, económico, intercultural desde el sur. Nos parece esencial presentar una propuesta que no sea solamente un pacto verde, necesitamos interpelar a todo un sector de la sociedad que tiene a la cuestión ecológica como un punto ciego, y para ello necesitamos presentar una propuesta holística, integral, que articule las diferentes demandas. Y en este sentido, unir justicia social y justicia ambiental, sobre todo en las sociedades periféricas, nos parece fundamental. Acá, en América Latina, ha habido un esfuerzo descomunal para disociar lo social de lo ambiental. Durante el ciclo progresista, hemos tenido que combatir que desde los gobiernos se quisiera justificar la destrucción de los territorios en función de un modelo de reducción de las desigualdades. El resultado es que, al final del ciclo progresista, no hubo transformación de la estructura productiva, pero tampoco reducción de las desigualdades.
Entonces, tenemos una agenda energética ante el extractivismo extremo, una agenda ligada al cambio de modelo alimentario (frente a la deforestación, la concentración de tierras y el uso de agrotóxicos), en favor de un modelo agroecológico protagonizado por mujeres, y también está el modelo urbano. En la pandemia, las ciudades se han convertido en una suerte de trampa mortal para los sectores más vulnerables, las megalópolis son claramente insustentables, lo que instala también el desafío de pensar la relación rural-urbano o el proceso de ruralización de las ciudades.
J. M.: Habéis nombrado la renta básica, un tema que está generando mucho debate. ¿Cuál es vuestra opinión sobre esta medida?
M. S.: En el contexto de emergencia social, considero que es una puerta de entrada para construir una sociedad más justa, que en el caso de América Latina va necesariamente ligada a la reforma fiscal. En este marco de justicia redistributiva, proponemos el ingreso universal ciudadano como puerta de entrada a una transformación social mayor que va ligada al paradigma del cuidado y a la transición socioecológica. Asimismo, creemos que es una puerta de entrada para discutir cuestiones de reparto de trabajo en una línea de género y que apunte a fortalecer actores colectivos como los propios sindicatos, estableciendo un umbral que genere condiciones para acceder a la ciudadanía.
También hay que tener en cuenta que, en América Latina, la política social de los últimos 20 – 30 años ha estado dominada por programas sociales focalizados que han fragmentado aún más la sociedad y que han estado muy direccionados hacia la mujer. Tenemos que desmantelar estos programas que no han hecho más que consolidar la diferencia de género y entrampar a un grueso de la población en la pobreza y, en muchos casos, en relaciones clientelares. Y para ello la renta ciudadana es un punto de partida, pero la transición debe articularse con la idea de transformación, la renta ciudadana no es un fin en sí misma, es un medio para transformar la sociedad en conexión con una agenda ecológica y de cuidado.
M. P.: Ahora mismo, en esta situación de emergencia tan brutal, me parece que hay que tomar medidas inmediatas y la renta básica es la que permite que las familias y las personas puedan resolver su vida mañana. Pero yo creo que tiene un problema importante, que es que pone de nuevo el foco en el dinero, monetariza las necesidades. Aunque transitoriamente las políticas de renta básica puedan ser útiles, me parecen mucho más interesantes las políticas de recursos y servicios básicos, porque se trata de que los seres humanos tengamos resueltas las necesidades básicas.
J. M.: Habéis hablado de las nuevas derechas, del Green New Deal, del peligro de que ciertos gobiernos utilicen el feminismo para legitimarse… ¿Ante esta serie de desafíos, cuáles creéis que serían los elementos centrales para ir tejiendo estrategias ecofeministas?
M. P.: En primer lugar, me planteo cuáles tendrían que ser los rasgos que definan cualquier política pública. Desde aquí, desde el norte enriquecido también en crisis, uno de los ejes que tenemos que trabajar es la idea de la suficiencia o el decrecimiento en todos los sectores en los que hemos sobrepasado los consumos que nuestro suelo nos permitía. La idea de vida sencilla y de frugalidad en un montón de consumos materiales es uno de los ejes de los que partir. Otro de los ejes es claramente la redistribución, la justicia, que es la asignatura pendiente del capitalismo desde que nació. Y redistribuir no solo los bienes necesarios para la supervivencia, sino también los trabajos necesarios para cuidarnos como seres vivos y cuerpos que somos, y para distribuir las responsabilidades, las institucionales y las comunitarias. Y el tercer eje estaría vinculado a lo comunitario, comunidades integradas, poderosas y solidarias que nos van a dar una esperanza de futuro. El ecofeminismo está en esta defensa de la justicia, de la sostenibilidad y de lo comunitario.
En este camino, como dice Amaia Pérez Orozco, las políticas de cuidado pueden ser un faro que nos oriente hacia dónde ir y que vaya convirtiendo y tiñendo todo el resto de políticas. ¿Qué pasaría si declaráramos el derecho colectivo al cuidado como un derecho humano básico, igual que el derecho al agua o a un ambiente sano, y desde ahí gestionáramos toda la organización social de trabajos, de producción, de responsabilidades?
M. S.: Quizás empezaría diciendo que en América Latina es necesario concebir a los feminismos y ecofeminismos en articulación con otras narrativas relacionales. No podemos disociar la ética del cuidado de los derechos de la naturaleza, del buen vivir, del posextractivismo, de las alternativas al desarrollo, de las autonomías, que apuntan a esta constelación de conceptos que no se apoyan sobre el vacío, sino que tienen líneas de acumulación de luchas detrás.
Si una pensara una agenda, yo nombraría cuatro ejes, siguiendo un poco el sistema ordenado que nombraba Marta. En primer lugar, insistiría en la necesidad de pensar articuladamente lo social y lo ambiental porque, al menos aquí en América Latina, ha sido uno de los principales responsables de la desconexión de líneas emancipatorias. En segundo lugar, insistiría en la noción de cuidado como un derecho fundamental que debe ser insertado en un sistema de protección social. En tercer lugar, creo que es necesario cambiar el perfil metabólico de nuestras sociedades, lo que exige también un cambio en nuestras propias estructuras cognitivas. Y, por último, está el eje de la democracia, que es fundamental en un contexto en el que el miedo y la incertidumbre aparecen instalados en la sociedad y hay un peligro de cierre político y cognitivo enorme, que las extremas derechas pueden aprovechar.
Por otra parte, yo no soy tan crítica con la propuesta de Green New Deal porque reconozco que hay diferentes propuestas y un diálogo interesante para desarrollar. Pero sin duda no desde la lógica del crecimiento, aunque aquí sí, entre norte y sur hay diferencias. El norte es responsable y tiene una deuda ecológica en relación al sur; sin embargo, esto no autoriza a que desde el sur promovamos un modelo de desarrollo insustentable en nombre de la deuda ecológica.
J. M.: Antes de terminar, ¿queréis añadir algo más?
M. P.: A mí me gustaría añadir que es cierto que los ecofeminismos tienen una gran fuerza transformadora, pero aquí hace falta en muchos colectivos la consciencia de ser, de nombrarse así. ¿Para qué sirve nombrarse ecofeminista? Creo que sirve para saberse parte de todo un movimiento difuso, de bordes difuminados, pero que camina en una dirección. La consciencia de ser ecofeministas es en sí misma una herramienta muy fuerte, creo que tenemos mucho por andar ahí.
M. S.: En esta línea me gustaría agregar que en América Latina, sobre todo del lado del feminismo popular, hay también bastantes dificultades por reconocerse no solo como ecofeministas sino también como feministas, y este trabajo se logra sobre todo al calor de la lucha. Esta dinámica de construcción de una narrativa feminista y ecofeminista es muy rica porque lleva también a construir lo que Carol Gilligan llama “la voz honesta”, esta voz propia de la que las mujeres se han visto privadas durante mucho tiempo, tan necesaria también para la reconstrucción de nuestra sociedad.
Fuente: vientosur.info/los-ecofeminismos-se-enfrentan-a-una-forma-de-hacer-que-violenta-los-cuerpos-las-personas-y-la-tierra/, Kaosenlared.