Por Scott Gilbert, Resumen Latinoamericano, 24 de septiembre de 2020.
No me enteré de que mi madre y Anne Frank habían sido amigas en la infancia hasta que, estando en séptimo curso, lleve el Diario de Anne Frank a casa. Aquél día mi madre me enseñó una fotografía en la que estaba con su prima y Anne y Margot Frank.
Fue una mirada excepcional al pasado de mi madre. Ella nunca hablaba de su infancia en Alemania y en la Holanda ocupada, de la guerra, de vivir escondidos o del Holocausto. Se negaba a hablar alemán incluso con nosotros, sus dos hijos.
Posteriormente averigüé que en 1960 mi madre fue la primera persona de su generación en demandar al gobierno alemán y exigirle reparaciones. El abogado de mi madre fue Robert Kempner, que sobrevivió a un campo de concentración nazi y llegó a ser ayudante del abogado en jefe estadounidense en el tribunal militar internacional de Núremberg. El juicio se prolongó durante catorce años antes de ser desestimado por falta de fondo legal. Solo después de su muerte vi las transcripciones que describían sus cicatrices físicas y psicológicas y empecé a entender por qué nunca salía de casa, ni siquiera cuando me galardonaron en el instituto.
Algunas personas sostienen que los alemanes no sabían o no entendían lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Puede que sea verdad, aunque las señales estaban ahí desde el principio. Básicamente, existía un rechazo a ver lo que estaba pasando delante de sus narices y una falta de liderazgo moral en los momentos clave, cuando aún se hubiera podido detener al régimen. Las diferentes facciones políticas –comunistas, socialistas, Jewish Bund, movimiento sindical– no lograron unirse para detener el programa “Make Germany Whole Again” (“Logremos una Alemania Completa de Nuevo”) a pesar de que todos ellos, hasta cierto punto, reconocían el peligro. No se dieron cuenta de que llegaría un momento en que la puerta se cerraría de golpe y no habría más oportunidades para oponerse.
Hoy presenciamos la misma espiral de acontecimientos con el programa de odio e intolerancia de Donald Trump “Make America Graet Again” (Hagamos a América Grande de Nuevo”) que destruye las normas y el principio de legalidad al permitir que una niñas como Darlyn Cristabel Cordova-Valle mueran en campos de concentración en la frontera o que una autoproclamada milicia de nacionalistas blancos asesine a manifestantes en las calles de Kenosha, Wisconsin. Todo se ha precipitado en los últimos meses: Trump se niega a reconocer la pandemia en la que han muerto más de 180.000 estadounidenses; tropas federales paramilitares sin identificación persiguen a manifestantes en vehículos civiles y fuerzas similares surgen ahora en otras ciudades; claras maniobras para socavar o cancelar el núcleo de la democracia: las elecciones.
Algunos comentaristas andan ahora debatiendo si Trump es fascista, si lo que estamos presenciando es fascismo, si ya es hora de utilizar la maldita palabra. Los expertos en política sostienen que Trump se está comportando como un fascista, usando tácticas fascistas, actuando como un dictador o representando un show para su base electoral, pero siguen negándose a afirmar abiertamente que Trump es un fascista o a llamar fascista al régimen que preside. Algunos defienden que no es fascismo porque todavía tenemos un Estado bipartidista; porque la Gestapo no está llamando a las puertas de todo el mundo; porque aún existe cierta apariencia de libertad; porque Trump no ha comenzado una nueva guerra a pesar de sus belicosas amenazas.
Si ese es el criterio para catalogar a un régimen de fascista, tampoco los nazis eran fascistas cuando llegaron al poder. Sin embargo lo eran. No se juzga si un régimen es fascista por sus contratiempos o por lo que todavía no ha hecho. Basta con ver lo que Trump ha hecho. Basta con ver lo que ha dicho y lo que promete hacer. Basta observar los propósitos de su régimen y la dirección por la que nos está llevando.
Poco antes de morir, la Fundación Shoah de Steven Spielberg hizo una entrevista a mi madre. En ella describía cómo fue sucediendo todo: un cambio en la ley o un edicto aquí y allá… y de repente ya no podía comprar en su panadería favorita. Luego presenció cómo dispararon al director de su escuela por negarse a izar la bandera nazi. Y al final llegó el día en que no pudo ver más a su amiga Anne Frank.
Pienso en que mi madre y Anne Frank podrían haber celebrado los éxitos de sus nietos en una comida familiar si el pueblo alemán hubiera expulsado a los nazis cuando todavía estaban a tiempo de hacerlo.
¿Por qué es tan importante llamarlo fascismo? Porque si nosotros, como pueblo, reconocemos abiertamente esa terrible verdad, podremos encontrar un modo de impedir que este régimen fascista consolide su poder, antes de que sea demasiado tarde. Si el pueblo alemán hubiera sabido lo que nosotros sabemos y hubiera tenido la oportunidad de echar a Hitler y al partido nazi con protestas continuas no violentas, ¿no la habrían aprovechado? ¿No se habrían negado a aceptar lo que ya estaba pasando?
Esa es la pregunta a la que nos enfrentamos ahora. Si no llegamos aceptamos la cruda realidad no hay debate posible y estaremos contribuyendo a un engaño masivo. ¿Cuántos Anne Frank, Darlyn Cristabel, o Joseph Rosenbaum vamos a consentir? ¿Cuántas vidas vamos a sacrificar si no rompemos ya el engaño?
*Scott Gilbert es un médico que trabaja en el área de Boston y es portavoz regional de la organización RefuseFascism.org. Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
Fuente: Rebelión