Por Ibai Azparren. Resumen Latinoamericano, 18 de septiembre de 2020.
La suspensión de las comunicaciones íntimas en prisiones del Estado español ha recrudecido la situación de los familiares de los presos vascos. Tres voces relatan lo vivido estos meses, ofrecen una panorámica de las cárceles y exigen poner fin a la excepción.
Mari Carmen Anza atiende la llamada de GARA mientras «vigila» a su nieta Xua, hija de los presos políticos vascos Olatz Lasagabaster y Patxi Uranga. La pequeña nació en la cárcel valenciana de Picassent y desde que cumplió tres años el pasado enero vive con su abuela. Pasó entonces a ser una de los más de un centenar «niños de la mochila», pero ha sido contadas las ocasiones en las que ha preparado el equipaje para dirigirse a la prisión de Aranjuez (520 km) donde fueron trasladados su padre y su madre.
La razón es un virus que ha agravado las consecuencias de la política de alejamiento, de tal modo que Xua no ve a su aita desde el 26 de febrero. Ese horizonte de «normalidad» respecto a las visitas se avizora aún lejos tras la decisión de Instituciones Penitenciarias de suspender las comunicaciones íntimas en varias prisiones.
Seis meses sin ver a su aita y con una cuarentena de por medio. «Ella decía que estaba harta de verme la cara», bromea su abuela. Siente también el vacío de su ama y el dolor de su ausencia se detuvo solamente durante la media hora que le permitieron ver a su hermana Olatz, que vino al mundo el pasado 18 de julio. «La ambulancia tardó dos horas en llegar. A mí me avisó la madre de otra presa para decirme que mi hija estaba de parto», rememora Anza. Rápidamente se puso en contacto con el hospital Gregorio Marañon y la única respuesta que obtuvo fue que no podían facilitarle la información. «Les dije que estaba a 600 kilómetros y finalmente me dijeron que mi nieta había nacido y que ambas estaban muy bien», añade.
No ha habido más visitas vis a vis. El 2 de agosto se retomaron las de locutorio, pero no han acudido con Xua porque «es muy duro». «Le expliqué cómo era con la mampara del baño y me dijo que no. Punto. No le llevo», rechaza. El último domingo de agosto recibió una llamada de su hija para que avisara a sus amigas, de camino a Aranjuez, de que diesen media vuelta. Las visitas se habían suspendido de nuevo. También en el módulo de hombres, donde aislaron a los presos tras detectarse un caso. «Para que veas cómo están las cosas. Al tercer día le dijeron a Patxi que podía salir del aislamiento porque había dado negativo… ¡nunca le hicieron la prueba!», señala. Denuncia además que no les responden a las instancias y remarca la dificultad de pasarles paquetes de ropa.
Visita y aislamiento
En la gestión sanitaria de la pandemia en las prisiones del Estado español ha quedado evidenciado que se ha apostado por el aislamiento restrictivo. La cuarentena ha afectado todavía más a los familiares de los presos vascos, a cientos y miles de kilómetros de las prisiones. Rebeka Lara, pareja de Liher Aretxabaleta, relata en este sentido que el coronavirus era una oportunidad para acercar a los presos, pero el resultado ha sido el opuesto: se han alejado todavía más y ha puesto su estructura familiar «patas arriba».
Tiene una hija que acaba de cumplir cinco años y, tras la visita del 7 de marzo, solo pudo ver a su aita preso en la cárcel de Ocaña (520 km) en julio. Entretanto, cinco meses de «preocupación» y de «desinformación», de llamadas y «precarias» videollamadas. Incluso se produjo un motín en la cárcel, donde permanecen, además de Aretxabaleta, otros tres presos políticos vascos.
En julio se retomaron las visitas de locutorio y, una semana después, tuvieron el primer vis a vis. «En ese momento cogimos aire pero, cuando pensábamos que el siguiente sería en agosto, saltó un positivo en la prisión y cerraron el módulo de Liher, aislaron a todos», recuerda. Quince días sin salir de la celda, a 40 grados y sin ventilador. «Cada dos días podían salir a realizar una llamada y a ducharse… un infierno», remarca Lara. Después, se les planteó a los presos una disyuntiva imposible: recibirían visitas con la condición de guardar entre 7 y 15 días de cuarentena en celdas aisladas. «Liher tuvo que renunciar al vis con la niña porque desde la cárcel le explicaron que no podría hacer los exámenes de la UNED. El vis es un castigo», subraya. Más tarde supo que un preso pudo hacerlos pese a estar aislado.
Lara añade que las visitas se han endurecido: «Ahora solo podemos entrar de dos en dos. Yo solo tengo una hija, pero se dan casos con dos». Remarca demás que a los presos no se les han facilitado mascarillas, y pese a detectar positivos, solo se les realizó la PCR a Aretxabaleta y a otro preso vasco de los cuatro encarcelados en Ocaña. «La cárcel tiene una gran carga, la dispersión no ayuda y con la pandemia todo va más lento. El acercamiento mejoraría todo. Cuando salgo hacia Ocaña y veo en un cartel Nanclares… me da rabia», lamenta. Por si fuera poco, se han suspendido los vis a vis mientras siga habiendo positivos y «hasta nueva orden».
«Desde febrero sin un vis a vis»
Jurdana Altonaga ha conocido las cárceles de Valdemoro, A Lama y Badajoz (755 km), donde se encuentra desde 2012 su pareja Asier Garcia Justo. Desde hace dos años es el único preso vasco, lo que conlleva, según Altonaga, «un aislamiento indirecto». Aislamiento que se ha extendido a raíz el covid-19, ya que su último vis a vis fue en febrero. «En julio nos concedieron uno, pero finalmente nos los suspendieron», lamenta. La primera visita tras un frío cristal fue en junio: «Fue muy rara, con guantes, sin intimidad». Para Altonaga, el covid «ha agravado la situación» de la cárcel: el médico acude menos, han quitado el gel y les han proporcionado un solo bote de lejía. «Trabajo de limpiadora en Osakidetza y le dí los consejos mínimos de limpieza. También le he tenido que meter mascarillas porque no les dan», comenta.
Durante el verano, suele viajar sola. En 2017 padeció un grave accidente de camino a Badajoz, y todavía tiene en la cabeza las palabras de los médicos: «No sabemos cómo estás viva para el golpe que te han dado». Aquel incidente le produjo una serie de consecuencias físicas y psicológicas a las que tiene que hacer frente cada vez que arranca el coche hacia Extremadura. «Ya me han hecho dos PCR y Asier esta preocupado porque me puedo contagiar», explica Altonaga. Añade que «las autoridades sanitarias aconsejan la menor movilidad posible, pero a nosotras nos mandan a 1.000 kilómetros». Así, cree que es hora de acabar con la excepción y para ello hay que «activar a la sociedad».
Fuente: Gara