La toma del poder por parte de los militares abre una nueva página en un país que atraviesa una crisis sin precedentes. La situación sigue deteriorándose gravemente. La tasa de población que vive por debajo del umbral de pobreza alcanzó el 41,1% en 2019 y podría aumentar en otras 800.000 personas en 2020.
Un golpe de estado en un contexto de desconfianza popular
El desarrollo del golpe demuestra que fue cuidadosamente preparado. El 18 de agosto los amotinados tomaron simultáneamente los cuarteles de Kati y N’Tominkorobougou, se enviaron tropas para arrestar a figuras clave del régimen, el presidente de la República Ibrahim Boubacar Keïta (conocido por las siglas IBK), su Primer Ministro Boubou Cissé, así como el Ministro de Relaciones Exteriores Tiébilé Dramé, el Ministro de Finanzas Abdoulaye Daffé y el Ministro de Defensa general Ibrahim Dahirou Dembelé.
De inmediato, los autores del golpe de Estado proclamaron la creación de un Comité Nacional de Salvación del Pueblo (CNSP) y dispusieron que el propio Keïta anunciara su dimisión, la de su gobierno y la disolución de la Asamblea Nacional, lo que permite mantener un barniz constitucional, aunque eso no engañe a nadie.
Aunque los golpistas son en su mayoría altos funcionarios, no están integrados en el círculo íntimo de las personalidades del régimen. Algunos de ellos lideraron la guerra contra los rebeldes en el norte de Mali, como el coronel Assimi Goïta, presidente del CNSP, que fue comandante del batallón autónomo de fuerzas especiales y que luchó contra los yihadistas en el norte del país de 2002 a 2008. El número dos del CNSP, Malick Diaw, fue subcomandante de la zona militar de Kati, y es considerado el diseñador del golpe. Ismaël Wagué, portavoz del CNSP, era el subjefe de estado mayor de la fuerza aérea de las fuerzas armadas de Malí.
Parafraseando un anuncio de una multinacional de alta tecnología: la población lo soñó y los golpistas lo llevaron a cabo, excepto que en este caso, la población no solo lo soñó, sino que se movilizó masivamente contra el régimen vigente con manifestaciones masivas.
El detonante de esta movilización, que se inició a principios de junio, fue la decisión del Consejo Constitucional de modificar el resultado de las elecciones legislativas de una treintena de circunscripciones a favor de los candidatos del gobierno.
La tasa de abstención en las elecciones presidenciales de 2018 para la primera vuelta fue del 57% y para la segunda vuelta más del 65%. Esta abstención se mantuvo durante las últimas elecciones legislativas demostrando el desinterés de la población hacia una clase política muy desacreditada.
Las movilizaciones masivas fueron organizadas por el Mouvement du 5 Juin – Rassemblement des Forces Patriotiques (M5-RFP), una coalición de diferentes partidos, sindicatos y organizaciones militantes de la sociedad civil, contra el gobierno y por la renuncia de Keïta. La única respuesta del gobierno fue una feroz represión con un saldo de 11 muertos y más de un centenar de heridos. IBK no dudó en utilizar la Fuerza Especial Antiterrorista (FORSAT) que disparó munición real contra la multitud en un intento de sofocar las manifestaciones.
Si bien en 2013, IBK representó una esperanza y ganó las elecciones presidenciales con gran éxito, ha acabado decepcionando al no tomar decisiones importantes capaces de solucionar los problemas del país. Su gobierno, pero también sus familiares, han sido salpicados por casos de corrupción que han arrasado la vida política. Entre otros, la sobrefacturación de la compra del avión presidencial, las compras de lujosos 4X4 repartidos a su séquito, sin olvidar su reloj Patek Philippe de más de 80.000 euros, así como el tren de vida de lujo de su hijo, Karim Keïta, que exhibe descaradamente en las redes sociales, cuando casi la mitad de la población vive por debajo del umbral de pobreza.
La ONU en una investigación revela que la alta jerarquía militar, como el general Kéba Sangaré, jefe de estado mayor del ejército y comandante del cuartel general de las fuerzas conjuntas ha torpedeado sistemáticamente los acuerdos de paz de Argel, y ha tomado decisiones irresponsables al retirar la protección de la aldea de Ogossagou, que sin embargo estaba amenazada por milicias armadas. Unas horas después de la salida del ejército de Malí, la aldea fue atacada provocando la muerte de 35 civiles y 19 desaparecidos. Un pueblo que ya estaba en duelo desde hace un año por la masacre de 160 personas .
Aunque el general Sangaré ha sido relevado de sus funciones, es este tipo de individuo el que sigue dominando al más alto nivel del Estado. Por tanto, es un régimen asediado, corrupto e incapaz ‚que está llegando a su fin.
Una situación dramática para las poblaciones
Ya sean económicos, sociales o de seguridad, todos los indicadores están en rojo. Según el último informe del Secretario de Naciones Unidas, la situación se está deteriorando considerablemente. “El número de desplazados internos en Malí pasó de 218.000 en marzo a 239.484 personas”.
Los acuerdos de paz de Argel, que datan del 20 de junio de 2015, están paralizados, y sus dos medidas más importantes no se han llevado a cabo: “los retrasos en la nueva división administrativa y territorial y los problemas relacionados con el redespliegue de las unidades reconstituidas del Ejército del Norte ha sido identificado como los principales obstáculos para la implementación del Acuerdo”.
La situación en el norte del país es ahora una especie de zona gris donde los grupos armados, sean o no signatarios del acuerdo de paz, islamistas o grupos comunitarios, se dedican mayoritariamente a diversos tipos de tráfico.
Una situación que resulta en parte de la intervención militar francesa en el marco de la Operación Serval. De hecho, la primera consecuencia fue la dispersión de los combatientes islamistas por toda la región del Sahel, la segunda está ligada a la opción de apoyarse en las fuerzas armadas de los separatistas del MNLA y luego, con la operación Barkhane, depender de las milicias progubernamentales para luchar contra los yihadistas a expensas de una política general de desarme.
Hay dos grupos islamistas, Jama’a Nusrat ul-Islam wa al-Muslimin (El Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes GSIM), afiliado a El Qaeda y dirigido por Iyad Ag Ghali, y el Estado Islámico del Gran Sahara. Además, existen grupos armados que están federados en varias organizaciones. Del lado gubernamental, la Plataforma de Movimientos de Autodefensas denominada “la Plataforma”; del lado rebelde, la Coordinación de Movimientos Azawad (CMA); y finalmente, la Coordinación de Movimientos del Acuerdo que agrupa a los combatientes de los dos primeros grupos. Entre todos estos grupos, las fronteras son en gran parte porosas y las alianzas se forman y se deshacen por capricho de los jefes de clan.
La violencia que se circunscribió al norte se ha extendido desde hace varios años al centro del país y la situación solo empeora con los enfrentamientos entre comunidades, pero también dentro de las propias comunidades. Los conflictos se deben principalmente al acceso a los recursos, ya sea agua o pastoreo, entre los fulani, que son en su mayoría pastores, y otras comunidades que viven de la agricultura o la pesca.
Los enfrentamientos se vuelven sangrientos porque hay gran número de armas de guerra y circulan con facilidad en el país, por la ausencia de un Estado regulador y mediador que permite que los islamistas prosperen insertándose en los conflictos y agudizándolos. No pasa un mes sin ataques y represalias por parte de milicias armadas comunitarias como “Dan Nan Ambassagou” o los islamistas. En cualquier caso, son los civiles quienes pagan el precio más alto.
Cuanto más fuerte es la presión militar, más se hunde el país en una crisis con dramáticas consecuencias para la población. Las violaciones de derechos humanos, como asesinatos, saqueos, secuestros, desapariciones, reclutamiento forzoso, reclutamiento de niños, son cometidas por los grupos armados pero también por las fuerzas gubernamentales:
“La MINUSMA ha identificado 535 casos de violaciones de derechos humanos, 412 más que en el período anterior, de los cuales 275 fueron cometidos por grupos armados y 163 por las fuerzas armadas nacionales”. [1]
Los casos identificados reflejan solo parcialmente la situación debido a la multiplicidad de ejércitos gubernamentales que operan en el Sahel: el ejército de Malí, la Fuerza Conjunta del G5 Sahel, que reúne a elementos de los ejércitos de Mali, Níger, Burkina Faso, de Mauritania y Chad, la fuerza de la ONU MINUSMA, el grupo de fuerzas Takuba formado por soldados de la Unión Europea, las fuerzas de la Operación Barkhane del ejército francés y las fuerzas de los distintos países del Sahel que tienen derecho de persecución de 50 kilómetros, recientemente aumentado a 100 kilómetros, más allá de la frontera.
Cuando se cometen abusos contra civiles, es difícil saber quién es el responsable, especialmente porque los soldados de los ejércitos sahelianos integrados en la fuerza G5 no tienen un signo distintivo.
En cuanto a las fuerzas armadas francesas, trabajan y dependen de ciertos grupos armados responsables de delitos como el Groupe Autodéfense Touareg Imghad et Alliés (GATIA).
Malí ha caído gradualmente en una espiral de violencia. Ya no se trata de unos pocos yihadistas que realizan atentados, sino de grupos armados que se aprovechan de los problemas políticos y económicos.
La crisis del capitalismo en África y notoriamente en el Sahel, con sus repercusiones climáticas, económicas, sociales y ahora sanitarias, exacerba las tensiones comunitarias. Las respuestas militares, ya sean malienses u occidentales, no cambian la situación, sino que la empeoran. Como destacan las organizaciones de activistas de la sociedad civil del Sahel:
“Hasta ahora, los recursos militares no han permitido garantizar la protección de todas las poblaciones sin discriminación e incluso han provocado numerosos abusos contra la población civil. Por sí mismos, no proporcionan una solución a los conflictos en el Sahel central. Los Estados deben poder analizar las situaciones que llevan a las personas a unirse a grupos armados. Necesitan comprender cómo los conflictos desgarran las comunidades y qué se debe hacer para abordar las causas fundamentales de la crisis de confianza entre las personas y sus gobiernos” [2].
Esta situación de guerra latente en el norte y el centro del país tiene consecuencias a nivel social, los centros de salud ya no funcionan y las escuelas están desiertas. Ya antes de la crisis del COVID 19, cerca de 1.261 escuelas fueron cerradas por razones de seguridad.
Los precios de los alimentos continúan aumentando debido a las dificultades del transporte. La epidemia de COVID-19 ha exacerbado la escasez. Naciones Unidas considera que “la inseguridad alimentaria afecta a 3,5 millones de personas, de las cuales 757.000 se encuentran en situación grave”.
Entendemos mejor la indignación de los malienses contra el gobierno y su presidente IBK y la acogida favorable del golpe en contraste con las posiciones de la comunidad internacional.
El baile de los hipócritas
El golpe fue condenado por unanimidad; sin embargo, aparecen ciertos matices. Francia exige el regreso de los civiles al poder sin mencionar a IBK, a diferencia de ECOWAS. Esta organización, que agrupa a los jefes de Estado de los países de África Occidental, exige “el restablecimiento del presidente Ibrahim Boubacar Keïta como presidente de la República, de conformidad con las disposiciones constitucionales de su país”.
Entre estos grandes defensores del orden constitucional, encontramos a Alassane Ouattara y Alpha Condé que cambiaron la constitución de su país para presentarse de nuevo a las elecciones o a Faure Gnassingbé, que llegó al poder gracias a un golpe de Estado y que está en su cuarto mandato mediante elecciones amañadas.
Su solemne declaración en defensa de la Constitución de Malí haría sonreír si detrás de ella no hubiera consecuencias importantes. La CEDEAO declara “el cierre de todas las fronteras terrestres y aéreas, así como el cese de todos los flujos y transacciones económicos, financieros y comerciales, con excepción de los alimentos básicos, medicamentos, combustibles y electricidad. entre los países miembros y Malí. Invitamos a todos los socios a hacer lo mismo”.
Malí es un país sin litoral que depende de los países fronterizos para su suministro. Un embargo solo haría la situación aún más difícil.
En África, los golpes de estado se suceden pero no son iguales. Hay golpes de Estado que pusieron fin a los experimentos democráticos como fue el caso de 2008 en Mauritania, donde el general Mohamed Ould Abdel Aziz tomó el poder para terminar detenido por malversación, o el de Blaise Compaoré para poner fin a la experiencia de Sankara. Hay otros golpes de Estado que derrocan dictaduras o regímenes odiados que se mantienen gracias a la represión. Malí es un ejemplo. El fin de la dictadura de Moussa Traoré en 1991 fue posible por la combinación de un movimiento de masas y un golpe militar. El golpe de estado de Amadou Haya Sanogo en 2012 puso fin al régimen corrupto de Amadou Toumani Touré.
Este tipo de golpe de Estado siempre es ambivalente ya que por un lado libra al país de dirigentes corruptos pero por otro substituye a las poblaciones, a su organización, despojándolas de su victoria y puede conducir a graves abusos.
Una situación compleja de luchas
El M5-RFP en ningún momento apoyó el golpe, pero acoge con satisfacción la salida de IBK de la presidencia, considera que esta dimisión es fruto de la lucha de las poblaciones y se declara dispuesta a trabajar con los militares.
En cuanto a los golpistas, han adoptado una actitud cautelosa y anunciaron:
“El establecimiento de una junta de transición integrada por representantes de las distintas fuerzas de la nación (civiles y soldados: 24 miembros, incluidos 6 soldados y 18 civiles de partidos políticos, sociedad civil, organizaciones de mujeres y jóvenes, el colegio de abogados de Malí, las organizaciones religiosas y los malienses de la diáspora), que será dirigida por un presidente designado por sus miembros. El presidente de la junta asumirá las funciones de jefe de estado y presidente de la transición. La junta también jugará un papel de cuerpo legislativo de la transición. La transición durará 9 meses. El nuevo Presidente de la República elegido democráticamente será instalado en su cargo el 25 de mayo de 2021”.
Al mismo tiempo, aseguran que no cuestionarán los acuerdos internacionales ni las operaciones de MINUSMA y Barkhane.
Desde el punto de vista de la movilización popular, la situación sigue siendo compleja. El liderazgo de la protesta sigue en manos de un líder religioso y demagogo particularmente retrógrado, el imán Mahmoud Dicko. Acompañó al ex dictador Moussa Traoré, luchó contra el cambio del Código de Familia que otorga más derechos a las mujeres e impulsó a IBK al poder en las primeras elecciones presidenciales.
En el M5-RFP tiene un peso muy importante la organización del Imam Dicko, la Coordinación de Movimientos, Asociaciones y Simpatizantes (CMAS) y políticos como Choguel Maiga, Mountaga Tall o Modibo Sidibé que han participado más o menos en todos los gobiernos no tienen la talla para hacer de contrapeso. Los militares han ocupado una posición decisiva en el tablero de juego político de Malí.
Entre estos dos polos, el Imam Dicko y los golpistas, será difícil a los partidos políticos progresistas y las organizaciones militantes de la sociedad civil hacer oír su voz cuando deban tomarse decisiones políticas y económicas importantes.
23 de agosto de 2020.
Paul Martial
Notas
[1] Naciones Unidas S /2020/476 Consejo de Seguridad La situación en Malí Informe del Secretario General
[2] https://reliefweb.int/sites/reliefweb.int/files/resources/2012-Jul-JointStatement-Mali-Peoples-Coalition-Fr.pdf
Fuente: https://www.afriquesenlutte.org/
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