Por Juan Carlos Giuliani*, Resuemen Latinoamericano, 10 de octubre 2020.
¿Era posible hace 528 años conquistar un continente sin invadirlo? ¿Es factible hoy en día imponer el neocolonialismo sin la silenciosa invasión de las políticas culturales emanadas de las usinas del poder mundial? ¿En todos los casos utilizan los medios directos de ocupación? Rotundamente, no. Para llevar adelante sus planes de dominación, el imperialismo se respalda en sus socios autóctonos: La oligarquía cipaya y su coro de intelectuales, políticos, economistas y alcahuetes de todo pelo y señal.
Al fin y al cabo ¿se puede triunfar en la empresa del vasallaje de una potencia sobre otra sin el concurso de las oligarquías cipayas nativas que se alinean tras el invasor? ¿No fue ése, acaso, el papel que jugó Malinche para que Cortés conquistara Tenochtitlán?
Bajo disfraces de ocasión, el “malinchismo” sigue vivito y coleando a esta altura del Siglo XXI. Lo hace de la mano de las clases dominantes en los países periféricos, que siguen medrando en su rol de correa de transmisión de las ambiciones del Imperio.
Codicia que impide que los habitantes de estas tierras ubérrimas seamos lo que hubiésemos podido ser de no haber llegado Colón a estas playas aquel nefasto día. Porque hay que decirlo con todas las letras: El 12 de octubre es un día maldito. Los españoles celebran su fiesta nacional en la que conmemoran el “Descubrimiento de América” y el nacimiento del Imperio Español que duraría desde 1492 hasta el año 1898.
Los descendientes de las tribus que vivían aquí antes de que llegaran los españoles recuerdan, con rebeldía, la pena de ya no ser.
Los pueblos originarios que habitaban este suelo en paz con el universo fueron sometidos a sangre y fuego en nombre de la cruz y la espada que portaban los prepotentes señores de la muerte y el despojo.
El 11 de octubre de 1492 fue el último día de libertad de los indígenas. El arribo del colonialismo español causó el mayor genocidio conocido en la historia de la humanidad: Ocasionó 70 millones de muertos e inauguró un régimen de expoliación que, salvo honrosas excepciones, rige desde hace más de cinco siglos.
Durante más de 500 años se verifica una resistencia tenaz al sistema de dependencia y explotación, que encabezó, entre muchos otros, Tupac Amaru. De su nombre salió la palabra tupamaro, utilizada por los españoles para nombrar a cualquiera que osara desafiar la autoridad de la corona. No fue el primer rebelde, pero sí fue el más importante. Tampoco fue el último. Son pueblos enteros los que se ponen de pie para enfrentar al imperialismo.
Los antiguos pueblos rescatan una cosmovisión diametralmente distinta a la impuesta por la irracionalidad capitalista. Se plantean una relación con la naturaleza armoniosa, donde el hombre no se siente superior ni inferior a las distintas especies que habitan la Tierra y la naturaleza es vista como dadora de vida.
Hoy, reivindicando el derecho a ser, los pasajeros de la historia oculta pero palpitante en la conciencia ancestral, reclaman su lugar en este mundo feroz y depredador, injusto y violento. Es tiempo de ejercer los derechos como ciudadanos de un continente desquiciado por la desigualdad social y de recorrer el camino de la liberación de la Patria Grande.
El ejemplo de dignidad de los pueblos originarios luchando por la vida, la tierra y los bienes comunes, es una demostración de que no permanecerán pasivos frente al avasallamiento de sus derechos tradicionales que, como antaño, siguen siendo vulnerados por el poder dominante más allá de los discursos de ocasión.
Es preciso avanzar en una concepción de Estado Multicultural, que recoja la diversidad de culturas que conviven en nuestro territorio. Para ello, es importante que el Estado Nacional lleve a cabo una política genuina de reconocimiento del genocidio a los pueblos originarios y su consecuente reparación histórica.
Será una manera de asemejarnos a lo que hubiésemos sido si nos hubiesen dejado ser.
*Periodista y escritor