Jorge Chávez Álvarez/Resumen Latinoamericano, 16 de octubre de 2020
Desde las culturas pre-incas Perú ha sido siempre país minero y sabido es de la reputación internacional que se había ganado el Tahuantinsuyo por ser el reino del oro, hasta tal punto que fue la expectativa de volverse ricos y no otra cosa lo que en mayo de 1527 animó a los así llamados “Trece caballeros de la isla del Gallo”, a optar por acompañar la expedición de Francisco Pizarro de conquista del Imperio Inca, tras dos años y medio de viajes hacia el sur soportando todo tipo de penurias que hizo que la mayoría de sus huestes desertaran.
Si bien en la época pre-incaica la actividad minera no estaba organizada y cualquier individuo podía dedicarse a la extracción del mineral y poseerlo sin restricción alguna, en el incanato el Inca instauró una administración minera sujeta a normas estrictas. El trabajo minero y metalúrgico se organizó en categorías y hubo fiscalización y vigilancia del cumplimiento de las normas y de la seguridad del producto resultante.
En el incanato la explotación del oro fue una de las actividades económicas principales, para lo cual desarrollaron una ingeniería subterránea y la extracción en zonas superficiales, aplicando métodos racionales que buscaban minimizar la contaminación de las aguas, con especial consideración por la reducción del mercurio, dado que sabían que era dañino para la salud.
El metal sólo podía ser extraído en áreas asignadas de explotación y en períodos de extracción estrictos, con turnos de trabajo y metas de ‘logros esperados’. Se daba potestad de propiedad de los recursos obtenidos, en correspondencia a que se aplique una racionalidad en su explotación y a que el producto se ponga a disposición del Inca, en calidad de tesoro religioso en señal de adoración, por ser éste el descendiente de Dios.
Los incas demostraron así que, cuando se sigue reglas estrictas, es posible una explotación sostenible que no dañe el ambiente y que permita la convivencia de la minería con la agricultura y la silvicultura.
Han pasado más de 500 años desde entonces y Perú evidentemente sigue siendo un país de vocación minera. En buena hora que así sea, puesto que una minería bien llevada y que tribute debidamente al fisco, podría convertirse en una palanca para financiar la diversificación de la economía.
Sin embargo, para que eso suceda las reglas de extracción del mineral tienen que seguir siendo estrictas, en cuanto a límites de extracción, delimitación de áreas asignadas, métodos de extracción, etc. Y, además, tiene que ser una actividad que rinda tributos al fisco para que esos recursos puedan ser invertidos en el aprovechamiento de recursos renovables, para así asegurar un desarrollo sostenible.
Lamentablemente en las últimas décadas ha proliferado una minería que evade de manera sistemática las regulaciones sociales y ambientales, que deforesta y causa erosión de suelos y genera residuos con alto contenido de sólidos en suspensión que son arrojados a los ríos.
Se trata de una minería ilegal y salvaje, que no aplica procesos de seguridad y es foco de alteraciones del ecosistema, prostitución infantil y explotación infantil, con niños que son afectados severamente en su salud al estar en contacto con el mercurio y el cianuro.
Perú exporta aproximadamente 5 millones de onzas al año, de los cuales más de un millón son exportaciones ilegales. Se estima que esta actividad mafiosa genera anualmente utilidades por US$ 1500 millones y evade impuestos por US$ 500 millones.
Diversos estudios revelan que la mayor parte de estas exportaciones ilegales terminan en Suiza, donde se refina el 70% del oro del mundo. Sin embargo, en los últimos años se observa que países vecinos de Perú, como Bolivia, han aumentado sus exportaciones de oro, a pesar de producir muy poco, lo que sugiere la idea de que se trata de oro peruano extraído en Madre de Dios y desviado por contrabando hacia Bolivia. Las rutas del oro ilegal suelen cambiar permanentemente para evitar las interdicciones.
Buena parte de esta minería salvaje actúa de manera premeditada al margen de la ley, usurpan concesiones y terrenos de propiedad privada o del Estado, donde intervienen con maquinaria pesada y métodos tecnificados, mientras que otro sector trabaja sin maquinaria pesada. A la minería salvaje tecnificada no le interesa en lo más mínimo legalizarse, para no pagar impuestos y poder deforestar y destruir comunidades sin atenerse a límites. Compran la producción de los micro extractores mineros o artesanales, quienes mantienen una relación de dependencia a través de la facilitación de insumos y dinero.
Ahora último esta minería salvaje ha cobrado más vida que nunca, debido al alza notable que ha experimentado el precio del oro en medio de la pandemia, circunstancia que la ha envalentonado, coincidiendo con la aparición de Hernando de Soto en escena ejerciendo presión a fin de favorecer sus intereses.
En su manifiesto “Conga va pero con nosotros”, De Soto propone que el gobierno derogue todo el andamiaje legal que regula la minería informal, y reclama que los mineros informales sean autorizados a invadir concesiones mineras inactivas, y que se reduzca el pago de impuestos de la pequeña minería de 4% a 1.5%.
Incluso llega al extremo de proponer la suspensión del Decreto Legislativo 1102 diciendo “que incorpora el delito de minería ilegal en el Código Penal y expone a los mineros al acoso de las autoridades públicas y de la Policía Nacional”.
También quiere que la minería salvaje pueda tomar posesión de todas áreas concesionadas no activas, lo que generaría una ola de invasiones parecidas a las que ha propiciado en las ciudades con sus benditas titulaciones de tierras sin planeamiento urbano por delante. De prosperar esta presión de De Soto, incluso concesiones a cargo de empresas formales podrían ser invadidas por mineros informales.
Como se da cuenta de la magnitud de su despropósito tratándose de actividades delictivas que favorecen a mafias de aquí e internacionales, De Soto se pone una hoja de parra sosteniendo que su propuesta solo alcanza a los mineros filonianos[1], no así a los que trabajan en la minería aluvial, realizada al borde de los ríos. Sin embargo, la minería filoniana también depreda, contamina y abusa de niños y niñas.
El candidato De Soto, sépase bien, está en contra de la tradición minera incaica, de las interdicciones contra los mineros ilegales y la remediación de las áreas destruidas por éstos, en contra de una minería con rostro humano. Y está a favor, no de la libertad de empresa, sino del libertinaje y el capitalismo salvaje que en ninguna otra parte del mundo tiene ya asidero, pero que él está dispuesto a instaurar en el Perú, a santo de qué. ¿De su preocupación por los pobres del Perú o los ricos de Suiza?
[1] Ideele, “¿Y si le hacemos caso a De Soto?”. Ideele Revista N° 248. En este mismo artículo, Ideele sugiere que la Federación Nacional de Pequeños Mineros y Mineros Artesanales del Perú (Fenamarpe) es la organización aliada y base de De Soto; organización cuestionada por usar la protesta y cobrar comisiones para dirigirla. Otros aliados de De Soto son los dueños de las plantas de tratamiento, que cobran lo que quieren por sus maquilas y explotan a los micro extractores, sin darles recibos por su pagos.