Por María Cruz Ciarniello, Resumen Latinoamericano, 10 de noviembre de 2020.
Son mujeres originarias de la comunidad qom de Rosario. Con recorridos de vida diferentes, asumen el activismo indígena todos los días. Desde el sostén de un centro comunitario hasta dar clases en una radio de la comunidad. La potencia de encontrarse con otras en los movimientos de mujeres indígenas. El terricidio y la defensa de la lengua originaria. Cuerpo e identidad. La micropolítica que no está en agenda.
En la cancha, piso de tierra, debajo de los dos palos, Noelia Naporichi custodia su arco. A veces deja los guantes a un lado para jugar en la defensa, correr por las bandas o el centro y frenar el ataque del equipo rival. Dice que el fútbol le enseñó a no rendirse. Juega con las pibas en el potrero o en el playón del barrio y hasta el año pasado en el club Rosario Central, adonde espera volver en el 2021.
El fútbol es una de sus pasiones. La otra es la peluquería, el oficio que con suerte le permite ganarse alguna moneda para subsistir en medio de la pandemia. De día, Noelia sueña con tener su propio salón de peinado y volver a calzarse la camiseta canalla del club de sus amores. De noche también sueña, aunque muchas veces la desvele la violencia que se ensaña, sobretodo, contra los jóvenes de sus comunidad.
Cada tanto recuerda su infancia en Castelli, provincia de Chaco. Fue criada por sus abuelxs en el campo y allí vivió hasta que un día en la escuela la obligaron a cortarse el cabello, tan sagrado para las mujeres originarias. Padeció un racismo estructural que no reconoce fronteras ni edades. “Había un preceptor que me decía que por ser india no iba a pasar de grado o que no tenía oportunidades de ser alguien en la vida”, recuerda hoy con sus 26 años.
Se fue de Chaco a los 14 años y llegó a Rosario para estudiar y encontrarse con su mamá. “Acá empecé a hacer mi camino, a ver cómo es una ciudad, las diferencias que tenemos por vivir en una urbanización y por vivir en el monte, y también a sentir cómo es ese racismo que se vive en la escuela”. En esta urbe Noelia se topó con la misma discriminación racial que sufrió en Castelli. Pero acá, en la que ahora es su tierra, supo defender sus derechos y sus deseos. Noelia forjó gran parte de su militancia en el barrio donde habita una de las comunidades qom, ubicada en lo que se denomina Barrio Toba Municipal, Rouillón y Maradona, zona sudoeste de Rosario. En esta tierra que tanto defiende, fundó el Centro Comunitario por el Buen Vivir en la casa de su madre que, en tiempos de Covid-19, entrega alimentos para unas 120 familias del barrio, empezó a participar de asambleas, a coordinar espacios para jóvenes y ancianxs, a trabajar junto a equipos interdisciplinarios en salud y adicciones, y a ser parte además, del Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir.
Liliana siempre supo que quería ser maestra. Tenía un deseo: enseñar su propia lengua. No lo hizo hasta que tuvo 42 años y cumplió su sueño: empezó a estudiar el Profesorado para ser una de las docentes interculturales bilingües que hay en Rosario. Pero llegó la pandemia y con ella, la suspensión de clases en todo el país. Liliana Meza todavía espera poder concursar para un cargo. Dice que hay pocos, aunque cada vez haya más maestrxs idóneos queriendo enseñar la lengua indígena.
Nació en Colonia Aborigen, Chaco, porque su mamá, que había migrado en la década del setenta, viajó a su tierra natal para ser atendida por su madre, la partera de la comunidad. A los pocos días regresaron a la ciudad para asentarse definitivamente en Villa Banana, siendo una de las primeras familias en poblar la enorme barriada de la zona oeste. Allí vivió hasta los 20 años. Allí estudió en la escuela Pizurno donde dice no haber sentido la discriminación que sí padeció en las calles “por vivir en la villa y ser indígena”.
Cuando era niña jugaba a tener un paragüas mágico que la cubría y la protegía de las “miradas de reojo”, de las palabras que dolían y que apenas entendía. Pero Liliana creció y ese paraguas de a poco fue desapareciendo. Quedó embarazada antes de terminar el quinto año del secundario ‑que más adelante pudo finalizar gracias al Plan Fines- se casó y se alejó de su barrio y su comunidad.
Pero cuando su hijo tenía seis años, Liliana sintió que tenía que hacer algo. Recuerda ese día casi a la perfección. “Me mandan una tarea de la escuela donde tenia que llevar algo con respecto a la diversidad de culturas, y en los libros no encontré nada de lo que era cierto, no era la versión de mi Pueblo. Entonces, escribo un pequeño texto referido a mi mamá que se llamaba “mujer trabajadora”, es decir escribí sobre la vida de mi mamá en el campo, lo que nos enseñó y transmitió de nuestra cultura ancestral”.
Así fue como la profesora de su hijo la invitó a participar del acto escolar por el 12 de octubre y contar su propia historia. Entonces Liliana, aquella cocinera dedicada a las tareas del hogar, alejada de su barrio y su Chaco natal, la que soñaba en su infancia con tener superpoderes para defenderse de la discriminación, se transformó en una educadora popular.
—Ahí fue cuando sentí que tenía que hacer eso, visibilizar a quienes somos olvidados. Y desde ese día fue un cambio radical en mi vida.
Fue en Rosario donde Noelia Naporichi conoció a la activista indígena mapuche Moira Millán. Tenía 17 años y escucharla fue como empezar a “despertarse”. Se sumó a la Marcha de Mujeres Originarias que se gestó en Rosario y que luego derivó en la conformación del Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir. Noelia encontró un espacio para caminar junto a otras, hermanadas en una misma lucha por la tierra, por la identidad y contra la violencia hacia sus cuerpos. 36 naciones originarias integran el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir y ya llevan realizado dos Parlamentos donde se potencian las historias y las estrategias de lucha. Noelia dice que gracias al Movimiento aprendió a no tener miedo. A poder hablar, a plantarse y defender sus derechos. En el activismo, junto a otras y otres, conoció resistencias ancestrales paridas entre montes impenetrables, lagos y montañas.
Es que los territorios cambian en paisajes pero la pelea es la misma: como cuando ocupa el arco, Noelia tiene en claro qué defiende. Se define como “antirracista y antipatriarcal”. No se reconoce como “feminista” porque siente en gran parte del movimiento la influencia de un feminismo blanco y europeo que lejos está de la lucha ancestral de las mujeres negras e indígenas latinoamericanas. Pero sí se la ve en las marchas que el movimiento convoca en Rosario, en las asambleas feministas levantado su voz para ser escuchada, en las actividades que conjura junto a sus hermanas negras afrodescendientes. Con ellas comparte una misma manera de entender los feminismos porque sus cuerpos han soportando las mismas violencias. “No todas las mujeres tenemos los mismos privilegios. No todas se sienten o se piensan mujeres. Hay mucho por interpelar dentro de los feminismos”, dice.
Liliana no lo pensó dos veces. Levantó el teléfono y se comunicó con Mariana Segurado ni bien supo que esta maestra de grado estaba dando clases a través del aire de la radio que tiene la comunidad qom del barrio Los Pumitas. Recientemente egresada del profesorado bilingüe le propuso a Mariana conformar una dupla pedagógica y sumarse a las clases radiales para transmitirle a los y las niñas de la comunidad sus saberes, leyendas indígenas, y traducir en lengua qom el contenido de las clases. A pesar de vivir en otro extremo de la ciudad, Liliana viajó todas las mañanas a la radio ubicada en los Pumitas, zona noroeste de Rosario. Fue su primera experiencia como maestra bilingüe y la recuerda con emoción.
Escribe poesía y es una aficionada de la fotografía porque encontró en el arte una de las maneras para visibilizar la cultura y la identidad indígena. Su raíz es su propia lengua qom, la que dice que no siempre se aprende por el miedo a ser discriminados. “Mi abuela le enseñó a mi mamá, pero no a sus hermanos menores porque en la escuela le tenían prohibido hablar en qom. Y yo cuando la veía a mi mamá hablar su propia lengua, gesticulaba distinto, era más expresiva, más libre. El castellano la limitaba”.
Sin embargo, y a pesar de no haber aprendido el idioma qom l’aqtac de chica ni haberse criado en el Chaco, la transmisión oral de los saberes ancestrales fue fundamental. Ella dice algo simple: “Podés vivir en cualquier lado, pero siempre perteneces a esa tierra donde naciste. Es tuya, por más que te la quieran robar”.
En el año 2014, la ciudad de Rosario tuvo su Primer Censo de Pueblos Originarios llevado adelante por la Municipalidad y el Consejo de Coordinación y Participación de Políticas Públicas Indígenas. Hasta ese año Rosario no contaba con cifras ni relevamientos específicos ‑más allá del Censo de 2010-que pudieran dar cuenta del crecimiento y la realidad de las comunidades indígenas a nivel municipal.
En ese Censo se registraron un total de 6521 personas originarias, de las cuales 4717 pertenecían al pueblo qom, en su mayoría, radicadas en el Distrito Oeste de Rosario. Entre otros datos, el Censo daba cuenta que solo un 20% de los nacidos en Rosario hablaba la lengua indígena. El porcentaje aumentaba a un 57,5% entre quienes habían migrado a la ciudad. Además, apenas un 16% de los nacidos en Rosario podía escribir en su propio idioma. También era notoria la brecha de género en dos variables: mayor analfabetismo en mujeres y mayor tasa de actividad laboral en varones. En cuanto al acceso a la salud, el censo visibilizó algo fundamental: el rol esencial de los centros de salud en los barrios donde habitan las comunidades. Es que más del 80% de la población indígena no contaba con ningún tipo de cobertura en salud.
Tener estadísticas permite dimensionar las necesidades y al mismo tiempo, todo lo que todavía hace falta hacer en materia de amplitud y reconocimiento de derechos para los pueblos preexistentes al Estado Nación, más allá de leyes vigentes como la 26.206 o la 26.160, el Convenio 169 de la OIT o lo que establece la mismísima Constitución Nacional, letra muerta cuando se la contrasta con la realidad que sufren las comunidades indígenas en Argentina. Falta de acceso a la salud integral e intercultural, a la justicia, a la educación, al trabajo, a la vivienda digna. La deuda es histórica: son más de 500 años de una vulneración sistemática de derechos esenciales.
A su vez, la pandemia por el Covid-19 dejó al descubierto otras enormes violaciones a los derechos humanos: la falta de conectividad en muchos barrios, los desalojos, el desmonte indiscriminado que obliga a migrar de manera forzosa y la violencia institucional, de todo tipo, que sufren las comunidades de norte a sur del país. Chaco, Salta, Jujuy, la Patagonia, el Litoral. Pueblos mapuches, moqoit, guaraní, coya, diaguita, aymara, wichis, qom, y tantos más.
En algunos territorios, la violencia policial y la emergencia sanitaria, económica y habitacional impacta con más crueldad. Así al menos lo señala un relevamiento de 500 paginas realizado en el marco del ASPO por más de cien investigadores e investigadoras, becarios y becarias, tesistas, entre otros roles, nucleados en 30 equipos, 12 universidades nacionales y dependencias de la Comisión Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet). Allí señalan: “Coincidimos en nuestra preocupación por los efectos de la expansión del COVID-19 y del aislamiento en los pueblos originarios, ya que sabemos de su desigual acceso a la salud, a la educación, a internet, a la justicia, a la vivienda, a un trabajo digno. Porque nos imaginábamos consecuencias posibles, como las que lamentablemente podemos leer en estas páginas. Tal es el caso de los diversos hechos de violencia, abusos de la justicia y fuerzas de seguridad, maltratos en centros de salud, desmontes ilegales y también medios de comunicación atribuyendo a supuestas “pautas culturales” la expansión de contagios en los barrios populares donde reside población indígena en Resistencia, Tartagal, Gran Buenos Aires, o en tantos rincones de nuestra Argentina”.
En agosto, Aministía Internacional presentó un informe que presenta más de 20 casos en todo el país en los que las comunidades indígenas sufren desproporcionadamente los efectos de la pandemia y sus medidas. El relevamiento incluye la represión policial del 7 de mayo en Rosario, en el barrio qom de Rouillon y Maradona. “En Chaco, Río Negro, Santa Fe y Tucumán hemos relevado situaciones de abuso de la fuerza por parte de las fuerzas de seguridad. Por ejemplo, en Chaco se han hecho públicos al menos dos casos en que las fuerzas policiales habrían realizado operativos violentos y abusaron del uso de la fuerza. El caso del Barrio Bandera en Fontana, que tuvo enorme repercusión pública; y una situación en Pampa del Indio en la cual habrían disparado por la espalda a 3 personas que se encontraban cazando, hiriendo de gravedad a uno de ellos”.
Revista Cítrica fue el medio autogestivo que tuvo acceso a la filmación de las cámaras de seguridad de la Comisaría Tercera de Fontana la madrugada del 31 de mayo. Esa noche policías raptaron a dos chicos y dos chicas de la comunidad qom. A los chicos los torturaron, a las chicas las abusaron. En la tarde del 23 de julio en la comunidad guaraní Cherú Tumpa, en Colonia Santa Rosa, Salta, una mujer fue detenida y 18 personas resultaron heridas con balas de goma, entre ellas, seis niñes. La mujer fue arrestada sin orden judicial además de ser golpeada brutalmente.
#BastadeChineo es la campaña que realizó el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir que integra Noelia. Denuncian el abuso sistemático, silenciado y naturalizado y las torturas contra mujeres y niñas indígenas por parte de criollos con cierto poder económico y social. “El chineo es una práctica colonial que hoy continua existiendo en mano de los criollos, las empresas transnacionales que operan en nuestros territorios, las fuerzas de inseguridad del Estado y el patriarcado que atraviesa nuestras comunidades” dice el Movimiento. En el audiovisual que realizaron hay testimonios: “Mi hija apenas cumplió los 15 años cuando le quitaron la felicidad y la inocencia. Desde allí ella siempre tuvo miedo, ya nunca más va a estar tranquila. Siempre con miedo. Cuando tenía 15 años le compré una torta para hacerle el cumple y desapareció. Creí que estaba en casa de un familiar pero no era así. La secuestraron de la comunidad y se la llevaron a Rivadavia Banda Sur, después a Tartagal y la iban a mandar a Formosa, y después a Jujuy para hacerla prostituir”.
Amnistía Internacional señala que hay más de 300 conflictos indígenas relevados con anterioridad a la pandemia. “Estos casos no son exhaustivos pero reflejan las luchas de las comunidades que reclaman el cumplimiento de sus derechos frente a gobiernos (tanto locales, como provinciales y el gobierno nacional), empresas y el Poder Judicial, que desoyen la normativa vigente”.
En su cuello, la bandera de la Whipala, en uno de sus puños, anudado con fuerza, el pañuelo de color verde que simboliza la lucha por el aborto legal, seguro y gratuito. Con firmeza, Noelia mira a cámara y le apunta al lente con su dedo índice. Detrás, como telón de fondo, el Monumento a la Bandera desbordado en una de las marchas convocadas por las organizaciones feministas en Rosario.
No es fácil para muchas mujeres originarias visibilizar su apoyo a la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo. “De eso no se habla”, dice Noelia aunque el aborto exista, aunque tantísimas mujeres de la comunidad lo realicen de manera clandestina utilizando medicina ancestral. “La lucha por el aborto es una lucha de todas, pero necesitamos ser consultadas, que nuestra mirada esté presente en el proyecto. En la comunidad asusta hablar de aborto, pero existe. Es necesario tener una mirada intercultural, un protocolo, hay que trabajar mucho”. La influencia del cristianismo, dice Noelia, es uno de los factores que obstaculizan ese diálogo abierto entre mujeres para romper tabúes y miedos, también el machismo de referentes varones de la comunidad y la falta de acceso muchas veces, a una salud integral que reconozca el derecho lingüístico, a una mirada interseccional que impregne los contenidos de la educación sexual integral en todas las escuelas.
Ella marcha con el pañuelo verde enlazado y no disimula su apoyo para lograr la legalización del aborto. “Mi activismo en el Movimiento de Mujeres por el Buen vivir me enseñó a hablar, a ponerme fuerte, a cuestionar y a interpelarme a mí misma”. Por eso, dice, es necesario que el Estado incluya la cosmovisión de los pueblos indígenas en el diseño de las políticas públicas.
Liliana Meza, con un recorrido diferente, se siente interpelada por las Feministas del Abya Yala. “Es una lucha diaria y encontrarte con otras te potencia. La lucha es constante por la tierra, la identidad, la cultura. Cada encuentro es enriquecedor. Y vas aprendiendo de mujeres de distintas comunidades, porque más allá de que la Constitución reconozca a las comunidades como preexistentes al Estado, falta mucho todavía. Ni siquiera tenemos lo básico en muchos barrios que es el agua potable”.
Lo que dice Liliana también lo refuerza Noelia cuando menciona, por ejemplo, lo que significa el terricidio. “Todas las empresas nos están matando como ser humano. Estamos destrozando el planeta que es nuestra fuente de energía y espiritualidad. Nosotras peleamos contra el patriarcal dentro del Estado”. Desde el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen vivir lo definen con claridad: “El terricidio es un crimen de lesa humanidad”.
“Nos matan de hambre, por despojo, por saqueo de los bienes comunes, con sus políticas extractivistas. Nos matan cuando deciden pagar la deuda a los poderosos y no pagar la deuda con nosotras, cuando postergan hasta el absurdo la aprobación de la ley que nos garantice no morir en abortos clandestinos. Nos matan al no reconocer los trabajos de cuidados, porque nos obligan a parar la olla, a limpiar las calles, a enseñar, a cuidar, en absoluta precariedad. Nos llevan al límite, sí. Pero ahí, en el límite, nos encontramos. Respiramos, sacamos fuerzas, y nos sabemos autónomas, plurales”, dicen las Feministas del Abya Yala.
Hablar de un Estado racista y patriarcal, como lo definen las mujeres originarias, es marcar la sistematicidad de las violencias ejercidas contra las comunidades indígenas y afrodescendientes. Violencias que se inscriben en deudas históricas. Feministas del Abya Yala o el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir construyen cotidianamente redes de lucha y resistencia en los territorios, en las grandes ciudades o en los campos y montes, allí donde todo se hace más invisible. Denuncian el racismo estructural que determina qué cuerpos y qué vidas importan. Defienden sus territorios y también sus sueños. Cada 5 de septiembre, día en que se recuerda el asesinato de Bartolina Sisa, y cada uno de los días y las noches en que encienden el fuego para iluminar sus luchas.
Fuente: La Tinta