Por Ivann Carlos Lago*, Resumen Latinoamericano, 1 noviembre de 2020.
El Brasil llevará décadas para comprender lo que sucedió en aquel nebuloso año de 2018, cuando sus electores eligieron a Jair Bolsonaro para presidir el país. Ex integrante del ejército donde cumplió proceso administrativo de tener sido acusado de acto terrorista; diputado de siete mandatos conocido no por los dos proyectos de ley que logró aprobar en 28 años, sino por las trampas, que incluyen acusaciones de «rachadiña», contratación de familiares y participación en las milicias; ganador del trofeo de campeón nacional de escatología, falta de educación y las ofensas de todos los matices de prejuicio que se pueden enumerar.
Aunque su discurso es una negación de la «vieja política», Bolsonaro, de hecho, no representa su negación, sino lo que es peor. Es la materialización del lado más nefasto, autoritario e inescrupuloso del sistema político brasileño. Pero (y este es el punto que yo quiero discutir hoy) está lejos de ser algo que salió de la nada o que brotó del suelo pisoteado por la negación de la política, alimentada en los años previos a las elecciones.
Por el contrario, como investigador de las relaciones entre la cultura y el comportamiento político, estoy cada vez más convencido de que el Bolsonaro es una expresión muy fiel del brasileño medio, un retrato de la forma de pensar el mundo, la sociedad y la política que caracteriza al ciudadano típico de nuestro país.
Cuando me refiero al «brasileño medio», obviamente no me refiero a la imagen romántica de los medios de comunicación y la imaginación popular, del brasileño receptivo, creativo, solidario, divertido y «travieso». Me refiero a su versión más oscura y, lamentablemente, más realista según lo que mi investigación y experiencia han demostrado.
En el «mundo real» el brasileño es prejuicioso, violento, analfabeto (en letras, política, ciencia… en casi todo). Es racista, machista, autoritario, interesado, moralista, cínico, chismoso, deshonesto.
Los avances civilizadores que ha experimentado el mundo, especialmente desde la segunda mitad del siglo XX, han llegado inevitablemente al país. Se han materializado en la legislación, en las políticas públicas (de inclusión, de lucha contra el racismo y el machismo, de penalización de los prejuicios), en las directrices educativas para escuelas y universidades. Pero cuando se trata de valores arraigados, se necesita mucho más para cambiar los patrones culturales de comportamiento.
El machismo se ha convertido en un crimen, que reduce las manifestaciones públicas y abiertas. Pero sobrevive en el imaginario de la población, en la vida privada cotidiana, en las relaciones afectivas y en los ambientes de trabajo, en las redes sociales, en los grupos de «whatsapp», en las bromas diarias, en los comentarios entre amigos «de confianza», en pequeños grupos donde hay cierta garantía de que nadie lo denunciará.
Lo mismo ocurre con el racismo, con los prejuicios contra los pobres, los nordestinos, los homosexuales. Prohibido de manifestarse, sobrevive internamente, reprimido no por convicción resultante del cambio cultural, sino por temor a la flagrancia que puede conducir al castigo. Por eso la corrección política aquí nunca ha sido una expresión de conciencia, sino algo mal visto por «perjudicar la naturalidad de la vida cotidiana».
Si ha habido avances (y son, sí, reales) en las relaciones de género, en la inclusión de negros y homosexuales, se debió menos a la superación cultural de los prejuicios que a la presión ejercida por los instrumentos jurídicos y policiales.
Pero, como siempre sucede cuando un sentimiento humano es reprimido, se almacena de alguna manera. Se acumula, se hincha, y un día encontrará una forma de desbordarse. Como ese deseo del niño piromaníaco que estaba obsesionado con el fuego y la idea de quemar todo lo que le rodeaba, reprimido por el control de sus padres y la sociedad. Reprimido durante años, un día se manifiesta en un proyecto profesional que hace del hombre adulto un bombero, permitiéndole estar cerca del fuego de una manera socialmente aceptable.
Algo parecido le ocurrió al «brasileño medio», con todos sus prejuicios reprimidos y, con gran dolor, ocultos, que vio en un candidato a la Presidencia de la República esta posibilidad de extravasación. Tuvo la posibilidad de elegir, como su representante y máximo dirigente del país, a alguien que pudiera ser y decir todo lo que él también piensa, pero que no puede expresar porque es un «ciudadano común».
Ahora que el «ciudadano común» tiene voz. En realidad se siente representado por el Presidente que ofende a las mujeres, homosexuales, indios, nordestinos. Tiene la sensación de estar personalmente en el poder cuando ve que el líder máximo de la nación utiliza una verborrea vulgar, frases mal formuladas, juramentos y ofensas para atacar a los que piensan de manera diferente. Se siente importante cuando su «mito» ensalza la ignorancia, la falta de conocimiento, el sentido común y la violencia verbal para difamar a los científicos, maestros, artistas, intelectuales, porque representan una forma de ver el mundo que su propia ignorancia no permite comprender.
Este ciudadano se siente empoderado cuando los líderes políticos que ha elegido niegan los problemas ambientales, porque son anunciados por científicos a los que considera inútiles y contrarios a sus creencias religiosas. Siente un placer profundo cuando su máximo gobernante hace acusaciones moralistas en contra los desafectos, y cuando predica la muerte de los «bandidos» y la destrucción de todos los oponentes.
Al ver el espectáculo diario de horrores producidos por el «mito», este ciudadano no se conmueve por la aversión, la vergüenza de los demás o el rechazo de lo que ve. Al contrario, siente dentro de sí mismo al Jair que vive dentro de cada uno, que habla exactamente lo que le gustaría decir, que va más allá de su versión reprimida y oculta en el submundo de su yo más profundo y verdadero.
El «brasileño medio» no entiende de nada del sistema democrático y su funcionamiento, de la independencia y autonomía entre los poderes, de la necesidad de isonomía del poder judicial, de la importancia de los partidos políticos y del debate de ideas y proyectos que es responsabilidad del Congreso Nacional. Es esta ignorancia política la que le da orgasmos cuando el Presidente alienta los ataques al Parlamento y al Supremo Tribunal Federal, instancias consideradas por el «ciudadano común» como lentas, burocráticas, corruptas e innecesarias. Destruirlos, por lo tanto, en su opinión, no es amenazar todo el sistema democrático, sino una condición necesaria para que funcione.
Este brasileño no sale a la calle a defender a un gobernante lunático y mediocre, sino que gritará para que su propia mediocridad sea reconocida y valorada, y para que se sienta acogido por otros lunáticos y mediocres que forman un ejército de títeres cuya fuerza apoya al gobierno que lo representa.
Al «brasileño medio» le gusta la jerarquía, ama la autoridad y la familia patriarcal, condena la homosexualidad, ve a las mujeres, los negros y los indios como inferiores y menos capaces, repugna a los pobres, aunque es incapaz de darse cuenta de que es tan pobre como los que condena. Ve la pobreza y el desempleo entre otros como una falta de fibra moral, pero percibe su propia miseria y falta de dinero como culpa de otros y falta de oportunidades. Exige del gobierno beneficios de todo tipo que la ley le asegura, pero le parece absurdo que otros, especialmente los más pobres, tengan el mismo beneficio.
Rara vez en nuestra historia el pueblo brasileño ha estado tan bien representado por sus gobernantes. Por eso no basta con preguntarse cómo es posible que un Presidente de la República sea tan indigno de su cargo y siga manteniendo el apoyo incondicional de un tercio de la población. La pregunta que hay que responder es cómo es que millones de brasileños mantienen un nivel tan alto de mediocridad, intolerancia, prejuicios y falta de sentido crítico como para sentirse representados por un gobierno así.
*sociólogo, Master y Doctor en Sociología Política.