Catalunya. Un albañil catalán, el primer desaparecido de las dictaduras argentinas

Cata­lun­ya. Un alba­ñil cata­lán, el pri­mer des­apa­re­ci­do de las dic­ta­du­ras argentinas

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Por Andrés Actis. Resu­men Lati­noa­mea­ri­cano, 2 de noviem­bre de 2020.

Poco y nada se sabe en Espa­ña de la his­to­ria de Joa­quín Peni­na, un joven anar­quis­ta naci­do en Giro­ne­lla (Cata­lun­ya) que fue dete­ni­do, fusi­la­do y ente­rra­do de for­ma clan­des­ti­na en Argen­ti­na en 1930. La des­apa­ri­ción ocu­rrió a los pocos días de con­su­mar­se el gol­pe mili­tar del gene­ral José Félix Uri­bu­ru (1930÷1932), la pri­me­ra de todas las san­grien­tas inte­rrup­cio­nes demo­crá­ti­cas que sufrió este país lati­no­ame­ri­cano en el siglo XX. En sep­tiem­bre se cum­plie­ron 90 años de este olvi­da­do cri­men de Estado.

“¡Viva la anar­quía!”. El gri­to de Joa­quín Peni­na se dilu­yó en medio de la inmen­si­dad del río Para­ná, en Rosa­rio, Argen­ti­na. Nadie lo escu­chó. Fue­ron sus últi­mas pala­bras antes de ser ase­si­na­do a pocos metros de la barran­ca. La fra­se mar­ti­ri­zó al sub­te­nien­te Jor­ge Rodrí­guez, el poli­cía que orde­nó los dis­pa­ros, a lo lar­go de toda su vida. Con­fe­só aquel cri­men, aque­lla eje­cu­ción, ya reti­ra­do de la fuer­za poli­cial. No pudo olvi­dar ni el gri­to, ni la ento­na­ción —fir­me, vehe­men­te, apa­sio­na­da— con la que Peni­na se des­pi­dió de este mun­do. “Fue un valien­te has­ta el últi­mo momen­to”, mur­mu­ró ante los subor­di­na­dos que lo acompañaban.

La víc­ti­ma de aquel fusi­la­mien­to segui­do de des­apa­ri­ción (el cadá­ver fue ente­rra­do en for­ma clan­des­ti­na) era oriun­do de Giro­ne­lla, una aldea de la comar­ca de Ber­gue­dá, en Cata­lun­ya. Peni­na era alba­ñil y anar­quis­ta. Lle­gó a Rosa­rio con 20 años. Los his­to­ria­do­res que inda­ga­ron en su vida recons­tru­ye­ron dos posi­bles moti­vos de su migra­ción: pro­ble­mas con la dic­ta­du­ra de Pri­mo Rive­ra (1923−1930) o la nece­si­dad de esca­par de su pue­blo para elu­dir el ser­vi­cio mili­tar obligatorio.

Tenía 29 años cuan­do fue ase­si­na­do. Su trá­gi­ca his­to­ria for­ma par­te del hos­ti­ga­mien­to y la per­se­cu­ción que sufrie­ron muchos cata­la­nes que emi­gra­ron a Argen­ti­na en las últi­mas déca­das del siglo XIX y pri­me­ras del XX. La cata­la­na fue una peque­ña —pero muy com­ba­ti­va— comu­ni­dad que sen­tó las bases del anar­quis­mo argentino.

“La pre­sen­cia de cata­la­nes en el anar­quis­mo argen­tino será muy sig­ni­fi­ca­ti­va duran­te el pri­mer ter­cio del siglo XX, has­ta el pun­to de que la mayo­ría de los líde­res liber­ta­rios serán de ori­gen cata­lán. La influen­cia del anar­quis­mo sobre el movi­mien­to obre­ro argen­tino será muy impor­tan­te has­ta la dic­ta­du­ra de Uri­bu­ru”, expli­ca el his­to­ria­dor Xavier Tor­na­foch i Yus­te, pro­fe­sor de la Uni­ver­si­dad de Vic. El coro­la­rio de esos lar­gos años de acti­vis­mo anar­quis­ta de los cata­la­nes en Argen­ti­na —con­clu­ye este aca­dé­mi­co— fue el secues­tro, des­apa­ri­ción y muer­te de Joa­quín Penina.

Pri­me­ro, lo tor­tu­ra­ron. Lue­go, lo inte­rro­ga­ron por el mimeó­gra­fo que esta­ba en su casa, don­de, supues­ta­men­te, se impri­mía la “pro­pa­gan­da subversiva”

El fusi­la­mien­to ocu­rrió la noche del 10 de sep­tiem­bre de 1930. Aun­que empe­zó a ges­tar­se un día antes, el 9 de sep­tiem­bre, solo 72 horas des­pués de pro­du­cir­se el gol­pe Uri­bu­ru. A Peni­na se lo lle­va­ron del alti­llo que alqui­la­ba en la calle Sal­ta, 1581, en el cen­tro de Rosa­rio. Divi­día sus días entre la alba­ñi­le­ría (colo­ca­ba mosai­cos en pisos y pare­des), la mili­tan­cia (muy acti­va en la Fede­ra­ción Obre­ra Rosa­ri­na) y la lec­tu­ra, su gran pasión. En su alti­llo tenía una biblio­te­ca que había cons­trui­do con sus manos. Todos los anar­quis­tas de Rosa­rio cono­cían aque­llas estan­te­rías. Solía pres­tar sus libros a sus com­pa­ñe­ros de militancia.

Peni­na era, ade­más, el encar­ga­do de repar­tir el perió­di­co La Pro­tes­ta, el órgano escri­to de la Fede­ra­ción, y de dis­tri­buir la lite­ra­tu­ra anar­quis­ta que des­de Espa­ña reci­bía la Guil­da de Ami­gos del Libro, un colec­ti­vo en el que tam­bién militaba.

Lo detu­vie­ron jun­to a dos ami­gos, el car­pin­te­ro ita­liano Vic­to­rio Cons­tan­ti­ni, su com­pa­ñe­ro de piso; y Pablo Por­ta, otro cata­lán, quien esta­ba, de casua­li­dad, en el alti­llo cuan­do lle­gó la poli­cía. Se los acu­sa­ba de impri­mir y difun­dir pro­pa­gan­da anar­quis­ta con­tra Uriburu.

Fue­ron alo­ja­dos en una cel­da de la Jefa­tu­ra. El tenien­te coro­nel Rodol­fo Lebre­ro, a car­go de la Poli­cía de Rosa­rio, los ame­na­zó al ente­rar­se de las acu­sa­cio­nes que pesa­ban en su con­tra. “Los vamos a tener que fusi­lar”, les dijo. La Jun­ta Pro­vi­so­ria del fla­man­te gobierno de fac­to auto­ri­za­ba a pasar por las armas “sin for­ma algu­na de pro­ce­so” a quien aten­ta­se “con­tra los ser­vi­cios y segu­ri­dad pública”.

Cua­tro cons­crip­tos lo ente­rra­ron en la fosa 450 del cemen­te­rio La Pie­dad. Su cuer­po nun­ca fue encon­tra­do ni exhumado.

Por­ta y Cons­tan­ti­ni fue­ron lle­va­dos a otra depen­den­cia poli­cial. El comi­sa­rio a car­go se negó a aca­tar la orden de fusi­la­mien­to. Per­mi­tió que se fuga­rán por una puer­ta tra­se­ra. Peni­na no corrió la mis­ma suer­te. Pri­me­ro, lo tor­tu­ra­ron. Lue­go, lo inte­rro­ga­ron por el mimeó­gra­fo que esta­ba en su casa, don­de, supues­ta­men­te, se impri­mía la “pro­pa­gan­da sub­ver­si­va”. Lo subie­ron espo­sa­do a un camión jun­to al sub­te­nien­te Jor­ge Rodrí­guez —quien esa noche esta­ba como ofi­cial de guar­dia— y otros cua­tros uniformados.

El vehícu­lo se diri­gió hacia la barran­ca sur de la ciu­dad. Reco­rrió varios kiló­me­tros. Detu­vo la mar­cha al cru­zar un puen­te. Rodrí­guez bajó a Peni­na por la fuer­za y lo obli­go a cami­nar hacia el río. Uno de los poli­cías se que­dó con sus per­te­nen­cias una vez con­su­ma­do el fusi­la­mien­to. Tenía poco y nada en sus bol­si­llos: dos galle­tas, un tro­zo de papel de dia­rio y un giro por cin­co pese­tas que iba a enviar­le a su her­mano. Días más tar­de, otros efec­ti­vos vacia­ron el alti­llo de calle Sal­ta. Todos los libros fue­ron quemados.

El cadá­ver de Peni­na fue con­du­ci­do esa mis­ma noche a la mor­gue, pero los emplea­dos se nega­ron a inhu­mar­lo por fal­ta de pape­les que acre­di­ta­ran su iden­ti­dad. El tenien­te coro­nel Lebre­ro fir­mó un escri­to que orde­na­ba sepul­tar el cadá­ver como NN. Cua­tro cons­crip­tos lo ente­rra­ron en la fosa 450 del cemen­te­rio La Pie­dad. Su cuer­po nun­ca fue encon­tra­do ni exhumado.

La memo­ria colec­ti­va de Argen­ti­na tie­ne olvi­da­do al ape­lli­do Penina

La Poli­cía de Rosa­rio emi­tió un fal­so par­te infor­ma­ti­vo sobre lo ocu­rri­do aque­lla noche. El escri­to sos­te­nía que Peni­na había sido dete­ni­do por “ave­ri­gua­ción de ante­ce­den­tes” y “pues­to en liber­tad” horas más tar­de. “Actual­men­te se igno­ra su para­de­ro”, con­cluía el comunicado.

Cons­tan­ti­ni y Por­ta, vol­vie­ron a sus paí­ses, Ita­lia y Espa­ña, res­pec­ti­va­men­te, tras aque­lla deten­ción. Fue por el tes­ti­mo­nio de Por­ta que en el pue­blo natal de Peni­na se ente­ra­ron de lo ocu­rri­do. Su fami­lia nun­ca pudo via­jar a Argen­ti­na para recla­mar el cuerpo.

La memo­ria colec­ti­va de Argen­ti­na tie­ne olvi­da­do al ape­lli­do Peni­na. En los ochen­ta, la colec­ti­vi­dad cata­la­na de Rosa­rio colo­có una pla­ca home­na­je en el fren­te del alti­llo. Sin embar­go, la lámi­na de metal fue qui­ta­da con el paso del tiem­po. En 1995, una orde­nan­za del Con­ce­jo Muni­ci­pal de Rosa­rio renom­bró a la cono­ci­da calle Regi­mien­to 11 (en la zona sur) con el nom­bre de Joa­quín Peni­na. Pero pocos car­te­les, sal­vo los de las pri­me­ras vere­das, fue­ron cambiados.

El poe­ta y escri­tor Aldo Oli­va recons­tru­yó su ase­si­na­to en la déca­da del 70 en el libro «El fusi­la­mien­to de Penina»

“No es lla­ma­ti­vo que su his­to­ria sea des­co­no­ci­da, aun sien­do el pri­mer des­apa­re­ci­do de las dic­ta­du­ras mili­ta­res argen­ti­nas, por­que, lamen­ta­ble­men­te, la his­to­ria ofi­cial siem­pre la escri­ben los que tie­nen el poder. Habrá que seguir hacien­do esfuer­zos para que Peni­na for­me par­te de la memo­ria colec­ti­va de Rosa­rio y Argen­ti­na. Pero de algo estoy segu­ro: este joven cata­lán for­ma par­te de la memo­ria social de este país”, refle­xio­na Car­los Sole­ro, docen­te de Socio­lo­gía de la Uni­ver­si­dad Nacio­nal de Rosa­rio (UNR) y mili­tan­te anar­quis­ta de la Biblio­te­ca Alber­to Ghi­ral­do de esa ciudad.

Los deta­lles del fusi­la­mien­to de Peni­na salie­ron a la luz por una inves­ti­ga­ción perio­dís­ti­ca. El poe­ta y escri­tor Aldo Oli­va recons­tru­yó su ase­si­na­to en la déca­da del 70 en el libro El fusi­la­mien­to de Peni­na. Pero la publi­ca­ción nun­ca lle­gó a las libre­rías. El 25 de febre­ro de 1977, la dic­ta­du­ra de Jor­ge Rafael Vide­la (1976−1983) orde­nó des­truir los 80.000 libros que esta­ban guar­da­dos en el depó­si­to de la Biblio­te­ca Popu­lar Cons­tan­cio C. Vigil, inclu­yen­do la tira­da com­ple­ta unos tres mil ejem­pla­res de la inves­ti­ga­ción de Oliva.

El autor no con­ser­vó los ori­gi­na­les. Murió en 2000 sin nin­gún libro en su poder. En 2003, un exem­plea­do de la biblio­te­ca encon­tró un ejem­plar en una caja de pape­les vie­jos. Se lo entre­gó al hijo del escri­tor, quien se encar­gó de reedi­tar­lo. Fue publi­ca­do y comer­cia­li­za­do por El Vie­jo Topo, una edi­to­rial cata­la­na. El rea­li­za­dor audio­vi­sual argen­tino Die­go Fidal­go acom­pa­ñó y regis­tró ese pro­ce­so en un docu­men­tal lla­ma­do Hom­bres de ideas avan­za­das­que se pue­de ver en Vimeo o Youtube.

La muer­te de Peni­na —plan­tea Tor­na­foch i Yus­te— se con­vir­tió en uno de los mitos del anar­quis­mo a ambos lados del Atlán­ti­co: en Argen­ti­na, a tra­vés de las denun­cias perio­dís­ti­cas; y en Espa­ña gra­cias a los home­na­jes que le ofre­cie­ron las pri­me­ras figu­ras del anar­quis­mo ibé­ri­co, como Fede­ri­ca Mon­tseny, futu­ra minis­tra de la Segun­da Repú­bli­ca y la pri­me­ra per­so­na que en 1931 denun­ció el caso a más de 10.000 kiló­me­tros de distancia.

Fuen­te: El Salto

Itu­rria /​Fuen­te

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