Por Renán Vega Cantor. Resumen Latinoamericano, 20 de noviembre de 2020.
El libro de descarga libre que ofrece Rebelión, cuyo autor es Oto Higuita fue publicado en papel en 2018 con el título «El fracaso de los acuerdos de paz en Colombia». El libro fue escrito entre el momento de la derrota en el referéndum de octubre de 2016 y antes de la victoria del candidato del uribismo en las elecciones de 2018, quien hoy ocupa la Casa de Nariño.
En este sintético escrito se hace un recorrido a vuelo de pájaro sobre la historia colombiana de las guerras y los fallidos acuerdos de paz, siempre incumplidos por el Estado y las clases dominantes. Esa reflexión termina, por supuesto, con el análisis del acuerdo entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las Farc.
Aunque solo han transcurrido dos años desde el momento de su edición, en tan corto tiempo han acontecido muchas cosas en Colombia, que indican el fracaso del proceso de paz, cuyos documentos finales se firmaron hace cuatro años.
“Una falsa pacificación impuesta a fuego puede germinar la semilla de una nueva guerra”.
Sinar Alvarado, “Las demasiadas muertes en Colombia”, The New York Times, noviembre 1 de 2019.
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Un elemento que se destaca en la exposición es el relativo a las razones que explican el incumplimiento y la traición de larga duración de las clases dominantes en Colombia, que se remiten, y es un hecho que no se menciona en el libro, a la felonía agenciada en el año de 1781 en el virreinato de la Nueva Granada a las demandas de los insurrectos comuneros. El encargado por parte del poder colonial hispánico de firmar las capitulaciones que acordaron con los miles de comuneros que se encontraban en las goteras de Santafé de Bogotá, fue el arzobispo Antonio Caballero y Góngora. Los comuneros creyeron en el acuerdo escrito, refrendado por la palabra de este personaje, y se disolvieron y a las pocas semanas se inició la represión contra los conductores del movimiento y su principal dirigente, José Antonio Galán, fue brutalmente asesinado por el poder colonial. Quien recomendó su persecución fue el propio Caballero y Góngora y el mismo estuvo detrás de los terribles castigos que se le infringieron antes de matarlo. Su sentencia de muerte, decretada el 30 de enero de 1782, proclamaba:
Condenamos a José Antonio Galán a que sea sacado de la cárcel, arrastrado y llevado al lugar del suplicio, donde sea puesto en la horca hasta cuando naturalmente muera. Que, bajado, se le corte la cabeza, se divida su cuerpo en cuatro partes y pasado por la llamas (para lo que se encenderá una hoguera delante del patíbulo); su cabeza será conducida a Guaduas, teatro de sus escandalosos insultos; la mano derecha puesta en la plaza del Socorro, la izquierda en la villa de San Gil; el pie derecho en Charalá, lugar de su nacimiento, y el pie izquierdo en el lugar de Mogotes [y] declarada por infame su descendencia, ocupados todos sus bienes y aplicados al fisco; asolada su casa y sembrada de sal, para que de esa manera se dé olvido a su infame nombre y acabe con tan vil persona, tan detestable memoria, sin que quede otra que la del odio y espanto que inspiran la fealdad y el delito.[1]
Galán fue brutalmente ejecutado, de acuerdo con la sentencia, el primero de febrero de 1782. Por su parte, Caballero y Góngora estuvo involucrado en una maniobra oscura que terminó con la muerte del virrey Juan de Torrezar Pimienta en 1782, a los pocos meses del fin de la insurrección de Los Comuneros, y movió los hilos para que fuera nombrado por Carlos III como Virrey de la Nueva Granada, lo que efectivamente alcanzó, y se desempeñó en ese cargo durante siete años.
Este ejemplo es un anticipo de lo que luego vendrá en Colombia: represión y escarnio para los que se rebelan y premio para los que traicionan, persiguen y masacran a los sublevados. Algo que sigue siendo una cruda realidad en la Colombia contemporánea, como lo demuestran elementales hechos que sufrimos a diario, y sobre los cuales Oto Higuita se refiere en su ensayo.
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En el análisis histórico que se realiza en este libro se destaca la experiencia del primer proceso de paz de la historia contemporánea de Colombia, el de 1953, cuando, tras el golpe de Estado del general Gustavo Rojas Pinilla, se pactó la entrega de armas por parte del movimiento guerrillero que se levantó contra la hegemonía conservadora, que había sido organizado inicialmente por el partido liberal, y cuyo hecho más destacado fue la desmovilización de las guerrillas del llano, bajo la conducción de Guadalupe Salcedo Unda. Lo que vino después de esa desmovilización de campesinos insurrectos fue el asesinato de miles de ellos, incluyendo al propio Guadalupe Salcedo, quien fue acribillado el 6 de junio de 1957 en Bogotá por la policía, en una emboscada aleve y cobarde. Como suele ser común en nuestro país, el hecho fue descrito como una acción defensiva de la policía, como lo registró una nota periodística:
Cerrado por los dos vehículos policíacos, el taxi debió detenerse pero sus ocupantes se negaron rotundamente a obedecer la orden de rendirse, antes por el contrario, uno de ellos “esgrimió desde el carro una pistola”. Acto seguido se trabó el tiroteo y momentos después dos de los ocupantes del taxi salían tambaleantes: uno de ellos cayó dentro de un zanjón y el otro en medio de la vía, mientras que los otro cuatro restantes eran capturados. [2]
Lo llamativo es que el cuerpo de Guadalupe Salcedo tenía disparos en ambas palmas de la mano, en la cabeza, en un hombro y un muslo, lo que indicaba que había sido asesinado a quemarropa y en total indefensión, porque esa era la orden. La policía siempre negó que hubiera sido un crimen de Estado, pero años después el camarógrafo de un noticiero de televisión descubrió en el Museo de la Policía Nacional, ubicado en el centro de Bogotá, la máscara necróptica del guerrillero liberal, en cuya ficha de identificación se podía leer: “Guadalupe Salcedo bandolero que operó en los Llanos Orientales, dado de baja en operativo de la Policía Nacional”[3]. Más claro ni el agua, del reconocimiento de un crimen de Estado, propio del terrorismo oficial que se impuso en Colombia desde el 9 de abril de 1948 y que mata a diestra y siniestra a los que considera como sus enemigos, como aconteció con el indefenso jefe guerrillero del llano.
Nos hemos referido a este acontecimiento, por su trascendencia y porque es el antecedente más parecido a lo que está sucediendo hoy con los excombatientes de las Farc. Esa eliminación sistemática y planificada de exterminar a los guerrilleros liberales, que se amnistiaron y entregaron sus armas en 1953, es similar a lo que sucede hoy. Este hecho lo recuerda Oto Higuita, quien también comenta el genocidio de la Unión Patriótica con posterioridad a los acuerdos de La Uribe de 1984. En este caso no se estaba asesinado a exguerrilleros sino a líderes sociales y políticos que nunca habían empuñado las armas, ya que fueron acribillados concejales, senadores, representantes a la cámara, alcaldes y militantes políticos, hasta alcanzar la cifra de unas cinco mil personas.
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El recordatorio de lo acontecido con Guadalupe Salcedo no es una mera curiosidad histórica, sino una muestra de lo que se convirtió en pauta para las clases dominantes y el estado colombiano con referencia al incumplimiento absoluto de los acuerdos de paz y el asesinato de los guerrilleros desmovilizados.
Este es el primer punto que vale la pena evocar sobre la situación actual, dado que el elemento básico para hablar del cumplimiento de un acuerdo es el respeto de la vida de los excombatientes, quienes, al fin y al cabo, dejaron las armas para evadir la posible muerte en combate. Y lo que está sucediendo en Colombia ahora mismo es un genocidio político de los excombatientes de las Farc, puesto que en el momento en que se escriben estas líneas han sido asesinados 230 exguerrilleros, a lo que debe sumarse 45 de sus familiares y el haber soportado unos 300 atentados. Esto se ha producido a lo largo y ancho del territorio colombiano, lo que indica que es un plan sistemático de exterminio, frente al cual reina la pasividad absoluta de la sociedad colombiana o, peor aún, la aceptación y el aplauso de un importante sector de la misma.
Que en Colombia no haya existido ni una voz de protesta tras el asesinato del primer excombatiente, lo que aconteció a principios de 2017, dejó abierto el camino hacia el genocidio en marcha, porque el silencio que es el respaldo tácito a la impunidad con que actúan los asesinos, vinculados directa o indirectamente con el Estado y que hacen parte del brazo armado del bloque de poder contrainsurgente.
Desde este punto de vista el primer aspecto que indica el fracaso del proceso de paz entre el gobierno de Santos y las Farc estriba en que no se respeta la vida de los firmantes y desmovilizados.
Además, para indicar el carácter organizado y sistemático del genocidio, han sido asesinados combatientes rasos, hombres y mujeres, mandos medios, comandantes de frente, en el campo, en ciudades intermedias y en Bogotá. Se registran hechos de sevicia contra excombatientes, como lo acontecido en Norte de Santander, cuando Dimar Torres antes de ser ejecutado fue castrado por miembros del Ejército colombiano.[4]
El asesinato de excombatientes está en la base de nuevas guerras, puesto que muchas personas prefieren volver a enmontarse y armarse antes que dejarse matar inermes y desarmados. Ahora, eso mismo vuelve a suceder, puesto que miembros del partido de las Farc se están uniendo a las disidencias o a la Nueva Marquetalia.
La asimetría de los resultados del acuerdo en términos de muertos es evidente: desde que se firmó el acuerdo y comenzó el desarme en 2016, en promedio cada cinco días se está asesinando a un antiguo insurgente, mientras que por parte de las fuerzas armadas del Estado no ha habido ni un solo muerto, causado por miembros del actual partido de la rosa.
Para darse cuenta de cómo se han modificado las cosas, digamos que, según cifras oficiales, entre 2005 y 2016 murieron 2859 integrantes de las Fuerzas Armadas en combates con las Farc[5]. Estamos hablando de una asimetría absoluta, porque ahora los muertos solamente vienen del lado de los desmovilizados, que están muriendo casi al mismo nivel que morían cuando había combates, si recordamos que desde el inicio de la Fase Exploratoria y hasta el cierre de la negociación en 2016, el Estado colombiano masacró a 303 guerrilleros[6]. En estas condiciones, la pregunta elemental es solo una: ¿De qué paz se habla si ahora están muriendo tantos insurgentes como cuando había guerra? En este caso, no hay que filosofar mucho para concluir que antes que paz, lo que está en marcha es un brutal proceso de pacificación, en que el bloque de poder contrainsurgente asume la labor de destruir al adversario, luego de incumplir lo pactado.
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Entre algunos de los grandes problemas de las negociaciones de La Habana, que se han desnudado plenamente en estos cuatro años, se encuentran el no haber desmontado las estructuras paramilitares ni el terrorismo de Estado, ni haber modificado un pelo la doctrina anticomunista y contrainsurgente de las Fuerzas Armadas, ni haber logrado nada en materia de soberanía con respecto a los Estados Unidos. Tras estos grandes asuntos se encuentran otros, como los de la preservación del neoliberalismo, mantener incólume el poder de los grandes propietarios de la tierra, la ausencia de una reforma política, la forma como terminó la justicia transicional, en donde desapareció el juicio a terceros, y prácticamente quedó como una instancia para juzgar a las Farc, en una especie de tribunal de venganza. Todos estos elementos son señalados por Oto Higuita, pero con los elementos nuevos de los dos últimos años merecen ser complementados.
Al mismo tiempo, otros hechos derivados de gran importancia que han demostrado que nada ha cambiado en este país, radica en haber dejado incólume el aparato de propaganda del bloque de poder contrainsurgente, que tan útil ha sido para sustentar el proyecto antipopular y crear un imaginario negativo con respecto a la antigua insurgencia, de odio y de venganza.
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El paramilitarismo nunca fue desarmado y por eso hoy sigue incólume y mantiene el terror en vastas regiones del país, asesina a luchadores populares y a excombatientes y es el principal responsable de las masacres que siguen presentándose en este país. Solo en lo que va corrido de los ocho primeros meses de este año, 2020, se tienen documentadas 46 masacres en todo el territorio colombiano.[7] Cuando se supone que se están implementando los acuerdos, ¿cómo es posible que se mantengan las masacres, al mismo ritmo que se han dado en los últimos 40 años y recobren los niveles de sadismo de otros tiempos? Esto no puede entenderse desde una lógica antidrogas, que forma parte del discurso oficial del régimen de Iván Duque y de gran parte de la prensa y de los políticos de izquierda y de derecha. Afirmar eso es desconocer los problemas nunca resueltos y que fueron tocados en forma marginal en los acuerdos de La Habana (como el de la concentración de tierras y el poder de ganaderos y terratenientes), que explican la existencia del paramilitarismo, uno de cuyos soportes es la defensa de la gran propiedad y por eso se mantienen los ejércitos de exterminio, como para decir que no están dispuestos a ceder ni un milímetro de sus tierras, argumentando que existiría una supuesta transformación rural como resultado de los acuerdos.
Las masacres no son indiscriminadas ni ciegas, ni responden principalmente a las órdenes de los empresarios de las drogas de uso ilícito, sino que son obra de la contrainsurgencia de siempre para bloquear cualquier reivindicación y deseo de democratizar la sociedad colombiana. Por eso, se mata a jóvenes universitarios, a niños desplazados en los cañaduzales, a reclamantes de tierras, a ambientalistas que denuncian los megaproyectos mineros, a indígenas, campesinos y a miembros de comunidades negras, porque todos ellos son obstáculos en el proceso de acumulación traqueta de capital.
No es casual que las masacres se acentúen cuando se ha tocado, así sea solamente en términos simbólicos, a una de las columnas centrales del paramilitarismo, personificado en un expresidente de la República y no es raro que sus voceros de prensa hayan amenazado con que eso iba a suceder si se rasguñaba al dueño del Ubérrimo. Así lo anunció en público la periodista estrella del uribismo cuando dijo: “Si a Uribe lo ponen preso, les doy una pésima noticia a sus malquerientes: no se acabarán los problemas que tiene Colombia. Tampoco llegará la paz que todos deseamos. Quizás la violencia se agudice. La Corte tiene la palabra”.[8] Dicho de otra forma, con el jefe no se metan, porque si lo hacen habrá violencia y los responsables son los magistrados de la corte que se atrevieron a realizar tamaño despropósito. Vaya casualidad, que a los pocos días de este anuncio arreciaron las masacres en todo el país.
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Otro de los temas que demuestran el fracaso de los acuerdos de La Habana está relacionado con el imaginario anticomunista, señalador y homicida, que se ha renovado en forma burda en los últimos años, presentado con la denominación de castrochavismo, que logró imponer el No en el plebiscito de 2016, luego montó a Iván Duque como subpresidente y no ha cesado de justificar la represión y persecución de quienes no comulgan con el credo del Centro Democrático y sus áulicos.
Ese imaginario anticomunista ha justificado asesinados, montajes judiciales, señalamientos criminales a través de los medios de desinformación que indican que no se establecieron las bases para hacer política en forma legal y con seguridad, que era quizá el principal objetivo de los acuerdos y el desarme de las Farc. Nada de eso se ha realizado y se ha impuesto una macarticación constante, que muestra como si fuera un delito pertenecer al partido político de las Farc. Un ejemplo reciente ilustra lo que estamos diciendo, que se derivó de la masacre de ocho jóvenes en el municipio de Samaniego (Departamento de Nariño). Luego de que se cometió la masacre, empezaron a circular mensajes en las redes sociales que decían que esa masacre se había cometido porque los muertos eran miembros de las juventudes de las Farc, como si esto en sí mismo fuera un delito o un crimen y fuera una justificación valida del asesinato. El señalamiento llevó a que los jóvenes de Samaniego organizaran una manifestación en la que portaban carteles en los que se decía: “No somos de las Juventudes de las Farc”
Este es un hecho indicativo de que nada ha cambiado en este país, puesto que los jóvenes tienen que salir a la calle a decir que no son de las Farc, como si eso mismo fuera un delito, y justificara atentar contra el que pertenezca a ese partido.
Hasta el punto llega el juego macabro de esa lógica, que un reconocido miembro de la extrema derecha y ligado al paramilitarismo de los ganaderos publicó una foto en la que adulteraba este mensaje, junto con la justificación de la masacre:
¡Qué buen ejemplo de concordia y de tolerancia el que existe hoy en Colombia, que sería risible si no es porque es una justificación burda de los asesinatos contra los jóvenes colombianos! De esos señalamientos se desprende una conclusión brutal: quien sea un militante de aquellas organizaciones que son señalados como comunistas o terroristas merece ser asesinado, eso es lo que se hace a diario en este martirizado país, y tal práctica cotidiana y macabra forma parte del proyecto de pacificación en marcha.
El caso de Jesús Santrich denota el trasfondo del proceso de paz y la perfidia del bloque de poder contrainsurgente para incumplir lo pactado y para dejar claro que no está dispuesto a permitir la participación en política de los insertados que no se atienen al orden oligárquico en Colombia. La persecución cobarde y cínica contra Santrich se fraguó, hay que subrayarlo, durante el gobierno de Juan Manuel Santos, el mismo que firmó el acuerdo y le había dado la mano a Santrich y a Iván Márquez, y quien obtuvo el Premio Nobel de Paz (¡!). Pues este individuo, con ayuda de un fiscal incondicional y opuesto al proceso de paz y con la participación directa de los Estados Unidos, propició un montaje burdo, sin ningún tipo de evidencia, en el que inculparon al dirigente de las Farc de ser un narcotraficante. Para eso montaron un tinglado de mentiras, calumnias, desinformación y lo sometieron a cárcel y tortura durante varios meses y si Santrich no se les va de las manos hubiera sido asesinado o recluido en una cárcel de máxima seguridad de los Estados Unidos, como Simón Trinidad, quien se hunde en las mazmorras del imperio desde hace casi 20 años.
Esta persecución fue fríamente calculada por el régimen de Juan Manuel Santos y se dirigió a aquel dirigente que no abandonó su crítica directa y frontal al capitalismo colombiano, que se negó a plegarse a las veleidades de un parlamento corrupto, que no aceptó las mentiras del bloque de poder para arrodillarse y pedir perdón por haberse revelado con las armas en la mano y que señaló que el acuerdo de paz no era el fin de un proyecto revolucionario, sino un momento más en la lucha anticapitalista, bajo otras condiciones. Todo ello resultó inadmisible para las clases dominantes de este país, y para un sector de la propia dirigencia de las Farc (que controla en la actualidad el partido) y por eso era necesario deshacerse de un personaje tan incomodo, culto y letrado, con lo que además se indicaba cuál es el verdadero alcance del desarme y la desmovilización, que no se entiende solamente como dejar de emplear las armas de guerra, sino también el arma de la crítica y aceptar las “normas de convivencia” del capitalismo colombiano, de sus medios de desinformación, de sus pseudointelectuales y aceptar como legitimo el terrorismo de Estado imperante, considerándolo como un “Estado social de derecho”.
El resultado nefasto de esa persecución está a la vista: generar un efecto de demostración para que nadie se atreva a transgredir las normas impuestas, entre las cuales se encuentra alabar la tan mentada e imaginaria “democracia colombiana”, conformándose con unas migajas para unos dirigentes acomodados en las sillas del parlamento. Una consecuencia directa del trato que se le dio a Santrich y a Iván Márquez fue la formación de la Segunda Marquetalia, la que desde luego no se explica solamente por este acontecimiento, pero si se catalizó por la saña que se evidenció contra este dirigente.
Las razones que explican la aparición de la Segunda Marquetalia no pueden reducirse, como hace el bloque de poder contrainsurgente, sus áulicos y gran parte de la izquierda a la vaporosa cuestión de las drogas y el narcotráfico, porque eso es desconocer no solamente los efectos del incumplimiento de los acuerdos, sino las razones sociales que explican la prolongada guerra en nuestro país. Esas condiciones ni mucho menos se han modificado, ni muestran perspectivas de solucionarse, como lo indica el trato que el régimen le ha dado a la pandemia de Coronavirus, regido por un vulgar darwinismo social a favor de los ricos y poderosos (el salvamento de Avianca por el Estado colombiano es el mejor ejemplo), y la enfermedad y muerte para los pobres y humildes, a nombre del sálvese quien pueda.
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Otro de los elementos que muestran el fracaso de los acuerdos de La Habana está referido al regreso de la sustitución forzada de cultivos de uso ilícito, entre los que se destaca la hoja de coca. En el gobierno de Iván Duque se ha impuesto la misma fallida y criminal política antidrogas que el Estado colombiano viene aplicando desde la década de 1970, una burda copia de lo que dictamina Estados Unidos, que se centra en atacar las zonas campesinas de producción, mediante el uso de la fuerza militar y la utilización de glifosato. Este herbicida que daña la tierra, el aire, el agua y envenena a las personas, ha sido empleado en Colombia durante 35 años hasta el último período del gobierno de Juan Manuel Santos, cuando se suspendió su aspersión. Pero ahora, por presiones de los Estados Unidos, acogidas al pie de la letra por el régimen de Duque, se está planteando volver a fumigar a los campesinos, lo cual se viene justificando con las masacres, con el pueril argumento que si se fumiga van a desaparecer las condiciones que las generan. Esta lógica burda sigue al pie de la letra la concepción contrainsurgente de no resolver nunca los problemas de base del país, sino recurrir a las balas y a las botas oficiales para echarle más fuego a la candela, en lugar de apagar los incendios.
Además, en diversas zonas del país han vuelto a ser asesinados campesinos cocaleros por el Ejército, como muestra de una política represiva, a lo que se reduce la presencia del Estado[9]. Y eso es lo que se hace en las zonas cocaleras y en los territorios que antes controlaban las Farc-Ep y que el Estado solamente ve como frentes de guerra y represión.
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Las Fuerzas Armadas del Estado colombiano nunca han abandonado su doctrina contrainsurgente, anticomunista y antipopular en la que han sido formadas en los últimos 60 años. Esas Fuerzas Armadas no hablan de paz sino de pacificación, lo que quiere decir que para ellos no existen acuerdos que haya que cumplir y respetar, sino que lo que se presentó fue una derrota del enemigo, y como tal hay que asumirlo.
Esa arrogancia triunfalista de muestra a diario, en los desfiles militares, en las columnas de opinión de los militares activos metidos a periodistas, en el engrandecimiento de los pretendidos “héroes patrios” y, sobre todo, en sus acciones cotidianas de impunidad contra los pobres en campos y ciudades, que no se diferencian de lo que han venido haciendo desde hace décadas.
Eso se evidencia con las declaraciones de los Ministros de Defensa (sic) y de los comandantes de tropa, que han llegado a manifestar que ellos no creen en el cuento de la paz, ni de medias tintas por el estilo, sino en los clásicos métodos con que suelen proceder, como los de las desapariciones forzadas, los crímenes de Estado (llamadas en forma eufemística como “falsos positivos”), las violaciones de niñas y jóvenes, los bombardeos indiscriminados en que se mata en forma consciente a niños, y en toda la panoplia de retórica guerrerista contra la población civil. Sobresale al respecto el control y la vigilancia de los opositores, su seguimiento ilegal, y los métodos tradicionales de la estrategia contrainsurgente, hasta el punto de que The New York Times señala “la vigencia de la guerra sucia, ejercida por el Estado. Y también la fragilidad de la política colombiana, que no termina de sacudirse las maneras más primitivas de la guerra”. Por ello, no extraña que
Durante la gestión de Duque, al menos un asesinato atribuido al ejército ha sido probado, el de Dimar Torres, un excombatiente de las Farc. La violencia oficial en Colombia es un ciclo incesante donde la agresión nunca desaparece; simplemente perdura y se adapta con mínimos cambios de forma.[10]
No por casualidad en el proyecto de presupuesto general de la nación para el 2021 son destinados recursos 22 veces más altos para las fuerzas armadas que los que se dedican a agricultura, comercio e industria. Una buena parte de esos recursos son para pagar los sueldos de una tropa de 452 mil efectivos (entre militares, policías y organismos secretos) y a mantener los privilegios de la cúpula militar, que no es vigilada ni supervisada por ninguna entidad, por aquello del ruido de sables de un poderoso lobby militar enquistado gracias a la guerra interna. Y esas fuerzas armadas no quieren, desde luego, que desaparezcan sus privilegios, engrasados con la sangre y el dolor de millones de colombianos. Como bien lo ha dicho el columnista de The New York Times en Colombia: “Juan Manuel Santos, el expresidente pacificador, de algún modo prefirió dejar quietos a los hombres de armas con tal de comprometerlos en su meta principal”, que no era otra que desarmar y desmovilizar a las Farc-Ep.[11]
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Colombia siempre ha sido un foco de conflicto en Sudamérica, por los efectos de nuestra guerra interna y eso ha sido promovido por los Estados Unidos en su propio beneficio estratégico. En concordancia, el Tío Sam está detrás del proyecto contrainsurgente que se impuso en nuestro país desde la década de 1950 y se vincula con el mismo proyecto en el resto del continente. Las clases dominantes de Colombia han sido incondicionales al dominio estadounidense desde mediados del siglo XX, lo que se ratificó con la adopción del Plan Colombia durante el gobierno de Andrés Pastrana (1998−2002), que comenzó mientras se realizaban los fallidos diálogos del Caguán y fue implementado a sangre y fuego por el régimen de Álvaro Uribe Vélez.
Ese Plan Colombia no era de uso exclusivamente interno, sino que tuvo una dimensión continental para asegurar la hegemonía de los Estados Unidos en tiempos de emergencia de gobiernos progresistas en el continente. Desde un comienzo era claro que el Plan Colombia no pretendía luchar contra las drogas, sino que tenía finalidades contrainsurgentes más allá de Colombia, y en particular se dirigía contra la Venezuela bolivariana de Hugo Chávez.
Venezuela participó activamente como mediador en los diálogos de La Habana, con la perspectiva de que la paz interna en Colombia contribuyera a reducir agresiones y provocaciones en la frontera, pero sucedió lo contrario, porque la desmovilización de las Farc significó que el gobierno de Juan Manuel Santos, con felonía calculada y al servicio del imperialismo estadounidense, reforzara el nefasto papel de Colombia de usar su territorio para agredir a Venezuela, lo que se acentuó durante el régimen de Iván Duque, que es una ficha servil e incondicional de los Estados Unidos.
Sobre la presencia de tropas en los Estados Unidos en territorio colombiano, la revista Semana hizo esta confesión: “En el pico, hubo alrededor de 1.000 soldados y contratistas y hasta 51 edificios militares estadounidenses en Colombia. Esos números han disminuido sustancialmente. ¿Sería posible el desembarco de «5.000 tropas» en el país, como sugería la libreta de Bolton?”.[12]
Y como parte de esa agresión sobresale el reforzamiento de Colombia como un portaviones terrestre de los Estados Unidos, con sus numerosas bases y presencia militar y mercenaria (que se demostró en forma nítida con la agresión del 3 de mayo de 2020 (Operación Gedeón) contra territorio venezolano), el aumento de tropas estadounidenses en nuestro territorio y el proyecto de “Colombia crece”, que es simplemente la continuación del Plan Colombia.
Con bombos y platillos, el régimen de Duque y enviados de los Estados Unidos, entre ellos del Comando Sur, anunciaron la inversión de 5000 millones de dólares para el nuevo plan. El anuncio retórico se basa en los mismos supuestos de hace 20 años, combatir el narcotráfico, lo cual ya es falaz, porque siempre se dijo que ese Plan había sido un éxito en su lucha contra las drogas. Esa es la forma, porque el fondo es el mismo de siempre, es un proyecto contrainsurgente y en este caso específico, que va dirigido contra Venezuela. En concordancia se refuerza el proyecto de Zonas Futuro, aprobado en enero de este año, y en el que ya se anunciaba el dinero de Estados Unidos. Lo llamativo es que algunas de esas zonas limiten con Venezuela, algo que no puede pasar a segundo plano, en momentos en que arrecia la agresión contra el hermano país.
En conclusión, puede decirse que los acuerdos de Paz con las Farc en lugar de ser un hecho que contribuyera a la paz regional dejo las manos libres del Estado y de las Fuerzas Militares tras la desmovilización de esa insurgencia, lo que afianzo la estrategia de convertir nuestro territorio en punta de lanza contra Venezuela, como parte de la guerra hibrida y no convencional que Estados Unidos libra contra ese país, y en donde Colombia desempeña un vergonzoso papel de títere amaestrado.
El problema es que, en cualquier momento, eso podría terminar en un conflicto de otra índole con repercusiones inimaginables para nuestro país, que recordemos tiene una frontera con Venezuela de 2219 kilómetros.
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En términos estructurales el tema de la tierra es el asunto más álgido del país y que se tocó como primer punto de los acuerdos, donde se dice:
…Que a juicio del Gobierno la transformación estructural del campo debe contribuir a reversar los efectos del conflicto y a cambiar las condiciones que han facilitado la persistencia de la violencia en el territorio. Y que a juicio de las Farc-Ep dicha transformación debe contribuir a solucionar las causas históricas del conflicto, como la cuestión no resuelta de la propiedad sobre la tierra y particularmente su concentración, la exclusión del campesinado y el atraso de las comunidades rurales.
Al respecto, al 31 de marzo de este año al Fondo de Tierras, que se estipuló en el acuerdo, habían sido transferidas 1 millón de hectáreas, que corresponde al 30% del total estipulado. Lo más significativo es que hasta ahora no se haya adjudicado ni un solo predio a los campesinos, como resultado del acuerdo, al punto que Jairo Estrada, representante en la Comisión de Seguimiento, Impulso y verificación de la Implementación del Acuerdo de Paz (Csivi) “Nosotros no conocemos los campesinos de carne y hueso que puedan decir ‘por cuenta del Acuerdo de Paz me entregaron esta tierra gratuitamente que provenía del Fondo de Tierras’”.[13]
Junto al Fondo de Tierras, en el acuerdo se planteó la formalización de la entrega de siete millones de hectáreas de tierra a los campesinos que las poseen o son sus dueños y eso debería cumplirse en el 2026. Hasta el momento solo se han formalizado 100 mil hectáreas, lo que indica la lentitud del asunto, paquidermia característica de la historia colombiana cunado de repartir la tierra se trata. Un estudio de La Contraloría General de la Nación indica que a ese ritmo se van a necesitar 25 años adicionales para cumplir ese acuerdo.
Adicionalmente, en el campo no ha cesado la violencia y la persecución a campesinos, indígenas y reclamantes de tierras, que están siendo sometidos a un proceso sistemático y planeado de exterminio, que organizan y financian los grandes terratenientes y ganaderos, que crearon un ejército antirrestitución de tierras, que viene operando desde hace años y que ha aumentado sus acciones criminales, luego de la firma del acuerdo de La Habana.[14]
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Un último punto en esta presentación, sin ser exhaustivos ni agotar el tema. En el registro del año anterior sobre el asesinato de ambientalistas en el mundo, Colombia ocupó el deshonroso primer lugar, lo cual se complementa con la destrucción de gran parte de nuestro manto forestal, mediante los incendios programados en nuestros bosques de la amazonia, del Choco y de otras regiones del país. Este hecho se explica en gran medida por el proyecto pacificador del bloque de poder contrainsurgente, con sus terratenientes y ganaderos al frente, de tomarse los territorios a los que hasta hace pocos años no habían podido llegar, en su propósito de abrir fundos ganaderos, lotes para sembrar cultivos de exportación (palma aceitera, caña de azúcar, caucho…), extraer petróleo, minerales y explotar recursos forestales. Esa nueva conquista solo ha sido posible por la salida de las Farc de esos territorios, que por la guerra se habían mantenido lejos del saqueo.
Los campesinos de varias regiones del país vieron la llegada desde finales del 2016 de gente que no conocían y que traían grandes máquinas para limpiar la tierra. Por ejemplo, en el Bajo Caguán,
don Emilio Rojas Moncada, campesino y colono desde los años ochenta, habla de su angustia frente a la llegada de nuevos actores al territorio y de lo que él considera un desastre ecológico terrible: la tala y quema de cientos de hectáreas de bosque. “Hay partes donde han tumbado entre 200 y 300 hectáreas, y no son campesinos. A la zona está llegando gente de afuera, grandes empresarios que amenazan no solo la montaña, sino la seguridad de todos nosotros”.
En forma lapidaria la Revista Semana lo ha dicho: “En muchos de los territorios donde antes dominaba la guerrilla se ha disparado la deforestación”, por lo que, en muchas regiones del país, “la naturaleza es la principal víctima de la paz”.[15]
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Después de todas estas vueltas, regresamos al libro de Oto Higuita, del que no nos habíamos olvidado. Simplemente estábamos actualizando algunos de los aspectos que allí se mencionan. Y queremos cerrar con una idea que se encuentra en las últimas paginas del libro, que con el proceso de paz se selló una “derrota estratégica”, lo que llevó a que no se consiguiera nada significativo en el acuerdo y se impusiera la lógica del bloque de poder contrainsurgente y se presentara una separación radical entre la dirigencia de las Farc y sus bases históricos, que son las que están siendo exterminadas.
Ese bloque de poder tiene dos fracciones definidas que con diferencias de matiz no son antagónicas y, en términos de eliminar la insurgencia, se identifican plenamente, con la diferencia de que el sector terrateniente (el uribismo) solo piensa en la destrucción militar del enemigo, mientras que el sector financiero (representado ahora en el santismo) combinó la acción militar con el dialogo. Pero, finalmente, eso condujo al efecto deseado de destruir a las Farc, y luego de conseguido ese objetivo, el uribismo completa la tarea de hacer trizas lo acordado, y con ello mata a los antiguos insurgentes y elimina cualquier atisbo de democratización real en la sociedad colombiana.
A la conclusión de la derrota estratégica se llega con dolor, puesto que los previsibles resultados están a la vista al ver como se esfuma la posibilidad de que terminara la guerra en Colombia y se emprendiera el camino de construir una sociedad decente. Ese mismo dolor es que sentimos los colombianos que soñamos y luchamos por otro tipo de país y vemos frustrado otro intento más de alcanzar una paz negociada, que beneficiara a la mayoría de los colombianos y que significara que se pudiera hacer política sin el riesgo de morir en el intento.
Por esta razón, tanto Higuita como nosotros escribimos con un dolor que nos carcome las entrañas, ante la criminalidad del bloque contrainsurgente y la impotencia que eso genera. Y también causa desazón constatar la manera como, luego de la firma de los acuerdos, se fueron disgregando las Farc, hasta convertirse en la actualidad, como lo había vaticinado, el malogrado François Houtart, en un “pequeño partido socialdemócrata”. Pero es otro tema, que queda fuera del marco de nuestro análisis, ya que hemos querido centrar la atención en la perfidia, traición e incumplimiento por parte de ese bloque de poder contrainsurgente, lo que en últimos implica la prolongación de la guerra, con sus secuelas de sangre, horror y sufrimiento para la población colombiana. Por ello, vuelven a cobrar validez las palabras de Manuel Marulanda Vélez cuando sostuvo: Volveremos a hablar de paz dentro de 20 mil muertos.
Notas:
[1]. “Sentencias de José Antonio Galán y Compañeros, [1781]”, en Juan Friede, Rebelión Comunera de 1781, Documentos, Tomo II, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1981, pp. 626 – 627.
[2]. “Guadalupe Salcedo muerto hoy en Bogotá”, El Independiente, junio 6 de 1957, p. 3.
[3]. Citado en Pedro Nel Suarez, ¿Quién mató al capitán?, http://www.alcarajo.org/quien-mato-al-capitan/).
[6]. Ibid.
[7]. Indepaz, Informe de masacres en Colombia durante el 2020. Con corte 25 de agosto de 2020. Disponible en: http://www.indepaz.org.co/wp-content/uploads/2020/08/Masacres-en-Colombia-2020-INDEPAZ-25-agosto‑2.pdf
[8]. Vicky Dávila, “Álvaro Uribe”, Semana, agosto 1 de 2020. Disponible en: https://www.semana.com/opinion/articulo/alvaro-uribe/690940
[10]. Sinar Alvarado, “El espionaje volvió a la política colombiana”, The New York Times, enero 17 de 2020. Disponible en: https://www.nytimes.com/es/2020/01/17/espanol/opinion/chuzadas-colombia.html?action=click&module=RelatedLinks&pgtype=Article
[11]. Sinar Alvarado, Un ejército de agresores camuflados, The New York Times, julio 21 de 2020. Disponible en: https://www.nytimes.com/es/2020/07/21/espanol/opinion/colombia-ejercito.html
[12]. Semana, enero 29 de 2019.
[13]. Citado en Sebastián Forero Rueda, Así va el Acuerdo de Paz: la deuda con la Reforma Rural Integral. Disponible en: https://www.nytimes.com/es/2020/07/21/espanol/opinion/colombia-ejercito.html
[14]. Juan Goméz Tobón y Ariel Avila, “El ejército antirrestitución y la guerra contra los reclamantes”, El Espectador, abril 13 de 2019. Disponible en: https://www.elespectador.com/noticias/nacional/el-ejercito-antirrestitucion-y-la-guerra-contra-los-reclamantes/
(Renán Vega fue miembro de la Comisión Histórica del Conflicto Armado y sus Víctimas, creada en la mesa de dialogo de La Habana).
Fuente: Rebelión