Por Mario Quevedo de Anta, Resumen Latinoamericano, 16 de noviembre de 2020.
Foto: Vial de acceso a un parque eólico en el norte de España. Shutterstock /Martin Schuetz
Es más que probable que haya leído antes, muchas veces, que los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera son muy altos.
Podría ser incluso que haya visto los datos en Internet, actualizados casi a tiempo real. En caso contrario, puede acceder a esos datos, procedentes de una red de sensores bien mantenidos y controlados.
Ese incremento de CO₂ prosigue acompañado por incrementos en otros gases de efecto invernadero; aquellos que impiden que el calor se disipe al exterior de la atmósfera terrestre. Algunos de esos gases son el metano (CH₄), retenido en los suelos de las latitudes altas siempre y cuando permanezcan congelados, y varios óxidos de nitrógeno.
Cierto es que cualquier afirmación acerca de “niveles muy altos”, o bajos, debería ir acompañada de una referencia objetiva. En el caso del CO₂ atmosférico la ciencia la proporciona: ningún humano ha respirado anteriormente concentraciones de dióxido de carbono como las actuales. No han existido desde hace millones de años, desde el Oligoceno. Y eso preocupa, mucho, porque la temperatura del planeta guarda una relación estrecha con la cantidad de CO₂ en la atmósfera, y está aumentando rápidamente.
En esencia, afrontamos grandes cambios en el clima de la Tierra, con consecuencias difíciles de predecir. Ni siquiera podemos esperar cambios similares para las distintas zonas de la península ibérica. Es comprensible, por tanto, que términos como descarbonización sean imprescindibles, omnipresentes. Y también que las estrategias energéticas prescindan del uso masivo de combustibles fósiles, protagonistas de la disrupción climática.
Las sombras de la descarbonización
La disrupción climática que la descarbonización pretende abordar es un fenómeno complejo, derivado de la conjunción de 7 800 millones de humanos sobre el planeta, y de un consumo de recursos desproporcionado en buena parte del mismo.
Supongo que ante la emergencia es tentador ofrecer certezas, y soluciones expeditivas; simples. Entran entonces en escena términos aparentemente definitivos, como “energías renovables”, “sostenibilidad”, etc. Pero los problemas complejos, por definición, no suelen tener soluciones obvias. Los héroes en blanco y negro, que cantaba Johnny Cash, no están disponibles.
Los procesos extractivos tienen un impacto, de una naturaleza u otra. Extraer energía, extraer minerales, extraer vegetación, deja detrás cuando menos el hueco de dicha extracción. Los gestores de política energética en España parecen decididos a sustituir la energía extraída de combustibles fósiles por aquella extraída de energías renovables. De eso trata el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima 2021 – 2030.
Esa estrategia futura parece incluir el desarrollo masivo de proyectos de parques eólicos. La implantación de estaciones de producción de energía a partir del viento también implica impactos, dignos de conocer en detalle, y de evaluar y ponderar a la hora de tomar decisiones. Especialmente si los proyectos se cuentan por decenas o incluso cientos, y afectarán a porciones sustanciales del territorio.
Impacto ambiental de los parques eólicos
Los parques eólicos tienen un impacto intuitivo sobre el paisaje. Uso como ejemplo las proporciones de un proyecto que me pilla geográficamente cerca: será un parque eólico a 800 metros sobre el nivel del mar, con aerogeneradores de 126 metros de alto, y cuyas aspas tendrán un diámetro de 147 m. Ese parque eólico será visible desde al menos 10 km en las cuatro direcciones cardinales. Aquellos situados en zonas más altas de sierras y cordales serán más visibles.
Vídeo: Paisaje eólico
Si tenemos en cuenta que en España hay actualmente unos 1 000 parques eólicos, añadir una cantidad notable de nuevas infraestructuras dejará pocos paisajes sin impacto eólico visual. Eso es cambio en el paisaje. A algunos esos cambios nos provocarán desazón, tristeza; solastalgia. Soy consciente, no obstante, de que el cambio provocado en lo emocional es subjetivo, y de interpretación lábil.
No es subjetivo ni trivial el impacto biofísico sobre el territorio, del cual el paisaje es la foto fija. Si bien la producción de electricidad a partir del viento es más limpia y renovable que la quema de combustibles fósiles, su instalación no lo es tanto. Conlleva, además de las obvias turbinas eólicas, la apertura y uso de viales de mantenimiento. Conlleva, además, colocar y mantener líneas de evacuación que conecten con la red eléctrica, entre otras infraestructuras subsidiarias.
La apertura de viales en el territorio es una de las principales vías de erosión y pérdida de suelo, e implica una penetración desproporcionada del impacto humano sobre la fauna y flora. Implica también agravar la fragmentación de los ecosistemas, uno de los grandes motores de la crisis de biodiversidad.
Tampoco es subjetivo ni despreciable el impacto de impedir el crecimiento de la vegetación en el entorno de parques eólicos. Al menos en el noroeste de España, los proyectos de nuevos parques eólicos apuntan a zonas previamente deforestadas; ya sea por la explotación forestal, ganadera, los incendios repetidos, o cualquier combinación de las mismas. Van a parar, por tanto, a zonas donde la explotación humana ha limitado históricamente el crecimiento de la vegetación o, lo que es lo mismo, la acumulación de carbono atmosférico en tejidos vivos.
Esas zonas siguen siendo capaces de albergar vegetación leñosa. Siguen teniendo potencial de captura y secuestro de carbono, del exceso de CO₂ con el que arrancaba este texto. Y siguen, por tanto, siendo capaces de proporcionarnos beneficios.
Efectos en aves, mamíferos e insectos
Sin ser mi especialidad, no creo equivocarme al asumir que la localización de los parques eólicos busca exprimir los conductos habituales de viento. La idea no es nueva en la naturaleza. Los corredores eólicos son utilizados por aves, mamíferos e insectos desde que existen animales voladores, e impulsos migratorios. Por eso la colocación de grandes turbinas en los caminos del viento impacta de lleno con el hábitat gaseoso y tridimensional de numerosas especies.
Ese impacto además es conocido; está siendo bien estudiado. En casos de especies escasas, de reproducción lenta, la explotación humana del viento compromete su viabilidad futura.
Y sin embargo el impacto de los parque eólicos no se limita a la especies raras. No se limita a aquellas especies que, como apenas vemos, no echaremos de menos cuando falten del todo. Se extiende a las especies comunes.
La atención prestada al impacto de las actividades humanas sobre las especies comunes ha sido menor; quizás porque hemos asumido seguridad en los grandes números. No obstante, dichas especies mueven la mayor parte del tránsito de materia y energía en los ecosistemas. Y ese tránsito incluye procesos de los que sacamos partido directo. Por ejemplo la polinización.
En ese sentido conviene considerar cuidadosamente las estimas de mortalidad de vertebrados en parques eólicos. Podrían suponer en un país como España varios cientos de miles de aves y murciélagos al año. O incluso un aspecto poco apreciado pero no menos importante: ¿qué impacto tienen los parques eólicos sobre las poblaciones de insectos voladores, animales clave para sostener el funcionamiento de los ecosistemas?
Cuando menos, sabemos que en ocasiones las colisiones de insectos con las turbinas llegan a condicionar el rendimiento de estas; cabe esperar que los insectos salgan peor parados. Algunos estudios empiezan a estimar ese impacto, que merece evaluación e investigación.
Renovables, pero de forma controlada
La combinación de emergencia climática y demanda energética invita a considerar múltiples perspectivas, cada una cercana a sus respectivos especialistas.
Este artículo destaca algunos aspectos bien documentados, manejados frecuentemente en mi campo de trabajo; aporta por tanto una perspectiva parcial.
A partir de ahí, opino: echo en falta en el discurso público una perspectiva general, balanceada a partir de las especializadas. No parece razonable que la urgencia, justificada por el abandono de los combustibles fósiles, nos arrebate un plan de trabajo riguroso para las renovables. No parece justificada la aprobación masiva de proyectos, sin ordenación previa, sin evaluación ambiental rigurosa.
Cuánta energía hace falta. Cuánta podemos recuperar a través de procesos más eficientes. Qué proyectos son realmente sostenibles; dónde causarán el menor impacto posible. Sin un planteamiento general que aborde al menos esas consideraciones, parecería que lo que viene es menos transición, y más especulación.
Mario Quevedo de Anta. Profesor Titular de Ecología, Universidad de Oviedo