Por Lucía Guadagno, Resumen Latinoamericano, 14 de diciembre de 2020.
Trigo: emblema alimentario. Harina que hace el pan o los fideos que tantos comen sin muchas más alternativas para alimentarse. También ingrediente colado, insertado discretamente en la mayoría de los productos ultraprocesados que incluye la dieta de supermercado. Sin dudas el cereal más consumido que, a su forma santa o adictiva, le agrega ahora una tercera versión: la transgénica HB4.
Argentina abrió sus puertas a un nuevo experimento a cielo abierto que, de aprobarse también en Brasil, llegará luego a nuestras mesas. Un experimento con financiación pública pero puras ganancias para los mismos de siempre.
I.
Cuando se quemó el segundo motor casi se dan por vencidos. La moledora antigua, que habían conseguido prestada en el pueblo, no funcionaba. Fernando llamó a una fábrica y consultó precios de máquinas nuevas, pero resultó que eran muy caras, y la plata que tenían sólo alcanzaba para una máquina chica de esas que muelen poco y calientan mucho el trigo. Parados alrededor de la moledora, se miraron y supieron que no había alternativa: tenían que hacerla funcionar.
Nueve años antes, este mismo grupo de hombres y mujeres organizados como “Vecinxs Autoconvocadxs de Hersilia” logró que el Concejo Deliberante de su pueblo prohibiera las fumigaciones a menos de 800 metros de sus casas. En Hersilia, una localidad argentina de 3,000 habitantes en el límite entre las llanuras pampeana y chaqueña, necesitaban aire.
A partir de 2004 los vecinos comenzaron a contar muchos casos de intoxicaciones, cáncer y abortos espontáneos. Los problemas de salud coincidían con el cambio del paisaje: el monte, la cría de animales y los tambos habían sido reemplazados por extensos cultivos de soja y maíz. Por las calles de Hersilia, antes tranquilas, levantaban polvareda las máquinas fumigadoras que iban y venían desde y hacia los campos. Garajes de casas y galpones se habían convertido en depósitos de venenos. Se desmayaban los vecinos que trabajaban embebiendo semillas en insecticidas (porque una de las prácticas de la agricultura industrial es cubrir preventivamente la semilla con insecticidas para evitar que la ataquen las plagas).
Preocupados por ese panorama, reclamaron. Lograron que las autoridades locales aprobaran la ordenanza, pero lo que siguió después fue trajinar para que se cumpliera. “Fumigaban de noche y había que caerles de imprevisto a los campos — recuerda Fernando Albretch, uno de los vecinos. Hacer presión sobre la policía para que recorriera con nosotros el perímetro de los 800 metros. Como no se sabía bien hasta donde era, con los vecinos y vecinas tomamos las medidas, pintamos los postes donde estaban los mojones de los 800 metros y hablamos con los productores. Todo ese trabajo llevó un par de años hasta empezar a tomar conciencia sobre cómo mirar y hasta dónde mirar lo que sucedía dentro de los campos”.
Una vez que el perímetro libre de venenos fue una realidad, los Vecinxs Autoconvocadxs de Hersilia tuvieron que resolver otro problema: los pequeños productores que quedaban dentro de esa franja de 800 metros. Algunos de ellos usaban venenos para combatir malezas e insectos pero necesitaban seguir produciendo para sobrevivir. Empezó entonces un proyecto de producción que no sólo implicaba aprender a cultivar sin agrotóxicos, también usar las tierras para producir alimentos necesarios y accesibles a toda la comunidad.
Diez años después, esos mismos vecinos están ahora alrededor de la máquina moledora. Necesitan que funcione para convertir en harina integral el trigo agroecológico que cosecharon el año pasado. Es el segundo motor que se les funde. No son mecánicos ni expertos en harina, pero tienen determinación.
II.
A 420 kilómetros al sureste de Hersilia, en la ciudad de Rosario, los ejecutivos de Bioceres, una compañía de biotecnología agrícola, están expectantes. El 9 de octubre el gobierno argentino autorizó el cultivo y comercialización del trigo transgénico HB4 desarrollado por Trigall Genetics, una empresa conjunta (joint-venture) de Bioceres con la multinacional francesa Florimond Desprez. Se trata de un trigo modificado genéticamente para ser tolerante a la sequía y resistente al herbicida glufosinato de amonio, un veneno de amplio espectro, más tóxico que el ya conocido glifosato.
Sin embargo, para completar la autorización, el gobierno del presidente Alberto Fernández puso como condición que el HB4 también sea autorizado por Brasil, ya que se trata del principal comprador del trigo argentino.
Si Brasil lo aprueba, será un gran negocio para las empresas. Pero, sobre todo, será un hito en la historia de la alimentación mundial: por primera vez en el mundo se comenzaría a cultivar y vender un trigo modificado genéticamente, con el cual se producirá la harina que alimentará a millones de personas. Hasta ahora, las multinacionales que concentran el negocio de las semillas y los insumos químicos para la agricultura industrial no habían podido meterse con el pan. Al menos no de manera tan directa. Por eso este trigo transgénico, a diferencia de otros cultivos modificados genéticamente, es resistido desde múltiples frentes: no sólo las organizaciones sociales y campesinas lo rechazan, también buena parte del mundo científico, del derecho, e incluso del mercado.
Las cámaras empresariales que agrupan a grandes productores de trigo y harina tanto en Brasil como en la Argentina rechazan la idea de cultivar y comercializar trigo transgénico. Sostienen que generaría más pérdidas que beneficios ya que los consumidores no quieren alimentos transgénicos. En especial en la Unión Europea, que tiene normativas muy restrictivas en relación a estos productos.
“La CTNbio (Comisión Técnica Nacional de Bioseguridad) nunca rechazó un pedido de liberación comercial de plantas transgénicas en Brasil. Lo que significa que es muy probable que este trigo también sea aprobado”, explica Naiara Bittencourt, abogada de la organización brasileña Tierra de Derechos. “Pero al mismo tiempo, nunca vimos en Brasil una resistencia tan grande de actores económicos tan importantes. Por ejemplo, las industrias de procesamiento del trigo y también las industrias de productos panificados. Además de eso, de los propios consumidores.”
¿Por qué preocupa tanto un cultivo que llegaría en forma de harina y pan a millones de habitantes del planeta; que alimentaría sobre todo a los más pobres y vulnerables?
En la agricultura, los transgénicos u organismos genéticamente modificados (OGM) son semillas a las que se les introducen genes de otras plantas o de otras especies, como bacterias, para otorgarles alguna característica que naturalmente no tienen. Por ejemplo, las transforman en resistentes a insectos, a herbicidas sintéticos o tolerantes a la falta de agua.
El problema está en que ni el Estado brasileño ni el argentino pueden garantizar a la población que los transgénicos ya liberados, como la soja o el maíz, no causen daños a la salud. Tampoco el trigo HB4. No pueden hacerlo, simplemente, porque no hacen los estudios necesarios para saberlo. En ambos países, los transgénicos se aprueban con los informes que presentan las mismas empresas que solicitan el permiso. En Brasil se publican algunos documentos y se hace una audiencia pública. En la Argentina, en cambio, todo es secreto y confidencial.
“Las empresas hacen estudios a corto plazo que no sirven para detectar daños en la salud”, explica el investigador brasileño Rubens Nodari, del programa de Graduados en Recursos Genéticos Vegetales de la Universidad Federal de Santa Catarina, quien analizó los documentos sobre el Trigo HB4 que evalúa la CTNBio en Brasil. “Se alimentó con el transgénico a ratas durante 14 días y a pollos, durante 42 días. Y luego se compararon características como peso y talla, sin estudiar los órganos internos. Esos estudios no son suficientes para afirmar que no produce daños a la salud”, advierte.
En la Argentina, los transgénicos son aprobados por la Comisión Nacional de Biotecnología (CONABIA). En 2017, la revista MU reveló que de los 34 miembros del organismo (cuyos nombres hasta ese momento permanecían en secreto), 26 pertenecían a las mismas compañías que producen las semillas o eran científicos con conflictos de intereses.
Dos años más tarde, un informe de la Auditoría General de la Nación, alertó: “Argentina no cuenta con un marco de referencia teórico-metodológico para garantizar el uso seguro y sustentable de los OGM acorde a lo estipulado en el plano nacional en el principio precautorio establecido en la Ley 25.675 (Ley General del Ambiente, artículo 14º) (…) La CONABIA no realiza análisis experimentales sobre los materiales a aprobar (…). Las evaluaciones de riesgo ambiental son de tipo documental, realizadas en base a la información técnico científica remitida por el solicitante a modo de declaración jurada”.
El principio precautorio establecido en 1992 en la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente, reconocido luego en el Protocolo de Cartagena sobre la seguridad de la biotecnología (2000) e incorporado en legislaciones nacionales en distintos países, establece: “Cuando haya peligro de daño grave o irreversible, la falta de certeza científica absoluta no deberá utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas eficaces en función de los costos para impedir la degradación del medio ambiente”. Es decir, aunque los Estados no puedan afirmar con seguridad que los transgénicos hagan daño a la salud o el ambiente, igual deben suspender las autorizaciones para prevenir daños irreversibles. Porque tampoco pueden afirmar lo contrario.
Además de falta de transparencia y protección de la salud y el ambiente, el caso del Trigo HB4 en Argentina es aún más escandaloso. Porque el Estado no sólo autorizó el transgénico: tuvo un papel fundamental en su creación.
El Trigo HB4 fue desarrollado por un equipo de científicos argentinos liderados por la investigadora Raquel Chan, directora del Instituto de Agrobiotecnología del Litoral, que depende de una universidad pública (la Universidad Nacional del Litoral) y del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina (Conicet). Hecho y financiado en parte por el Estado argentino, en una alianza público-privada que se realizó a través de convenios a los que la ciudadanía no puede acceder. Bocado pidió los documentos tanto al Conicet — que no respondió —, como a la propia Raquel Chan, quien dijo no tenerlos en su poder.
III.
En los laboratorios de la Universidad Nacional del Litoral, Raquel Chan y su equipo hicieron dos modificaciones genéticas al trigo.
Por un lado, introdujeron un gen de girasol que permite que la planta tolere la falta de agua por más días que el trigo común. Pese a que lo promocionan como tolerante a la sequía, la propia empresa reconoce que no se trata de un trigo que pueda cultivarse en zonas áridas, donde no llueve, sino que “aguanta” un poco más la falta de agua en las regiones donde ya se cultiva. “Si no llueve durante 15 días, se activa el gen del girasol que hace que la planta aguante un poco más. Pero si no llueve en seis meses, no. Esto no es magia. El agua es el principal recurso de la agricultura”, dice Gabino Rebagliatti, gerente de Comunicación Corporativa de Bioceres.
Por otro lado, insertaron un gen de una bacteria que lo hace resistente al herbicida glufosinato de amonio, un potente agrotóxico conocido como de amplio espectro o “touch down” (toca y voltea). Este tipo de herbicidas comenzaron a utilizarse en los países del Cono sur a fines de los años 90, con la introducción de la soja Round Up Ready, de la multinacional Monsanto. Una soja transgénica resistente al herbicida glifosato.
Los herbicidas se usan en el modelo agroindustrial de monocultivo para eliminar todas “malezas” o plantas no deseadas que nacen de manera espontánea y compiten con el cultivo por la luz, el agua y los nutrientes. Tanto el glifosato como el glufosinato de amonio matan a todas las plantas excepto a las que están modificadas genéticamente para resistirlos. Estos venenos se fumigan con aviones desde el aire o con máquinas terrestres conocidas como “mosquitos”, que avanzan sobre los campos con dos largos brazos o alas desde los cuales salen picos pulverizadores.
Entre 1996 y 2019, sin estudios independientes y a espaldas de la población, gobiernos de las más variadas banderas políticas —desde Evo Morales en Bolivia hasta Mauricio Macri en la Argentina — aprobaron 85 transgénicos en Brasil, 61 en la Argentina, 41 en Paraguay, 19 en Uruguay y uno en Bolivia. Entre ellos, soja, maíz, algodón, alfalfa y papa.
“El avance territorial del modelo transgénico fue arrasador. Uruguay pasó de 9 mil hectáreas con soja en el año 2000 a 1,1 millones en 2018. Argentina contaba con 6,6 millones de hectáreas con soja en 1996 y llegó al pico máximo de 20,5 millones de hectáreas de soja transgénica en 2015. El maíz pasó de 4,1 millones de hectáreas en 1996 a 6,9 millones en 2015”, revela el Atlas del Agronegocio Transgénico del Cono Sur, publicado en 2020. Bolivia sextuplicó sus hectáreas de soja entre 1990 y 2017. Y Paraguay, pasó de 1,15 a 3,4 millones entre 1997 y 2018.
En la región latinoamericana como a nivel mundial, el paquete tecnológico de las semillas transgénicas y agrotóxicos resultó un éxito comercial para un puñado de compañías multinacionales cada vez más concentradas como Monsanto (hoy Bayer), Syngenta (ChemChina) y Dow, Dupont y Pioneer (hoy Corteva Agriscience). La contracara del éxito de las multinacionales es una tragedia sanitaria, social y ambiental sin precedentes, también llamada ecocidio. Tragedia que podría ahondarse si se autoriza el trigo transgénico.
Ya no habrá vuelta atrás, alertan los investigadores, las organizaciones sociales y hasta las propias cámaras empresarias trigueras. Será imposible garantizar que el trigo que se consuma, por más que se decida usar semillas no transgénicas, sea un alimento libre de OGM. Esto ocurre porque una vez en el ambiente, el transgénico “contamina” al no transgénico confiriéndole los genes que naturalmente no tiene a través de la fecundación cruzada o por mezcla de semillas. Por las características del trigo, es más probable que esto ocurra por mezcla de semillas, algo que sucede con frecuencia mediante las máquinas cosechadoras, en el transporte o el almacenamiento de los granos, por la acción de animales, como aves o ratones, y en especial, por la acción de las personas, que trasladan e intercambian las semillas. “Eso ya pasó con los otros cultivos transgénicos. No hay manera de controlarlo”, dice el investigador brasileño Rubens Nodari.
Es por esto que ya preocupan las 6000 hectáreas de trigo HB4 que Bioceres informó haber sembrado en la Argentina como parte de sus pruebas a campo. No detallan en qué lugares específicos las cultivaron, argumentan que es confidencial. Pero sí confirmaron que es en la región de la pampa húmeda, la principal zona triguera del país.
IV.
Cáncer, malformaciones, abortos espontáneos y problemas respiratorios se cuentan en una larga lista de dramas y enfermedades que padecen quienes viven cerca de los campos fumigados. Científicos independientes empezaron a demostrar en laboratorios lo que los vecinos habían comenzado a denunciar en sus pueblos y ciudades: el glifosato, más aún en su versión formulada — es decir, mezclado con otros químicos para su venta comercial — , desata todos esos padecimientos.
Andrés Carrasco, médico argentino y científico del más alto nivel — que murió en 2014 — fue uno de los principales exponentes de la ciencia digna, una ciencia que comenzó a demostrar y denunciar los estragos del modelo. En 2009, cuando era director del Laboratorio de Embriología Molecular de la prestigiosa Universidad de Buenos Aires (UBA) confirmó que el glifosato causa malformaciones y es letal en embriones de anfibios. La relevancia de su descubrimiento quedó en evidencia con la persecución y campaña de desprestigio que sufrió en los años siguientes por parte de colegas y funcionarios del gobierno argentino ‑como el exministro de Ciencia Lino Barañao y el actual ministro, Roberto Salvarezza‑, ligados a las empresas de transgénicos y agrotóxicos.
En 2015, seis años después que Carrasco, la Organización Mundial para la Salud calificó al glifosato como probable cancerígeno para los seres humanos. En Estados Unidos, Monsanto fue condenada a pagar millones de dólares a personas que enfermaron de cáncer a causa del Roud Up Ready. De tal magnitud es el problema que Bayer, actual dueña de Monsanto, se vio obligada en junio de 2020 a cerrar un acuerdo por 11 mil millones de dólares para resolver el 75 por ciento de las cerca de 125 mil demandas judiciales similares, según informó la empresa.
También ha sido demostrado que los pesticidas no se degradan rápidamente en el ambiente, como decían sus fabricantes, sino que permanecen como contaminantes en el suelo y el agua. Incluso llegan a los alimentos que se consumen en las ciudades, como demostró el abogado ambientalista Fernando Cabaleiro en su minucioso informe “El Plato Fumigado”, hecho con base en mediciones oficiales de agrotóxicos en alimentos.
Investigadores de la Universidad Nacional de La Plata, en Argentina, hallaron residuos de glifosato en ríos, lagunas, peces, en la lluvia, en el algodón y hasta en gasas. Damián Marino, científico del Centro de Investigaciones del Medioambiente (CIM) de esa universidad, advierte ahora que el glufosinato de amonio, herbicida que viene con el paquete tecnológico del Trigo HB4, es más peligroso que el glifosato. Porque es tres veces más tóxico en la dosis letal 50 (dosis de una sustancia que se debe ingerir para que sea mortal en al menos la mitad de la población estudiada) y porque es 15 veces más restrictivo en su consumo, de acuerdo a la ingesta diaria admisible que determina la FAO (0,3 para el glifosato, 0,02 miligramos por kilo para el glufosinato).
A partir de 2012, comenzó a crecer significativamente la cantidad de transgénicos resistentes al glufosinato de amonio. En la Argentina, de los 27 transgénicos que se aprobaron entre 1996 y 2012, sólo ocho de ellos (29%) contenía resistencia al glufosinato de amonio. Sin embargo, a partir de 2013 y hasta 2019, de los 34 aprobados, 18 incorporaron la resistencia al glufosinato, esto es más de la mitad (53%). Una de las razones que explican este aumento es la mismísima naturaleza: en pocos años, las malezas se hicieron resistentes al glifosato. En consecuencia, las empresas empezaron a promover el glufosinato como complemento o sustituto. No pasará mucho tiempo para que las plantas se hagan resistentes a éste también.
“La necesidad de asociar en las nuevas semillas el glifosato con el glufosinato da cuenta de las inconsistencias de la tecnología de los transgénicos tanto en su construcción y como en su comportamiento en el tiempo. Sin embargo se sigue huyendo hacia delante intentando remediar las debilidades conceptuales de la tecnología transgénica, con soluciones que tienden a ser cada vez más peligrosas”, advertía Andrés Carrasco en un documento publicado 2012. Y alertaba: “El glufosinato en animales se ha revelado con efectos devastadores. En ratones, el glufosinato produce convulsiones, estimula la producción de óxido nitroso y muerte celular en el cerebro”.
Leonardo Melgarejo es ingeniero agrónomo y exmiembro de la CTNBio, en Brasil. “Estamos muy preocupados por la presencia de residuos de glufosinato de amonio en el trigo transgénico argentino”, dice. “No vemos cómo será posible prevenir su uso en el trigo transgénico. Y estará en el pan que los niños comerán todos los días. El riesgo es inaceptable. Las posibilidades de daños irreversibles son lo suficientemente graves como para que este producto esté prohibido en muchos países.”
De aprobarse en forma definitiva por Brasil, las harinas de trigo y todos sus derivados pasarían a ser alimentos a base de transgénicos y contaminados con glufosinato de amonio. Si bien el trigo no transgénico ya se fumiga con agrotóxicos, no se utilizaban ‑hasta ahora- herbicidas de amplio espectro.
“El trigo es un cultivo de invierno. Hasta ahora, las fumigaciones masivas con agrotóxicos se circunscriben a las temporadas de primavera y verano (aunque también se aplican a finales del invierno como “barbecho químico”). La aplicación del glufosinato de amonio dará lugar a fumigaciones con este herbicida altamente tóxico en invierno, cuando es aún mayor la susceptibilidad a contraer enfermedades respiratorias”, advierte la declaración “Con nuestro pan, No”, en la que cientos de organizaciones sociales y campesinas de América Latina exigen que se detenga la aprobación del Trigo HB4.
V.
En los últimos 20 años, junto a la ganadería industrial, el modelo de producción agrícola a gran escala arrasó con bosques, pastizales, sabanas y humedales. Desplazó con violencia a comunidades indígenas y campesinas, y se convirtió en una de las principales causas de la crisis climática.
En Brasil, se destruyeron 29,2 millones de hectáreas de bosque entre 1997 y 2019, de acuerdo a los datos del Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales (INPE). Esto equivale a casi dos veces la superficie del Uruguay. En la Argentina, se desmontaron 5,7 millones de hectáreas entre 1998 y 2017, informa Greenpeace con base en datos oficiales.
La agroindustria pasó a ser el segundo sector económico que genera más emisiones de gases de efecto invernadero, responsables del calentamiento global. Así lo advierte el Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), organismo oficial a nivel internacional que estudia la crisis climática y sus impactos. En su análisis, el panel tiene en cuenta la deforestación, los incendios intencionales, la degradación del suelo y todas las actividades previas y posteriores al cultivo como la producción de agroquímicos, el transporte y el uso de maquinaria agrícola.
La evidencia es abrumadora. El sufrimiento, a esta altura, incalculable. Sin embargo, las compañías en connivencia con gobiernos y un sistema científico cómplice, se presentan así mismas como la solución al caos que ellas mismas generaron.
“La incidencia de la sequía ha ido aumentando a medida que el cambio climático empeora en todo el mundo, lo que afecta la estabilidad de los ecosistemas agrícolas. Además de mitigar las pérdidas de producción durante las condiciones de sequía, HB4 también facilita el doble cultivo, que rota estacionalmente la soja y el trigo, un sistema agrícola respetuoso con el medio ambiente que de otro modo está limitado por la disponibilidad de agua”, dice el comunicado de prensa de Bioceres, (sólo disponible en inglés), que hace referencia no sólo al trigo sino también a la soja HB4 aprobada en 2015 en la Argentina y que espera el visto bueno de China, principal comprador, para lanzarse al mercado.
Una semana antes de la aprobación del trigo transgénico, la investigadora Raquel Chan, junto con el CEO de Bioceres, Federico Trucco, publicaron un documento en el cual defienden los transgénicos y analizan los motivos por los que consideran que no están generalizados en los mercados. Enumeran aspectos técnicos, regulatorios (como las restricciones en la Unión Europea) y “la mala percepción pública de los organismos genéticamente modificados (OGM)”.
El día de la aprobación del trigo, el ministro argentino de Ciencia respaldó los mecanismos de alianza público-privada porque, dijo, “son los que realmente permiten que nuestro país sea competitivo”.
Es evidente que ni Chan ni Salvarezza sienten alguna incomodidad al identificarse con intereses privados. Por el contrario, asocian al Estado con empresas mediante convenios secretos y sin participación ciudadana. El dinero que el Estado recibe luego por la concreción de esos negocios tampoco se conoce en detalle, justamente porque no se puede acceder a los documentos.
“Los convenios no están disponibles. Yo, que estoy involucrada, no los tengo — responde Raquel Chan a la consulta de Bocado — pero sí te los puedo explicar”, dice. En el caso del Trigo HB4, explica que el Estado aportó el personal (ella y su equipo), los conocimientos, la infraestructura y el equipamiento. La empresa Bioceres, en tanto, aportó el dinero para el desarrollo de la tecnología y las pruebas a campo. Y dado que los transgénicos tienen regalías porque las multinacionales consiguieron que las semillas se patenten, como si fueran un invento, Chan aclara: “En caso de haber regalías, o sea, si esto llega al mercado, Bioceres le tiene que pagar un porcentaje de la venta bruta de la semilla al Conicet y UNL”.
Continúa: “Al Estado le vuelve un porcentaje interesante, un cinco o seis por ciento del bruto facturado. Te puede parecer que no es muy alto, pero lo que pasa es que, una vez terminado el desarrollo, nosotros ya no invertimos más nada. Ellos (Bioceres), en cambio, tienen que hacer la producción, la venta, la comercialización. Si no llega al mercado, nadie cobra nada. Si llega al mercado el Conicet se beneficia significativamente, es un dinero interesante.”
En cuanto a los impactos ambientales, Chan sostiene que los controles estatales son confiables y que el problema de los agrotóxicos tiene que ver con su mala aplicación.
—¿Usted puede asegurar que consumir transgénicos no causa ningún daño en la salud?
—Te puedo asegurar que con HB4 no hay daño a la salud. No con todos los alimentos transgénicos. Por eso la Conabia estudia caso por caso.
—¿Cuál es su postura con respecto a que los transgénicos que usted y su equipo desarrollan implican el uso de tóxicos contaminantes que enferman a las personas?
—La agricultura extensiva ya usa herbicidas. Acá y en Europa, donde están prohibidos los transgénicos. Vos tenés malezas, las malezas compiten con el cultivo. Le sacan el agua y los nutrientes. Por lo tanto, el productor mata la maleza. Cualquier cosa que mate la maleza ‑que es una planta, una planta que no queremos‑, es por definición algo que mata. Todavía no se encontró algo que mate a la planta que sea cariñoso, que mate con cariño. Son todos tóxicos. Tienen distintos grados de toxicidad pero hoy en día, el trigo se maneja con otros herbicidas. Con 2,4‑D, que es más tóxico.
—¿No cree que hay otras formas de controlar las malezas? Por ejemplo, la agroecología.
—No en grandes extensiones. Eso ya lo escuché un montón de veces. No soy una experta, pero eso sirve en lugares chicos, en granjas chicas, en la agricultura familiar donde vos podés a mano ir sacando las malezas. Si tenés un terreno de 50 hectáreas no podés sacarlas con la mano.
—Hay establecimientos como La Aurora, en la provincia de Buenos Aires, que incluso fueron reconocidos por la FAO por aplicar agroecología en grandes extensiones.
—Yo me saco el sombrero si eso lo pueden aplicar a gran escala. No soy una defensora de los herbicidas. Lo que pienso es que nuestro país tiene un 70 por ciento de ingreso de divisas por exportación de granos. Entre maíz, soja y trigo. Si mañana cambiás el sistema (productivo), nos vamos totalmente al tacho. No vamos a poder comprar vacunas, ni teléfonos celulares, ni pedazos de autos, ni aviones, ni nada.
VI.
“Confirman que el trigo es rentable en el modelo agroecológico”, publicó el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), de Argentina, en junio de 2020. Confirmaban lo ya confirmado, incluso por organismos conservadores a nivel internacional, como es la FAO.
Martín Zamora es uno de los técnicos detrás de la noticia. Trabaja en una chacra experimental del INTA, en el sur de la provincia de Buenos Aires, donde hace más de 10 años investigan técnicas de producción agroecológica. Consiguieron producir sin transgénicos ni agrotóxicos en campos de hasta 2.000 hectáreas. Lo hicieron a pedido de los mismos productores, quienes veían cada vez más reducidas sus ganancias por el aumento del costo de insumos y el deterioro de los suelos.
Lo que hacen es reemplazar monocultivos ‑que describen como sistemas simplificados que nada tienen que ver con el funcionamiento complejo de la naturaleza- por una combinación de cultivos y animales que devuelven el equilibrio natural al ecosistema, enriquecen los suelos y evitan la aparición de plagas y malezas. “No es fácil, vas en contra de la mayoría, y eso hace que vaya más lento de lo que nosotros pretendemos”, dice Zamora.
Acerca de las dificultades, enumera: “Esto es algo nuevo. Si bien la agroecología toma conocimientos ancestrales, también hay mucha tecnología nueva en los procesos y hay que ir generando conocimiento, investigación y desarrollo”. También falta de formación en universidades: “Los profesionales que asesoran a los productores no conocen sobre producción agroecológica porque en las universidades no se enseña.” Y por último, va al hueso: “Es difícil porque vas en contra de los intereses de las grandes multinacionales”. Ejemplos aparecen a diario. “Los que venden productos químicos visitan continuamente a los productores. Y cuando un productor no le compra y le habla de agroecología, enseguida le empiezan a quemar la cabeza diciéndole que se van a fundir. Cuando acompañamos a productores en la transición hacia la agroecología, vamos cada 45 días al campo. Pero entre dos visitas nuestras, el productor recibe entre 5 y 10 visitas de agrónomos que quieren venderles productos.”
Cuestiona y se molesta con la aprobación del trigo transgénico : “La agricultura no necesita un trigo transgénico, menos que sea resistente a un herbicida”. Tecnologías que se presentan como una solución para los problemas que ese mismo sistema de producción genera, porque “actúan sobre las consecuencias en lugar de ir a las causas. Si siembro un trigo como único cultivo, obviamente en el entresurco van a aparecer malezas como consecuencia de una forma de producción. ¿Y qué hacen? Actúan sobre la consecuencia: aplican un herbicida para controlarlo”.
Lo mismo ocurre, dice, con la tolerancia a la sequía: “Hay sequía porque los suelos están degradados, no tienen poros ni materia orgánica, que es lo que les permite retener la humedad. Y la degradación de los suelos es consecuencia del modelo de producción. ¿Pero qué se hace? Un trigo transgénico tolerante a la sequía. Otra vez se actúa sobre las consecuencias, no las causas”
Zamora y su equipo, así como otros técnicos en el país, avanzan en el desarrollo de la agroecología contra la corriente y casi sin recursos económicos. “Todos estos avances en agroecología fueron casi sin presupuesto. El 99 por ciento de presupuesto argentino que se invierte en investigación y desarrollo es para el otro sistema.” El dinero no llega a esta chacra del INTA, se queda en los laboratorios que desarrollan transgénicos.
Carla Poth es doctora en Ciencias políticas y estudia en profundidad el sistema científico de la Argentina y la región. “Cuando uno mira hacia dónde se dirigen los financiamientos y las políticas de Estado, se ve con claridad una lógica del conocimiento científico aplicado cuya única finalidad es el fin práctico del mercado capitalista”, advierte. “Lo que (Andrés) Carrasco llamaba ciencia cómplice. Una mirada de la producción de conocimiento atada de manera unívoca a la producción de transgénicos, que los presenta como una revolución, pero lo único que hace es sostener los intereses de estas grandes corporaciones”.
Denunciar el entramado de corporaciones transnacionales, ciencia hegemónica y Estado cómplices con agronegocios, dice Poth, es urgente “porque esta economía concentrada está generando un genocidio y ecocidio silenciado”.
VII.
Violeta Pagani es pura energía. Sus ojos grandes están siempre atentos y al hablar, lo hace con seguridad, clara. “El gran problema con el trigo es que es de consumo masivo. Cambiarlo es alterar la cultura alimenticia de todo un pueblo”, dice sobre el transgénico.
Cultiva trigo agroecológico a 70 kilómetros de la sede de Bioceres y a unos 200 de los laboratorios donde Raquel Chan manipula semillas. Violeta trabaja en el campo, donde el viento le revuelve su cabello claro. Su emprendimiento se llama La Porfía y lo lleva adelante con otros tres compañeros. Siembran en lotes chicos, de entre tres y cinco hectáreas, en Cañada de Gómez, una localidad de unos 40 mil habitantes en el corazón de la pampa húmeda. Ella vive cerca de allí, en un pueblo más pequeño llamado Ibarlucea. “La Porfía nació en 2011 con producción de trigo, maíz y harinas integrales a partir de esos granos. Después se fue ampliando y hoy tenemos una gran diversidad de productos agroecológicos, muchos lácteos y mucho de almacén, dulces, conservas”, dice con entusiasmo. Algunos los elaboran solos y otros en asociación con productores de leche, frutas y otros alimentos agroecológicos de la zona.
Violeta es ingeniera agrónoma y entiende a la agroecología como una manera de cultivar la tierra para obtener alimentos sanos y accesibles para la sociedad que habita un territorio. “Lo que hay que poner en discusión es todo el modelo — dice decidida. Que el debate por el trigo nos sirva para visibilizar este modelo de producción impuesto en nuestros países, con la exportación de commodities y el ingreso de divisas. Discutir todo el sistema, inclusive la producción de pollos, de huevos, de carne de cerdo, de carne de vaca en feed lot. En todos los casos, es producción de alimentos que es a base de insumos biotecnológicos y venenos”.
Desde 2015 integra la Red de Técnicos en Agroecología del Litoral y junto a uno de sus compañeros viaja periódicamente unos 400 kilómetros hasta Hersilia, donde asesoran a los vecinos autoconvocados. “El proyecto agroecológico para el periurbano de Hersilia apunta a un proceso de desarrollo local endógeno que permita generar alimentos de consumo local, trabajo para quienes procesan esas materias primas y que pueda mejorar la calidad nutricional de lo que se consume”, explica.
Un motor trifásico de 10 caballos en lugar de siete, con la velocidad indicada y relación de poleas justas para las vueltas que necesitaban. Funcionó. El ruido fue ensordecedor, volaba polvo por todos lados pero la alegría no entraba en la habitación de cinco por cinco metros que les prestaron en una antigua fábrica para instalar la moledora. “Ver la harina salir y empezar a producir fue una cosa hermosa, una alegría enorme”, recuerda Fernando Albretch, vecino de Hersilia.
Blanca Argañaraz tiene 31 años y dos hijos. “Fuimos a moler los últimos 30 kilos que quedaban de trigo. Era la primera vez que molía. Fue interesante, me gustó, sobre todo porque es algo sano, que no tiene productos de las fumigaciones”, cuenta. Junto con otras 12 mujeres, participa de la elaboración de panificados integrales a partir de la harina agroecológica. Cocinan en “La Casita”, un espacio donde funciona un comedor comunitario, una huerta y talleres de arte y educación para las familias. Comer pan, masitas, tartas y budines integrales fue toda una novedad para ella y su familia. “Sale rico. Lo probamos en casa y les gustó, incluso a los chicos. Lo vamos integrando de a poco. Y se vende bien también”, dice contenta.
Desde el patio de La Casita, el olor a pan recién horneado apenas se percibe. “Es más suave que el olor del pan hecho con harina común”, cuenta Ofelia Vera, una mujer delgada, alta, tímida pero con mucho empuje. “Con las mujeres veníamos trabajando en talleres de huerta, cocina y también charlas entre nosotras, sobre nuestras vidas, cuestiones vinculadas a la salud, a la violencia de género, y también a la alimentación”, relata. Y “cuando surgió la posibilidad de cocinar con la harina agroecológica, empezamos a buscar recetas y empezamos a probarlas. Primero para nosotras, después le dimos a probar a personas más cercanas, y después empezamos vender en la plaza del pueblo. Esto es importante para que las mujeres puedan tener un ingreso más de dinero. Son todas trabajadoras pero que no tienen empleo.”
De a poco y con esfuerzo, cobra vida este círculo de autogestión, cuidado y ayuda dentro de este pequeño pueblo de los llanos argentinos. “Lo que queremos es que la gente pueda comer y pueda estar bien — sintetiza Fernando. Que los alimentos que producimos sean accesibles para todos y que si alguien puede además trabajar de eso, no para tener un sueldo con el cual comprarse un auto y hacer la vida del progreso que tenemos instalada en la cabeza, sino para vivir dignamente, que lo haga. Lo que queremos es organizar la vida de una comunidad que se austosustenta, que vive feliz, que prioriza la vida a partir de los vínculos.”
Sobre el trigo transgénico no tienen dudas: “Para nosotros, ese es el pan de la muerte. Si finalmente se aprueba, vamos a dar la pelea para que los productores de la zona no lo siembren.”
Fuente: La tinta /Imagen de portada: Adobestock.