Por Valentina Portillo. Resumen Latinoamericano, 9 de enero de 2021.
El 28 de febrero de 2021 serán las elecciones legislativas y municipales en El Salvador. Los dos partidos celestes en el poder aspiran a apropiarse de la Asamblea Legislativa, incurriendo con dicha ambición en un doble atentado contra la democracia, pues es conocido su desprecio contra la pluralidad, el libre pensamiento, la libertad de expresión y la participación de todas las visiones en el desarrollo de la sociedad. Bajo la excusa de una verdadera transformación social, el actual presidente salvadoreño pretende modificar principios de la legislación democrática escuchando solamente su voz.
Partiendo de un hecho, que ya conocemos los oprimidos: que las leyes sirven al poderoso y que los derechos humanos son concesiones. No obstante, la anarquía de los mafiosos tampoco será un sistema que nos beneficie; ni por asomo. Si la ley que quieren imponer es la ley de los nuevos poderosos y si los derechos humanos son perseguidos, para algunos de nosotros ser rebeldes y perseguidos es el camino.
Para quienes piensan que un dictadorzuelo empresario puede hacer la revolución, sin un pueblo ilustrado y digno que lo respalde, y que, incluso, le exija, lo presione y lo dirija, recuérdese las palabras de Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973, día del golpe militar en Santiago de Chile: “La Revolución la hacen los pueblos”. Y agregamos: la revolución la hacen los pueblos, no los presidentes, y menos, por medio de la represión articulada por la Fuerza Armada, la Policía Nacional Civil y hordas de fanáticos ‑entre ellos, destacadas pandillas- en cada rincón de nuestras comunidades. Ser capaces de ver esto, es parte de nuestra oposición a ser esclavos.
El dictadorzuelo salvadoreño no es el pueblo salvadoreño; no es la Revolución; no es la voz de Dios. Su victoria electoral en 2019 fue resultado de un proceso cultural, político, económico e histórico sumamente complejo, que lleva quinientos años. Los dictadores surgen cada tanto, afincados en el dogmatismo religioso y la ignorancia impuesta a masas sin formación política ni conciencia de clase. Con los dictadores surge generalmente una oposición digna o indigna que prolonga o acorta su reinado supremo. La oposición política a la que se refieren las siguientes líneas no es una oposición al dictadorzuelo ni a su partido, sino al totalitarismo. Tampoco es una defensa del proceso electoral de 2021, que, sin embargo, es una lucha necesaria; aunque no la única.
El Salvador vive una época difícil ‑como cualquier presente-. Los soñadores de izquierda, que querían retroceder en el tiempo para ser héroes en el conflicto bélico de 1980, tienen la oportunidad perfecta para responder a las tareas de este tiempo. Es una oportunidad para usar la razón, la sensatez, la investigación, la curiosidad científica, la sed de información veraz, la transformación personal, el cultivo del saber, la tolerancia, la solidaridad, la libertad y la responsabilidad. Es el tiempo de conmemorar con pensamiento y obra el legado de los antiguos luchadores.
Es la época de otro renacimiento humanista: la hermandad, la razón, la justicia, la libertad, la tolerancia, el estudio, la identidad y la autoestima deberían resonar urgentemente entre los salvadoreños. No reivindicamos a la humanidad con las entrañas en las manos, como iracundos, poderosos y asesinos Aquiles o Atridas, por despecho, desesperación o ansias de poder egoísta. Tampoco podemos aportar, renunciando a claros desafíos por berrinche o empuñando armas impulsivamente. Es tiempo de la planificación. La oposición política actual, si se ejecuta como debe ser, tendrá sus frutos dentro de muchos años.
Parte de nuestra debilidad está en la emotividad extrema que ciega nuestras capacidades. Ningún extremismo nos salva. Parece que la intolerancia y el miedo pueden más que los planes, los proyectos, el análisis. Pocos salvadoreños planifican realmente su vida, su carrera, su familia o su futuro. Improvisamos, y si nos da el ánimo, o si nos alcanzan las ganas, progresamos o nos estancamos. Si nos rechaza un amante, nos aferramos a destruirle la vida; si escuchamos una opinión diferente, recurrimos a la ofensa. Estamos en cada instante, encendidos para destruir al compañero.
Queremos ser norteamericanos o europeos, sin caer en la cuenta de que jamás lo seremos, con ciudadanía o sin ella; con dinero o sin él. Admiramos al narcotraficante o al criminal de cuello blanco, porque fueron audaces para llegar a esas alturas que llaman éxito. Queremos ser audaces, porque la vida cuesta demasiado, y la cuota de dolor es demasiado pesada. Estos defectos pusieron al dictadorzuelo salvadoreño en el poder a través de un millón de votos de ignorantes, ingenuos, furiosos e insensatos, guiados bajo un programa consciente y hábil del poder político invisible que tiene a su disposición todos los medios, todas las fuerzas. Este gobierno cumplirá de una forma bien calculada los deseos de sus artífices elitistas: profundizará la crisis cultural, la crisis política, la crisis económica sobre los hombros de una masa adormecida. Entregará por completo el poder fáctico, no solo en el ejército y la policía, sino en esa nueva fuerza de represión que son las pandillas. Y, claro, ellos tienen precio y pueden ser comprados.
Este adormecimiento se une a la posibilidad de una oposición poco preparada ética e intelectualmente para el desafío. En muchos casos, ya el adversario perforó esa oposición desde adentro, y yace hoy engusanada, no para regenerarse, sino para precipitarnos. Quienes se involucran directamente en política, saben que se involucran en una maraña de mafias y reglas de juego difíciles de cumplir sin corromperse. La corrupción es casi una regla si se quiere ser presidente, diputado, alcalde. Se tiene que estar dispuesto a tolerar la podredumbre desde adentro, que ya se olfatea desde fuera; pero quien se atreva, con la claridad del desafío, sabe que es posible resistirse. La objeción lógica está en que se tiene que llegar hasta las últimas consecuencias para lograr al menos una irrisoria conquista en ese antro de mafias. Se debe enfrentar con buen humor e inventar la alegría, para no doblegarnos ante los mercenarios, incluso en un partido de izquierda.
Ser un funcionario político o empleado público requiere de consciencia, coraje y perseverancia. Consciencia, para diferenciar entre lo bueno y lo malo, entre lo que beneficia al pueblo y aquello que lo perjudica. Coraje, porque contra el funcionario impecable está toda la maquinaria del Poder para sabotear sus propósitos, incluso si esto implica una amenaza a la seguridad física y a la reputación. Perseverancia, porque el peso de la realidad lo obligará a abdicar de su fe en los seres humanos y sus convicciones, hasta verse sumiso a los intereses económicos.
Quienes llegan a la posibilidad de ser funcionarios públicos, muchas veces retroceden espantados. Los demás ciudadanos ‑es decir, los demás políticos- no comprendemos que la política es participar de la organización y la administración de nuestras comunidades. Pero, si no queremos empaparnos de esa dinámica oscura, ¿de qué otra forma podemos oponernos al totalitarismo? La participación política opositora puede ejercerse desde diferentes trincheras, sin perder por ello el rumbo, aunque el sistema cultural esté configurado para perderlo todo.
Si un hombre o una mujer se respetan a sí mismos, no tendrán por qué renunciar a ningún principio. Pero eso se dice fácil. Y es que la mejor oferta, y, además, la más vacua de este sistema, es el dinero. Si se tiene dinero, se tiene seguridad, internet, sexo, poder, futuro. Si se tiene dinero, no se necesita del amor, la libertad, la verdad o la justicia, porque el amor, la libertad, la verdad y la justicia tienen, según el sistema, valor de cambio. Se compra un hijo, una esposa, un amante, un esposo, un amigo; se compra información y se compra votantes. No se compra a un hombre o a una mujer con principios, porque son necios sin importe. De ahí que se destruya este excepcional tipo de personas, simbólica y materialmente. Siempre son primeros en desaparecer, pues hacia ellos se encamina la máquina de matar.
Este sistema de valores es el recurso fascista usual contra las víctimas. David Rousset, escritor francés ocupado en los asuntos de su época, afirmó al respecto de la sumisión de los pueblos en la Alemania nazi: “… el sistema que logra destruir a su víctima antes de que suba al patíbulo es el mejor, desde todos los puntos de vista, para mantener a un pueblo en la esclavitud, en total sumisión. Nada hay más terrible que aquellas procesiones avanzando como muñecos hacia la muerte”. Eso somos por ahora, las mayorías en El Salvador: un desfile de cadáveres que creen que viven, adorando a un cadáver pintado de celeste, que obra como megalómano estúpido, pero que es otra marioneta de poderes que no vemos, y que son más materiales que nuestras opiniones.
Nuestro descontento crece; los salvadoreños hemos demostrado que, como todo pueblo, somos creativos, alegres y rebeldes. Aunque también, que somos terriblemente aguantadores. Tal vez cuando el engaño deje un día de distraernos del hambre y la injusticia que experimentamos, levantaremos de nuevo la cara con indignación. Por ahora, quedan otros milímetros de combate valioso: nuestras propias vidas.
Fuente: Rebelión