Cuando a finales del siglo XIX la lucha por la independencia arreció en Cuba, la administración colonial española respondió creando los primeros campos de concentración para recluir a la población civil y separarla del movimiento guerrillero (mambises). Fue un modelo que luego Francia copió en sus colonias de ultramar, que la Alemania nazi adaptó y que hoy conocemos por lugares, como Guantánamo, que por un sarcasmo de la historia ha instalado en Cuba, el sitio en el que aparecieron.
Un campo de concentración es un mecanismo de lucha contrainsurgente de las grandes potencias que queda al margen del dispositivo penal del Estado. No hay derechos, no hay condenas, no hay juicios, no hay culpables. Los reclusos ni siquiera tienen una fecha de salida. Impera la ley marcial y toda la población está sometida a las órdendes del capitán general, que en el caso de Cuba era Valeriano Weyler. No hay otra ley que las órdenes de los militares.
La técnica introducida por España lo llamaron “reconcentración”. No atenta a quienes combaten al Estado, en este casi al movimiento anticolonialista cubano, sino a la poblacion civil, en general, especialmente a la que no combate. Su objetivo es matar al pez extrayendo el agua de la pecera, es decir, aislando a la guerrilla del movimiento de masas, de los grupos de apoyo y de la solidaridad.
Los colonialistas franceses lo llamaron “aldeas estratégicas” y las pusieron en práctica en Indochina y Argelia. Las tropas llegaban a una localidad, se los llevaban a todos del lugar y luego llegaba la política de “tierra quemada”. Incendiaban las viviendas, los campos, los graneros. El campo se vaciaba, traladando a la población a las ciudades donde el ejército agrupaba sus tropas. Las familias quedaban separadas, perdían sus viviendas y sus medios de subsistencia.
Los trasladaban a lugares abiertos custodiados por soldados armados donde muchos de ellos perecían de hambre, del hacinamiento, la falta de higiene y las enfermedades infecciosas que no tardaban en hacer su aparición.
La primera proclama de Weyler, dictada el 17 de febrero de 1896, era muy clara: “Todos los habitantes de las zonas rurales o que viven fuera de las ciudades fortificadas se concentrarán en ocho días en las ciudades ocupadas por las tropas. Cualquier individuo que desobedezca esta orden o sea encontrado fuera de las áreas impuestas será considerado un rebelde y juzgado como tal”.
El general Weyler ya había participado con métodos militares expeditivos en la Guerra de los Diez Años de Cuba (1868−1878) que precedió a la Guerra de la Independencia (1895−1898). Para ganar la guerra, el colonialismo español decidió separar a los campesinos de los insurgentes, con el pretexto de protegerlos mientras arrasaba los lugares en los que la guerrilla estaba más arraigada.
El general Weyler ordenó dividir la isla en zonas, aislando una de otras mediante trincheras. Tras visitar los campos, el 17 de marzo de 1898 el senador Redfield Proctor informó al Senado: “Una vez deportados, hombres, mujeres, niños y animales domésticos son puestos en custodia armada dentro de estas trincheras fortificadas”.
Los colonialistas españoles elegir lugares habitables para el confinamiento y para que los reclusos no fueran una carga económica y pudieran cultivar parcelas para su subsistencia.
Los colonialistas españoles se beneficiaron de dos innovaciones tecnológicas del siglo XIX: el alambre de púas, esencial para dificultar las fugas, y el transporte ferroviario, para deportar en masa a la población a larga distancia.
Hasta entonces el alambre de púas se había utilizado en la cría extensiva de ganado en las grandes praderas americanas. Pero los colonialistas no tuvieron ningún inconveniente en tratar a las personas como si fueran animales.
Al final la división en zonas no resultó y la mayor parte de la población rural acabó concentrada y hacinada en el oeste de la isla, donde el hambre y las enfermedades no tardaron en llegar, como lo describen los testigos: “Sacados de sus casas, viviendo en suelo contaminado, agua, aire y comida, o sin nada, no es de extrañar que la mitad de ellos haya muerto y otra cuarta parte esté tan enferma que no pueda subsistir”.
Entonces la prensa (la que no era española) ya calificó la represión militar en Cuba como “exterminio”. Las fotografías de la época muestran a los niños encerrados, desnutridos y demacrados, una imagen aún peor que las que hemos conocido del III Reich.
Los testigos hablaron entonces de entre 400.000 a 600.000 deportados, mientras la mayoría de los historiadores admite hoy de 400.000, de los que 100.000 murieron, un 25 por ciento de ellos. Por si había dudas, quedó así demostrado que los campos de concentración no se habían levantado para “proteger” a la población civil, sino para aniquilarla.
El 9 de febrero de 1897, uno de los dirigentes de la insurrección cubana, Máximo Gómez, escribió al Presidente de Estados Unidos, William Mc Kinley: “Permita que un hombre cuya alma es repulsada por estos indescriptibles crímenes trate de enviar su voz al dirigente supremo de un pueblo libre, culto y poderoso […] Es lógico que una nación que expulsó a judíos y moros, inventó la terrible Inquisición, estableció tribunales sangrientos en los Países Bajos, destruyó a los indios y exterminó a los primeros habitantes de Cuba, asesinó a miles de sus súbditos en las guerras de independencia en América del Sur y multiplicó las inequidades en la última guerra cubana, se conduzca de esta manera […] ¿Se pueden tolerar tales hechos por un pueblo civilizado? ¿Podemos olvidar los principios fundamentales del cristianismo y permitir que estos horrores continúen?”
Los independentistas cubanos pidieron que Estados Unidos reconociera su independencia, lo que se tradujo en algo típico para los movimientos de liberación nacional: el “libertador” quiso convertirse en el nuevo amo. Cuba padeció una segunda intervención militar que no había solicitado y una independencia que más bien era un protectorado militar estadounidense.
Pero los campos de concentración terminaron en 1898. Lo malo es que Estados Unidos lo aprendió todo de ellos y de la salvaje represión española contra Cuba. Lo mismo hizo Francia, e incluso Churchill estuvo en Cuba tomando nota para aplicarlo a las colonias británicas.
Fuente: MPR21
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