Resumen Latinoamericano, 13 de enero de 2021
Natalia Stipo y Collage: Tamara García
Mucho se ha hablado sobre la lucha feminista desde términos universalistas; una contienda transversal que apunta a la construcción de una sociedad más inclusiva y justa, superando las dinámicas machistas que se han traducido en la subyugación sistemática de la mujer. Si bien este discurso ha tenido un impacto positivo al unir masas bajo una consigna común, muchas veces implica la invisibilización de múltiples factores que operan en la situación de adversidad a la que se enfrentan las mujeres en el mundo y que no responden únicamente a la naturalización y normalización de los roles asociados al género.
Se trata de la interseccionalidad, un concepto que se originó en la crítica que agrupaciones de mujeres afrodescendientes hicieron a los movimientos y teorías feministas desarrollados en Estados Unidos en la década de los 70 y liderados en su mayoría por mujeres blancas y privilegiadas. Esta crítica advertía un sesgo en el enfoque de abordar a las mujeres como un grupo homogéneo; a la suposición acrítica de que cada individuo de un grupo oprimido es homologable a sus pares, ignorando por completo las distintas formas de discriminación que operan en una sociedad. Y aun cuando estas problemáticas llevan décadas discutiéndose, el reduccionismo parece seguir generando hegemonías internas.
Daniela Catrileo, autora de Piñen y ganadora del premio Mejores Obras Literarias del 2020 en la categoría Cuento, es mapuche y feminista. En este libro, narra con removedora honestidad historias que, aunque respondan a la ficción, representan la cotidianeidad compleja y precaria de muchas y muchos. Y es que Catrileo sostiene que, si bien hemos avanzado en el camino a superar la brecha históricamente predominante entre hombres y mujeres, aún existe un claro centralismo cultural que opera desde distintos ejes en nuestro territorio y que complejiza tanto el panorama profesional como la identificación identitaria.
Los cuentos que integran Piñen son ficción, pero los fuiste articulando a partir de relatos reales y, de alguna forma, cercanos. ¿Cómo se relacionan estas narraciones con tu propia historia?
Claramente hay retazos autobiográficos, pero no lo es todo, mucho lo fui construyendo a partir de la escucha; poner harto oído y sobre todo rememorar las sensaciones de los lugares donde crecí, donde nací y donde me crié. En esa línea, uno de los problemas contemporáneos que hay en torno a la creación literaria, tiene que ver con la representación. Nosotras estamos representados todo el tiempo, en todas partes. Una prende la televisión y hay una imagen de lo que debería ser una mujer indígena; abres un libro de Historia y hay una representación de lo que debería ser la historia del pueblo mapuche. Desde muy niña sentía que estas representaciones no correspondían al lugar donde yo había nacido y que no existía algo que les hiciera justicia a esos espacios. Sentía que nunca éramos sujetos de acción, sino que únicamente objetos de representación; en muchos libros en la literatura somos las nanas, las trabajadoras precarizadas, muy lejos de ser nuestra historia la que se escribe.
¿Qué ha significado para ti posicionarte desde tu realidad como mapuche y feminista?
En general, para los pueblos originarios, el feminismo es un tema. Siempre resurge; vuelve a salir porque hay generaciones que se están redefiniendo a sí mismas como feministas, pero hay otras que también defienden su autonomía con respecto a la epistemología propia de los territorios y que no necesariamente se llaman a sí mismas feministas.
En 2015 conocí a otras lamngen –hermanas – , con quienes conformamos el colectivo Rangiñtulewfü, el cual se levantó en un inicio como una posibilidad mapuche-feminista. Sin embargo, con el tiempo esa génesis del colectivo quedó de lado, porque muchas lamngen decidieron posicionarse como mapuche, sintiendo que el feminismo ya no era el lugar donde se sentían más cómodas para tratar de ligar los conocimientos, las historias y las genealogías que vienen desde nuestro propio pueblo. En ese entonces, decir que una era mapuche y feminista todavía era muy complicado. Hoy hay muchas mujeres jóvenes o disidencias sexuales del mundo mapuche que sí se reconocen como feministas, pero no hay una masividad, no hay una corriente mapuche-feminista, eso no existe.
Yo por ahora me defino así, no sé si lo voy a hacer toda mi vida, porque ser feminista no me define del todo, pero ser mapuche tampoco; voy buscando puentes para tejer diversidades políticas que es lo que a mí me interesa. Por otro lado, claro que hay luchas que dar dentro del propio movimiento mapuche, luchas de las que se están hablando y que están generando encuentros dentro del mundo indígena hace mucho rato; este no es un mundo que esté exento de la violencia hacia la mujer, pero no se puede hablar solamente de violencia de género, escindiendo de las múltiples violencias que sufre el territorio.
En cuanto al mundo de la literatura o de la creación artística, quizás para mí no ha sido tan difícil, pero fue porque justamente antes de mí hubo muchas mujeres abriendo espacios. Es imposible no reconocer todo lo que se ha hecho, los problemas que podemos tener nosotras en el presente no son nada en comparación a los que tuvieron aquellas mujeres con otro tipo de violencias sobre ellas. Ahora, obviamente yo vengo de un lugar que no es privilegiado, no había un capital cultural-occidental tan potente, como otras personas que sí han crecido con redes de contactos, con padres y/o madres profesionales. En ese sentido, yo creo que me he demorado más que esa gente en poder concretar proyectos, pero no ha sido tan difícil como para otras mujeres de la historia.
¿Cómo contribuimos a la descentralización de la cultura?
La primera respuesta sería más estructural y es que, obviamente, las políticas públicas deben cambiar en ese sentido. Hay una precariedad cultural que tiene que ver justamente con la redistribución de los dineros públicos para esto. Es muy triste ver la situación actual de muchos amigues que se dedican al mundo de la cultura y las artes, porque no hay espacios, porque no hay fondos suficientes, porque para el Estado parece que destinar fondos a la cultura sigue siendo un tema muy menor, muy periférico.
Con respecto a la descentralización de actores y de sujetes en el mundo del arte, creo que también tiene que ver con el enfoque de la mirada; ver creaciones desde otros lugares, poder redirigir la mirada a ese lugar donde no llega la luz del todo. Si ya pudimos dislocar un poco, sacar el signo varón y hombre como hegemónico de nuestra mirada, promovamos ver cuáles son los cuerpos, los sujetos, las experiencias, las subjetividades que han quedado a la deriva, enceguecidos por esta luz patriarcal y colonial.
Creo que por ahí hay un ejercicio que debe ser político de cada sujeto y de cada sujeta que está leyendo o que está siendo espectador de una obra de arte. Me parece que es fundamental preguntarnos por quienes no están siendo leídos, quienes no están siendo descubiertos. En definitiva, hay mucho trabajo que hacer y tiene que ver con cómo enfocar la mirada, ya sea con las políticas públicas estructurales, como también con el trabajo político de cada uno; saber armarse con este prisma para ver de dónde viene y cómo nos remueve la creación de la que estamos siendo espectadores y espectadoras.
FUENTE: La Tercera