Por Alfred W. McCoy. Resumen Latinoamericano, 31 de enero de 2021.
Después de cuatro años de mandato errático de Donald Trump, Estados Unidos está despertando de un sueño largo y turbulento para descubrir, como el personaje de ficción Rip Van Winkle, que el mundo que una vez conoció ha cambiado más allá de todo reconocimiento.
En ese clásico cuento americano de Washington Irving publicado en 1819, un granjero amable, aunque perezoso, sale de su aldea colonial para ir a cazar a las montañas Catskill. Allí se encuentra con un grupo de hombres misteriosos, bebe en abundancia de su barril de licor y cae en un largo sueño. Al despertar descubre que le ha crecido una barba blanca hasta el vientre y que su juventud se ha marchitado hasta convertirse en una vejez irreconocible. Al regresar a su pueblo, descubre que su esposa murió hace mucho tiempo y que su casa está en ruinas. Mientras tanto, en el letrero sobre la taberna del pueblo donde pasó tantas horas agradables ya no aparece el rostro de su amado rey Jorge, el monarca británico, sino que ha sido reemplazado por alguien llamado general Washington. En el interior, la charla cordial de los días de la colonia ha dado paso a una ferviente campaña electoral por algo llamado Congreso, sea lo que eso sea. Increíblemente, Rip Van Winkle había estado durmiendo durante toda la Revolución Americana.
Si bien este país ha estado caminando también dormido a través del sueño febril de la versión de America First del presidente Donald Trump, el mundo siguió cambiando de forma tan decisiva como durante aquellos siete años en que los Continentales del general Washington lucharon contra los casacas rojas británicas. Así como el rey Jorge sufrió una terrible derrota que le costó las 13 colonias, Estados Unidos ha perdido, a una velocidad igualmente asombrosa, su liderazgo en la comunidad internacional.
¿De quién es la isla mundial?
Durante los ocho años anteriores a que Donald Trump asumiera el cargo en 2017, Estados Unidos parecía estar adaptándose creativamente a algunos serios desafíos a su hegemonía global posterior a la Guerra Fría. Después de la crisis financiera de 2007 – 2008, la peor desde la Gran Depresión, un programa bipartidista de estímulos salvó la industria automotriz de la nación y lanzó una recuperación económica lenta pero sostenida.
Washington, impulsado por una renovada vitalidad económica, parecía tener una oportunidad razonable de controlar el desafío económico global, demasiado real y creciente, de China. Después de todo, utilizando los 4 billones en reservas de divisas que había ganado en 2014 por su nuevo papel como taller del mundo, Pekín había lanzado una Iniciativa de la Franja y la Ruta de un billón de dólares centrada en convertir la vasta masa continental euroasiática (y partes de África) en una zona comercial integrada, una verdadera “isla mundial” que excluiría a Estados Unidos y socavaría radicalmente su liderazgo mundial.
En sus dos mandatos como presidente, Barack Obama, el predecesor de Trump, siguió una inteligente estrategia de compensación, buscando dividir económicamente la potencial isla mundial de Pekín en su división continental de los Montes Urales. La Asociación Transpacífica (TPP, por sus siglas en inglés) planeada por Obama, que excluía deliberadamente a China, fue la piedra angular de su estrategia para atraer el comercio de Asia hacia Estados Unidos, convirtiendo así la Iniciativa de la Franja y la Ruta en un caparazón hueco. Ese borrador de tratado, que habría superado cualquier otra alianza económica excepto la de la Unión Europea, se diseñó para integrar las economías de doce naciones de la cuenca del Pacífico que generaban el 40% del producto mundial bruto, y Estados Unidos iba a estar su mismo centro.
Para menguar el comercio de la otra mitad de la potencial futura isla mundial de Pekín, Obama también estaba llevando a cabo negociaciones para una Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión con la Unión Europea. Su economía combinada de 18 billones de dólares era ya la mayor del mundo y representaba el 20% del producto mundial bruto. La alineación regulatoria propuesta entre Europa y Estados Unidos habría agregado supuestamente 260.000 millones de dólares a su comercio anual total. La audaz gran estrategia de Obama fue utilizar esos dos pactos para arruinar los planes de Pekín, lo que daría a Estados Unidos un acceso preferencial al 60% de la economía mundial.
Por supuesto, el esfuerzo de Obama se encontró con fuertes vientos en contra incluso antes de dejar el cargo. En Europa, una coalición de oposición de 170 grupos de la sociedad civil protestó porque el tratado transferiría el control sobre la regulación de la seguridad del consumidor, el medio ambiente y el trabajo de los Estados democráticos a tribunales de arbitraje corporativo cerrados. En Estados Unidos, el plan de Obama se enfrentó a fuertes críticas incluso dentro del Partido Demócrata. Figuras clave como la senadora Elizabeth Warren se opusieron a la posible degradación de las leyes laborales y ambientales a través del TPP. Ante unas críticas tan fuertes, Obama tuvo que depender de los votos republicanos para obtener la aprobación del Senado en la autorización por la vía rápida para completar la ronda final de negociaciones sobre el tratado. Esa oposición, sin embargo, se aseguró de que ninguno de los acuerdos se aprobara antes de que él dejara el cargo.
Sin embargo, fue Donald Trump quien dio el golpe de gracia. Inmediatamente después de su investidura, limitó las conversaciones comerciales con Europa y se retiró de la Asociación Transpacífica, diciendo: “Vamos a detener los ridículos acuerdos comerciales que han sacado… a las empresas de nuestro país, y vamos a revertirlos”.
Política exterior unilateral
En cambio, Trump adoptaría la estrategia unilateral de America First que pronto provocó una costosa guerra comercial con China. Después de dos años de aranceles crecientes en ambos lados del Pacífico que dañaron la economía de Estados Unidos, Trump capituló en enero de 2020, firmando un acuerdo que rescindía los aranceles estadounidenses más prohibitivos a cambio de la promesa inaplicable de Beijing de comprar más productos estadounidenses. Después el presidente elogió su “gran y hermoso” acuerdo comercial como una victoria enorme, aunque no fue sino una rendición mal disimulada.
Mientras su Casa Blanca parecía obsesionada en jugar con sus lazos bilaterales con China, Pekín estaba robando una página del manual estratégico global de Obama, superando a Washington al perseguir dos acuerdos comerciales multilaterales que deberían haberle parecido inquietantemente familiares a cualquiera que haya vivido los años de Obama. En noviembre de 2020, Pekín lideraría a 15 naciones de Asia y el Pacífico en la firma de una Asociación Económica Integral Regional que prometía crear la zona de libre comercio más grande del mundo, que engloba a 2.200 millones de personas y casi un tercio de la economía mundial.
Solo un mes después, el presidente de China, Xi Jinping, se anotó lo que un experto llamó “un golpe geopolítico” al firmar un acuerdo histórico con los líderes de la Unión Europea para una integración más estrecha de sus servicios financieros. En efecto, el acuerdo brinda a los bancos europeos un acceso más fácil al mercado chino, al tiempo que acerca más al continente a la órbita de Pekín. El cambio de Washington es tan importante que el asesor de seguridad nacional entrante del presidente Biden, Jake Sullivan, instó públicamente a los aliados de la OTAN a consultar primero con la nueva administración antes de firmar el acuerdo, una petición que simplemente ignoraron. De hecho, este tratado es posiblemente la mayor brecha en la alianza de la OTAN desde que se formó ese pacto de defensa mutua hace más de 70 años.
A través de una sorprendente inversión de la audaz táctica geopolítica, aunque no llegó a plasmarse, de Obama de utilizar pactos multilaterales para atraer el comercio de Eurasia hacia Estados Unidos, esos dos acuerdos le darán a China acceso preferencial a casi la mitad de todo el comercio mundial (sin siquiera tener en cuenta la Iniciativa de la Franja y la Ruta, que aún se encuentra en desarrollo). En un golpe maestro diplomático, Pekín aprovechó la ausencia de Trump de la arena internacional para negociar acuerdos que podrían, junto con la mencionada Iniciativa, dirigir una parte creciente del capital y el comercio del continente euroasiático hacia China. En los próximos años, la inclusión de Pekín bien podría significar la exclusión de Washington de gran parte del floreciente comercio que seguirá haciendo de Eurasia el epicentro de la economía mundial.
El declive y caída de ya saben qué gran potencia
Si eso fuera todo, entonces podríamos anotar algunas victorias significativas para China y esperar a que el equipo de política exterior de Biden intente igualar el marcador. Pero están sucediendo muchas más cosas que sugieren que esos tratados fueron una clara manifestación de tendencias más profundas y preocupantes.
Cuando los imperios entran en decadencia y caen, rara vez colapsan en el tipo de apocalipsis repentino retratado en una serie monumental de pinturas titulada “El curso del imperio” por otro habitante de las montañas Catskill, el renombrado artista Thomas Cole. Su pintura de 1836 en esa serie, ahora colgada apropiadamente en el Museo Smithsonian en Washington, muestra a un “enemigo salvaje” saqueando una gran capital imperial cuyos habitantes, degradados por años de vida lujosa, solo pueden huir aterrorizados mientras las mujeres son violadas y los edificios quemados.
Sin embargo, los imperios suelen experimentar un declive largo y menos dramático antes de caer en la modalidad romana gracias a eventos cuya lógica solo aparece años o incluso décadas después, cuando los historiadores intentan revisar los escombros. Por lo tanto, es probable que así suceda en lo que era (y sigue siendo en muchos aspectos), hasta mediados de la semana pasada, el Estados Unidos de Donald Trump, donde los signos de declive son tan erráticos como omnipresentes.
El presagio más revelador de ese declive, el propio Trump, se encuentra ahora exiliado en su Club Mar-a-Lago en Florida. Hace diez años, en un ensayo para TomDispatch titulado “Four Scenarios for the End of the American Century by 2025” [“Cuatro escenarios para el fin del siglo estadounidense en 2025”], sugería que la hegemonía global de Estados Unidos no terminaría con el estallido apocalíptico de Thomas Cole, sino con el gemido de una retórica populista vacía. “En una marea política de desilusión y desesperación”, escribí en diciembre de 2010, “un patriota de extrema derecha captura la presidencia con retórica atronadora, exigiendo respeto por la autoridad estadounidense y amenazando con represalias militares o económicas. El mundo casi no presta atención cuando el siglo estadounidense acaba en silencio”.
La elección de Trump en 2016 hizo demasiado real lo que hasta entonces solo me había parecido una posibilidad preocupante. Con una prestidigitación digna de los trucos de aquel showman del siglo XIX P.T. Barnum (como el supuesto gigante de Cardiff o la sirena de la isla de Fiji), el programa de televisión de Trump “The Apprentice” presentaba a Donald como un multimillonario hecho a sí mismo de extraordinaria habilidad financiera. ¿Quién mejor para rescatar a Estados Unidos de la pérdida de empleos, los salarios estancados y la competencia extranjera provocada por la globalización económica? Pero resulta que Trump había hecho trampa para ingresar a una universidad de la Ivy League; muchos de sus negocios habían quebrado; y su tan cacareada habilidad empresarial se reducía esencialmente a desperdiciar una herencia de 400 millones de dólares de su padre. Como predijo el periodista H.L. Mencken en 1920, Estados Unidos había llegado finalmente al punto en que «la gente sencilla de la tierra alcanzará por fin el deseo de su corazón y la Casa Blanca aparecerá decorada con un absoluto imbécil”.
Trump, tan pronto tomó posesión de su cargo, doblegó a la nación (aunque no al mundo) a su voluntad, fracturando alianzas probadas por el tiempo, rompiendo tratados, negando la ciencia climática incontrovertible y exigiendo respeto por la autoridad estadounidense con una retórica atronadora, aunque en gran parte vacía, con amenazas de represalias militares o económicas a nivel mundial. A pesar de sus políticas manifiestamente estúpidas, el Partido Republicano capituló, los magnates corporativos aplaudieron y casi la mitad del público estadounidense se aferró a su nuevo salvador.
Como ocurre con todos los espectáculos con entradas agotadas, lo mejor se guardó para el final. Cuando la pandemia de la covid-19 golpeó con toda su fuerza en marzo de 2020, Trump se presentó en los Centros para el Control de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) en Atlanta, con una gorra MAGA, para proclamar su “habilidad natural” respecto a la ciencia médica, mientras distinguidos doctores se quedaban al margen como extras de estudio en un testimonio mudo de sus afirmaciones por lo demás risibles. A medida que la pandemia comenzó a escalar hacia su terrible y aún creciente número de víctimas, Trump se apropió de las sesiones informativas de la Casa Blanca con expertos médicos para promover una sucesión de afirmaciones descabelladas: usar una mascarilla era simplemente “políticamente correcto”; la covid-19 era solo otra gripe que “se debilita con el clima más cálido”; la hidroxicloroquina era curativa; introducir “luz ultravioleta dentro del cuerpo” o inyectar un “desinfectante” eran posibles tratamientos. Un número sorprendente de estadounidenses comenzó a beber lejía para protegerse del virus, lo que obligó a meses de advertencias de salud pública.
Después de casi un siglo en el que Estados Unidos había sido un líder mundial en la promoción de la salud pública, la administración Trump, para escapar de la culpa de sus propios fracasos cada vez mayores, abandonó la Organización Mundial de la Salud. Prestando al país el aura de un Estado fallido, los propios CDC, que alguna vez fueron el estándar de oro del mundo en investigación médica, pifiaron el desarrollo de una prueba de coronavirus y, por lo tanto, renunciaron a cualquier intento serio a nivel nacional de control y rastreo de la enfermedad (el medio más eficaz).
Mientras que naciones más pequeñas como Nueva Zelanda, Corea del Sur e incluso la empobrecida Ruanda frenaban eficazmente la covid-19, al final del mandato de Trump, Estados Unidos ya había superado las 400.000 muertes y los 24 millones de infectados, significativamente por encima de cualquier otra nación desarrollada y una cuarta parte del total de casos del mundo. Mientras tanto, Pekín movilizó una rigurosa campaña de salud pública que rápidamente contuvo el virus a únicamente 4.600 muertes en una población de 1.400 millones. En solo cuatro meses, China eliminó virtualmente el virus (a pesar de nuevos brotes locales periódicos) y puso su economía a funcionar con un aumento del 5% en el PIB, que representaba el 30% del crecimiento mundial del año pasado. Mientras tanto, después de once meses de pandemia incesante, Estados Unidos seguía sumido en una recesión paralizante. Esta sorprendente disparidad en el desempeño estatal solo aceleró el esfuerzo de China para superar a Estados Unidos como la economía más grande del mundo y, con toda esa influencia financiera, convertirse en la potencia preeminente.
Un bis tragicómico
Sin embargo, fue la apuesta del presidente Trump por un bis que resultaría verdaderamente extraordinario en lo que se refiere al declive imperial. Durante sus 70 años como hegemonía mundial, la promoción pública de la democracia por parte de Washington ha sido el programa distintivo que ha ayudado a legitimar su liderazgo mundial (sin que importaran las intervenciones que lanzó al estilo-CIA o las guerras de estilo colonial que libró continuamente).
Si bien la Guerra Fría comprometió a menudo ese compromiso de forma particularmente sorprendente, una vez terminada, Washington ha pasado 30 años promoviendo oficialmente el voto justo y las transiciones democráticas, con líderes como el expresidente Jimmy Carter volando a las capitales de los cinco continentes para supervisar y alentar elecciones libres. De repente, el mundo observó boquiabierto con asombro cómo, el 6 de enero, en la elipse de la Casa Blanca, el presidente denunció como fraudulenta una elección estadounidense justa y envió a una turbamulta de 10.000 nacionalistas blancos, conspiradores de QAnon y otros trumpistas a asaltar el Capitolio cuando el Congreso estaba ratificando la transición a una nueva administración.
Además de este aura de Estado fallido, el antes formidable aparato de seguridad nacional del país se derrumbó como si fuera una policía del Tercer Mundo cuando los milicianos de derechas rompieron el frágil cordón de seguridad alrededor del Capitolio y asaltaron sus pasillos como si fueran una horda de linchadores en busca de líderes congresistas. Las llamadas desesperadas del líder de la mayoría de la Cámara de Representantes, Steny Hoyer, a un Pentágono distraído, y la movilización peligrosamente retrasada de la Guardia Nacional de su estado por parte del gobernador de Maryland, Larry Hogan, causada por la comprometida cadena de mando del ejército estadounidense, solo parecían ser un eco del tipo de escenarios de golpe tropical que presencié en Manila, la capital de Filipinas, durante la década de 1980.
Cuando el Congreso volvió finalmente a reunirse, en el Capitolio todavía sonaban los llamamientos republicanos, en nombre de la unidad nacional, a olvidar los actos incitados por el presidente. De esa manera, los representantes republicanos del Congreso parecían hacerse eco del tipo de impunidad que durante mucho tiempo ha protegido a las juntas militares caídas en Asia o América Latina de cualquier rendición de cuentas por sus innumerables crímenes. En otras palabras, este intento de perpetuar el poder de un posible autócrata a través de un golpe de Estado (fallido) fue el tipo de espectáculo que muchos millones de habitantes de Asia, África y América Latina han experimentado en sus frágiles Estados, pero que nunca esperaron ver en Estados Unidos.
De repente, nuestra nación, supuestamente excepcional, parecía trágicamente vulgar. La cúpula reluciente del Capitolio simbolizó alguna vez la vitalidad de la democracia de esta nación, que inspiraba a otros a seguir sus principios o al menos a aceptar su poder. Este país ahora parece andrajoso y cansado, atrapado como otros antes entre olvidar en nombre de la unidad o exigir que los poderosos rindan cuentas por los grandes crímenes que de otra manera perseguirían a la nación. En lugar de aspirar a los ideales de Estados Unidos o confiar su seguridad a su poder, es probable que muchas naciones encuentren su propio camino a seguir, cerrando acuerdos con todo aquel que llegue, comenzando con China.
A pesar de su aura de fuerza abrumadora, los imperios, incluso los que fueron tan poderosos como el de Estados Unidos, resultan a menudo sorprendentemente frágiles y su declive suele llegar mucho antes de lo que nadie podría haber imaginado, especialmente cuando la causa no es el “enemigo salvaje” de Thomas Cole, sino sus propios instintos autodestructivos.
Hoy, en la era de un presidente de 78 años, un verdadero Rip Van Biden, los estadounidenses y el resto del mundo parecen estar despertando en una nueva época que bien podría ser sobrecogedora.
Alfred W. McCoy, colaborador habitual de TomDispatch, es profesor de Historia en la Universidad de Wisconsin-Madison. Es autor de: The Politics of Heroin: CIA Complicity in the Global Drug Trade, un libro, ya convertido en un clásico, que demostró la coyuntura entre los narcóticos ilícitos y las operaciones encubiertas a lo largo de 50 años, y, más recientemente, In the Shadows of the American Century: The Rise and Decline of U.S. Global Power (Dispatch Books).
Fuente: Rebelión
Traducido del inglés por Sinfo Fernández