Por María Fernanda Barreto. Resumen Latinoamericano, 23 de enero de 2021.
La oligarquía más violenta del continente necesita un poderoso enemigo para imponer el miedo. Tras la firma de los acuerdos de paz con las FARC-EP en el 2016, el Estado colombiano, embriagado de triunfalismo, comenzó a hablar de una era posconflicto e ingresó a la OTAN en el 2018. Sus cuentas adelantadas eran que tras esa firma lograría acabar cualquier forma de resistencia popular sin reparar las injusticias que son la raíz del conflicto social y armado. Ese triunfo haría del supuesto posconflicto el mejor momento para el despojo que se había visto limitado por la guerra y conduciría a las fuerzas militares a convertirse en agentes de la guerra imperialista en el mundo.
Como siempre, la historia sorprende por su complejidad y nada resultó tan sencillo como lo tenían planeado. Primero porque su propio empeño en anunciar el fin del principal «enemigo interno» complicó la justificación del terrorismo de Estado sin el que no saben gobernar. Segundo porque el pueblo, sus líderes y lideresas sociales no se rindieron a pesar del genocidio y la saña con la que los han venido ejecutando.
Decidieron entonces retomar otras prácticas terroristas como las masacres que han venido ejecutando incluso en plena Bogotá. Judicializan indiscriminadamente a quienes protestan, acorralan económicamente al pueblo trabajador, dejan correr libremente la pandemia, fortalecen el monopolio de las empresas de comunicación para mostrar un país que no existe y aun así las luchas populares colombianas, golpeadas y adoloridas por el desangre, persisten valerosamente.
Para colmo de sus males, tal como lo hizo Trump en Estados Unidos, Uribe profundizó la polarización de la derecha colombiana que ahora se encuentra francamente dividida entre uribistas y no uribistas, y esa disputa llegó hasta las Fuerzas Militares y, por supuesto, a las bases de sus partidos.
El drama de no poseer una política exterior soberana
Un mínimo criterio de realidad cambió el uso del término «posconflicto» a «post-acuerdo», pero el reto era cómo seguir justificando la violencia interna, el uso cada vez más público de Colombia como base militar estadounidense, como cabeza de playa para agredir política, económica y hasta militarmente a Venezuela, como agente del relanzamiento de la Doctrina Monroe sobre la región y como ejército trasnacional.
La respuesta ya está en los titulares de las corporaciones mediáticas colombianas, según los cuales Colombia enfrenta nada menos que a Rusia, Cuba y Venezuela, quienes, según estos medios, se han confabulado para intervenirla, desestabilizarla y colocar en la presidencia a un cuadro útil a sus intereses en las elecciones del 2022. El aparatoso montaje con supuestos documentos de inteligencia, que nunca se evidencian, daría risa si no pudiera tener tan terribles consecuencias.
En principio, la supeditación de la política exterior colombiana a los designios estadounidenses ya no solo la lleva a romper relaciones con países de la región y agredirlos, sino que la involucra en un conflicto entre potencias. A diferencia de sus homólogos aliados, Piñera y Bolsonaro, Duque ha iniciado conflictos diplomáticos nada menos que con el poderoso gobierno de Vladimir Putin, acusando a funcionarios de la embajada rusa de espionaje y expulsándolos del país.
Al uso del ya cansado fantasma del «castro chavismo» se suma ahora la acusación a Cuba por negarse a violar los protocolos que firmó con el mismo Estado Colombiano para acoger la mesa de diálogo con el ELN, con lo que el gobierno de Duque dio más argumentos a los Estados Unidos para agudizar el criminal bloqueo contra la isla y la trama de la que acusa a Venezuela. Asimismo, vuelve a llevar los poderes del gobierno bolivariano a dimensiones fantásticas al adjudicarle la responsabilidad de todas las protestas populares que se suscitaron en la región en los dos últimos años.
El gobierno uribista está convirtiendo al país en el ariete de los Estados Unidos contra el mundo, a sabiendas de lo que eso ya le ha costado y lo que aún le puede costar al pueblo colombiano, al que pretenden condenar eternamente a la guerra dentro y fuera de sus fronteras.
Elecciones presidenciales del 2022
Desde que Álvaro Uribe Vélez llegó a la presidencia de la República de Colombia, en agosto del 2002, él y sus candidatos no han salido de la Casa de Nariño. Logró en primer lugar legalizar su posibilidad de reelección inmediata con sus métodos habituales que incluyeron la compra de votos, con lo cual posteriormente logró de nuevo la presidencia en el 2006. En 2010, nombró como su sucesor a su Ministro de la Defensa, Juan Manuel Santos, quien resultó electo para dos períodos consecutivos en medio de los cuales se dio una importante ruptura entre ellos y los intereses económico políticos que encarnan, distintos pero no contradictorios.
Aprendida la lección, para el siguiente periodo 2018 – 2022, Uribe escogió a alguien con menos capacidad para desafiarlo que Santos, subiendo en sus hombros hasta la presidencia a Iván Duque, un hombre prácticamente desconocido en la política colombiana hasta entonces y cuyo principal talento ha sido subordinarse al ex presidente colombiano hasta convertirse en la imagen más débil que ha ocupado la presidencia. En resumen, durante las dos últimas décadas Uribe ha ocupado o designado a quien ocupe la Casa de Nariño, no solamente a través de presiones e irregularidades, sino que sus políticas se convirtieron en doctrina para un sector de la derecha particularmente cercano al narcotráfico y al paramilitarismo. Sería un gran error negar que ha tenido también momentos de muy alta popularidad.
Tan pronto el uribismo se alzó con el triunfo en las elecciones presidenciales del 2018 dijimos que comenzaba una etapa de uribismo sin Uribe y advertimos que, si no sabía hacerse a un lado los Estados Unidos acabaría por desecharlo como ya lo hizo antes, por ejemplo, con Noriega. Pero el ego del expresidente que se cree eterno se lo impidió y el uribismo se encuentra en el peor momento, ha perdido popularidad y su legitimidad en los Estados Unidos está sumamente cuestionada, sobre todo porque sus vínculos con el narcotráfico y violaciones de derechos humanos cada vez son más difíciles de esconder bajo la alfombra, a pesar de los carísimos lobbis que su familia ha pagado en las esferas políticas del norte. El cierre de filas del partido de gobierno, el Centro Democrático, con Donald Trump lo colocó en la peor posición ante el nuevo presidente y, aunque eso no romperá los consensos fundamentales que tienen sobre Colombia, sí podría implicar el apoyo de la Casa Blanca para quien asuma la candidatura no uribista.
Colombia es un país donde los poderes de facto como el narcotráfico hacen del Poder Ejecutivo una pequeña parcela del poder real, sin embargo, codiciada. De no haber un cambio radical, lo previsible para las elecciones presidenciales por venir es que finalmente perderá el uribismo, pero de nuevo procurarán que el establecimiento quede a salvo.
Esto se hizo palpable el 27 de octubre de 2019 cuando se disputaron gobernaciones, alcaldías, asambleas departamentales, concejos municipales y juntas administradoras locales y el gran derrotado fue el Centro Democrático, pero las coaliciones triunfantes, fueron mayoritariamente alianzas lideradas por el partido del expresidente Santos, partido de la U, Cambio Radical, Partido Conservador y Liberal, es decir, los de siempre.
Tienen tanto temor de permitir cualquier posibilidad de cercanía popular al poder que aún un hombre de centro como Gustavo Petro les causa temor y enfilan contra él todas sus armas e incluso han comenzado a asesinar los liderazgos territoriales de su organización política.
El lobby colombiano en los Estados Unidos seguramente se centrará ahora en procurar un apoyo de la administración actual a una coalición de centro, centro derecha y derecha no uribista que pueda colocar en el poder, por ejemplo, a alguien cercano al expresidente Santos como el Senador Roy Barreras.
Pero el uribismo continúa en la presidencia concentrando además los poderes del Estado en instituciones dirigidas por sus acólitos. Desde ahí, el gobierno ha decidido emular a Trump comenzando a justificar, más de un año antes, la hasta ahora evidente derrota que tendrá en las presidenciales del 2022 con titulares de prensa amarillistas en los que acusa a Cuba y Venezuela de interferir en ese proceso, con argumentos sin sustento y fabulosos relatos en los que incluso se menciona al PSUV y al Frente Francisco de Miranda como operadores de la fantástica tarea.
Con esta nueva operación de guerra mediática y psicológica, no solo continúan tratando de justificar su papel en la defensa de los intereses imperialistas en la región y el mundo entero, sino que además subestiman y de nuevo criminalizan al pueblo colombiano y su decidido deseo de construir la verdadera Paz.
Fuente: Misión Verdad