Por Pablo Elorduy. Resumen Latinoamericano, 20 de enero de 2021.
Eduardo González Calleja es catedrático de Historia y en este entrevista analiza el actual contexto de violencia política y crispación en sociedades que, aparentemente, tienen consensos fuertes en torno a la democracia.
La violencia política es la materia prima a través de la que Eduardo González Calleja (Madrid, 1962) ha elaborado una bibliografía apasionante y extensa sobre la historia reciente. Si en Guerras no ortodoxas (Catarata, 2018) examinaba a los movimientos de extrema derecha en el contexto de fin del Franquismo y auge de las dictaduras militares en Latinoamérica, y en Contrarrevolucionarios (Alianza, 2011) presentaba la plétora de movimientos civiles implicados en la conspiración contra la II República, en los últimos años, González Calleja se ha metido de lleno en la tarea de hacer un compendio integral de la violencia política en la historia moderna de España. En 2020, publicó con Akal Política y violencia en la España contemporánea, vol. 1: del Dos de Mayo al Primero de Mayo (1808−1903) y en primavera de 2021 se publicará el segundo volumen.
Este catedrático en la Universidad Carlos III de Madrid es una referencia para analizar las formas y contextos que toma la violencia y su interacción permanente con la política. Con la mirada puesta en la investidura de Joseph Biden tras el amago de insurrección del pasado 6 de enero, y los oídos aun molestos por el ruido de sables en España, González Calleja responde acerca de los elementos necesarios para que un golpe de Estado prospere en nuestras sociedades democráticas.
-¿Estamos en un renacimiento de la violencia política o estas nuevas formas que vivimos son un fenómeno nuevo, quizá una farsa de toda esa violencia política que ha marcado la historia de tantos y tantos países?
-La violencia siempre ha estado ahí. La gran novedad es que está afectando de manera preocupante a instituciones dentro de países democráticos, a democracias consolidadas. Es el caso de Estados Unidos, donde nunca había habido un asalto al parlamento en toda la historia. La única vez que se asaltó ese parlamento fue con motivo de una guerra externa, por las tropas británicas en 1814, hace más de 200 años. Es una novedad es que se esté usando la violencia masiva tumultuaria o amenazas de la misma para subvertir el orden constitucional en países con una tradición democrática muy arraigada. Eso es lo que realmente puede preocupar.
Ha habido conatos de golpes blandos o de golpes no tan espectaculares en los últimos años en países de Europa Oriental: el acceso al poder de personajes como el presidente húngaro, Viktor Orbán, es una buena muestra de que algunos poderes están intentando minimizar la capacidad fiscalizadora de otros poderes. Y desde ese punto de vista son conatos de invasión del poder Ejecutivo sobre el Legislativo, que pueden ser interpretados como amenazas de golpe de Estado. De modo que lo que sí que hay es una precarización de democracias.
–¿También en el caso español?
-En el caso español no se ha llegado a un asalto físico al parlamento, pero esos pronunciamientos de algunos militares en retiro va un poco en la línea de los viejos pronunciamientos del XIX: amenazar al poder Ejecutivo con tomar determinaciones más radicales en el caso de que ese Ejecutivo no dimita o rectifique su línea de política de actuación. Con lo cual, sí, se puede hablar de un acto de violencia pasiva, o de violencia de amenaza, que se parece en parte a los viejos pronunciamientos militares del Siglo XIX.
–¿En qué medida la crispación política es un paso en la escalada de esta violencia o es una ritualización? ¿En qué medida la crispación sustituye a la violencia?
-Lo que hay que preguntarse es sobre las raíces o los orígenes de esta crispación política, que está asociada a las democracias consolidadas de países desarrollados desde hace ya bastantes décadas. Yo dataría ese comienzo de la crispación con esa política neoconservadora que estuvo amenazando con destituir al presidente Clinton hace ya aproximadamente un cuarto de siglo. La aparición de neoconservadores que consideran la actividad política como una guerra encubierta nos lleva este tipo de salidas.
En el gobierno español, hay que acordarse de la crispación de los primeros gobiernos de Zapatero. Es la misma que está sacudiendo ahora a ciertos sectores de la extrema derecha. Es verdad que es una ritualización del combate parlamentario, pero eso no evita que sectores muy radicalizados se crean realmente que es una actividad real, como ha sucedido en el caso de la demagogia de Trump en Estados Unidos.
-¿Puede saltar del folclore a los hechos?
-Puede ser un factor ritual del juego político, pero hay gente que se la cree de verdad, y eso puede desembocar en actos imprevisibles. No creo ni espero que aquí se proceda a la “ejecución sumaria de veinticinco millones de hijos de perra”, pero en realidad, yo creo que esa demagogia radical puede conducir en ocasiones a actos de violencia descontrolada, como los que se han visto en Estados Unidos.
Cataluña ha sido una región, en buena medida, madre de muchas rebeliones y lugar de muchísimas disidencias violentas desde el siglo XIX
–En ese caso se ha hecho notar que había un enfrentamiento entre distintas agencias del Estado, con una victoria clara de quienes no apoyaban a Trump. Para que triunfe un movimiento de estas características, ¿es necesario que se produzca un enfrentamiento entre distintos actores del Estado?
-Existe una gran diferencia entre lo que puede ser una insurrección espontánea, o una revolución popular como las que ha habido en los países de Europa del Este después de la caída del comunismo, o como en el siglo XIX, con motivo de las revoluciones de 1830 o 1848, con lo que es un golpe de Estado.
Un golpe de Estado es, sobre todo, una invasión de competencias y de atribuciones o un intento de eliminar la actuación de un poder del Estado liberal por parte de otro poder. Desde ese punto de vista, habría que determinar si el poder ejecutivo en Estados Unidos, en el caso que nos ocupa, ha invadido o intentado subvertir, o intentado forzar las decisiones de otro poder del Estado como es el legislativo. Eso es lo que va a decidir el impeachment que han lanzado los demócratas en la cámara de representantes. Pero, ojo, pueden ser otros poderes del Estado los que invadan competencias o subviertan el poder de otros poderes.
–¿Ejemplos de esto último?
-Es el caso de la destitución de Dilma Rousseff por parte del poder judicial, en el caso brasileño; o el caso que acabo de comentar: cómo Orbán está intentando permanentemente disminuir la capacidad fiscalizadora del legislativo o del judicial, en base a una desmontaje del sistema parlamentario. Si alguno de estos tres poderes básicos del Estado liberal intenta invadir competencias de otro de manera consciente, y mediante la amenaza de la fuerza o el uso de la misma, estamos ante un golpe de Estado, técnicamente hablando.
–Volviendo a la cuestión del último ensayo, hay un dato que llama la atención, que es el hecho que durante el siglo XIX solo hubo 29 años libres de guerra.
-De guerras abiertas y declaradas…
–Y asocias esto, citando a Julio Aróstegui, a las dificultades de construcción de un Estado moderno en España. ¿Qué hemos arrastrado de esa construcción deficiente del Estado moderno?
-Los procesos de tipo bélico en España ─en época contemporánea, sobre todo en el XIX─ estaban vinculados a la crisis del Imperio, fundamentalmente, y las emancipaciones de tipo colonial. Otra cosa son las violencias políticas, que han estado presentes en España con democracia o sin democracia, eso hay que reconocerlo. La democracia actual ha vivido un proceso de violencia, digamos terrorista, de alta intensidad hasta épocas relativamente recientes. ¿Cuáles son las causas de ese tipo de falta de capacidad del Estado para lidiar o para gestionar este tipo de disidencias? Yo creo que en buena parte es debido a la falta de cultura política democrática del país. Al hecho de que el Estado liberal se estableciese en España de manera tan tumultuaria, tan crispada, en el XIX, y cómo se ha intentado establecer un Estado liberal con ciertas limitaciones en cuanto a la capacidad de poder resolver los problemas de manera consensual.
–El caso de Catalunya es una muestra.
-Sí, la situación de Cataluña es ejemplar: Cataluña ha sido una región, en buena medida, madre de muchas rebeliones y lugar de muchísimas disidencias violentas desde el siglo XIX. ¿Por qué lo sigue siendo? En parte, debido a que el Estado actual no ha sabido articular una alternativa política que sea aceptable para una masa mayoritaria de catalanes. Y el hecho de que una parte de los sectores políticos españoles consideren que la mejor política para Cataluña es la de la represión —o la “aplicación del peso de la ley”, como se dice en otras partes— pues es, en buena medida, el valor que se da al consenso y a la negociación respecto al uso de la fuerza, que sigue siendo culturalmente algo que está muy presente en muchos sectores políticos del país.
Es verdad que en el 36 hubo una trama civil del golpe, pero siempre en situación de dependencia, y subsidiaria a la conspiración que organizó Mola
–Al final del siglo XIX surge una corriente ideológica reaccionaria en las Fuerzas Armadas que en África se consolida completamente como un poder dentro del Estado. ¿Cuál es ese antes y después y cómo sigue influyendo hoy en día esa corriente hegemónica del ejército?
-La crisis del 98 y la pérdida del Imperio generó una inflexión dentro del papel político y la cultura política del ejército. Si el ejército hasta finales del XIX fue el portavoz de alternativas políticas de orden conservador o liberal, moderado o progresista en un contexto político de carácter parlamentario, siendo la mano armada de contrarrevoluciones, a partir de comienzos del siglo XX, lo que se ve es que actúa por libre, actúa de manera autónoma. Empieza a aparecer el fenómeno del pretorianismo y de la autonomía militar.
Se empieza a plantear la posibilidad de que el Ejército ya no sea el “espadón” de partido, sino una corporación que asume el poder político. Eso es una cuestión que ya empezaba a atisbarse con motivo de los ataques a la prensa catalanista en 1905, con la Ley de Jurisdicciones (1906); se ve claramente después de la revolución de 1917, en el momento en el cual el ejército como corporación asume el poder de facto, después de un pronunciamiento militar en Barcelona con Miguel Primo de Rivera, y luego, por supuesto, el golpe de Estado múltiple del 36 que lleva al auge o al culmen del pretorianismo con la llegada al poder de los militares y Franco.
Por lo tanto, ese tránsito del siglo permite el paso de un ejército o de sectores del ejército como elementos coadyuvantes de las revoluciones políticas del siglo, hasta un ejército que se comporta como un actor primordial en la escena política a partir de los años diez o veinte del siglo pasado. Este tipo de presencia pretoriana decayó claramente después del golpe de Estado de 1981.
–¿Está en momento de rearme esa corriente?
-Ahora empieza a atisbarse, yo no creo que una reactivación del pretorianismo —porque son gente que está al margen del mando en tropa— pero sí se detecta de nuevo la presencia de esa mentalidad pretoriana, ultranacionalista, clericaloide e intervencionista, que creíamos que había desaparecido con la reforma del ejército a partir de los años 1980 con su incorporación a la estructura de la OTAN. Un sector del mismo, aunque sea en el retiro, está optando por decir sus opciones políticas elevándolas, como en el pasado, a la más alta magistratura del Estado. Y eso es un pronunciamiento de gente que está en los casinos, no en los cuarteles, pero es un pronunciamiento de todas maneras.
-Otra de las cuestiones de actualidad es la figura del rey-soldado, el rey como jefe de las Fuerzas Armadas, que también nace en el siglo XIX.
-Si te das cuenta, la figura del rey soldado se hace de rogar en España. Durante la etapa de la restauración, Fernando VII no es precisamente un rey soldado, no se pone nunca a la cabeza de tropas. Isabel II, por su sexo, tampoco cumple con esa imagen. Amadeo no tuvo tiempo de poder asumir ese papel, que jugó su dinastía de Saboya en Italia. Pero cuando se forja esa imagen estereotipada del rey antes que nada cabeza del ejército es con Alfonso XII. Muy a pesar de Cánovas. Luego se consolida claramente con Alfonso XIII, y sus intervenciones políticas a favor del ejército, sobre todo durante las Juntas de Defensa, de 1917 al 1923.
En todo caso, es un mito, un estereotipo o una imagen muy querida por los sectores conservadores del país. Está inspirada en el modelo prusiano, en el cual el jefe del Ejecutivo, el jefe del Estado, es más un representante de la milicia que un poder moderador, que es lo que se exigiría de un jefe del Estado al margen de sus preferencias de carácter corporativo. Con Franco no tenemos un monarca, pero tenemos un soldado en el poder.
–Después de Franco, ¿se mantiene aunque sea implícitamente esa idea?
-Hay que analizar la función que han ejercido los reyes de la actual monarquía restaurada en 1975. Y no es tanto un poder pretoriano, pero sí un poder moderador dentro de las Fuerzas Armadas, que siempre están ahí, son el muro de la política española. No sabemos qué opción política tiene como tal institución, pero en cierto modo el rey es el que tiene que transmitir el sentir del ejército al Ejecutivo. Lo que no sabemos es si lo está haciendo realmente, por lo menos por esas vías, o está actuando a la expectativa de lo que puedan proponer sectores del ejército en crisis como, por ejemplo, la de Cataluña. Vemos que el rey ha optado por la vía de la defensa a ultranza de la Constitución que, por otro lado es la opción preferente de los militares españoles en este momento para el caso concreto de Cataluña.
–Hay una cuestión que los militares demócratas defienden, que es que los golpes y los pronunciamientos muchas veces comienzan en los despachos de las grandes empresas y de los grandes financieros antes que en los cuarteles. ¿Hasta qué punto es imprescindible una trama civil organizada para que se den estos movimientos? ¿Hasta qué punto los cuarteles viven a la espera de que los poderosos activen esa opción?
-Es la gran pregunta, la gran incógnita que no sabemos despejar porque no hay información. Si nos damos cuenta, en el XIX lo que predominaban eran los movimientos de insurrección militar eran las tramas civiles. Son los partidos los que impulsan ese tipo de movimientos. Y los militares son espadones al servicio de los partidos: Espartero y Prim a favor del progresismo, Narváez a favor del moderantismo, y O’Donnell y Serna a favor de lo liberal. Este tipo de presencia predominante de los grupos civiles desaparece con el pronunciamiento de Primo de Rivera. Es un pronunciamiento de carácter claramente corporativo militar.
Es verdad que en el 36 hubo una trama civil del golpe, pero siempre en situación de dependencia, y subsidiaria a la conspiración que organizó Mola. Es decir, que en ese momento la voz cantante la tienen, sin duda alguna, los militares. A veces se dice que se ha logrado una pacificación de las sociedades pero cuando se llega a enfrentamientos violentos, nos estamos dando cuenta de que la violencia es extraordinariamente intensa
–En el golpe de 1981 la conspiración civil pasa desapercibida.
-En efecto, la trama del 80 – 81 es más compleja. Hubo grupos de presión importantísimos que estuvieron a favor de una solución drástica al mantenimiento de Suárez como presidente del Gobierno, pero la trama civil del golpe, que era mucho más extensa de lo que se jugó en el Juicio de Campamento, nunca se desarticuló. Lo que está claro es que en el mundo contemporáneo, —eso se ha visto en casos como por ejemplo el golpe de Estado en Grecia de los 60, o los golpes latinoamericanos de los 60 y 70— se requiere una trama civil, pero siempre, en posición subordinada a la ejecución y planificación del mismo, que debe de correr a cargo de los militares.
–¿Cómo se desarrollaría algo así en este momento?
-Haciendo política-ficción, ¿qué pasaría en España? Bueno, si los militares eventualmente adoptasen una posición de insurgencia, tendrían que conectar en primer lugar con el jefe del Estado, que sigue siendo, como en el caso de Juan Carlos en 1981, o como Alfonso XIII en 1923, la clave de lealtades que debe de asegurarse para que el golpe de Estado tenga efecto. Ahora bien, para preparar un golpe de Estado moderno, se requiere también una trama civil, en sentido muy amplio, basado en sectores de influencia, en generadores de opinión. Porque la trama mediática tendrá que ser igualmente potente, y evidentemente habría que ver si el contexto internacional favorecería un asalto al poder de este modo, que tuviese continuidad y pervivencia.
En este contexto europeo, yo creo que sería harto difícil que un golpe de Estado clásico tuviese lugar. Pero una presión institucional de un poder sobre otro no se descarta, como el caso de lo que está pasando en Hungría o en Polonia con Kaczyński. El método de golpe blando es el que se podría plantear eventualmente en países europeos, en el caso de que se quisiese subvertir el orden constitucional. Creo que la erradicación de la violencia callejera que ha arraigado en la cultura española desde la transición se debe también a la deslegitimación del terrorismo
–En una de las cartas de militares dirigidas al rey Felipe VI había por lo menos un antiguo alto cargo del Centro Nacional de Inteligencia, y según Voz Pópuli había hasta cinco personas relacionadas con la agencia. ¿Qué papel ha tenido desde el final del Franquismo el anterior CESID?
-Inicialmente respondió a una estrategia de lucha contrasubversiva que arranca en los 60, que es, como dicen en Italia “destabilizzare per stabilizzare”, es decir, desestabilizar un país para luego estabilizarlo tal y como les conviene. Esa es la táctica que se empleó en España en el 81: se desestabiliza el país —el CESID está en parte metido en este asunto— con la intención de recortar reformas, por ejemplo respecto a la estructura territorial del Estado, que al final fueron recortadas con la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico.
Por lo tanto, la presencia de servicios de seguridad para invertir una situación política mediante campañas de tipo psicológico, de propaganda o desestabilización con el objeto de luego estabilizarlo en un sentido conservador, no se descarta. El CESID en su momento estuvo muy metido en el golpe de Estado del 80 – 81. Y hablo del 80 – 81 porque la conspiración arrancaba de mucho más atrás. Por lo tanto, no se descarta que este tipo de agencias estén dispuestas a brindar los argumentos para que los militares pudiesen levantarse en favor de la defensa de la patria, de la unidad nacional, o de cualquier otra causa que ellos intenten difundir entre la población.
–El libro explica que la violencia política es un fenómeno cultural. ¿Qué significa eso y, sobre todo, como funciona en un cultura que en su inmensa mayoría ha rechazado o renuncia a la violencia política?
-Cuando yo hablo, un tanto provocativamente, de la violencia como fenómeno de cultura, significa que cada cultura, cada país o cada sociedad genera un sentido o interpreta la violencia de un modo diferente. En este momento, en el mundo occidental la violencia se ha llegado convertir en un tabú. Sobre todo el terrorismo, que se ha convertido en la palabra maldita del vocabulario político a nivel internacional. Eso genera una erradicación de la violencia física que está encarrilada dentro de la cultura política del mundo occidental. Por eso chocan tanto las imágenes del asalto al congreso norteamericano. P
Pero en muchas partes del mundo se está utilizando la violencia de manera extensiva. Hay un debate sociológico y psicológico: ¿somos más violentos o menos que hace cincuenta años? A veces se dice que se ha logrado una pacificación de las sociedades, una marginación de la violencia, pero en otros casos, cuando se llega a enfrentamientos de carácter violento que afectan a sociedades, como por ejemplo la Siria, nos estamos dando cuenta de que la violencia es extraordinariamente intensa, que las nuevas tecnologías, los nuevos armamentos incrementan notablemente el carácter destructivo de las confrontaciones de carácter violento, por lo tanto queda esa ambigüedad.
Atañe a si realmente estamos en un proceso de pacificación ─si ese proceso se está extendiendo al conjunto del mundo, o si solamente se queda recluido en las democracias de carácter consensual─ y si la cultura de la violencia se va a extender en un futuro, a la par que se van creando nuevas técnicas, nuevos modos de armamento que van a hacer crecer la violencia una actividad mucho más destructiva. La tradición cultural española dista mucho de ser la francesa, en cuanto a la movilización de la gente en la calle para protestar violentamente
–Hay una cuestión que en el contexto de España sí que es palmario, que es el descenso de la protesta insurreccional de tipo socioeconómico. No solo la revolución social sino incluso la protesta puramente del movimiento obrero y sus formas de coacción o de violencia. Es una cuestión que también hemos visto un descenso, ya no solo del número de huelgas, sino de la intensidad de los piquetes en las huelgas y oras formas del repertorio clásico.
-Yo creo que sí, tenemos un cambio cultural. Fíjate, por ejemplo, cómo en España y en otros países la celebración del 1 de mayo a comienzos del siglo es una celebración ilegal. Los poderes políticos la consideraban revolucionarias y eran tratadas violentamente en consecuencia. El 1 de mayo ahora es una fiesta. Fiesta reivindicativa, pero un acto lúdico en la mayor parte de Europa, incluida España.
Desde el franquismo se ha constatado una disminución de los repertorios violentos dentro de la protesta obrera. Se basa en el debilitamiento del movimiento obrero, de los sindicatos como actores políticos dominantes. Estos sindicatos después de la transición han optado por entrar en la vía de la negociación, del diálogo corporativo, antes que por las reivindicaciones de carácter espontáneo. Eso explica cómo las huelgas ya no son salvajes. Los piquetes, aparte de la legislación punitiva que se ha establecido, ya no tienen tanto poder coactivo como antes, y se opta por negociar en los despachos antes que plantarse en la calle.
Creo que esa erradicación de la violencia callejera que ha arraigado en la cultura española desde la transición, se debe también a la deslegitimación del terrorismo. Influye directamente en la salida de la calle de la gente que protesta, y cómo se intenta buscar una democracia consensual en la cual los sindicatos participan de manera plena. No se ha atisbado la posibilidad de que haya una huelga salvaje en ningún sector, porque los sindicatos no tendrían capacidad de resistencia para poder abordar movilizaciones de estas características.
–Algo que sí sucede en Francia, donde se mantienen fórmulas como el rapto temporal de patrones.
-El caso francés es un caso, también, particular. No es habitual en Europa. Ese carácter de protesta social agresiva está muy arraigado en la cultura popular francesa desde la Toma de la Bastilla en 1789; por lo tanto, esa actuación violenta de la gente en la calle tiene unos precedentes de hace doscientos años que aún se mantienen.
El sistema individualista de consumo o de comportamiento social hace que las redes naturales de comunicación desaparezcan y sean sustituidas por las redes sociales
–¿La revolución social en España no pasa por las armas?
-En el caso español, los cambios de Gobierno han sido casi siempre cosas de gabinete, o cosa de cuatro soldados en la calle, pero no de una gran movilización popular en contra. La última movilización popular políticamente subversiva fue una fiesta, el 14 de abril del 31. No fue una insurrección, fue una fiesta popular. Realmente, la tradición cultural española dista mucho de ser la francesa, en cuanto a la movilización de la gente en la calle para protestar violentamente.
–El otro día leí de casualidad una frase de Hegel que dice que “…el pueblo es aquella parte del Estado que no sabe lo que quiere”. Parafraseando, te preguntaría si el pueblo es la parte del Estado que no tiene ahora mismo ningún acceso al uso de la violencia para sus fines políticos.
-Lo primero que preguntar es ¿qué es el pueblo? En primer lugar es un sujeto político que es el predilecto de los populismos. Hay un pueblo muy cabreado y que puede tomar las armas si se le permite, o asaltar un parlamento, como es el caso del pueblo americano, de we the people, del asalto al parlamento norteamericano. En el caso español, la población está muy polarizada, muy dividida, y psicológicamente muy cansada, también por el tema de la pandemia. No se prevé que se convierta en un actor político como tal, que sea capaz de cambiar el sistema por vía de la violencia.
El caso norteamericano es muy diferente, ahí gozaban de la justificación y del apoyo del poder ejecutivo. En el caso español, ese pueblo cabreado se manifiesta en las calles, con o sin mascarillas, pero no asalta ni el Palacio Real, ni el Palacio de la Zarzuela, ni el Palacio de la Moncloa, ni el Parlamento. Es otro modo de entender la política, pero creo que el de “pueblo” es un sujeto político peligroso.
–Me refería a esa imposibilidad para nosotros de imaginar ahora mismo un pueblo en armas. De hecho, parece más posible una trama palaciega que un levantamiento popular.
-O de trama virtual por internet. Le decía hace años a mis alumnos: el supermercado ha acabado con las rebeliones populares. Las rebeliones populares, antaño, estallaban muchas veces en los mercados, con las mujeres que no llegaban a fin de mes, que no compraban, que se cabreaban, transmitían el cabreo a los vendedores, eso estallaba en un motín popular. El sistema individualista de consumo o de comportamiento social hace que las redes naturales de comunicación desaparezcan y sean sustituidas por las redes sociales, donde uno está individualizado, donde uno no tiene contacto físico con el otro. Pero eso no impide que esas redes sociales individualizadoras puedan permitir la concentración de voluntades. Otra cosa es que esas voluntades nunca acaben saliendo a la calle.
–A veces sí salen…
-Sucedió con motivo del 12 de marzo de 2004. Cuando se preguntó quién había sido y hubo manifestaciones convocadas por internet para pedir responsabilidades al gobierno de Aznar. De nuevo hay manifestaciones convocadas por internet contra las medidas contra la pandemia del gobierno. Es decir, hay posibilidad de que esa persona cabreada en casa dé el salto a la calle. Ese es el doble valor que tienen los medios de comunicación ahora. Nos individualizan, pero a un tiempo tienen un poder de convocatoria potencialmente muy alto. Habrá que ver si eso lleva a una salida masiva a la calle con intenciones de carácter político. Eso está por ver.
Fuente: El Salto