Por Alejo Brignole*, Resumen Latinoamericano, 15 de febrero de 2021.
Cierta vez, el poeta y escritor estadounidense Ezra Pound (1885−1972) declaró que “Cuando un hombre traiciona su palabra, no vale nada”. Ezra Pound era un ser atormentado, buscador frenético de verdades y que en su existencia osciló entre el amor por la poesía y los desvaríos del fascismo. Sin embargo, comprendía los desmanes que el capitalismo voraz provocaba y que había conducido a las dos guerras mundiales. Era un hombre lúcido en más de un sentido, pero dado a ciertos desvíos conceptuales e ideológicos. Fue un gran antisemita y eso resintió irremediablemente sus reflexiones humanistas. Pero también comprendió con lucidez la naturaleza humana, incluida la de los traidores. De allí su sentencia.
Si hablamos de perjuros, de traidores extremos e infames, que repugnan de solo verlos o de oír sus nombres, seguramente acudirán personajes ineludibles dentro del universo latinoamericano. Los nombres de Lenin Moreno, de Luis Almagro, secretario general de la OEA serían obligados. Más atrás, en el sangriento río de los siglos pasados podemos evocar al general mexicano Antonio López de Santa Anna que pactó con el texano Sam Houston la independencia de Texas y luego propició la derrota de México frente a Estados Unidos. Una traición que le costó a México la mitad de su territorio. O el venezolano José Antonio Páez, que traicionó el sueño de la Patria Grande, dándole la espalda a Simón Bolívar, beneficiando a las oligarquías y separando Colombia de Venezuela.
Hay otro tipos de traidores: los Macri, los Temer, los Uribe, los Piñera, los Martínez de Hoz, los Barahona y Cavallo. Sin embargo, esos son traidores con naturaleza de escorpión, pues ya nomás verlos uno sabe que harán daño. Que seguirán sus miserables instintos de clase y por tanto no califican como simuladores de una lealtad que no pueden ni siquiera fingir. En cambio hombres como Carlos Saúl Menen, históricamente vinculados a un discurso popular, a unas luchas contra hegemónicas y a un movimiento de base popular y antiimperialista como es el peronismo, sí son la peor y más baja clase de traidores, porque engañan a sus pueblos, venden sus patrias y someten a las generaciones futuras dándose la vuelta una vez obtenido el poder. Usufructúan beneficios mal habidos, conceden las prebendas más atroces y se inclinan ante los enemigos. Tan abajo, que sus rostros conviven con el polvo del suelo que pisan sus amos. Esa es la naturaleza de estos hombres, de la cual Carlos Menem fue un adalid, un campeón entre campeones. Un miserable como pocos o ninguno en la historia nacional.
En la danza ruin de su vida política, abrazó a Isaac Rojas, el almirante que bombardeó una Plaza de Mayo llena de civiles y paseantes el mediodía del 16 de junio de 1955 para derrocar al presidente Perón. También indultó a los genocidas de nuestra última dictadura y durante su presidencia obstaculizó todos los juicios por delitos de lesa humanidad.
Aliado incondicional de Estados Unidos, asumió que la caída de la Unión Soviética era “el fin de la Historia” como decía ese japonés arrepentido llamado Francis Fukuyama. Menem no tuvo reparos en convencer a la masa de argentinos ‑a los que lo votaron y a los que no- de que ya no había resistencias posibles. Que había un único súper poder global llamado Estados Unidos y a él había que alinearse. Para demostrar su fidelidad, Menem admitió las “relaciones carnales”, lo que en clave geopolítica, cultural y soberana significó una violación colectiva de todo el pueblo argentino. Hasta sangrar.
Por órdenes del FMI y siguiendo la agenda deconstructiva que Washington tiene para el sur global, Menem destruyó el mapa ferroviario nacional, aniquilando de un solo golpe un poderoso instrumento de integración territorial y de crecimiento inclusivo. Entregó a precio de saldo las empresas estratégicas, el petróleo, los yacimientos gasíferos, la poderosa siderurgia argentina y enajenó la sólida industria naval y aeroespacial del país, las más adelantadas de nuestra región y unas pocas del mundo en la materia. Cedió incluso a nuestro enemigos todo el know-how de nuestra industria misilística, permitiendo que el embajador estadounidense por entonces, Terence Todman, se paseara llave en mano por las instalaciones vacías, las cuales eran inspeccionadas cada tanto por expertos estadounidenses para asegurarse de que no había búnkeres secretos en donde nuestro país continuara con las investigaciones aeroespaciales.
Menem lo ganó todo. Todo lo mundano, claro: vítores, reconocimientos, mujeres, poder, elogios y cientos –acaso miles– de millones de dólares saqueados a nuestro pueblo y que hoy reposan en cuentas suizas y paraísos fiscales para disfrute de su hija Zulemita y allegados. Pero también lo perdió todo. Todo lo esencial: su dignidad, el amor de su pueblo y un lugar ejemplar en la historia, que despreció (no podía ser de otra manera).
Hasta un hijo perdió, fruto de sus habituales traiciones. Pero como con los socios internacionales no se juega, la bomba de la AMIA, otra en la embajada Israelí y el derribo del helicóptero en donde iba su hijo Carlitos Menem Jr., fueron la atroz factura a sus juegos sucios.
Hoy, domingo 14 de febrero de 2021, abandonó este mundo un gran traidor. Ojalá ahora habite el noveno círculo del infierno destinado a los traidores. Dante Alighieri imaginó ese averno con un inmenso lago de hielo, al que los griegos llamaron Cocito, y que simboliza toda la frigidez y esterilidad que yacen en el alma de todo traidor.
Hoy murió Carlos Saúl Menem, el hombre que no valía nada y que a partir de ahora será abono para el estiercolero de la Historia. In memoriam.
*Integrante de la REDH Capítulo Argentino