Ricardo Orozco /Resumen Latinoamericano, 14 de febrero de 2021
En México, en la larga historia de la conformación de una identidad nacional más o menos homogénea, en medio de una sociedad profundamente diversa, el término patriotismo, así como sus derivaciones, tiene una enorme cantidad de significados y de implicaciones de todo tipo, desde las estrictamente históricas hasta las políticas, pasando por las culturales.
Y es que, siendo la historia un sistemático, pero siempre inacabado, ejercicio de recuperación de la memoria colectiva e individual de una población determinada (una comunidad, una nación, un continente, el mundo), que se vale de una multiplicidad y una diversidad de estrategias para rehacer el pasado, para repensarlo, de acuerdo con las necesidades que los actores sociales tienen en el presente, aquello que tiene que ver con el patriotismo, en esa larga marcha de la nación mexicana, tiene significados que lo mismo son, en ocasiones, similares, o, en los extremos, nociones divergentes y abiertamente contradictorias, excluyentes entre sí.
Así, por ejemplo, una lectura superficial de la historia política reciente del Estado mexicano arroja que los patriotas del priísmo no son los mismos a los que rinde tributo el panismo, así como los propios de esos dos partidos políticos no son los mismos que los patriotas del morenismo, hoy hecho gobierno en el proyecto de la 4T. De igual manera, lo que en la memoria del priísmo es considerado un acto de patriotismo en el devenir de la historia nacional no lo es así en los recuerdos que sobre ese mismo suceso tienen los núcleos más conservadores del espectro político, ubicados al interior de Acción Nacional o, en otro registro ideológico, los sectores de izquierda más radicales (e incluso los más liberales) en las filas del Movimiento de Regeneración Nacional.
Hay, por supuesto, consensos sobre un núcleo básico de actores y de actos, hazañas o pasajes de la historia nacional, que, sin duda, comparten una multiplicidad de sectores conformando a la totalidad del pueblo de México. Un par de ejemplos al respecto se encuentran en las valoraciones que se tienen, sin ir más lejos, sobre los acontecimientos que, de acuerdo con la mitología del nacionalismo mexicano, le dieron patria a ese pueblo latinoamericano. La independencia, las guerras en contra de las intervenciones extranjeras (estadounidenses, inglesas, españolas y francesas) y hasta la guerra civil de 1910 – 1929 son un par de casos. De ellos se deprende, justo, una parte importante del calendario cívico vigente, aún hoy, en todo el país.
Pero incluso en esos casos, cuando la conversación y el recuerdo dejan de girar en torno del acto festivo que tiene por objeto su conmemoración, y ese rumor, instaurado como sentido común compartido, pasa a ser un análisis de mayor profundidad sobre el significado que esos acontecimientos tienen a la luz del rumbo que en el presente sigue el pueblo de México; o cuando las diferencias se comienzan a hacer pesar sobre el recuerdo porque existen diferencias sobre el hubiera y sus protagonistas (sobre quién hizo algo y debió de haber hecho otra cosa, para evitarnos vivir el presente que vivimos), ahí, en esos consensos generales también afloran con profusión las diferencias sobre quiénes fueron patriotas y qué hazañas por esos actores hechas merecen ser recordadas como tales. De nueva cuenta, en situaciones hasta cierto punto extremas, eso se llega a evidenciar cuando se cobra conciencia de que en el presente aún existen militantes del recuerdo imperial: aquellos y aquellas que le rinden tributo a la memoria de los días del primer (1921−1923) y/o del segundo imperio (1964−1967) mexicano, buscando, por supuesto, restaurar algo de su tradición; los nostálgicos del destino manifiesto inconcluso: quienes observan en la intervención estadounidense el mayor fracaso de la historia nacional, pero no por la pérdida del territorio, sino por haber dejado pasar la oportunidad de haber formado parte de la hoy nación financiera y militarmente más poderosa del mundo; o quienes no dejan de añorar la restitución del colonialismo decimonónico, afirmando que la solución de todos los problemas que aquejan a México, hoy, tienen en la eliminación del mestizaje (traducido como la eliminación de los indígenas) su mejor apuesta para llegar a ser conquistar por lo menos parte de la grandeza que hoy disfrutan las principales potencias de Occidente.
Identificar esas disputas, en general, no es difícil, pero hacerlo es mucho más sencillo cuando se llega a poner atención en la manera en que en esos discursos históricos se trata a figuras como las de Agustín I, Maximiliano I, o Porfirio Díaz, por oposición a personajes como Guadalupe Victoria, Benito Juárez o Emiliano Zapata. No es, por eso, una mera casualidad el que aún en las disputas políticas más superficiales del presente, las izquierdas, las derechas y los centros tengan en estos personajes, en las cosas que lograron y en los sucesos que les tocó, vivir un asidero ideológico fundamental sobre el cual edificar, además, una parte importante de sus programas de gobierno. Piénsese, para no ir tan lejos, en que las reivindicaciones de tipo agrario de las masas campesinas siguen teniendo en el recuerdo del comunitarismo zapatista uno de sus principales referentes; en que los supuestos republicanos de hoy tienen en el constitucionalismo de Venustiano Carranza (el hacendado que luchó en contra de la aprobación de la Constitución de 1917 porque en ella los sectores populares introdujeron algunas conquistas fundamentales en los terrenos de la educación, el trabajo y la propiedad de los recursos naturales del país) a su referente principal para hablar del Estado de derecho y del respeto a la ley; o, en una línea de ideas similar, en que el racismo y el clasismo contemporáneo tienen en Porfirio Díaz al ejemplo máximo de un presidente mexicano que, al margen de sus abusos de poder, llevó al pueblo de México a modernizarse (sin importar que esa modernización esté edificada sobre los cadáveres y los ríos de sangre de miles de indígenas y miembros de la clase obrera que sirvieron como carne de cañón).
En todos esos trabajos de la memoria, en cada uno de esos rescates y en cada una de esas reelaboraciones del pasado, pues, es evidente que la definición del patriotismo está dada por el espectro ideológico en el cual se sitúen los actores que en el presente hacen uso de él para justificar y/o legitimar sus posturas políticas en el tiempo-espacio que corre y en el futuro. Y es que, en efecto, apelando al mito de la recuperación o de la reconstrucción de un pasado glorioso, en el que las cosas fueron mejores, los actores políticos del presente buscan la aceptación masificada y mistificada de las injusticias, las explotaciones y las opresiones que en el futuro habrán de cometer, apelando, precisamente, al recuerdo de que fueron sacrificios similares, conducidos por grandes patriotas ¿como ellos? (individuos de gran honor y gallardía que hacían lo que se tenía que hacer para alcanzar a la modernidad) los que le dieron gloria, honor, progreso y crecimiento económico a la nación.
En tiempos de la 4T, en los que el proyecto político que gobierna (por heterogéneo que sea en sus entrañas) ha procurado anclar sus referentes históricos o bien en pasajes y personajes del pasado históricamente despreciados e incluso borrados de la memoria colectiva nacional por el priísmo y el panismo o bien en ofrecer una lectura distinta de los mismos personajes y los mismos pasajes a los que el priísmo y el panismo rinden pleitesía, rompiendo con su dogmatismo canónico; este tipo de disputas por el pasado y por el presente cobraron una nueva dimensión práctica, discursiva, estética y simbólica; con todo y que el trauma que satura a los tiempos que corren, por toda América, es que la lógica del mercado neoliberal ha procurado suprimir en su totalidad al discurso histórico como una coordenada de lectura de la realidad, sustituyendo su saber por el recurso a la pura eficiencia técnica, de gestión y de administración de los bienes y servicios producidos por el capital.
Y la cuestión es que, en esa reactualización de las disputas por la memoria colectiva y por los sentidos comunes del presente, en la 4T, uno de los nodos de mayor problematización vigentes está situado, precisamente, en lo que patriota y patriotismo tendría que significar de cara a los cambios políticos experimentados en Estados Unidos. En efecto, basta con observar el desarrollo del debate público nacional en el último mes (el decisivo para el cambio de administración en el poder federal estadounidense), para dar cuenta de la manera en que las y los patriotas mexicanos, en los años de profusión del trumpismo, se transformaron, hoy, bajo el signo de una nueva presidencia demócrata, dirigida por Joseph Biden, en las y los adalides en defensa del injerencismo estadounidense.
No sorprende, por ello, que, aquellos y aquellas que durante la presidencia de Enrique Peña Nieto celebraron el entreguismo de su administración tributado al entrante presidente Donald J. Trump, con tal de no ganárselo como un enemigo jurado, cuando asumió posesión López Obrador, cambiaron radicalmente de posición ideológica para demandar del nuevo gobierno federal mexicano lo que nunca demandaron a la presidencia del nuevo priísmo: posturas hostiles, confrontación, reclamos y hasta ruptura o suspensión de relaciones para hacerle ver al mandatario estadounidense que no podía simplemente llamar animales, criminales y violadores a los mexicanos. No, durante la presidencia de Enrique Peña Nieto, los y las integrantes de esa comentocracia exigían del priísmo una actitud de negociación, de firmeza, pero en el marco de un sano distanciamiento, lo suficiente como para poder sobrevivir los ataques y la cólera discursiva del jefe del ejecutivo federal en Estados Unidos: la diplomacia, la estrategia y una posición sólidamente fundamentada en los principios constitucionales de política exterior debían de ser la mejor apuesta (adosada por la cercanía que tenía el desde entonces canciller, Luis Videgaray Caso con el yerno de Trump, Jared Kushner).
Y es que si algo dejó ver ese circulo de refinados y refinadas intelectuales que aún hoy tiene acaparada la mayor parte de los espacios de análisis y de opinión en los medios de comunicación tradicionales, desde la televisión hasta la prensa, pasando por el radio y por alguno que otro espacio en internet; ese algo es que lo que en su momento despreciaba la comentocracia nacional no era precisamente el atrevimiento del presidente estadounidense de ofender a los mexicanos de ese México violento, racista y clasista que, además, ocupa el primer lugar mundial de abuso sexual infantil, ¡No señor! La ofensa estaba en que las diferencias que se abrían entre Donald Trump y Peña Nieto no hacían otra cosa que transparentar el patetismo del propio presidente mexicano en funciones, y la inefectividad de su circulo de poder más próximo para lograr salvar la situación que les tocaba enfrentar. ¡Había que evitar, a toda costa, la humillación de la institución presidencial y de la figura del propio presidente: la figura central de sistema político mexicano!
Por supuesto en los dos años que el nuevo priísmo tuvo que sufrir al trumpismo, la comentocracia establecida no alcanzó a identificar que los proyectos ideológicos que en ese momento se desarrollaban en México y en Estados Unidos no eran, en más, compatibles en una diversidad de asuntos. Por eso, asimismo, tampoco fueron capaces de comprender que la ideología personificada en la figura del presidente López Obrador, e institucionalizada en su proyecto de nación, sintetizado como 4T, en realidad, lejos de ser opuesta o excluyente del proceso político estadounidense comandado por Trump, era, en realidad, una parte complementaria del mismo; y viceversa: el proteccionismo trumpista era complementario del nacionalismo revolucionario de nuevo cuño adoptado por López Obrador.
Hoy, que la presidencia estadounidense ha cambiado de mandatario (aunque eso no necesariamente significa que haya cambiado el proyecto político en el largo plazo) la historia de ese viraje ideológico del establishment en la formación de la opinión pública nacional se repite, pero esta vez como una farsa de enormes proporciones en la que se trasluce la manera en que se busca aprovechar el relevo presidencial en Estados Unidos para exigir presiones por parte de Biden y de su administración sobre el gobierno de López Obrador. Presiones que van desde simples reclamos por hacer que la relación bilateral regrese a como estaba durante el mandato de Barack Obama (el presidente progresista que agudizó la crisis de violencia que vive México desde Vidente Fox; el mismo que sumergió al Norte de África en una Primavera Árabe; el que impulsó rescates multimillonarios de los grandes capitales trasnacionales; el que aceleró la balcanización de Oriente Medio y la extendió a otras latitudes en la región; el que favoreció golpes de Estado contra gobiernos progresistas de América) hasta, en sus versiones más radicales, exigir intervenciones de tipo político para resolver situaciones como la concerniente a la exoneración del Gral. Salvador Cienfuegos Zepeda.
Es como si de pronto ese fervor patrio que hasta hace apenas un par de meses exigía defender con agresividad el honor de México (así, en abstracto), ahora fuese una súplica en la que se pide que el excepcionalismo estadounidense se vuelque, con lo más firme de sus presiones diplomáticas, políticas, culturales, económicas ¿militares? para lograr, con ello, alinear a la 4T con algunas de las políticas tradicionales de la relación bilateral. Es decir, lo que hoy inunda, por ejemplo, las páginas de las editoriales de los principales diarios de circulación nacional, en México, es una suerte de condena al fracaso a la presidencia de López Obrador que, justificándose en el argumento de buscar darle una lección al mandatario mexicano en funciones, pide que la relación entre ambos gobiernos sea difícil, cuesta arriba, o por lo menos llena de sobresaltos y de tensiones. Sólo así se entiende que haya sido noticia de primera plana y objeto de incansables discusiones el que, en los albores de su despedida, Donald J. Trump decidiese agradecer a López Obrador por la relación que como mandatarios establecieron en los dos últimos años. ¡Cómo si eso hiciera de López Obrador algo así como una figura idéntica, en todo sentido, a la figura de Trump!
Y esa afirmación en verdad es tal, ¿cómo debería de hacer sentir a los mexicanos y las mexicanas el que cada presidente de Estados Unidos en los últimos cincuenta años ha emitido algún tipo de piropo sobre la institución presidencial mexicana y sus ocupantes en turno, teniendo cada uno de esos presidentes estadounidenses que cargar, sobre sus hombros, infinidad de crímenes de guerra, golpes de Estado, guerras irrestrictas, etc.; mientras que los mandatarios mexicanos tienen que dar cuentas a su nación de sus guerras sucias, de sus represiones de la protesta social, de sus guerras contra el narcotráfico? ¿En dónde, ahí, se debe colocar la superioridad moral, de acuerdo con el patriotismo en boga?
Ricardo Orozco, Internacionalista por la Universidad Nacional Autónoma de México
FUENTE: Rebelion