Por Alejo Brignole, Resumen Latinoamericano, 25 de marzo de 2021.
Cuando Hegel explica en su obra de 1807, Fenomenología del Espíritu, el concepto del Geist, el espíritu de una época, nos dice que “la historia universal es el progreso de la conciencia de la libertad”. Hegel le adjudica así a la historia un carácter indubitablemente aleccionador, profundamente didáctico para alcanzar una mayor liberación del individuo y la sociedad. Un concepto semejante al que sostuviera el latino Marco Tulio Cicerón veinte siglos antes que Hegel, cuando de manera más simple sentenció que “No saber lo que ha sucedido antes de nosotros es como ser incesantemente niños”.
De ambos filósofos se desprende una premisa ya consolidada, y es que aquellos que no aprenden de su historia están condenados a repetirla. Y aunque Cicerón no lo dice de forma expresa, tácitamente nos indica que la humanidad debe aprender a servirse de las experiencias colectivas y no dejarlas caer en el polvo de la desmemoria. No ignorar tus valiosas lecciones, sus tragedias consumadas y sus legados.
Ya sabemos que en el decurso histórico, lo único que no muta demasiado es la ambición humana, sus desmanes, sus grandezas y miserias, de ahí que los escenarios tenderán a reiterarse en todas las épocas. Mirar hacia atrás para extraer estas conclusiones es, por tanto, una cuestión de supervivencia. De inteligencia colectiva, si se quiere.
Hegel, Cicerón, o Marx (que también nos avisa en las primeras líneas de su 18 Brumario de Luis Bonaparte sobre la reiteración de la historia como tragedia y luego como farsa) resultan ahora plenamente vigentes en esta sociedad actual que parece flirtear de manera pueril e ingenua con los fascismos, el odio racial y la intolerancia grupal. Un fascismo que los agentes culturales del neoliberalismo –que sí saben releer la historia en clave estratégica– intentan reeditar, extrayendo y extrapolando variables del período de entreguerras del siglo XX, muy útiles a sus intereses de clase.
Los reciente eventos del 27 de febrero pasado en Buenos Aires, en donde una agrupación política del riñón macrista depositó bolsas mortuorias en las aceras de la Plaza de Mayo y en las rejas de la Casa Rosada, constituye un peligroso síntoma de amnesia histórica. Esa simulación de masacre que tuvo lugar, o escenificación de genocidio o simple acto intimidatorio colectivo –cada cual que nomine al evento como mejor crea– fue como un acto de niños que poco o nada saben de aquello que les precedió. El agravante es que esta vez los que expresaron su odio sí conocían nuestra historia y aun así invocaron a las mismas fuerzas oscuras que impregnaron nuestro pasado reciente: la muerte, la desaparición, el asesinato programático. Solo les faltó encomendar la tortura para los objetos de su odio.
¿Es este el nuevo geist hegeliano del siglo XXI?
Viendo estos actos de enorme irresponsabilidad republicana –ellos, que sobredimensionan el republicanismo hasta vaciarlo de contenido– no está de más recordar algunos testimonios del horror que toda nuestra región, y no solo Argentina, padecieron en sus pueblos. Crímenes apoyados y cometidos por los mismos idólatras de la muerte que colocaron las bolsas negras en Plaza de Mayo. No por coincidencia, son también idólatras de los mercados, de los muros, de la plusvalía por cualquier método, de las guerras infinitas y de los racismos en todas sus manifestaciones. Para los que colgaron bolsas mortuorias en la plaza de todes, que se tomaron selfies sonrientes junto a esas abyectas metáforas del horror, deberíamos recordarle lo que nos cuenta uno de los detenidos durante la última dictadura argentina, Norberto Lewsky [1] en sus testimonio a la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) en 1985:
[…] Durante días fui sometido a la picana eléctrica aplicada en encías, tetillas, genital, abdomen y oídos. Conseguí sin proponérmelo, hacerlos enojar, porque, no sé por qué causa, con la picana, aunque me hacían gritar, saltar y estremecerme, no consiguieron que me desmayara. Comenzaron entonces un apaleamiento sistemático y rítmico con varillas de madera en la espalda, los glúteos, las pantorrillas y las plantas de los pies. Al principio el dolor era intenso. Después se hacía insoportable. Por fin se perdía la sensación corporal y se insensibilizaba totalmente la zona apaleada. El dolor, incontenible, reaparecía al rato de cesar con el castigo. (…)
“En algún momento estando boca abajo en la mesa de tortura, sosteniéndome la cabeza fijamente, me sacaron la venda de los ojos y me mostraron un trapo manchado de sangre. Me preguntaron si lo reconocía y, sin esperar mucho la respuesta, que no tenía porque era irreconocible (además de tener muy afectada la vista) me dijeron que era una bombacha [ropa interior] de mi mujer. Y nada más. Como para que sufriera… Me volvieron a vendar y siguieron apaleándome.
“(…) Un día me tiraron boca abajo sobre la mesa y con toda paciencia comenzaron a despellejarme las plantas de los pies. Supongo, no lo vi porque estaba “tabicado”, que lo hacían con una hojita de afeitar o un bisturí. A veces sentía que rasgaban como si tiraran de la piel (desde el borde de la llaga) con una pinza. Esa vez me desmayé. Y de ahí en más fue muy extraño porque el desmayo se convirtió en algo que me ocurría con pasmosa facilidad. Incluso la vez que, mostrándome otros trapos ensangrentados, me dijeron que eran las bombachitas de mis hijas. Y me preguntaron si quería que las torturaran conmigo o separado.
“[…] En medio de todo este terror, no sé bien cuándo, un día me llevaron al quirófano [eufemismo utilizado para denominar el lugar donde se aplicaba tortura] y, nuevamente, como siempre, después de atarme, empezaron a retorcerme los testículos. No sé si era manualmente o por medio de algún aparato. Nunca sentí un dolor semejante. Era como si me desgarraran todo desde la garganta y el cerebro hacia abajo. Como si garganta, cerebro, estómago y testículos estuvieran unidos por un hilo de nylon y tiraran de él al mismo tiempo que aplastaban todo. El deseo era que consiguieran arrancármelo todo y quedar definitivamente vacío. Y me desmayaba.”
Este testimonio argentino junto a otros muy similares recogidos en el libro Nunca Más poseen idéntica etiología con los registrados por la Comisión por el Esclarecimiento Histórico del genocidio en Guatemala. En ese informe, un soldado del ejército guatemalteco que aterrorizaba a las comunidades de campesinos mayas bajo la supervisión de asesores estadounidenses, declaró:
“Yo les arranqué las uñas de los pies y después los ahorqué; en Chiacach y Chioyal las torturas que hacíamos era que les rajábamos con las bayonetas de los soldados, las plantas de los pies a los hombres… las uñas se las arrancaba con alicate… les picaba el pecho a los hombres con bayoneta, la gente me lloraba y me suplicaba que ya no les hiciera daño… pero llegaba el teniente y el comisionado… y me obligaban cuando veían que yo me compadecía de la gente…”
“Durante el enfrentamiento armado interno uno de los sectores que fue profundamente afectado por la violencia fue la niñez. En su afán de desatar el terror en la población, el Estado generalizó la violencia en las áreas de conflicto, ocasionando la muerte de la población de modo indiscriminado. (…) La muerte de nonatos como consecuencia de la tortura o muerte de mujeres embarazadas, en circunstancias aterradoras, así como la ejecución arbitraria de los niños más pequeños, estrellándolos contra el suelo, piedras o árboles, refleja el grado de crueldad que se ejerció contra uno de los grupos más vulnerables de la sociedad.”
“El efecto directo de las matanzas de nonatos consistió en impedir nacimientos dentro del grupo indígena. El ensañamiento con que se realizaron produjo también un efecto simbólico. Para el pueblo maya, las matanzas de nonatos tenían el mensaje cultural de matar la semilla, la raíz, afectando las posibilidades de la continuidad biológica de los colectivos indígenas.” [2]
Otros testimonios afirmaron que:
“Se podía ver cómo las golpeaban en el vientre con las armas, o las acostaban y los soldados les brincaban encima una y otra vez, hasta que el niño salía malogrado (…), y en las iglesias había residuos como de placenta y cordón de ombligo, cosas de parto.” [3]
Este 24 de marzo resulta impostergable recordar una vez más, que los crímenes de lesa humanidad vividos entre 1976 y 1983 no fueron simplemente el fruto de unas pocas mentes alucinadas y mesiánicas, sino una planificación estratégica del norte rico hacia el sur global, para profundizar su subordinación jurídica, funcional a su subdesarrollo endémico y necesario para que los países sumergentes prosigan y aumenten su voracidad neocolonial. Olvidar estas fundamentales lecciones del pasado –claras, elocuentes y estremecedoras, pero infinitamente útiles para comprender nuestro lugar en el mundo– no puede ser considerado más que un acto de necia brutalidad y de complicidad criminal. Siempre y bajo cualquier forma que se presente. Incluso en una simple frase discriminatoria, en una bolsa negra o en una noticia falsa de los grandes medios.
En este nuevo aniversario de la última dictadura genocida que masacró al pueblo argentino, a sus obreros, maestros, sindicalistas, estudiantes, periodistas comprometidos y militantes políticos, debemos seguir en pie de lucha contra los promueven el odio y violencia asesina en nombre de la República. En nombre de la libertad de expresión, se alzan apologetas antipopulares y esencialmente necrófilos, a sueldo de los cómplices claros y despiadados que se llaman Clarín, Infobae, La Nación, TN, Red O Globo, Televisa y tantos otros. El enemigo antidemocrático a derrotar hoy presenta rostros democráticos. O como dijera Herbert Marcuse, el filósofo más emblemático del mayo francés: “La dominación tiene su propia estética. Y la dominación democrática tiene una estética democrática”.
A 45 años del golpe genocida y con una sociedad ya madura para comprender los mecanismos trasnacionales que lo posibilitaron, decimos… ¡Nunca más! Proclamamos a las generaciones presentes y venideras que reconocemos nuestra historia y a ella seremos consecuentes. Siempre y a cualquier precio. ¡Nunca más!
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[1] Legajo N° 7397 de La Comisión Nacional Sobre la Desaparición de Personas (CONADEP).
[2] Caso ilustrativo CI 91 de la CEH, Quiché, 1979 – 1983.
[3] Caso ilustrativo CI 31, La Libertad, Petén, diciembre, 1982.
Fuente: RedHArgentina