Por Ignacio González. Resumen Latinoamericano, 11 de marzo de 2021.
La sentencia del TEDH en relación a los hechos del 25‑S invita a cuestionar el discurso oficial sobre la violencia estatal, que tiende a invisibilizarse
A raíz de las manifestaciones recientes a favor de la libertad de expresión y contra la penalización de la expresión de opiniones, y del desarrollo que tuvo tras varios días seguidos de protesta, se ha hablado mucho sobre violencia en las manifestaciones. Este artículo no entra el fondo del asunto sobre la libertad de expresión ni sobre la justificación de distintas formas de violencia; no es su objetivo.
Buena parte del discurso público se ha centrado en la violencia de los manifestantes y en la repetición de ciertas nociones provenientes de la Policía y del Derecho que han hecho que, salvo en círculos politizados cercanos a los movimientos sociales, se haya creado un falso debate en el que se ha hecho poco más que reproducir la visión oficial.
El resultado ha sido que, ante la existencia de un conflicto, algo normal en democracia, quienes han quedado señalados como violentos son los manifestantes. Se ha llegado incluso a negar que el Estado esté ejerciendo violencia —o parece que señalarlo ya te convierte en sospechoso de algo (radical, apologeta) — , a pesar de que la definición del mismo que se estudia en cualquier grado de Ciencia Política o Derecho, siguiendo a Max Weber, se caracterice por reclamar el monopolio del uso de la violencia física legítima dentro de un territorio. Que una violencia sea legítima no hace que deje de ser violenta.
Y esto, en ningún caso, quiere decir que toda violencia ejercida por representantes estatales sea legítima —al menos en democracia — . No obstante, la violencia estatal, personificada en la policía antidisturbios durante las manifestaciones, desaparece del discurso (y de la percepción de muchos) salvo que sea ilegal. Aquí se exponen algunas cuestiones básicas que recuerdan que el Estado y sus representantes usan la violencia (a veces conforme a las reglas y, otras, no).
Las manifestaciones como situaciones sociales
Buena parte de los malentendidos sobre la violencia en las manifestaciones tienen que ver con el propio concepto de “manifestación” que manejamos. Habitualmente éste se entiende en términos similares a como lo trata el Derecho (que es una herramienta destinada a reconocerlo y regularlo, no una descripción que nos ayude a entender lo que allí pasa). Es habitual, por lo tanto, tener una imagen de la sociedad como algo en armonía, con los manifestantes como potenciales perturbadores del orden y la Policía interviniendo sólo cuando hay problemas (o con anterioridad, para asegurarse que los ciudadanos pueden ejercer su derecho, por ejemplo, cortando el tráfico).
Ninguna manifestación empieza con violencia
No obstante, la propia existencia de manifestaciones ya señala que en la sociedad existe conflicto de manera habitual. Además, el debate sobre la violencia en las manifestaciones queda en un plano idealista si no se tiene en cuenta que las manifestaciones son una interacción social entre, al menos, dos grupos; que esa interacción se da en un espacio y en un tiempo concreto; y, más importante, que la manifestación se desarrolla a lo largo de ese tiempo, siendo necesario entenderlas como un proceso dinámico, con acciones y reacciones entre los distintos grupos que se afectan recíprocamente. Ninguna manifestación empieza con violencia.
El tipo de dispositivo que prepare la Policía, así como su actuación, tienen una incidencia directa en el desarrollo de las manifestaciones
Es necesario recordar esta obviedad porque la literatura especializada (por ejemplo, los trabajos de Donatella Della Porta o Christian Davenport) ha mostrado sobradamente que el tipo de dispositivo que prepare la Policía, así como su actuación, tienen una incidencia directa en el desarrollo de las manifestaciones, incluyendo la eventual existencia de enfrentamientos físicos.
Esto va desde el propio uso de cuerpos antidisturbios hasta el tipo de presencia (más visible, más militarizada, mostrando las armas o no, más cercana o lejana a los manifestantes, etc.) o el tipo de actuación (de gestión negociada, de incapacitación selectiva, de corte autoritario, etc.). Es decir, que no se puede entender que una situación social de manifestación derive en altercados violentos sin tener en cuenta cómo ha gestionado la Policía la expresión de descontento. Seria minusvalorar su función y su capacidad.
A pesar de ello, en las representaciones mediáticas, y en buena parte del discurso público, existe la asunción de que las manifestaciones se tornan violentas por la iniciativa de los manifestantes y que el papel de la Policía es fundamentalmente reactivo. Es decir, cuando vemos a la Policía cargar, lo primero que viene a la mente es que “algo habrán hecho” los manifestantes (dado que lo contrario sería concebir que la policía puede atacar ilegítimamente a los ciudadanos cuyo ejercicio de ese derecho deberían estar protegiendo). Se da aquí un proceso casi tautológico, por el que se define a unos manifestantes como violentos con base en que la actuación policial sea violenta (pues es la única explicación públicamente “aceptable” o “concebible”).
Los estudios y la lógica de las interacciones sociales aconsejan abandonar una visión en la que parece que se pasa de cero a cien en la violencia. Es un proceso que va escalando en pequeños intercambios y encuentros, y la actitud de la policía antidisturbios es fundamental para que el conflicto inherente a cualquier manifestación acabe en enfrentamientos violentos.
Dado que las manifestaciones son situaciones sociales concretas, con una interacción que se desarrolla a lo largo del tiempo y generalmente dentro de situaciones de tensión, es difícil desligar la violencia de un grupo de las acciones del otro. Intentar entender la violencia de los manifestantes sin tener en cuenta lo que ha hecho la Policía es tan absurdo como intentar entender la violencia de la Policía sin tener en cuenta lo que han hecho los manifestantes. Con esta lógica, no se podría explicar algo tan sencillo como una carga policial. Si se omite el papel del otro grupo en la interacción, las actuaciones no se pueden entender.
La Policía como juez y parte
La Policía, especialmente en una manifestación, no es neutral, ya que depende del Ejecutivo. La Policía, frente a lo que se suele decir, no protege el derecho de manifestación, sino que puede facilitar su ejercicio y le da forma (la protección de este derecho fundamental, en todo caso, vendría del Judicial). Esto coloca a los policías en una situación particularmente compleja y crucial en las manifestaciones, ya que son representantes de una de las dos partes del conflicto, y a la vez son los encargados de dar contenido material a un derecho especialmente importante en democracia.
Cuando deciden disolver una manifestación, también están decidiendo poner fin al ejercicio de un derecho fundamental
Cuando deciden disolver una manifestación, también están decidiendo poner fin al ejercicio de un derecho fundamental (algo que sólo les correspondería a los jueces pero que, precisamente por la naturaleza situacional de las manifestaciones, es poco realista que cuente con una tutela en tiempo real). El papel de la Policía es inherentemente problemático, pues en una manifestación, hasta cierto punto, es juez y parte, y conviene tenerlo presente (como sí hace el Derecho, reconociendo que la tensión entre la dependencia política y su normativa neutralidad política provoca contradicciones). Consecuentemente, es necesario dejar de tratar su violencia como aséptica.
La violencia policial
Porque, sí, la policía antidisturbios ejerce violencia (nótese que en el discurso público los manifestantes ejercen violencia, pero la Policía hace “uso de la fuerza” — proporcionado o desproporcionado — ). Otra cuestión distinta es si la violencia ejercida es legal o ilegal (algo que, en principio, le corresponde determinar a un juez).
En las manifestaciones hay una enorme asimetría en el ejercicio de la violencia, ya que la Policía tiene la capacidad de ejercerla sobre los manifestantes legalmente, algo que no sucede al revés. Además, la violencia policial es potencialmente más grave que la ejercida por los manifestantes: es más lesiva —cuentan con armas— y quienes la ejercen están formados y especializados en el empleo de la violencia. También en gestionar la tensión inevitable que surge en las manifestaciones. Son los funcionarios especializados en este tipo de eventos, tienen formación específica sobre escalada y desescalada de conflictos y son un cuerpo voluntario que cobra notables complementos salariales.
Por ello, cuando la Policía emplea la violencia física, uno debería asumir que han agotado todos los recursos de mediación y gestión de conflictos, y que sólo se usa para la autodefensa o evitar males mayores, y no para imponer su autoridad. Cada vez que la policía usa la violencia física se puede considerar un fracaso, y en una democracia les podemos y debemos exigir más.
La existencia de policía de paisano en las manifestaciones plantea cuestiones muy peliagudas en una democracia
Hay algunos aspectos adicionales que sería conveniente tener en cuenta. Si bien sí es posible saber que la violencia policial la ejercen policías (aunque en la práctica sea casi imposible identificar al agente en concreto, sí se les puede identificar como colectivo por el uso de uniformes y armas), en el caso de los manifestantes es más complicado. La existencia de policía de paisano en las manifestaciones plantea cuestiones muy peliagudas en una democracia, por mucho que habitualmente se presente como algo necesario e inevitable —dificultando, por lo tanto, un debate público sobre su existencia — , como bien planteó en su día Gary T. Marx.
Una consecuencia lógica de ello es que no es posible asegurar que algunos de los que ejercen la violencia no sean policías (y, si bien sería ingenuo pensar que los manifestantes no ejercen la violencia —algunos gustosamente — , es igual de ingenuo pensar que los policías, en ocasiones, no revientan manifestaciones —o, dicho de otro modo, inician una interacción que justifica la carga policial — ).
Ejemplos hay muchos en internet a pesar de los intentos legislativos de impedir difundir imágenes, pero a cualquiera se le viene a la mente la comparsa organizada por un grupo de (presuntamente) infiltrados el día del 25‑S de 2012 (Rodea el Congreso), que abrió la posibilidad a una disolución de la manifestación y que culminó con ese momento propio de una película de José Luis Cuerda en el que una persona que estaba siendo apaleada en el suelo por varios policías gritaba “¡que soy compañero, coño!” (o la Policía pegó indiscriminadamente en esa manifestación, o ese compañero estaba haciendo algo que mereció la intervención de los antidisturbios).
Por cierto, ayer mismo se conoció la sentencia del TEDH a España por no haber investigado unas agresiones policiales que se produjeron precisamente en 2012. La condena pone de manifiesto dos cosas: que los policías iban sin identificar y que el Juzgado de Instrucción no hizo las averiguaciones mínimas pertinentes para cumplir con los convenios firmados para la protección de los derechos humanos y la prevención de los malos tratos y torturas.
Violencia legítima e ilegítima
Para acabar, en realidad el objetivo del artículo es reflexionar sobre a qué llamamos violencia y a qué no, y cómo se termina confundiendo muchas veces la legitimidad o legalidad de una violencia con que haya habido violencia, o no. Así, nos encontramos con personas que se declaran en contra de toda violencia mientras no ven problemático que haya policías cargando, aporreando o disparando. Parece que, entonces, en realidad están en contra de toda violencia que ellos no vean justificada, y la de la Policía suele aparecerlo, precisamente por ser policial.
En este proceso, en el que el mismo acto violento por dos grupos es condenado públicamente según quién lo realice, es muy fácil terminar reproduciendo la visión del Estado, terminar confundiendo lo que dice el Derecho que puede hacer la Policía en una manifestación con lo que hace o, incluso, terminar dando presunción de actuación legal a casi cualquier cosa que haga la policía antidisturbios, algo que no es beneficioso en una democracia.
Esto tiene efectos más amplios en la percepción de la legitimidad de la protesta y en la seriedad que se les da a las demandas de unos ciudadanos. De hecho, si se habla de los disturbios no se habla de lo que motivó la protesta, y si se percibe a los manifestantes como violentos, se deslegitiman sus propuestas.
Contribuir a un debate público valorando de manera tan diferente las distintas violencias dependiendo de si van a favor o en contra del statu quo y de la representación oficial de las mismas (o invisibilizando la de la Policía, que lo máximo que ejerce es un “uso desproporcionado de la fuerza”) es una forma de violencia en sí misma, simbólica, si se quiere rescatar la noción de Pierre Bourdieu.
Se termina dando más importancia a una violencia que quema contenedores que a otra que amputa y lesiona gravemente a ciudadanos
Uno de los resultados es que se le termina dando más importancia a una violencia que quema contenedores que a otra que amputa y lesiona gravemente a ciudadanos. Manifestarse en una democracia no debería costar un ojo de la cara (ni las cuantiosas multas por motivos poco determinados que posibilita la Ley de Seguridad Ciudadana).
Nota: Varios compañeros han rechazado estos días intervenir sobre este tema en medios de comunicación por miedo a las denuncias de los sindicatos policiales, especialmente intervenciones en directo, donde es más difícil hablar “conforme a Derecho” (o donde uno puede medir menos qué interpretará este colectivo como un atentado contra su “honor”). Su decisión no es exagerada, habida cuenta de que en España un profesor universitario (Iñaki Rivera) ha estado imputado y fue llamado a declarar por decir públicamente lo que los jueces habían firmado en sentencias (que en la cárcel existen los malos tratos). Creo que estas circunstancias dicen bastante del actual estado de la libertad de expresión, y de la existencia de las condiciones necesarias para que haya debates públicos sobre ciertos temas, que no se están produciendo por miedos fundados a represalias. Yo he repasado, revisado y recortado varias veces este texto por cautela ante posibles imputaciones, pero lo cierto es que uno ya no sabe muy bien con qué puede tener problemas.
Ignacio González es profesor de Criminología en la Universitat de Girona
Foto: Juan Zarza
Fuente: El Salto