Por Manuel de J. González*, Resumen Latinoamericano, 1 de marzo de 2021.
“Puerto Rico no puede tener otro derrotero que el Estado Libre Asociado. Las fuerzas de la economía, de la geografía, de la geopolítica, de la historia y de la demografía, pueden más que las leyes de los hombres.” Antonio Fernós Isern, El Mundo, 29 de junio de 1967.
En un artículo reciente, Eduardo Lalo discute el “canon” dominante en la literatura puertorriqueña de la primera mitad del siglo XX, que se recrea en la visión enfermiza y apocada del puertorriqueño. Lalo menciona como ejemplos la novelística de Zeno Gandía (La Charca) y el Insularismo de Antonio Pedreira, a lo que añado, tal vez como culminación de la tendencia, El puertorriqueño dócil de René Marqués. (Sin dejar de lado que el Insularismo también carga con la fea cara del racismo, tan presente y tan poco comentado, a no ser por aquella pluma vigorosa de Tomás Blanco.)
Lo que Lalo denuncia en la realidad boricua, que se arrastra hasta el siglo XXI, es similar a lo que Albert Memmi y Frantz Fanon expusieron hace muchas décadas en sus estudios sobre el colonizado, utilizando la experiencia africana como fuente. Esa visión enfermiza siempre fue promovida por el colonizador buscando que sus víctimas la internalizaran y la hicieran suya. Así lograron que su sistema colonial les fuera productivo por más de un siglo y que, en muchos casos, siguiera siendo rentable aún después de su conclusión formal.
Pero en todos los lugares donde el colonialismo creció, tanto en la lejana África como en el cercano Caribe, el colonizador siempre contó con una casta de funcionarios, primero traídos de la metrópolis y luego de extracción “criolla”, a cargo de crear y reproducir las condiciones políticas de la explotación. Esos fueron, más que ningún otro grupo, los responsables de hacer valer la “hegemonía” del sistema colonial, para utilizar el concepto que Gramsci creó. Si los funcionarios criollos cumplían bien su función, la mano fuerte del colonizador no se manifestaba.
En Puerto Rico aún no hemos aquilatado con toda la amplitud que merece el papel fundamental que tuvo el liderato criollo en el sostenimiento y mantenimiento del sistema colonial, precisamente cuando empezaba a ser proscrito en el resto del mundo. A mediados del siglo XX el colonialismo se quedó sin defensores en el planeta, aunque desde el final de la última gran guerra parecía tener sus días contados. La independencia de la India en 1946 – impuesta por la lucha no violenta de Gandhi – y la victoria armada de los vietnamitas contra los franceses en 1954, abrieron las compuertas del movimiento reivindicador. Una década después la lista de naciones recién liberadas ya era bien larga. Filipinas, la colonia más grande de Estados Unidos, también en 1946 engrosó en esa importante lista. Ya para finales de la década del ’60, más que las colonias, lo que resaltaban eran las excepciones.
Puerto Rico, la segunda colonia más grande de Estados Unidos, no siguió el ejemplo de Filipinas. En 1940 había surgido una fuerza política, que en muy poco tiempo se tornó mayoritaria, el PPD, cuyo liderato asumía la independencia como norte. Pero todo crecimiento requiere sacrificios y hasta las colonias que lo son de una metrópolis que se llama “democrática” tiene que estar dispuesta a enfrentarlos, como había sido el caso de Filipinas. El liderato de lo que era entonces la principal fuerza política de la colonia puertorriqueña rehusó asumir los retos y optó por la línea de menor esfuerzo.
Todavía vivimos las consecuencias de las acciones de aquella generación de políticos que no sólo rehusó dar las batallas que había que dar, sino que llegó a niveles increíbles de manipulación buscando justificar sus insuficiencias. En el proceso, reforzaron y magnificaron, la visión apocada y enfermiza del puertorriqueño, que describía Lalo en el artículo comentado. Realmente fueron un poco más allá. A la visión apocada del puertorriqueño le añadieron el mito del fatalismo geográfico y económico.
La cita de Fernós Isern que preside este artículo resume muy bien el extremo a que llegó aquel grupo de políticos para tratar de justificar el colonialismo con otro nombre que pretendían defender. Lo que ahí se expone resume muy bien los mitos que se magnificaron y que, en buena medida, todavía defienden. Por mandato geográfico, económico, y hasta por la demografía, debemos conformarnos con las mínimas reformas que pomposamente y, en gestión de encubrimiento, llamaron “ELA”.
La generación de “ela”, que es la mía, creció escuchando hasta la náusea esos mitos. Somos un isla muy pequeña, pobre y sobrepoblada – la geografía, economía y demografía de que habla Fernós – y no tenemos más remedio que ser tutelados a perpetuidad por Estados Unidos. Esas “realidades” condicionaban una fatalidad de la que nunca podíamos liberarnos.
El artículo de Fernós fue parte de la campaña de los “padres del ela” previo a la celebración del primer plebiscito, que el PPD impuso para el 23 de julio de 1967. Allí buscaban un mandato para el “crecimiento” de su fórmula que, más de medio siglo después, siguen buscando.
Refutando ese determinismo fatalista escribió entonces Juan Mari Brás (Claridad, 7 de julio de 1967): “ Según los ideólogos del colonialismo perpetuo llamado Estado Libre Asociado, Puerto Rico no tiene más remedio que vivir para siempre como rabisa de Estados Unidos… La realidad es lo contrario. La libertad consiste precisamente en obtener cabal comprensión de la realidad (geográfica, económica, política, histórica, demográfica, etc.) para transformarla y conformarla a las aspiraciones de progreso del hombre”.
*Fuente: Claridad