Aunque los nombres de Toussaint Louverture, Jean-Jacques Dessalines o Jean-Bertrand Aristide todavía pueden sonar familiares fuera del país, Haití se ha convertido en los últimos años, con demasiada frecuencia, en sinónimo de tragedia humanitaria y desastre natural para la mayoría de la gente.
Este intento de “naturalizar” los problemas económicos y sociales tiene una doble consecuencia en la opinión pública internacional. Por un lado, establece una tendencia a confiar en el “azar” o la “mala suerte” para entender la historia reciente del país. Como consecuencia de esta “naturalización” de los “problemas” de la isla, no se tiene en cuenta ninguna causa política a la hora de explicar las situaciones de rebelión que sacuden a Haití desde hace cuatro años.
Por otra parte, esta falta de referencia política sugiere que los haitianos son incapaces de resolver sus problemas económicos y sociales por sí solos. Y que, en consecuencia, necesitarían recurrentemente la “ayuda” externa que, en la historia del país, ha significado muchas veces la violación de la soberanía haitiana.
Sin embargo, esta imagen estereotipada de un país martirizado por el destino, se ha roto con la realidad de un pueblo en lucha, cuyas movilizaciones reúnen a varios cientos de miles de personas en las calles de sus ciudades.
¿Cómo podemos entender entonces lo que está ocurriendo en Haití? ¿Por qué este noble pueblo sigue rebelándose, si sus desgracias se deben a la acción de una fuerza inmanente que se les escapa?
Para comprender lo que ocurre actualmente en Haití, es necesario intentar de nuevo una lectura política y retomar la cronología –al menos la más reciente– de los acontecimientos que explican la cólera de la mayoría del pueblo haitiano.
Un país devastado por el liberalismo
Este país caribeño no ha sido inmune a los cambios económicos globales. Desde finales de los años ochenta, el país ha sido devastado por el maremoto del neoliberalismo. Se ha sacrificado el proteccionismo económico que había favorecido el desarrollo sostenible de los productores agrícolas locales y se levantaron las barreras aduaneras. Los productos agrícolas subvencionados de Estados Unidos (y también de República Dominicana) inundaron el mercado haitiano.
En pocos años, el país pasó de ser autosuficiente en alimentos a importar el 57% de sus productos agrícolas. La cuestión del hambre en Haití no es un castigo divino ni una fatalidad natural, es el resultado de la imposición de políticas neoliberales por parte de las instituciones financieras, con la complicidad de una burguesía compradora con fuertes conexiones políticas. Además, durante los años 90, se lanzaron campañas de privatización de los servicios públicos a gran escala, despojando al exiguo Estado haitiano de sus sectores públicos estratégicos, esenciales para la construcción de un bienestar social colectivo.
El pago de los intereses de la deuda externa y las incesantes políticas de austeridad terminaron por poner al país de rodillas. Bajo la presión de los acreedores, el Estado haitiano aplica políticas de restricción presupuestaria y se desentiende progresivamente de sectores claves como la educación y la sanidad. El resultado está ante nuestros ojos. Haití es uno de los países más desiguales del mundo, con un 70% de sus habitantes viviendo con menos de 2 dólares al día. El acceso a servicios como el agua y la electricidad se ha convertido casi en un privilegio.
La desastrosa gestión de las catástrofes naturales es también el resultado de estas decisiones políticas. Cuando los huracanes azotan el país, la mayoría de las veces provocan muertos, heridos y víctimas. Pero la mayoría de los medios de comunicación que nos muestran estas tristes imágenes, se olvidan conscientemente de mencionar que a unos pocos kilómetros de distancia, en Cuba, otro sistema político tiene un enfoque completamente diferente de la gestión de las crisis naturales, y los desastres no afectan a la población de la misma manera.
Asimismo, la gestión de la crisis tras el terremoto de 2010 que asoló el país (una tragedia que causó 200.000 muertos y 1,2 millones de afectados), dió lugar a la ocupación por parte de tropas civiles (ONGs) y militares (Minustah) extranjeras. Estos últimos fueron incluso culpables de lo que, en otro contexto, no se dudaría en llamar crímenes de guerra (violaciones, asesinatos, tráfico de personas, introducción del cólera, etc.)
Si se compara esta gestión de la crisis –de la que aún sufre el pueblo haitiano– con la que llevó a cabo la Revolución Ciudadana tras el terrible terremoto que sacudió Ecuador en 2016, es fácil entender que las “desgracias de Haití” no son fruto del destino. Son el producto de una ideología político-económica impuesta a la isla caribeña por las instituciones financieras internacionales (bajo la presión militar de países como Estados Unidos, Canadá y Francia).
Esta situación ha sido posible gracias a la complicidad de una clase política neo-duvalierista que ha sabido adaptarse muy bien tras la caída de la dictadura. Este necesario recordatorio nos permite alejarnos de las explicaciones “naturalistas” para entender la vida económica y social de Haití y los últimos acontecimientos que han sacudido el país.
Un presidente ilegítimo
Jovenel Moïse, un exportador de plátanos, llegó al poder en 2015 tras una larga saga electoral. Este proceso, cuya legitimidad fue impugnada por la mayoría de los partidos y movimientos sociales, duró más de un año. Lejos de estabilizar el país, la presidencia de Moïse ha estado marcada por una serie de enfrentamientos con las fuerzas populares desde el principio de su mandato.
En 2018, obedeciendo el dictado del Fondo Monetario Internacional, Jovenel Moïse aumentó el precio de la gasolina en el surtidor en un 50%. Esta medida galvanizó a las multitudes (como en Ecuador en 2019, o hasta cierto punto, como en Francia con el movimiento de los Chalecos Amarillos). Haití vivió unas protestas colosales los días 6 y 7 de julio de 2018, llegando a reunir a 2 millones de personas de los 11 millones de habitantes del país. A modo de comparación, es como si 12 millones de personas se manifestaran en Francia. Nunca antes visto. La movilización popular obligó al presidente a dar marcha atrás. Pero el daño estaba hecho y, como suele ocurrir con este tipo de movilizaciones, el detonante se supera rápidamente y las reivindicaciones toman otro cariz.
Lejos de disminuir, el movimiento popular –heterogéneo y que reunía a varios partidos y tendencias– comenzó a tomar otro impulso. A partir de septiembre de 2018, el pueblo haitiano se levantó contra las redes de corrupción de los gobiernos surgidos del Partido Haitiano Tèt Kale (PHTK), el de Moïse y el de su predecesor –y mentor– el cantante Michel Martelly.
Según una investigación del Senado haitiano, gran parte de los 3.800 millones de dólares de fondos humanitarios entregados por Venezuela a través del acuerdo de servicios petroleros de Petrocaribe han sido malversados por la clase política gobernante, mientras el pueblo haitiano se muere. Este grito de injusticia fue rápidamente acompañado de un clamor popular que exigía la dimisión del presidente Moïse.
A lo largo de 2019, el país estuvo paralizado por una movilización global y generalizada que superó con creces a los órganos de protesta constituidos, como partidos o sindicatos. Jovenel Moïse sólo debe su salvación temporal a la aparición de la epidemia de Covid-19, que frenó las movilizaciones durante varios meses de 2020. Sin embargo, los escándalos de corrupción y la impugnación del sistema han provocado una pérdida de credibilidad de los actores políticos de la oligarquía haitiana, que ahora se encuentra sin muchas alternativas. De ahí el deseo de aferrarse al poder.
De la debacle institucional a la “colombianización” de la vida política
Si la desinstitucionalización del Estado haitiano se hizo de la mano de la aplicación de medidas neoliberales, la situación de crisis política permanente de los últimos años ha acelerado este proceso.
Las elecciones legislativas, originalmente previstas para 2018, se han pospuesto constantemente. Teóricamente, deberían celebrarse el 19 de septiembre de 2021, tres años después del final del mandato de los actuales diputados. Esta ausencia de un poder legislativo legítimo ha reforzado de facto el poder ejecutivo. De hecho, desde enero de 2020, aprovechando esta carencia democrática, Jovenel Moïse ha decidido gobernar por decreto, y por supuesto, sin ningún contrapoder. Un paso más hacia el autoritarismo.
Desde la llegada de Moïse a la presidencia, se han sucedido cuatro primeros ministros (tres fueron nombrados en un mismo año). Este juego de sillas musicales se ha desarrollado al ritmo de las distintas crisis políticas que han sacudido el país. El actual primer ministro, Joseph Joute, fue nombrado directamente por Jovenel Moïse. En ausencia de un parlamento, Joute ni siquiera ha sido ratificado por el poder legislativo, como estipula la Constitución. Otro paso más hacia el autoritarismo.
Para resolver este embrollo electoral, el presidente haitiano decidió nombrar unilateralmente un Consejo Electoral Provisional, haciendo caso omiso del dictamen del Tribunal de Casación, que cuestionaba los criterios de selección. Si bien este nombramiento de nuevas autoridades electorales a las órdenes del poder ejecutivo causó revuelo en la oposición, fue bien recibido por el Departamento de Estado de Estados Unidos. Otro paso más hacia el autoritarismo.
Este desmoronamiento de las instituciones del país y el fortalecimiento autoritario del poder ejecutivo han ido acompañados de dificultades para que el Estado pueda pagar los salarios de los funcionarios. Un cóctel explosivo que nos lleva a preguntarnos cómo puede seguir sosteniéndose este régimen. Hay básicamente dos respuestas a esta pregunta.
Por un lado, gracias al apoyo infalible del Core Group, el grupo de países supuestamente “mediadores” en la crisis haitiana. El Core Group reúne al representante especial del Secretario General de la ONU, a los embajadores de Alemania, Brasil, Canadá, España, Estados Unidos y la Unión Europea, así como al representante especial de la Organización de Estados Americanos. En una palabra, una lista no exhaustiva de países y una institución (OEA) que buscan desde 2019 dar un golpe institucional en Venezuela y apostar por el derrocamiento de todos los regímenes progresistas de América Latina.
Esta autoproclamada “comunidad internacional” tiende a acomodarse a los regímenes autoritarios, siempre que ello favorezca sus intereses económicos o geopolíticos. Este doble rasero da a Jovenel Moïse cierto margen de maniobra, pero no es suficiente para controlar la voluntad del pueblo de deshacerse del régimen instaurado por el PHTK. El segundo elemento de la respuesta nos sumerge en el lado oscuro del neoliberalismo.
Si bien la inseguridad interpersonal permanece bajo control en Haití, desde hace tres años el país ha experimentado un aumento significativo del crimen organizado y de las actividades paramilitares. Una ola de secuestros para pedir rescate ha golpeado al país con total impunidad, y se han producido varias masacres en los barrios obreros de Puerto Príncipe, así como en las zonas rurales del país.
Este cambio de paradigma en la violencia coincide con el inicio de las grandes movilizaciones sociales y la salida de las fuerzas de ocupación del país. En otras palabras, en un momento en el que ninguna fuerza militar o policial puede actuar como amortiguador entre los manifestantes que exigen la salida del presidente y la oligarquía en el poder. Para algunos defensores de los derechos humanos en Haití, esto no es una coincidencia y varios hechos demuestran la connivencia entre ciertas bandas criminales y el poder gobernante.
Tras la masacre de La Saline, un barrio popular de Puerto Príncipe (71 muertos), dos altos funcionarios, Fednel Monchery, antiguo director general del Ministerio del Interior, y Pierre Richard Duplan, antiguo delegado departamental del Oeste –equivalente a un prefecto francés– se vieron obligados a dimitir de sus cargos por haber estado implicados en la matanza, según una investigación de la Dirección Central de la Policía Judicial.
Muchos periodistas, pero también el presidente del Colegio de Abogados de Puerto Príncipe, Monferrier Dorval, han sido víctimas del crimen organizado. Las bandas armadas parecen haberse convertido en el último baluarte para evitar que la población derroque el sistema político del PHTK.
Esta alianza entre el poder y el crimen organizado no es exclusiva de Haití. Lamentablemente, existe en otros países latinoamericanos que combinan la decadencia institucional con la maximización de los ingresos neoliberales. Es una forma de que las oligarquías se mantengan en el poder a pesar del creciente sufrimiento del pueblo. Honduras, y más aún Colombia, llevan tiempo sufriendo con la experimentación de este tipo de prácticas. En Colombia, no pasa un solo día sin que sea asesinado un líder campesino, sindical, indígena o de derechos humanos.
Pero, ¿qué pide el pueblo?
Según el poder judicial haitiano, el mandato de Jovenel Moïse expiró el 7 de febrero de 2021. Numerosas movilizaciones populares habían comenzado ya en diciembre de 2020 para impedir que el ex presidente siguiera en el poder más allá de esa fecha.
Los enfrentamientos continúan hasta hoy, a pesar de las promesas del gobierno de celebrar elecciones generales durante el año 2021. La revuelta contra el sistema neo-duvalierista del PHTK va mucho más allá de una única tendencia política. El deseo de pasar la página es compartido por toda una serie de actores sociales (cada uno con sus propias razones) y tendencias políticas.
Si ya los sindicatos, las organizaciones de defensa de los derechos humanos y los partidos de izquierda intentan levantarse en armas contra lo que ahora podría calificarse de dictadura, otros sectores, especialmente del mundo judicial o económico, también apoyan la transición. En la noche del 7 de febrero, un juez del Tribunal de Casación, Joseph Mécène Jean-Louis, fue elegido por la oposición para asumir el papel de presidente de transición. Pidió “a quienes juran lealtad a esta tierra y a esta nación que se levanten contra la corrupción, la impunidad y la dictadura, que defiendan la justicia social y la seguridad pública”.
El pueblo haitiano está a punto de demostrar una vez más que la rebelión por la justicia social forma parte de su ADN. Ante tanto abuso de poder, parece casi “natural” movilizarse para retomar el camino de la democracia y la lucha contra la desigualdad. Un asunto que hay que seguir de cerca.
Por Romain Migus.
Traducido del francés por América Rodríguez para Investig’Action
Latest posts by Otros medios (see all)