Por Ernesto Cazal. Resumen Latinoamericano, 8 de abril de 2021.
Más de 2.200 kilómetros de frontera comparten Colombia y Venezuela desde hace siglos, cuando las denominaciones y los estatus coloniales eran otros y las repúblicas actuales eran entidades siquiera soñadas. Luego republicanas, cuando fuimos realmente una sola más Ecuador y Panamá, las fronteras no se determinaron nacionales sino paisaje cultural y administrativamente departamentales.
De 1821 a 1831 el río Orinoco y el Magdalena formaban parte de una misma conformación geopolítica, posteriomente dividida y conquistada por los nuevos imperialismos de los siglos XIX y XX.
Desde entonces, el nombre de Colombia ya no es asociada a un proyecto grannacional de carácter bolivariano sino a una fábrica de economías y políticas criminales, a cuenta de una relación de subordinación estratégica por parte de sus élites a intereses estadounidenses, lo que repercute en una autonomía restringida de su lado. Una importante investigación histórica de Renán Vega Cantor demuestra que la relación Estados Unidos-Colombia está trazada por la injerencia imperialista, la implementación de políticas de contrainsurgencia y la institucionalización del terrorismo de Estado.
Si tomamos con rigor la nomenclatura conceptual usada por el antropólogo Rodolfo Quintero, la «cultura de conquista» dominó a la República de Venezuela con la impronta estadounidense siempre protagonista en la conducción de los hilos en la política profunda venezolana, con olor a petróleo de fondo. El llamado Consenso de Washington a finales del siglo XX tenía tomado por el cuello ese enclave geoestratégico que era la combinación territorial, económica y cultural de nuestros dos países separados luego de nacer en el XIX.
Con la asunción al poder de la Revolución Bolivariana en Venezuela cambiaron algunas dinámicas del país vecino hacia sus fronteras que luego fueron entronizándose hacia un conflicto continuo entre Estados, agregándole a esos 2 mil 200 kilómetros colombo-venezolanos una porosidad susceptible a los laboratorios de guerra de distinto tipo y misión en boga actualmente.
Lo que ocurre entre el estado Apure y el departamento de Arauca es una expresión de esa relación, siendo Colombia el actor estatal cuyo vínculo depende estratégicamente de los intereses y decisiones tomadas por el establishment norteamericano, usado como pivote de conflicto contra el Estado venezolano, caracterizado por su enfrentamiento a las presiones destructivas de imponer foráneamente un «cambio de régimen».
Entendido así el panorama histórico, no es atrevido afirmar que el conflicto social y armado de Colombia extiende sus consecuencias hasta más allá de sus fronteras desde hace décadas. Nada más recordemos el bombardeo ordenado por Juan Manuel Santos cuando era ministro de Defensa de Álvaro Uribe Vélez en 2008 contra un campamento de las entonces movilizadas FARC-EP ubicado en tierras ecuatorianas, un ataque no autorizado por el Estado entonces presidido por Rafael Correa y que ocasionó una crisis trifronteriza de la que solo devino consecuencias de tensión diplomática y militar.
La guerra estadounidense contra Venezuela en curso tiene en Colombia múltiples recursos, entre ellos el uso de los grupos armados criminales que gobiernan por el Estado los departamentos fronterizos con la República Bolivariana en operaciones encubiertas con diferentes fines y motivos y el abuso del aparato estatal colombiano como capital político-administrativo, militarizado de antemano por el mismísimo complejo industrial-militar gringo.
Con el Plan Colombia, del cual el hoy presidente Joe Biden se jacta de haber concebido en el Senado, comenzó un proceso de privatización de la guerra a través este tipo de estrategias de contrainsurgencia, de acuerdo a las conclusiones del informe de Vega Cantor,
«la utilización de mercenarios en el conflicto interno de nuestro país, que cometen numerosos delitos (violaciones, asesinatos, torturas, desapariciones), que gozan de plena impunidad, en virtud de los acuerdos entre Colombia y Estados Unidos. Con esto se refuerza la «cultura de la impunidad» que caracteriza a las Fuerzas Armadas de Colombia».
Producto del conflicto social y armado, las industrias del paramilitarismo y el narcotráfico lograron propalarse en las entrañas de la sociedad y el Estado colombiano y, con ello, aumentó el grado de violencia entre los grupos insurgentes armados y no armados contras las autoridades tuteladas por los Estados Unidos. Las rencillas de esos actores y factores se están expresando vivamente en la frontera sur-llanera de Venezuela, en una dinámica propia de la guerra cotidiana que imponen las economías criminales derivadas del conflicto histórico colombiano.
Por eso se debe resaltar siempre el papel del propio Estado venezolano en la consecusión de la paz en Colombia, y por ello se enfrenta a los intereses estratégicos de Estados Unidos y la oligarquía criolla colombiana.
VENEZUELA Y LA PAZ DE COLOMBIA
Desde que Iván Duque preside la Casa de Nariño (2018) el gobierno del presidente Nicolás Maduro ha instado en repetidas ocasiones a que el Estado colombiano cumpla con las órdenes dictadas por los acuerdos de paz firmados entre la administración de Juan Manuel Santos y las FARC-EP en 2016. El uribismo básicamente ha negado que exista algo así como un conflicto social y armado de dimensiones históricas y existenciales para la región en su país, más bien refiere una historia de vaqueros entre guerrilleros y autoridades en la que solo se impone la lógica podrida de Guerra Fría lobotomizada por los manuales militares y de inteligencia gringos.
De hecho, ha sido Uribe Vélez el principal garante del partido de la guerra en Colombia, aun cuando reconociera el papel mediador de Hugo Chávez en el intercambio de prisioneros realizado entre su gobierno y las FARC-EP en 2007.
Con la Revolución Bolivariana en los volantes del poder estatal en Venezuela, el objetivo de lograr una mediación que provocase unos acuerdos de paz entre guerrillas y Estado se logró debido a los oficios de, entre otros, los representantes políticos venezolanos, fuera en Caracas, Bogotá, los 2 mil 200 kilómetros de frontera o La Habana. Chávez siempre fue enfático en querer contribuir a un proceso de ese tipo en el país vecino sin involucrarse en sus asuntos internos. Se logró, bajo una consigna profunda detrás: la paz de Colombia significa la paz de Venezuela.
En efecto, para la Revolución Bolivariana la profundización del conflicto social y armado en Colombia tiene implicaciones directas sobre la estabilidad venezolana, como se ha demostrado múltiples veces, incluido el actual foco fronterizo en Apure-Arauca. Ha sido con el uribismo en el poder que hubo las mayores tensiones bilaterales, pues la actitud beligerante de Uribe y sus secuaces comulga ampliamente con los fines de «cambio de régimen» de Estados Unidos sobre Venezuela.
El papel del Gobierno Bolivariano en la paz de Colombia está bien documentado y fue incluso motivo de agradecimiento del expresidente Santos en repetidas ocasiones, antes de abandonar el cargo presidencial. Duque rechaza aquello y se comporta como sordo ante el nuevo exhorto que hizo el canciller Jorge Arreaza de encaminarse a lo firmado en La Habana en 2016.
Entre los intereses geopolíticos más inmediatos y estratégicos del Estado presidido por Nicolás Maduro se encuentra la paz de Colombia: la lógica deriva en que la solución política al conflicto produciría una autonomía más soberana respecto a la dependencia estratégica del Estado colombiano sobre los intereses de Estados Unidos y, por ello, habría menos riesgos de amenazas por acciones desestabilizadoras relacionadas a planes de «cambio de régimen».
Además, en la paz reside una potencial realidad en la que no debería existir la agitación de un conflicto fratricida por intereses imperiales infinitamente más mezquinos que cualquier falta de entendimiento entre colombianos y venezolanos, más interesados en los beneficios sociales de la ausencia de colisiones que de las experimentadas consecuencias de una guerra. Es un aspecto clave por el que toda la ciudadanía, no importa si es de una u otra nacionalidad, debe luchar.
Fuente: Misión Verdad