Resumen Latinoamericano, 6 de abril de 2021.
En vísperas de las elecciones presidenciales, Verónika Mendoza se proyecta como candidata de la izquierda peruana.
–Desde que fuiste candidata a la presidencia en 2016, los medios no se cansan de calificarte como representante peruana del ciclo progresista latinoamericano. Sin embargo, pocos indagaron en tu propio sentido de pertenencia a ese ciclo político. ¿Cómo te sitúas en relación con el progresismo latinoamericano?
-En Perú siempre nos sentimos un tanto alejados de los procesos progresistas latinoamericanos. A veces los miramos con admiración, a veces de manera crítica, pero siempre con distancia. Valoramos su horizonte antimperialista, que sigue vigente y deberá ratificarse a cada paso para construir cada vez mayores márgenes de autonomía regional y continental. También valoramos la tendencia redistributiva que, en mayor o menor medida, todos compartieron. La intención de construir un Estado que se comprometa con el bienestar de las mayorías y que, por medio de iniciativas de distinta índole, procure garantizar derechos y permitir el acceso a los recursos y a los bienes públicos es siempre una política saludable. Su componente democratizador, que tuvo efectos concretos en la ampliación de derechos y de la dignidad de los sectores populares, es otro punto a resaltar.
También es valorable el arraigo histórico transformador que exhibieron, lo cual estuvo vinculado al hecho de poner en cuestión elementos estructurales como la identidad o la nación. Apuntar a remover el sustrato conservador-colonial-dependiente de nuestras sociedades resulta fundamental. En ese sentido, el caso boliviano, con el acceso de los sectores indígenas al gobierno y la puesta en práctica de una serie de mecanismos democráticos por fuera de los tradicionales, constituye un ejemplo a seguir. También lo fue el intento venezolano de generar otro tipo de participación, de construir el poder desde otras bases, tal como se observó durante el gobierno de Hugo Chávez.
Definitivamente, en Perú nos sentimos hermanados con estas experiencias, pasadas y recientes. Es innegable que hay una identidad y una cultura que compartimos con distintas experiencias populares, particularmente en lo referido a la impronta plebeya de impugnar el neoliberalismo y denunciarlo en todas sus versiones.
Pero también existen deficiencias, y la posibilidad de extraer lecciones y volvernos mejores depende de que seamos capaces de identificarlas y discutirlas. Es necesario tener en claro lo que podemos y no podemos hacer y lo que debemos y no debemos hacer, tanto en Perú como en toda América Latina.
–¿Cuáles son, desde tu punto de vista, estas deficiencias de los gobiernos progresistas y las lecciones que se desprenden de ellas?
-Desde nuestro lugar, a la izquierda del mapa político peruano, hemos sido críticos en varios aspectos. Venimos elaborando, desde los años 1990, algunas ideas más radicales vinculadas al movimiento alterglobalizador, al zapatismo, a los Foros Sociales. Trabajando junto a todo un movimiento que se atrevió a impugnar el orden en el momento en el que estaba mejor establecido, y que pretendió montar una plataforma que fuese mucho más allá de la crítica antineoliberal.
Desde ese lugar, cuando vimos emerger los gobiernos progresistas en nuestra región, si bien los recibimos como una buena noticia en relación con lo anterior, los percibimos en otra frecuencia, con otros códigos. Unos proyectos sin mucho compromiso por superar el capitalismo, sin vocación de ir más allá en la búsqueda de alternativas.
Existe una limitación muy desarrollista en el progresismo, que se expresa en su afán por gestionar lo establecido, particularmente en todo lo que tiene que ver con el modelo económico extractivo. Vimos cómo los países con gobiernos progresistas mantenían una creciente dependencia de sus materias primas, de la minería, del petróleo o de la soya, sin proponerse superar realmente el modelo primario exportador extractivista. Al contrario, muchos terminaron por exacerbarlo. Ese, creemos, es un primer déficit del que aprender: no se puede transformar realmente un país manteniendo una política económica meramente rentista y primario exportadora.
Un segundo déficit importante gira en torno a que, a pesar de los esfuerzos y de cierta radicalidad exhibida en algunos países, no se pudo desmontar la estructura de los Estados tal y como fue construida a lo largo de todos estos siglos. En Venezuela se habla de la Quinta República, pero vale la pena preguntarse cuántas de las taras de las otras repúblicas pesan sobre esta Quinta. El Estado cambió de manos, pero no hubo una reforma profunda. La forma de organizar el poder, a pesar de todo, parece persistir de forma inalterada.
No se puede negar que, aunque empalmaron con las demandas de cambio reclamadas por los movimientos sociales y por sectores ciudadanos, terminaron enmarcados en una dinámica más bien estatalista. Con ello, surge un tercer aspecto aleccionador: la compleja relación con los movimientos sociales, muchas veces tensa y ambivalente, terminó a menudo convirtiendo en opositoras a las organizaciones que no encajaron en esa lógica estatalista, lo cual terminó por tender un manto de sospecha sobre su autonomía. Una experiencia dramática, en este sentido, es la de Brasil, donde todo el acumulado del PT y su relación con los diversos movimientos sociales entraron en tensión, lo cual lo llevó a replegarse frente a fuerzas conservadoras como las que condujeron a Bolsonaro al gobierno. Otro ejemplo lo constituye Ecuador: la relación de tensión entre Correa y una parte importante del movimiento indígena y ecologista continúa hasta el día hoy.
Pero la dinámica histórica de las últimas décadas en Perú no es asimilable a ninguna de las trayectorias anteriores. Es un país hecho de retazos. Puede que un sector de la ciudadanía –especialmente en el sur– se sienta identificado con el proceso de cambio de Bolivia. Pero también hay otro sector que no, y que se identifica más con lo que pasa en Argentina, donde existe un bloque más amplio y nacionalista con fuerte presencia de una capa tecnocrática de corte moderno. Entre los jóvenes peruanos, por otra parte, la identificación más fuerte pasa por el movimiento chileno y la movilización social por una nueva constitución.
–Iniciaste tu militancia política a principios de la década del 2000, en las filas de lo que alguna vez –aunque de manera efímera– fue aclamado como el vehículo del progresismo peruano: el Partido Nacionalista de Ollanta Humala. Ahora, como candidata presidencial de Juntos por el Perú en 2021, ¿qué balance haces de la transformación de la izquierda peruana en estas últimas décadas?
-En Perú fue el nacionalismo de Ollanta Humala el que, hacia el año 2011, intentó subirse a la ola latinoamericana de gobiernos progresistas. Pero, pese a las expectativas depositadas por buena parte de la población, el Partido Nacionalista nunca lo logró del todo. Humala nunca fue revolucionario, ni mucho menos. No tenía una cultura de izquierdas, ni siquiera en clave nacional-popular. Su proyecto se estuvo muy limitado desde sus orígenes. La correlación de fuerzas al momento de su ascenso al gobierno fue el factor que más condicionamientos impuso, y el poder económico –en medio de una bonanza generalizada– se volvió rápidamente dominante. Más allá de la implementación de algunos programas sociales y del incipiente desarrollo de la arista social de la gestión estatal, Humala terminó siendo profundamente conservador.
Y es que, en nuestro país, la correlación de fuerzas heredada del fujimorismo ha permanecido hasta hoy inalterada. La herencia que recibimos a su caída nos legó todo su andamiaje de poder, incluyendo la Constitución promulgada en el año 1993. Las reformas neoliberales en el Perú fueron sumamente profundas, producto del conflicto armado y la crisis política de las décadas de 1980 y 1990. El gran logro de largo plazo del fujimorismo fue la rearticulación y la consolidación de un bloque dominante neoligárquico, aliado a las Fuerzas Armadas y sumamente poderoso.
Pero el retrato no estaría completo si no contemplamos también las debilidades propias: la crisis política y el pragmatismo dominante en la izquierda. Sin calibrar de manera justa la profunda derrota sufrida por el movimiento popular durante el conflicto armado y la consecuente implementación en toda línea del modelo neoliberal (no solo como programa de gobierno, sino también en el sentido ideológico), resulta imposible comprender la crisis del campo progresista en Perú. Su versión más deforme fue encarnada por la figura de Humala, pero también se expresó en la crisis de la izquierda, replegada en torno a las ONG y buscando atajos al gobierno para acomodarse con mayor facilidad.
Pero hoy nuestra realidad comienza a cambiar. Las intensas movilizaciones desatadas a partir de la destitución de Vizcarra sacaron a la luz la necesidad de transformaciones de otro orden y la disposición de amplios sectores de la población para impulsarlas. La construcción de un proyecto firmemente arraigado en los procesos populares puede permitirnos revertir el camino de renuncia que viene transitando hace tiempo la izquierda. Es un esfuerzo propio, que solo podemos hacer nosotros mismos, porque la búsqueda de atajos ya se ha evidenciado infructuosa en el pasado. No se trata de llegar más rápido, sino de llegar mejor, con mejores posibilidades de triunfar. Las experiencias progresistas en nuestra región representan un punto de referencia del cual extraer lecciones positivas y negativas. Pero la fortaleza de nuestro arraigo popular dependerá de la originalidad de la senda que logremos trazar: ni calco ni copia, sino creación heroica, una apuesta por avanzar más allá.
Fuente: jacobin.lat