Por Lautaro Romero, Revista Cítrica /Resumen Latinoamericano, 10 de mayo de 2021.
Fotos: Agustina Salinas
El barrio Las Mercedes, en La Matanza, lleva más de una década padeciendo enfermedades y muertes silenciosas por la contaminación que genera la multinacional Klaukol. Leyes que no se cumplen, ganancias por sobre la vida de las personas y aprietes. ¿Por qué no cierran la planta?
Según la ley 11.459 de Radicación de Industrias de la Provincia de Buenos Aires, las fábricas de tercera categoría (aquellas que ocasionan daños permanentes a la salud y al medio ambiente); no pueden producir en zonas urbanas. Por el contrario, dichas fábricas deben instalarse en zonas rurales para así minimizar el impacto: al fin y al cabo, es tal la contaminación que generan este tipo de industrias que, estén donde estén, van a ser nocivas para la naturaleza y las personas.
“La fábrica de Klaukol ni siquiera podría estar en un parque industrial pero nosotros la tenemos en nuestro techo. La casa está acá y la chimenea ahí. Así es el espacio”, dice Susana Aranda (63). Y junta los dedos para mostrar lo cerquita que está la muerte.
Susana es vecina del barrio Las Mercedes, en la localidad de Virrey del Pino, partido bonaerense de la Matanza. Klaukol, industria de la construcción, de bandera y capitales suizos, comenzó a operar en 2003 en los márgenes del conurbano. Durante tantos años de lucha Susana ha sobrevivido al envenenamiento pero también a los aprietes (le quebraron un dedo, una costilla y la obligaron a tragarse una pila si no quería recibir un tiro en la cabeza) y las extorsiones de quienes tienen intereses en que esta multinacional siga produciendo y contaminando.
Las consecuencias: cerca de 150 muertes por cáncer de garganta o pulmón. Las partículas de sílice que salen de las chimeneas y respiran a diario en forma de vidrio molido, se aloja en otros órganos y trae problemas renales y hasta mutilaciones. Familias que ya no están. Un barrio entero que ya no es habitable, porque todo está contaminado 10 kilómetros a la redonda, incluidas 70 escuelas. Se le suman problemas mentales y de aprendizaje.
Susana da fe: “En mi barrio los chicos dejan de hablar a los diez años porque se les momifican las cuerdas vocales por el metal pesado. No pueden pronunciar la R, la L. Y se esconden. La contaminación de Klaukol, aparte de matar, devasta psicológicamente a los jóvenes. Ese es mi dolor más grande, lo que me moviliza. Porque yo los conozco, los veo. ¿Qué futuro van a tener mis nietos con un planeta destruido? Nos quisieron decir que era genético pero en un barrio de nueve manzanas mueren 20 personas de cáncer por año. No hay gente en la calle. Los grandes no llegamos”.
«En mi barrio los chicos dejan de hablar a los diez años porque se les momifican las cuerdas vocales por el metal pesado»
La incertidumbre y desazón de Susana, referente de la lucha que comenzó en 2009 contra el atropello de Klaukol, es compartida entre las personas que este miércoles se manifestaron frente a los Tribunales y se movilizaron hacia el corazón de La Matanza, el Municipio que gobierna Fernando Espinoza, para decir basta y entregar un comunicado. Les acompañaron las organizaciones sociales Ambiente en Lucha y la Red Ecosocialista.
Algunas de las exigencias que presentaba el documento: saneamiento, remediación ambiental y resarcimiento a cada familia afectada, reconversión laboral de los trabajadores de la zona, sostenimiento de su trabajo, sueldo y todos sus derechos y por supuesto: cumplimiento de la ley 11.459 y respuesta inmediata a favor de las presentaciones legales de más de una década plagada de impunidad, y falta de Justicia.
“Durmieron la causa cinco años, es mucho», cuenta Susana. «Podrían haber salvado varias vidas. Es muy doloroso. No les importa la verdad, no les importa la razón: sólo importa el poder adquisitivo. Nuestro pecado es ser pobres. Como ciudadanos hicimos todo lo que nos correspondía. Fuimos a cada institución, a cada organismo, al Juzgado Federal, a la Corte Suprema. Pero cuando vos denuncias a una multinacional estás solo. Nadie te pone un abogado. Y Klaukol lleva diez abogados. Mientras que nosotros tenemos que producir las pruebas y costear cada escrito. Los gobiernos privilegian las ganancias y el capital de una multinacional por sobre la salud de las personas y el ambiente. Por sobre la vida. Usan pesticidas, fungicidas, glifosato. No tenemos escapatoria. Es una locura”.
El último gran héroe
Corría el año 1965 cuando las primeras casas comenzaron a ser ocupadas. Eran alrededor de cinco familias, “todas de trabajo, muy humildes”. Entre ellas estaba la familia de Carlos Hervt (87), el último sobreviviente de los vecinos fundadores del barrio Las Mercedes: “Donde está la fábrica antes había un tambo. Los chicos iban a cazar pajaritos, a correr y patear la pelota. Ahora está hecho todo un desastre, viejo. Colgas la ropa afuera y cuando la guardas parece almidonada de la basura que vuela”.
Carlos viste ropa de trabajo: la clásica camisa celeste a cuadros, el pantalón Pampero con cinto de cuero y las alpargatas de campo. Durante veinte años fue supervisor del frigorífico Coto ubicado frente a la fábrica Klaukol. En silencio observa lo que sucede a su alrededor, en los Tribunales de La Matanza: el pedido eterno de Justicia, la voz de Susana Aranda, su fortaleza, el escrache al Poder Judicial.
No tiene mucho que perder: Klaukol le quitó a toda a su familia. «Murieron mi hija, mi mujer, mi nuera, mis suegros y perdí una sobrina de 32 años. Todos con cáncer. Yo paso poco tiempo en casa, sino ya hubiera viajado hace tiempo. Me voy a las cinco y media de la mañana y vengo a las seis de la tarde. Por eso sigo viviendo. Eso no quita que me falte el aire y cueste respirar. Camino una cuadra y me canso”.
La fábrica se agrandó cada vez más. Al ver que el barrio estaba desapareciendo Klaukol compró las casas vacías y trajo gente temporal para poblar la zona. Creció la contaminación del aire, la tierra y el agua, que lejos está de ser apta para el consumo humano. Además faltan cloacas y hospitales. “No se puede vivir en ese barrio –dice Carlos-. En los colegios los chicos no aprenden nada. No les queda nada en la mente. Tienen problemas de aprendizaje. Te dicen una cosa y al rato no se acuerdan. Y no son chicos que se criaron en la calle y han pasado necesidades. Están bien alimentados”.
«En los colegios los chicos no aprenden nada. No les queda nada en la mente. Tienen problemas de aprendizaje»
Carlos piensa en sus hijos, los que aún están con vida. En sus nietos que viven en el mismo barrio en donde desde hace más de una década Klaukol enferma y mata: “Les pido que los salven. Que cierren la fábrica y a las personas les consigan otro lugar donde seguir viviendo. Quisiera que hagan algo. Se creen los dueños del país”.
Más salud y menos morfina
Uno de los casos más estremecedores es el de Nadia Carabajal (28), vecina del barrio Las Mercedes y víctima de la contaminación de Klaukol.
La tomografía fue contundente: nódulos en ambos pulmones.
Tuvo un infarto. Perdió un riñón.
Nadia pesa 38 kilos. Está muy delicada de salud. No tiene obra social. Su papá es jubilado. Por eso PAMI le cubre algunos de los remedios, aunque no es suficiente para afrontar los gastos en concepto de higiene personal, gasas, alcohol y agua mineral. Debe realizarse diálisis en una pieza que acondicionaron y sellaron entre los vecinxs.
Actualmente posee una medida cautelar. El juez que lleva la causa, Ricardo Horacio Suárez, logró un acuerdo con Klaukol: la empresa se hace cargo de pagarle el alquiler –con un tope de 60 mil pesos- para su salida del barrio y posterior relocalización. Pero hasta el momento Nadia no puede mudarse porque Klaukol todavía no le da el dinero que prometió.
«Mientras tanto ella permanece aislada en su casa, destruida, deteriorándose. Klaukol dice que a Nadia la relocalizan pero no porque ellos contaminan, sino porque son solidarios. Como si fueran los buenos de la película”, expresa Susana Aranda.
Le dan escalofríos de tan solo pensar en el vidrio molido incrustado en la humanidad de Nadia Carabajal: “Yo he visto como mueren. Es horrible, te espanta. Los familiares les dan morfina para aliviar el dolor, ni siquiera para salvarles la vida”.
Antes de que comience esta pesadilla, Susana era feliz. Lo que ganaba como modista le alcanzaba para trabajar en su casa y vivir dignamente. Después estaban sus plantas, su jardín. De repente se dio cuenta de que todo eso que le hacía bien estaba bajo amenaza. De repente se encontró presa dentro de la misma casa que con mucho esfuerzo construyó su familia. Tuvo que permanecer todo el día bajo techo, evitar en lo posible el contacto con el exterior para no ser víctima del vidrio molido respirable. Burletes en las ventanas y puertas. Trapos mojados. Quedó prohibido el uso de escobas.
“ Yo tengo hijos, nietos. ¿Por qué me tengo que ir de mi casa? Si no soy una delincuente. Ellos negocian y nosotros morimos».
Susana hace un cálculo al aire: ni siquiera vendiendo las tres propiedades que tiene en barrio Las Mercedes le alcanza para mudarse a un lugar habitable. Por el contrario, su destino sería algún asentamiento donde puede que la contaminación sea mucho peor.
Susana no quiere abandonar su barrio. La lucha.
Pese a los aprietes y las extorsiones de punteros políticos.
“Acá haces lo que ellos quieren o te llevan puesto. A mí me dicen: Susana, ¿cuánto queres para desaparecer del barrio? Pero yo busco la verdad. Yo tengo hijos, nietos. ¿Por qué me tengo que ir de mi casa? Si no soy una delincuente. Ellos negocian y nosotros morimos. Acá no dejan las ganancias: nos dejan a sus ex obreros enfermos y muertos. Todos con cáncer de garganta. Son muertes que se pueden evitar. No hablemos solo de los enfermos por coronavirus. Porque del coronavirus me puedo cuidar con protocolos, pero de Klaukol no. El egoísmo es tan grande. Estamos tan metidos en nuestras cosas que no nos queda margen para luchar por las causas que valen la pena. Lo único que importa es la facturación. No importan las leyes. Hay un montón de casos como éste. Quiero que sea un precedente para que nunca más vuelva a ocurrir algo así”.