Por Daniel Espinosa. Resumen latinoamericano, 28 de mayo de 2021.
Lo de Jacarezinho es lo más parecido al régimen que muchos conservadores y ultraderechistas desean en silencio. En Brasil, esta forma de operar ya se ha convertido en rutina.
Todo indica que las militarizadas fuerzas del orden brasileñas decidieron destruir toda evidencia que pudiera revelar el carácter criminal de su incursión: 27 personas supuestamente heridas fueron llevadas a varios hospitales, pero 26 llegaron muertas, lo que ha llevado a especular que la acción no tuvo otro objetivo que desvirtuar los escenarios de potenciales crímenes.
Atención: la prensa corporativa no los llama personas, sino “sospechosos” o “narcotraficantes”. Sin embargo –como la Orden de Abogados de Brasil ha podido corroborar – , siete de los muertos ni siquiera tenían antecedentes policiales (extra.globo.com, 10/05/21). Todo indica que se incurrió en gruesas negligencias, ejecutando a los rendidos, allanando domicilios ilegalmente y abriendo fuego entre civiles inocentes y presas del pánico, incluyendo a decenas de niños.
Lo sucedido la semana pasada solo representa la punta del iceberg, pues la cifra de muertes relacionadas a operaciones policiales entre junio de 2020 y marzo de este año, principalmente en las zonas marginales de Río, ronda las 800 personas (The Guardian, 18/04/21). En esta caótica ciudad, la policía asesina –en promedio– el doble de ciudadanos que sus pares yanquis; un récord de espanto.
Como en Estados Unidos, la violencia de Estado va dirigida de manera desproporcionada –pero previsible– contra el segmento pobre y afrobrasileño, que entre 2017 y 2018 sufrió 3 de cada 4 de los asesinatos de la policía, según el Foro Brasileño de Seguridad Pública.
El modus operandi salta a la vista: la criminalización de amplios sectores de la población pobre y negra es seguida de redadas salvajes y ejecuciones extrajudiciales. Los helicópteros disparan sobre los techos de las hacinadas favelas y la policía lanza granadas a las puertas de las casas sin asco, convirtiendo la residencia de decenas de miles en una zona de guerra. En Estados Unidos –referente con enormes semejanzas – , la criminalización del segmento afroamericano se sirve también de un sistema carcelario (privado) draconiano e históricamente racista.
El bufón aplaude
Como era previsible, el matón en jefe –Jair Bolsonaro– celebró la masacre. Se quejó de la victimización que se hacía de los asesinados en Jacarezinho, señalando que eso los equiparaba a gente decente. Quienes discuten la legalidad de la matanza son “vagabundos”, escupió también el exmilitar. “Todos eran bandidos”, añadió mecánicamente el vicepresidente y exgeneral Hamilton Muorao.
Pero nadie tendría por qué escuchar las divagaciones de estos encumbrados rufianes si no fuera por la cuádruple colusión entre el juez Sergio Moro, el fiscal Deltan Dallagnol, la prensa corporativa brasileña y el Departamento de Justicia de Estados Unidos, quienes, utilizando la trampa, la difamación, la propaganda y el interesado mecenazgo de figuras políticas extranjeras –respectivamente – , se encargaron de encarcelar al expresidente Lula da Silva cuando se disponía a ganar la presidencia otra vez y sin despeinarse. Pero la derecha conservadora no podía permitirlo. Unos días antes de que la Corte Suprema dictaminara sobre las apelaciones que reclamaban por la libertad del expresidente de izquierda y su participación en los comicios, el general del ejército brasileño Eduardo Vilas Boas usó su cuenta de Twitter para amedrentar a sus miembros y advertirles que el ejército “estaba atento” (Reuters, 03/04/18).
Volviendo a Jacarezinho, en Brasil no existe la pena de muerte, ni mucho menos la ejecución sumaria de sospechosos. Hay que señalar que el conservadurismo detesta ese “defecto” propio del estado de derecho. Odia que la ciudadanía se extienda más allá de los confines de la sociedad criolla. Se siente amenazado en su posición social.
Lo de Jacarezinho es lo más parecido al régimen que muchos conservadores y ultraderechistas desean en silencio. En Brasil, esta forma de operar ya se ha convertido en rutina. Entre 2006 y 2016, la exorbitante suma de 324 967 jóvenes, entre los 15 y 29 años, murieron violentamente en toda clase de enfrentamientos y matanzas, muchas de ellas relacionadas a las fuerzas del orden y milicias controladas por policías y militares. De acuerdo con los testigos entrevistados por The Guardian (17÷05÷19), durante una redada en la favela de Maré, la policía militarizada respondió a la rendición de dos criminales confesándoles que tenía la “orden de matar”, procediendo luego a tirotearlos.
Preguntémonos qué sucedería si la policía militarizada incursionará con la misma agresividad en el avión presidencial de Bolsonaro, donde el 25 de junio de 2019 la Guardia Civil de Sevilla halló 39 kilos de cocaína en un maletín.
En el Perú se vio hace unos días el caso del líder político Rafael López Aliaga, miembro del Opus Dei –ultraconservadores elitistas y promotores de la mortificación de la carne – , quien reclamó la “muerte” del candidato presidencial que tiene las mejores probabilidades de ganar en la segunda vuelta electoral el próximo 6 de junio. Como Rodolfo Sánchez-Aizcorbe ha notado en sus columnas en este mismo semanario, estos políticos conservadores y sus seguidores se consideran “pro-vida”. Muchos de sus líderes de opinión incurren, simultáneamente, en la defensa del “concebido” y la apología de las sangrientas dictaduras latinoamericanas del siglo pasado.
Ellos desearían reservar para las fuerzas del orden el derecho exclusivo de matar sin miramientos, sobre todo cuando las víctimas son pobres y de piel oscura, quienes siempre deben ser considerados presuntos delincuentes. Luego exigen la protección legal de los efectivos de gatillo flojo, y generalmente la consiguen. Es gracias a esta mentalidad que, mientras la mayoría de los brasileños forma parte de un estado de derecho, los “favelados” viven en estado de sitio, hoy bajo la doble amenaza de una policía racista y el Covid-19. En Brasil, cuando se trata de morir por el virus, la edad y las comorbilidades tienen menor incidencia que el color de piel y la situación económica, otra particularidad compartida con EE. UU.
Como era por entero previsible, la sevicia de quienes llevaron a cabo la reciente matanza quedó revelada casi de inmediato. La policía de Río fue fotografiada moviendo cadáveres en la escena del crimen. La destrucción de pruebas fue señalada nada más y nada menos que por el Alto Comisionado para Derechos Humanos de Naciones Unidas, Rupert Colville. Su par brasilero, Álvaro Quintao, declaró, “con seguridad, (que) no todos los asesinados eran criminales”. Los residentes de Jacarezinho fueron testigos de que muchos de los muertos ya se habían rendido. La delegada de la asamblea legislativa de Río de Janeiro, Renata Sousa, señaló:
“Muchos residentes dijeron que los jóvenes trataron de negociar y rendirse, pero les dispararon igual. Otros fueron llevados a domicilios familiares y ejecutados. Había piscinas de sangre. Fue una masacre” (Al Jazeera, 09/05/21).
La prensa de doble rasero
George Floyd obtuvo justicia. Su asesino, Derek Chauvin, está en la cárcel. No nos engañemos: el caso obtuvo una visibilidad global y poco común –suscitó un enorme movimiento de reivindicación antirracista – , pero eso no necesariamente producirá cambios estructurales. Las cifras indican que entre la fecha del asesinato de Floyd y el 20 de abril pasado, 181 afroamericanos murieron a manos de policías en Estados Unidos.
No hay cambio posible con una prensa corporativa ocultando los abusos de los gobiernos alineados con el orden internacional y resaltando los crímenes de sus enemigos (supuestos y reales), fingiendo que son exclusivos de esos regímenes.
La propaganda funciona así: al informe objetivo de atrocidades como la sucedida recientemente en Brasil –que podemos leer en los diarios de la prensa corporativa– no se suma un correlato editorial, un balance opinado de los hechos y su significancia, con los juicios de valor correspondientes, como sí se hace (y de manera exagerada) al tratar el crimen del enemigo político. El resultado es un relato o narrativa mediática que explica la realidad mundial y latinoamericana de una manera flagrantemente sesgada, pues aquello sobre lo que no se editorializa no suele integrar dicha narrativa, dicha forma de entender la realidad. Al hablar de Venezuela y cualquier crimen del régimen chavista, por ejemplo, se le diferencia radicalmente del resto de Latinoamérica, a pesar de casos grotescos de terrorismo estatal y crímenes graves, como los falsos positivos colombianos. De eso no se sacan lecciones ni se solicitan intervenciones. El Grupo de Lima calla y la OEA disculpa.
Hace un par de semanas, la BBC entrevistó al conocido economista norteamericano Jeffrey Sachs con respecto al cambio climático y a la colaboración entre China y Estados Unidos, indispensable para resolverlo. Ante el planteamiento abiertamente sesgado de la entrevistadora británica, según el cual los americanos debían “cuidarse de relacionarse con la potencia asiática sin encararla por sus violaciones de derechos humanos”, Sachs aclaró enérgicamente que la forma de enmarcar el asunto era decididamente engañosa.
El economista indicó que Estados Unidos comete enormes violaciones de los derechos humanos, invadiendo países y matando a sus ciudadanos bajo falsas premisas, además de encarcelar a cientos de miles de estadounidenses afroamericanos sirviéndose de un régimen carcelario racista, digno de las peores autocracias. La BBC no tomaba en cuenta esos “detalles”.
La prensa tradicional está atrapada en ese libreto, en esa hipocresía destructiva y enormemente contraproducente. No saldrá de ahí por cuenta propia: debemos hacernos conscientes del lastre que representa y combatir su propaganda, pues la mayoría, desgraciadamente, aún construye su visión del mundo a partir de los medios masivos tradicionales.
Fuente: Alainet