Ecología Social. «Prometí a mi padre luchar para que se hiciera justicia»

Eco­lo­gía Social. «Pro­me­tí a mi padre luchar para que se hicie­ra justicia»

Por Óscar Frai­le, Resu­men Lati­no­ame­ri­cano, 26 de mayo de 2021.

Ame­lia Lape­ña luchó duran­te cin­co años para que se reco­no­cie­ra que su padre falle­ció por una enfer­me­dad pro­fe­sio­nal pro­vo­ca­da por el amianto

A José Lape­ña le diag­nos­ti­ca­ron cán­cer de pul­món cuan­do tenía 76 años, des­pués de que los médi­cos encon­tra­ran una man­cha sos­pe­cho­sa en uno de esos aná­li­sis anua­les que se hacían a todos los tra­ba­ja­do­res que habían esta­do expues­tos al amian­to. Hacía 17 años que se había jubi­la­do, pero sus más de dos déca­das en Ura­li­ta habían deja­do una hue­lla en su orga­nis­mo que ter­mi­nó sien­do mor­tal, aun­que tar­da­ra en manifestarse. 

Cuan­do el doc­tor del Hos­pi­tal Clí­ni­co Uni­ver­si­ta­rio comu­ni­có a la fami­lia la fatal noti­cia, les dijo que tam­bién esta­ba afec­ta­do el medias­tino, una par­te del tórax que tie­ne la fun­ción de que dife­ren­tes órga­nos man­ten­gan la dis­tan­cia entre sí. El diag­nós­ti­co era fatal: una espe­ran­za de vida, en el mejor de los casos, de un año. Los fami­lia­res no se lo tras­la­da­ron al enfer­mo con toda su cru­de­za y se cen­tra­ron en ani­mar­le a comen­zar una recu­pe­ra­ción que se anto­ja­ba com­pli­ca­da, por­que nin­gu­na ope­ra­ción ni la qui­mio­te­ra­pia podía evi­tar lo inevi­ta­ble. Pero Ame­lia, hija de José, tie­ne muy cla­ro que su padre sabía lo que había, aun­que no lo dije­ra. «Él era muy inte­li­gen­te», recuerda.

Tan­to lo sabía, que meses antes de que se pro­du­je­ra el fatal des­en­la­ce él ya vati­ci­nó que el día seña­la­do iba a ser el de su 77 cum­plea­ños. Una pre­dic­ción que se cum­plió con la pre­ci­sión de un reloj sui­zo, ante el asom­bro de toda su familia.

Hace diez años que José falle­ció, pero Ame­lia toda­vía recuer­da la ansie­dad de esos meses. Al prin­ci­pio pasó por una fase de no acep­ta­ción. «¿Cómo va a durar solo un año si solo tie­ne una peque­ña man­cha?», pen­sa­ba. Un meca­nis­mo de defen­sa con el que tra­ta­ba de sopor­tar lo inso­por­ta­ble: el hecho de que su padre se moría y ella no podía hacer nada para evitarlo.

José dejó su empleo de con­duc­tor de camio­nes para entrar en Ura­li­ta a prin­ci­pios de los 70. Apa­ren­te­men­te, era un buen cam­bio. Mejor suel­do y un tra­ba­jo más esta­ble. Eso sí, su pues­to era uno de los más com­pro­me­ti­dos, por­que esta­ba en la nave de la molien­da, don­de más pol­vo se gene­ra­ba. Su fun­ción era lle­nar sacos con el mate­rial resul­tan­te de esta ope­ra­ción, cuan­do la pre­ven­ción de ries­gos labo­ra­les era un con­cep­to com­ple­ta­men­te desconocido.

Aun­que la fami­lia cono­cía los pro­ble­mas de salud que había gene­ra­do el amian­to en todo el mun­do, José no tuvo nin­gún sín­to­ma has­ta los últi­mos meses de su vida. «Pero es cier­to que abso­lu­ta­men­te todos los tra­ba­ja­do­res que han esta­do expues­tos a este mate­rial tie­nen la mos­ca detrás de la ore­ja», seña­la. Ame­lia esta­ba espe­cial­men­te sen­si­bi­li­za­da con este tema por­que des­de que era muy joven se dedi­có a infor­mar­se sobre los ries­gos labo­ra­les del empleo de su padre. «Siem­pre he teni­do mie­do», reco­no­ce. Sobre todo a raíz de que en otros paí­ses euro­peos, como Fran­cia, se empe­za­ra a prohi­bir la uti­li­za­ción de este mate­rial y en Espa­ña no se hicie­ra lo mismo.

Esta «inac­ción» por par­te de la Admi­nis­tra­ción y las pro­pias empre­sas empu­jó a Ame­lia a hacer­le una pro­me­sa a su padre antes de que falle­cie­ra. «Le dije que iba a seguir luchan­do para que se hicie­ra jus­ti­cia», seña­la. Y así se embar­có en una mara­tón de tra­bas judi­cia­les para lograr que se reco­no­cie­ra legal­men­te que su padre había sufri­do una enfer­me­dad pro­fe­sio­nal. Ade­más, tam­bién deman­dó a la empre­sa y ter­mi­nó ganan­do el jui­cio. «Al des­gas­te psi­co­ló­gi­co y emo­cio­nal de todo lo que te ha pasa­do hay que aña­dir el que te pro­du­ce tener que lidiar con los tri­bu­na­les», expli­ca. Por­que Ame­lia nun­ca se rin­dió, aun­que le inten­ta­ran con­ven­cer de que su padre no podía tener una enfer­me­dad pro­fe­sio­nal casi 20 años des­pués de haber­se jubi­la­do. Ella insis­tía en que esta enfer­me­dad se pue­de mani­fes­tar de for­ma tar­día y el ori­gen está en los años que su padre pasó en Ura­li­ta. «A veces tenía la sen­sa­ción de que me tra­ta­ban como si solo me inte­re­sa­ra el dine­ro, y es cier­to que hubo momen­tos en los que pen­sa­mos en tirar la toa­lla, pero es que yo le había pro­me­ti­do a mi padre, jus­to antes de que le seda­sen, que iba a hacer todo lo que estu­vie­ra en mi mano para que se hicie­ra jus­ti­cia», recuer­da. El tiem­po y, lo que es más impor­tan­te, los tri­bu­na­les, han aca­ba­do dán­do­le la razón.

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